Le acompañó por las calles de Londres, bajando por Charing Cross Road hasta llegar a Tottenham Court Road, para seguir después por University Street. El North London Hospital, de cuatro pisos de altura, se levantaba frente al University College y resultaba tan impresionante que Samantha se quedó sin respiración. Eran las diez de la mañana y en la entrada principal se registraba mucho ajetreo. Freddy le hizo señas a Samantha mientras rodeaban el edificio para dirigirse a un patio trasero ocupado por gran número de carretas y coches.
Algunos estudiantes de medicina se encontraban junto a la entrada posterior formando un apretado grupo, todos erguidos y apuestos y hablando en voz baja.
—Son como tu hermano, Sam —murmuró Freddy—. Eso es lo que es James.
Ocultándose detrás de un carretón, Samantha y Freddy observaron a los estudiantes y, un minuto más tarde, vieron entrar nerviosamente en el patio a tres muchachas. Como empezaban a reírse de forma histérica, un joven se acercó un dedo a los labios, tomó del brazo a una de ellas y la acompañó hacia la puerta. Cuando todos hubieron entrado, Samantha y Freddy salieron de su escondite y atravesaron la puerta posterior del hospital.
Una vez sus ojos se hubieron adaptado, Samantha vio que se encontraba en un angosto pasillo enlosado, a ambos lados del cual había sendas puertas de doble hoja. La de la izquierda estaba entreabierta; Samantha atisbo rápidamente y lanzó un jadeo. Tendido en una mesa alargada, desnudo y de un blanco amarillento, vio el cadáver de un joven. Le rodeaban cuatro hombres de camisas arremangadas, hurgando en una cavidad que Samantha no alcanzaba a ver. El que visiblemente dirigía el grupito, un gigantón de rojizo cabello entrecano que llevaba un delantal de carnicero manchado de sangre, estaba comentando serenamente algún detalle.
—¿Quieres irte a casa, melindrosa? —le murmuró Freddy al oído.
Tragando saliva, Samantha sacudió la cabeza y le siguió pasillo abajo hasta la puerta más pequeña por donde habían entrado todos los estudiantes. Cruzó de puntillas el enlosado, abrió temerosamente la puerta y se encontró al pie de una oscura y angosta escalera. En lo alto de la escalera había otra puerta abierta de la cual surgían luz y voces.
—No tendríamos que hacer esto, Freddy —murmuró.
El muchacho se encontraba a su espalda, con una mano apoyada en su cintura.
—Ya sabía yo que no tendrías valor. Eres una miedosa, como siempre imaginé.
—¡No lo soy!
—Cállate si no quieres que nos echen. Bien, pues si no tienes miedo, sube.
Samantha inició el ascenso. Al llegar arriba, se detuvo y miró cautelosamente por el marco de la puerta. Vio la última grada de una sala de operaciones. En las tres inferiores se apretujaban los estudiantes de medicina, los médicos y los auxiliares, hombro con hombro, inclinados ávidamente sobre las barandillas metálicas, con los ojos clavados en la vacía mesa de operaciones, como si estuvieran aguardando el comienzo de una representación teatral. En la última grada, hacia el otro extremo, se encontraban acomodados los estudiantes de medicina con sus nerviosas y agitadas acompañantes.
Samantha se quedó en el rincón, apretujada contra el duro cuerpo de Freddy, y vio abrirse la puerta de doble hoja de abajo. Apareció el gigante pelirrojo, todavía con el delantal de carnicero que llevaba en la sala de autopsias. Su presencia dio lugar a un inmediato silencio. Era el señor Bomsie, profesor de cirugía clínica. Le acompañaban los tres ayudantes de la sala de autopsias, con las manos y los brazos todavía manchados de sangre oscura, e, inmediatamente después, dos hombres introdujeron en la sala de operaciones un cesto de mimbre que contenía a un paciente.
Era una frágil mujer, asustada y temblorosa como un gorrión; mientras la ayudaban a subir a la mesa y sus ojos miraban con inquietud los impersonales rostros que la estaban observando, uno de los ayudantes empezó a desabrocharle el vestido y el señor Bomsie se dirigió con voz de trueno a los presentes:
—La paciente es una hembra de veinticinco años que, por lo demás de buena salud, trabaja de sirvienta en Notting Hill. Su amo la envió al doctor Murray, tras haberse quejado ella de un intenso dolor en el pecho derecho. El examen reveló un pezón retraído que sangra constantemente y un bulto del tamaño de una manzana. Sin una intervención quirúrgica, moriría antes de un año.
Bomsie le hizo una seña a uno de los ayudantes. El joven se dirigió a un armario adosado a una pared y eligió los instrumentos preferidos del señor Bomsie: dos escalpelos, un tenáculo, unos cuantos torniquetes de Listón, unas tijeras. Después los depositó en una bandeja junto a la cabeza de la mujer.
Ataron con correas a la paciente que, con el pecho al descubierto, estaba suplicando ahora que la soltaran.
El North London Hospital había tenido el raro privilegio de ser el primer hospital de Inglaterra en que se había utilizado la anestesia durante las operaciones, lo cual no significaba, sin embargo, que ello fuera una práctica habitual; la conveniencia de utilizar o no cloroformo quedaba a la discreción del cirujano en cada caso, y el señor Bomsie había decidido no utilizarlo. Su opinión era compartida por muchos colegas suyos: eran demasiados los pacientes que morían debido a la inhalación del cloroformo y del éter. No valía la pena correr el riesgo de que murieran a causa de la anestesia para ahorrarles unos minutos de dolor durante la operación. Ésa era la explicación que el señor Bomsie daba en público. Sin embargo, la razón secreta de que desdeñara la anestesia residía en su edad —tenía sesenta y tantos años— y en el hecho de ser un eminente cirujano casi legendario.
No hacía mucho tiempo, antes de la aparición de la anestesia, el mejor cirujano era el más rápido, aquél que más ahorraba al paciente los sufrimientos. En su larga e ilustre carrera, Gerald Bomsie se había hecho famoso por ser uno de los cirujanos más rápidos de Inglaterra. Sin embargo, con la llegada de la anestesia, gracias a la cual el paciente ya no gritaba y forcejeaba con las correas sino que dormía tranquilamente, los cirujanos podían trabajar despacio. Los criterios de la fama estaban cambiando: se elogiaba no a los más rápidos sino a los más hábiles, y aunque Gerald Bomsie era legendario en cuanto a lo primero, dejaba mucho que desear en lo segundo. La anestesia le estaba robando celebridad. Y puesto que muchos de los cirujanos de más edad seguían operando al estilo antiguo, sin utilización de anestesia, ninguno de los presentes en la sala en aquella fresca mañana de mayo cuestionaba el método del señor Bomsie.
Sujetando el escalpelo con los dientes, para poder alisarse la leonina melena con las manos, y haciendo caso omiso de los gritos de terror de la joven tendida delante de él, Gerald Bomsie extendió los dedos sobre el pecho enfermo, para estirar la piel, y lo abrió con un limpio corte.
Todos sacaron los relojes de bolsillo para cronometrar el tiempo. Samantha oyó que alguien decía en voz baja:
—No parpadees, ¡es el más rápido desde Listón! ¡Yo le vi cortar una vez de un solo tajo la pierna y los testículos del paciente, tres dedos de su ayudante y los faldones del frac de un espectador!
Los ojos gris paloma de Samantha se abrieron en hipnotizada fascinación. El pecho estaba siendo levantado de la pared del tórax y la sangre se escapaba en torrente hacia unos cubos de serrín colocados debajo de la mesa. Cuando el bulto de ensangrentada carne amarillenta cayó al suelo, las vigorosas manos del señor Bomsie efectuaron rápidamente unas ligaduras alrededor de los puntos sangrantes, vertieron agua sobre los relucientes músculos rojos y después unieron la piel con tiras de esparadrapo.
La salva de aplausos despertó a Samantha de su estupor. Vio que la paciente se había desmayado, por suerte para ella, al igual que las amigas de los estudiantes.
Mientras se llevaban a la paciente, el señor Bomsie se lavó las manos, algo que los cirujanos sólo hacían después de una operación, y se dirigió de nuevo a los presentes. Pero Freddy y Samantha no se quedaron a escucharle. Bajaron a escondidas la escalera y corrieron hacia el pasillo, para ver a dónde llevaban a la operada.
Nadie prestó atención a los dos zarrapastrosos chiquillos mientras seguían a los hombres que portaban el cesto. Llegaron a un vestíbulo lleno de médicos y estudiantes, pacientes apoyados en las paredes o tumbados en el suelo y visitantes con sombreros de copa y crujientes crinolinas. El cesto de mimbre fue introducido a través de una de las puertas que daban al vestíbulo. Freddy le dirigió a Samantha una sonrisa picara.
—Estás un poco pálida, bonita. Ya no puedes soportarlo más, ¿verdad?
—Si tú puedes, yo también —contestó ella con dificultad.
Entraron en la sala sin que les vieran.
Lo que primero les hizo pararse en seco fue el hedor. Cubriéndose la nariz con el extremo de su pañoleta, Samantha contempló la escena: una alargada habitación con una chimenea al fondo y una hilera de camas flanqueando ambas paredes. Esforzándose en no marearse, Samantha recorrió con perpleja mirada las camas de las mujeres: algunas gemían, otras gritaban, algunas pedían la muerte y unas pocas conocían un caritativo reposo. Era la sala de enfermas operadas, y todas ellas, aquejadas por infecciones de diverso grado, habían sufrido alguna forma de mutilación quirúrgica.
Cerca de la chimenea había una mesa junto a la cual se encontraba sentada una hermana de la congregación de Todos los Santos, vestida con un sencillo hábito de holandilla marrón, con toca y delantal blanco, sorbiendo una taza de té. En la pared, a su espalda, había un aviso que decía: Las sábanas tienen que cambiarse una vez al mes, sea necesario o no. A lo largo del pasillo, que separaba las dos hileras de camas, y entre éstas, las criadas del pabellón se afanaban en sus tareas: vaciar los orinales, dar la vuelta a las pacientes, aplicar emplastos, barrer los suelos. Otra hermana estaba haciendo inventario junto a un armario y efectuando anotaciones en un cuaderno. Samantha no sabía qué era peor, si el ruido o el hedor.
Ninguna cámara de torturas hubiera podido ofrecer un coro más patético de sufrimientos humanos. Y, sin embargo, no podía cubrirse los oídos con las manos porque tenía que protegerse la nariz; en ningún lugar, ni siquiera en los callejones durante los calurosos días estivales, había sido asaltada por una fetidez tan espantosa. Samantha se percató de cuál era la causa de aquellas malolientes emanaciones: las llagas purulentas, las heridas que rezumaban, la carne gangrenada, los riachuelos de pus verdoso. Era el olor repugnante de unos cuerpos vivos pudriéndose.
Observó que el cesto de mimbre estaba vacío porque la desdichada criatura, con el busto todavía al aire, dejando al descubierto el pecho sano y el rojo y húmedo corte de la herida, había sido colocada en una cama. En el lecho vecino Samantha vio a un cirujano y a tres estudiantes examinando a una bonita niña de diez años a la que habían amputado una pierna por debajo de la rodilla y cuyo muñón descansaba sobre una bandeja para recoger el pus que manaba de la herida. Mientras hablaba, el cirujano retiró el vendaje de la niña: un rectángulo de brocado con unas iniciales bordadas, donado caritativamente por alguna familia pudiente. Arrancó el trozo de tela, tirando de él en los lugares en que se había pegado, y lo arrojó a los pies de la cama. Una hermana lo recogió inmediatamente, lo llevó a la cama de al lado donde la joven recién operada del pecho estaba llorando sin poderse contener y lo aplicó sobre el sangrante corte, fijándolo con esparadrapo de colapez.
Mientras otras dos hermanas se acercaban para ayudarla, una de ellas observó la presencia de los niños y gritó:
—¡Vosotros! ¡Largo de aquí!
Dando media vuelta, Freddy y Samantha echaron a correr, atravesaron a toda prisa el bullicioso vestíbulo y salieron por la puerta principal. Corrieron con toda la rapidez y agilidad de su juventud y experiencia, escalando vallas y saltando zanjas hasta que por fin cayeron agotados junto a un muro, jadeantes.
Freddy rompió a reír.
—Tengo que reconocerlo, Sam, ¡nunca te hubiera creído capaz de tanto! ¡Aún no he conocido a ninguna mujer que no se desmaye viendo eso!
Una vez recuperado el resuello, Samantha permaneció en silencio, clavados los ojos en el mugriento muro de ladrillo del otro lado. Freddy enmudeció también y entonces ella le dijo suavemente:
—No está bien, Freddy.
—Vamos, Sam, ¿dónde está tu valor? Todo el mundo lo hace, entrar a escondidas en el hospital…
—No me refiero a eso. —Samantha le miró con una expresión de sorprendente madurez en una persona de tan pocos años, fijos en él sus grandes ojos grises—. Hablo de lo que ocurre allí dentro. Los médicos tienen que ayudar, no torturar.
—Lo hacen con buena intención, Sam. Puede que no sepan hacerlo mejor.
Ella apartó la cabeza y se entregó a profundas y angustiadas reflexiones.
Se pasó varias semanas sufriendo pesadillas, y de día la perseguían los terribles recuerdos del hospital. Lo que la trastornaba, sin embargo, no era el temor de aquel lugar ni la repugnancia que todo ello le había causado, tal como Freddy suponía, sino la espantosa sensación de que aquello estaba mal.
Cuando la preocupación de Samantha por el hospital se convirtió en una obsesión dominante, ocurrió algo que la distrajo.
Al trocarse el verano en un invierno que cubrió Londres con un manto de sucia nieve, el fervor religioso de Samuel Hargrave se intensificó. Aquel año, cuando no recorría las calles en compañía de Freddy, Samantha ayudaba a su padre por las noches en su divina misión: su tarea consistía en coser los opúsculos.
No satisfecho con hablar desde el púlpito algunos domingos, Samuel empezó a pronunciar sermones por las calles. Provisto de los opúsculos bíblicos que él mismo escribía y hacía imprimir, y que Samantha cosía a la luz de una lámpara, Samuel Hargrave recorría los lugares donde se producían las escenas más licenciosas de Londres —Cremorne Gardens, Haymarket y Regent Street—, arrojando sus folletos a las prostitutas e invitándolas a arrepentirse. Su fanatismo fue operando en él un lento cambio que Samantha, en su ciego afecto, no acertó a ver. Y una noche Samuel hizo una cosa muy rara.
Mientras Samantha se hallaba inclinada sobre los opúsculos con el cabello cayéndole hacia adelante y las mejillas y la frente bañadas en la lechosa luz de la lámpara, sintió fija en ella la intensa mirada de su padre. Al levantar la cabeza, le sobresaltó la vehemencia de sus ojos. Samantha le estuvo mirando largo rato, desconcertada pero sin asustarse, hasta que él abrió la boca y ella le oyó decir:
—Felicity…
Sin saber a qué se refería, porque no conocía a nadie que se llamara así, Samantha le preguntó:
—¿Qué ocurre, padre?
Su vocecita pareció abrir una puerta. El rostro de Samuel, por primera vez en diez años, se ablandó mientras los ojos se le empañaban levemente. Al verlo, Samantha lanzó un grito, se levantó de su silla y, corriendo hacia él, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar contra su pecho. Por un instante, él se lo permitió, aunque no le devolvió el abrazo, y ella pudo oír los latidos terriblemente acelerados de su corazón. Después Samuel apartó a su hija y, una vez recuperado el dominio de sí, siguió escribiendo su sermón.
Dos días más tarde, hizo el anuncio.
Ya era hora, dijo en el tono que utilizaba para quejarse de una chuleta poco asada, de que Samantha aprendiera el significado del buen trabajo cristiano y el valor de un chelín. Al fin y al cabo, ya tenía diez años y se estaba acercando rápidamente al umbral de la edad adulta. Había un caballero viudo, le explicó lacónicamente, que necesitaba quien le ayudara en los trabajos domésticos: una mujer que le preparara la comida y le limpiara la casa. Cuando quiso comentar que era absurdo enviarla a ella a servir a otra casa y conservar, en cambio, a la criada, Samantha vio, por su resuelta manera de apretar la mandíbula, que sería inútil disentir. Iría todas las mañanas, le explicó él, a la casa del hombre con quien había concertado el trato; se llevaría la comida y la cena y regresaría a casa a dormir, dado que el caballero en cuestión no deseaba que lo hiciera en la suya.
Samantha empezaría al día siguiente y el nombre del caballero era Isaiah Hawksbill.