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Al cumplir los cuatro años, la niña aún no había pronunciado ni una sola palabra.

Había nacido en una casa oscura y silenciosa, y sus únicos compañeros eran un hombre, antipático vestido de negro que se marchaba de casa temprano todas las mañanas y regresaba muy tarde por las noches, dos niños taciturnos y poco comunicativos y una criada dispéptica. La criada se sentía incómoda en presencia de aquella niña que parecía observarla siempre desde las sombras con sus grandes ojos de animal. Pensando que la niña era retrasada y no merecía los mismos cuidados que una criatura normal, la dejaba sentada en los peldaños de la entrada, para que no la molestara.

St. Agnes Crescent era un tramo de calle en forma de media luna empotrado en la confluencia de Charing Cross y High Holborn, a horcajadas de la estrecha frontera que separaba al Soho de Covent Garden. Cuando Samuel Hargrave se había trasladado allí con su esposa años antes, St. Agnes Crescent era un buen barrio de clase media, de casas construidas sobre terreno elevado, habitadas por laboriosos protestantes como los Hargrave. Pero después se produjo un enorme incremento de población que trajo consigo una abrumadora oleada de inmigrantes irlandeses muertos de hambre que empezaron a hacinarse en las ya superpobladas zonas de Seven Dials y Covent Garden. St. Agnes, situada en el camino de aquella embestida demográfica, fue ocupada por más residentes de los que podía contener y el número de sus habitantes se multiplicó, al igual que el de los Dials, hasta cinco veces en pocos años. De ahí que el tramo de peldaños donde la atareada sirvienta dejaba a Samantha diese entonces a una mísera calle de barriada pobre.

A ambos extremos de la calle había sendas tabernas, llamadas La Carroza del Rey y El León de Hierro. En el mirador del primer piso de la casa vecina un descolorido rótulo rezaba Planchado a dos peniques la pieza, lo cual no significaba nada, pues los propietarios de la planchadora mecánica se habían mudado hacía tiempo y nadie se había molestado en quitar el rótulo. En la acera de enfrente, abría sus puertas un humoso figón que servía asados de carne y frecuentaban peones y prostitutas, y en ambas direcciones del Crescent se veían tenderetes de verduras, ropavejeros, golfillos y pordioseros.

La criada, cuya hora preferida de la jornada era la de tomar el té con una lavandera del barrio, comentaba el misterio de que el señor Hargrave, que ganaba un buen sueldo en el Registro Civil, no hubiera dejado aquello, como habían hecho sus antiguos vecinos, para irse a vivir tal vez a una de aquellas bonitas casas nuevas de Brixton Road. Pero eso no era más que una de las desgracias con que tenía que habérselas la atribulada sirvienta; la otra era el problema de la niña.

—Téngala bien limpia, me dice —comentó un día entre el té y las tortas untadas con mantequilla—. ¡Y para él es como si no existiera! Cuando me vine a trabajar aquí hace casi cuatro años, me dio dos órdenes: que la tuviera quieta y lejos de su vista y que la llevara arreglada. No es difícil tener quieta a la niña, porque no habla. Es un poco anormal. ¡Y lo nerviosa que te pone! Anda constantemente en las sombras y nunca sabes si, al darte la vuelta, te la encontrarás allí, mirándote como si te estuviera estudiando o yo qué sé. No me gusta tenerla cerca, la verdad. Y, en cuanto a lo de llevarla arreglada, el amo es tan tacaño con el dinero, que no me deja comprarle ropa nueva. No tiene más que dos vestidos y yo me paso el tiempo en composturas porque crece muy de prisa. Le he pedido dinero para comprar un poco de tela y hacerle otro vestido, ¡pero ese hombre es capaz de mondar una patata en su bolsillo por no compartirla contigo! —Mientras su amiga se inclinaba hacia adelante con ávido interés, la criada añadió—: Y hay otra cosa muy rara en esa niña. No me deja que le toque el cabello. En cuanto me ve tomar el peine, se pone a chillar. Es como si supiera que no está bien de la cabeza y no quisiera que nadie se la toque. Y yo la dejo despeinada. ¿Cómo puedo tener aseada a la niña en esas condiciones? ¿Qué perdería su padre abriendo un poco la bolsa?

Estaba claro que no podía, por lo cual, cuando Samantha adquirió el suficiente valor para unirse a los chiquillos de la calle, su descuidado aspecto le permitió incorporarse inmediatamente al grupo.

Puesto que Matthew y James, que ahora tenían diez y trece años, iban diariamente a una escuela del estado y después se pasaban las veladas metidos en sus libros o estudiando las Escrituras con su padre, la pequeña Samantha se buscó una familia adoptiva en las calles. Aprendió rápidamente. Corría en silencio tras el grupo, siguiendo a los mayores y más expertos, explorando callejas y cubos de la basura, se columpiaba en las cuerdas de los tendederos y jugaba a las carreras y al escondite. Adquirió una indómita y desenfrenada libertad; descubrió el sol y la lluvia, se convirtió en una ágil acróbata y, aunque nadie sabía su nombre porque era muda, muy pronto se ganó la admiración de sus compañeros.

Su mejor amigo y protector era un niño de nueve años llamado Freddy cuya madre, una verdulera irlandesa, lo había envuelto en papel de periódico al nacer y lo había dejado en un cubo de la basura. Un anciano desollador de gatos oyó su llanto al pasar y, en la creencia de haber tropezado con una buena pieza, descubrió el niño abandonado, se compadeció de él y se lo llevó a casa. El anciano, que ganaba su miserable existencia saliendo por las noches con un palo y un saco en busca de gatos, crió al huérfano y le enseñó su oficio. Había muerto de neumonía cuando Freddy contaba siete años, dejando al niño a su suerte, que éste capeaba durmiendo sobre un saco en un agujero que había cavado bajo un cobertizo y pidiendo comida o bien robándola. A pesar de su desnutrición y de los dientes que le faltaban, el niño era un guapo pillete que sobrevivía gracias a su ingenio y a su habilidad de desollador, habiendo aprendido del anciano la forma de despellejar gatos cuando el animal todavía estaba vivo, ya que ésas eran las pieles que más se cotizaban; hablaba ya con presunción de la taberna que tendría un día en propiedad.

Freddy fue quien consiguió que Samantha hablara por primera vez.

Aquella mudita de cuatro años y sonrisa encantadora era como una pequeña mascota y seguía a los pilluelos en todas sus aventuras. Una tarde a última hora, mientras regresaban de los Dials tras haberse pasado el día robando cebollas y salchichas, Samantha y Freddy bajaban por una callejuela iluminada por la luz del crepúsculo, cuando Freddy se detuvo de repente y Samantha tropezó con él.

—¡Escucha! —exclamó él en voz baja, moviendo la cabeza a uno y otro lado.

Samantha prestó atención y oyó, sobre el ruido de fondo del ajetreo londinense, un débil maullido.

—¡Es un gato! —dijo Freddy—. Ven, vamos a atraparlo, lo desollaremos y lo venderemos por seis peniques. ¡Prometo comprarte unos zapatos con el dinero!

Desconcertada, la pequeña Samantha siguió a Freddy mientras éste se acercaba cautelosamente a un agujero de una valla. Agachándose, el niño miró hacia el interior.

—¡Tenía razón! ¡Y además está herido! No tendré que molestarme en perseguirlo y atraparlo. ¡Lo podré desollar tal como está!

Mientras él tomaba el cuchillo colgante de la cuerda que le servía de cinturón, Samantha se arrodilló y miró por el agujero. Un viejo gato atigrado, escuálido y sucio de barro, yacía sobre un costado. Tenía herida una pata.

Cuando Freddy extendió el brazo, Samantha movió con rapidez una mano y le apresó la muñeca. Su fuerza sorprendió al niño.

—¿Qué pasa?

Ella sacudió la cabeza con violencia, agitando sus negros rizos.

—Vamos, chiquitina —dijo él, tratando de librarse de su tenaza—. Esto significa para mí una cena como es debido.

Samantha abrió la boca y emitió un áspero sonido.

—¿Qué es eso? —dijo él, frunciendo el ceño.

Le brotó de los labios como un chirriante susurro.

—¡Daño!

—¡Puedes hablar! —exclamó Freddy, arqueando las cejas.

—¡Daño! —repitió ella sin soltarle la muñeca y sacudiendo aún la cabeza.

—Sí, cariño, ya sé que al gato le hace daño. Por eso me será más fácil…

—Ayuda, Freddy, ayuda…

—¿Tú quieres que ayude a este puerco gato? —dijo él, abriendo mucho los ojos y echándose hacia atrás.

Ella asintió enérgicamente.

—¡Tú estás chiflada!

Las lágrimas asomaron a los ojos de Samantha.

—Ayuda… al gato. Por favor…

Él clavó la mirada en su bonito rostro y sintió que su corazón de piedra se ablandaba al contemplar aquellos hermosos ojos grises, de negras pestañas.

—Pues, no sé. Yo iba a meter la mano y darle una cuchillada. Pero, si intentamos tocarlo y ayudarle, no nos dejará, eso seguro. Nos arañará de mala manera, no te quepa duda, los animales heridos lo suelen hacer.

Ella sacudió de nuevo la cabeza y se agachó. Sonrió, contemplando los dorados ojos en la oscuridad, e introdujo la mano. El viejo gato atigrado permitió que Samantha acariciara su espeso pelaje.

Freddy se quedó de una pieza.

—Bueno, que me aspen si lo entiendo…

Les costó una semana conseguir que el gato bebiera la leche robada de la alacena de Samantha. La niña tomó un poco de pan mohoso que la criada, por alguna misteriosa razón, guardaba siempre en una caja de hojalata, y echó sobre la herida aquella especie de borra de color verde, tal como una vez le había visto proceder a ella con un corte que Matthew se hizo en un brazo. Ambos niños se reunían todas las mañanas, después de salir el padre de Samantha hacia su trabajo, corrían a la calleja y curaban al gato. Puesto que Atigrado sólo permitía que le tocara Samantha (había arañado a Freddy la vez que éste lo intentó), el niño aguardaba con impaciencia, apoyado en la valla, mientras su amiguita acariciaba al animal, le daba de comer y le hablaba en murmullos con su nueva voz. Hasta que una mañana descubrieron que el viejo Atigrado había desaparecido.

Freddy fue también quien primero advirtió a la pequeña Samantha a propósito de Isaiah Hawksbill.

Había una oscura y silenciosa casa cerca de la esquina que resultaba muy misteriosa porque, a pesar de tener las ventanas cerradas con tablas de madera, estaba habitada por un anciano que vivía solo y que encendía la imaginación de los niños con visiones de magia y brujería. Nadie veía jamás al viejo Hawksbill, pero los que le llevaban su menguada ración semanal de comida murmuraban por doquier que le habían visto (los paquetes tenían que ser depositados junto a la puerta posterior de la casa, donde el viejo dejaba el dinero en el interior de una lata, y algunos valientes con afanes de notoriedad habían permanecido ocultos acechando) y el espectáculo les espeluznó: un viejo marchito y arrugado y con un rostro tan feo que hubiera parado el tren de Brighton. Si a los niños de St. Agnes Crescent el nombre de Hawksbill les infundía terror (siempre cruzaban a la otra acera cuando se acercaban a la casa), a los mayores les provocaba recelo y desconfianza. Corrían historias sobre un espantoso crimen abominable que Hawksbill había cometido años atrás con una niña.

Samantha solía contemplar, desde el otro lado de la calle y con el brazo protector de Freddy alrededor de sus huesudos hombros, las ventanas cubiertas por tablas de madera, mientras los demás niños arrojaban fruta podrida contra la puerta de Hawksbill, donde quedaba pegada y se secaba hasta que la lluvia la arrastraba consigo. Y así transcurrían sus días: vagando por el Crescent con un grupo de pilluelos sin hogar y regresando por la noche a casa, donde la criada le daba de cenar y la mandaba a dormir: una extraña y pequeña criatura viviendo en la periferia de una fría familia ajena al amor.

Hasta que un día ella reparó en su padre y su padre reparó en ella.

Tenía seis años y llevaba un vestido remendado, demasiado estrecho para su escuálido cuerpo y tan corto que rayaba en lo indecoroso. Sus pies y sus piernas estaban llenos de mugre, y el enmarañado cabello le llegaba hasta la cintura. Estaba sentada en el umbral de su casa, trazando un dibujo en el polvo de la puerta, cuando Samuel, que regresaba más temprano porque era el cumpleaños de la Reina y el Registro había cerrado a mediodía, empezó a subir los peldaños. Le dirigió a Samantha una palabra malhumorada, en la creencia de que era la hija de un vecino, y avanzó el pie para apartarla, cuando ella levantó de repente la cabeza y le miró a los ojos. Ambos se quedaron helados; él, alto y fúnebre, con la mano en el tirador de la puerta, y ella, agachada y sucia, a sus pies, con el rostro vuelto hacia arriba, como un mugriento girasol. Se miraron el uno al otro largo rato, descubriéndose por primera vez, contemplándose inexpresivamente, sin moverse; y entonces estalló súbitamente en el interior de Samuel Hargrave una pasión largo tiempo reprimida. Estaba contemplando el rostro de su bella Felicity.

Notando que la cabeza le daba vueltas y estremecido de repugnancia, Samuel vio que una diminuta y churretosa mano se extendía hacia la pernera de su pantalón y retrocedió de manera instintiva. Dando media vuelta, Samuel se dirigió apresuradamente a la puerta tropezó en el umbral y su voz empezó a tronar por toda la casa, llamando a la criada. Acto seguido, se produjo una acalorada discusión:

—¡Va más sucia que un pilluelo!

—¿Y a usted que más le da? ¡No le presta atención!

—¡Yo la contraté para que cuidara de ella!

—Por cinco puercos chelines a la semana, no esperará usted que…

La criada fue despedida de inmediato.

Se mandó llamar a una vecina, madre de doce hijos, y se le entregó un chelín para que diera un buen baño a la niña, y después media corona para que le comprara ropa y zapatos. Mientras soportaba en silencio el áspero estropajo e incluso el cepillado del cabello, Samantha reflexionó acerca del milagro que había ocurrido.

Él se había fijado en ella…