La mujer había gritado treinta veces en aquella hora. Su último alarido desgarró la suave tela de la noche primaveral y pareció provocar un temblor en los cimientos de la casa. La oscura silueta de la señora Cadwallader, inclinada sobre ella, estaba interpretando una pantomima en presencia de la quejumbrosa Felicity Hargrave.
—Los gimoteos no están bien —musitó la comadrona.
Apoyando la regordeta mano en la parte inferior de su espalda, se irguió y se estiró. Después extendió la mano hacia la botella de cordial que había traído para la pobre Felicity y tomó un generoso trago.
Aquel parto no iba nada bien, y él, en la planta baja, no ayudaba demasiado. ¿Qué hombre le hubiera negado a su esposa un poco de cordial para aliviar el dolor? Sin embargo, Samuel Hargrave había prohibido expresamente la utilización de cualquier sedante para facilitar el parto. Lo cual era una lástima porque la señora Cadwallader tenía el botiquín de comadrona mejor abastecido de todo Londres. Contenía opio y belladona; cornezuelo para acelerar el parto y detener la hemorragia; todo un surtido de hierbas y remedios populares; y una botella de ginebra de la más fuerte. Tapó de nuevo el frasco con su corcho, lo dejó en el suelo y acarició con sus expertas manos el abultado vientre.
—Vamos —dijo en tono afectuoso—. Sé buena, Felicity. Ayúdale a nacer.
Con el cabello pegado al rostro y a la almohada, Felicity gimió y después lanzó un grito que debió oírse —la señora Cadwallader estaba segura— hasta en Kent.
Se sentó y frunció los labios.
—Ya llevamos veinte horas —musitó para sus adentros—. Y es el tercero. No está bien. —Su voluminoso busto se elevó y se hundió en un suspiro—. En fin, no me gusta, pero tengo que aplicarle la pluma.
La comadrona jadeó un poco mientras se inclinaba hacia el maletín y sacaba una pluma de ave y una botella. Destapando esta última, hundió la pluma en el contenido de vedegambre pulverizado y, levantándose, se inclinó sobre el enorme vientre pulsante e introdujo la pluma directamente en una de las fosas nasales de Felicity.
—Anda, sé buena, aspira.
La señora Cadwallader volvió a sentarse rápidamente y se preparó para el inevitable resultado: un estornudo y la repentina expulsión del niño.
Felicity Hargrave, haciendo una mueca mientras experimentaba otra fuerte contracción, respiró hondo, sacó el cuerpo bajo las sábanas y estalló en un estornudo tan violento que despeinó a la comadrona. Simultáneamente una piernecita empezó a asomar por el canal del parto, que la señora Cadwallader había untado una hora antes con grasa de ganso.
La rechoncha mujer arqueó las cejas.
—Conque eso es lo que ocurre. Ya no puedo hacer nada.
Tres sombrías figuras se hallaban sentadas alrededor de la mesa del comedor, con las manos cruzadas ante sí y la cabeza inclinada. Ahora ya no había sobre la mesa ni platos ni jarras; no había más que la lámpara de aceite de ballena que, desde el centro de la mesa, arrojaba una luz amarillenta sobre los tres rostros. Samuel Hargrave, el marido de Felicity, estaba rezando; Matthew, de seis años, contemplaba la llama de la lámpara con unos ojos negros abiertos como platos; y James, de nueve años, se retorcía los dedos y se mordía la mejilla por dentro, alternativamente. Miró el rostro de su padre, buscando seguridad, pero no la encontró.
Samuel Hargrave, en profunda comunión con Dios, mantenía las manos tan fuertemente entrelazadas que los nudillos se le habían quedado blancos; llevaba cuatro horas sin cambiar de postura y no daba la menor señal de cansancio. Estaba tan concentrado que no oyó a la señora Cadwallader bajar la escalera.
—Padre —musitó James, aterrado por la sombría expresión que tenía el semblante de la comadrona.
Samuel tuvo que hacer un esfuerzo por librarse de sus pensamientos. Apartó la intensa mirada del plano de la meditación divina y la clavó en el rostro de la comadrona.
—No se puede hacer, señor. Viene del revés y es lo peor que puede haber. Una pierna abajo y la otra junto a la cabeza.
—¿No puede usted dar la vuelta al niño?
—A éste, no, señor. Tengo que meter toda la mano allí adentro y no puedo porque su pobre esposa grita y se contrae. Lo que necesita es un buen médico, señor.
—No. —Samuel habló con tanta rapidez y vehemencia, que sobresaltó a la anciana—. No permitiré que ningún hombre contemple la desnudez de mi esposa.
La señora Cadwallader clavó sus agudos ojos negros en el hombre que así hablaba.
—Perdone que se lo diga, señor, pero no es ningún pecado que un médico examine a su esposa. Son unos auténticos caballeros, señor, y no tienen en absoluto esa clase de interés, usted ya me entiende…
—Nada de médico, señora Cadwallader.
La comadrona irguió los hombros y resopló despectivamente.
—Permítame decirle que no tenemos tiempo para discutir, su esposa y su hijo se encuentran en una situación muy apurada. ¡Tenemos que darnos prisa, señor Hargrave!
Samuel se levantó de la silla y su alta y delgada figura pareció llenar toda la estancia; los pequeños Matthew y James se le quedaron mirando. Su padre siempre había tenido «cargada» la espalda por los muchos años de inclinarse en su alto taburete del Registro Civil sobre un pupitre lleno de libros mayores, pero aquella noche toda su espalda parecía encorvada bajo un peso invisible. Sacando un pañuelo del bolsillo, Samuel Hargrave se lo pasó por la frente.
La señora Cadwallader esperó con impaciencia. No le gustaba Samuel Hargrave —a casi nadie le caía bien— y su fervor metodista, estaba allí sólo a causa de la dulce Felicity: por nada ni por nadie más.
La voz de Samuel tronó como desde un púlpito:
—Señora Cadwallader, mi esposa sufriría una vergüenza mortal si un hombre ofendiera su pudor cristiano. Su deseo y el mío es…
—¡Pregúntele ahora si no quiere que la atienda un médico, señor Hargrave!
Samuel elevó los angustiados ojos al cielo y, al oír otro grito procedente del dormitorio, hizo una mueca.
El pequeño James, de nueve años, advirtió que su joven corazón empezaba a latir violentamente mientras miraba boquiabierto a su gigantesco padre, el cual, pese a encontrarse en su propia casa, vestía levita negra, pantalones negros, camisa blanca y corbata blanca almidonada. Jamás había visto titubear a su padre.
Mientras la señora Cadwallader separaba los pies y colocaba los brazos en jarras como disponiéndose a recibir la embestida de un toro, el pequeño James se levantó de su silla silencioso e inadvertido.
—¡Se lo digo en serio, señor Hargrave, su esposa necesita un médico! Hay un hombre respetable en Tottenham Court Road, justo a este lado de Great Russell Street. El doctor Stone es un hombre honorable, no le quepa la menor duda. Muchas veces le he visto…
—No, señora Cadwallader.
Mientras la comadrona miraba al gigantesco Samuel con indignación reprimida, el pequeño James se deslizó suavemente hacia las oscuras sombras del pasillo.
—¡De veras, señor Hargrave, su esposa necesita ayuda!
Samuel inclinó la cabeza y miró a la anciana con tal furia, que ésta retrocedió.
—En tal caso, buena mujer, le aconsejo que vuelva a su puesto y la ayude. —Samuel dio media vuelta e hizo ademán de sentarse—. Yo rezaré.
Cuando poco después se abrió la puerta principal y entró James acompañado por unos jirones de nocturna niebla primaveral, Samuel había estado rezando con tanta intensidad, que su rostro aparecía bañado en sudor. James se quedó inmóvil, contemplando aterrado la cabeza inclinada de su padre. Después murmuró:
—Padre.
A Samuel le costó un esfuerzo abrir los pesados párpados y pestañeó varias veces mientras contemplaba el rostro insólitamente pálido del muchacho. James estaba sin resuello porque había corrido a la ida y al regreso.
—Padre, he ido a buscar ayuda.
Samuel parpadeó de nuevo.
—¿Qué has dicho, James?
—He ido por un médico. Llegará dentro de un minuto.
Al comprender el significado de las palabras de su hijo, Samuel, olvidando su fervor religioso y lleno de cólera, se levantó pausadamente de la silla.
—¿Que has ido por un médico?
—S-sí, padre. —James retrocedió—. Me pareció que tú no sabías qué hacer…
Nunca pensó que su padre pudiera moverse con tanta rapidez. Samuel rodeó la mesa en un instante y lo único que pudo ver James, antes de que en su cabeza estallaran toda clase de estrellas y planetas, fue una mano que se levantaba. Lanzó un grito, más de asombro que de dolor, e inmediatamente se llevó una mano a la oreja izquierda. Samuel se inclinó, agarró al muchacho por el brazo, apartó la mano protectora y volvió a propinarle otro golpe en un costado de la cabeza. James trató de escapar mientras, una y otra vez, la enorme mano iba descargando puñadas, hasta que se oyó una voz que preguntaba:
—¿Es ésta la casa Hargrave?
El muchacho levantó la cabeza y vio, a través de las lágrimas, al doctor Stone de pie en la puerta.
—Aquí no le necesitamos para nada, señor —contestó Samuel secamente.
Los ojos del doctor Stone, pequeños y agudos tras las gafas, se posaron en la ensangrentada oreja de James.
—A juzgar por lo que veo, he llegado justo a tiempo.
Samuel miró a su hijo y pareció sorprenderse momentáneamente; después se irguió y soltó al muchacho, que inmediatamente se ocultó debajo de la mesa.
—Esto es cosa de mujeres, señor. No tolero la presencia de ningún hombre en la habitación del parto.
El doctor Stone entró en el salón sin aguardar a que le invitaran a pasar. Era un hombre menudo y delgado, de unos sesenta y tantos años, de larga nariz afilada y pobladas patillas. Se sacudió la chistera golpeándola suavemente contra el muslo, para eliminar el rocío, y dijo:
—El muchacho dice que viene de nalgas y que la señora Cadwallader no puede hacer nada.
La comadrona, que había oído los gritos de James, se encontraba ahora al pie de la escalera.
—Menos mal que ha venido usted, doctor Stone —dijo—. Lleva de parto un día y una noche y es el tercero, lo cual es mal asunto. No sólo viene de nalgas sino que, además, tiene el cordón umbilical alrededor del cuello y Felicity no me permite darle la vuelta. No lo puede evitar, la pobrecilla.
—Veré qué puedo hacer —dijo el doctor Stone, frunciendo los labios.
—Un momento, señor —dijo Samuel—. No quiero que atienda usted a mi esposa.
—¡O él o el Ángel de la Muerte! —dijo la señora Cadwallader.
—He asistido a muchos partos, señor Hargrave —dijo el doctor Stone suavemente—. Puede creerme, soy un hombre serio y comprendo muy bien que desee proteger el pudor de su esposa.
—¡En esta casa ya tenemos la ayuda del Señor!
—Yo sirvo al Señor. Al fin y al cabo, su misión era sanar, ¿no es cierto?
El rostro de Samuel adoptó una expresión angustiada. Los gemidos de su esposa le desgarraban el corazón.
—Tal vez —dijo el médico en tono tranquilizador— yo soy la respuesta a sus plegarias. Tal vez el buen Dios me ha enviado. Por lo menos, señor Hargrave, déjeme echar un vistazo.
Samuel respiró hondo y se estremeció. Sus atormentados pensamientos trataron de hallar alguna referencia bíblica a la situación, pero fue inútil.
—Muy bien, pues —dijo a regañadientes—. Señora Cadwallader, ¿querrá usted encargarse de…?
—Pierda cuidado, señor Hargrave, estaré allí, no se preocupe.
El doctor Stone apoyó una fuerte mano en el hombro de Samuel.
—Todo irá bien, se lo aseguro. Actualmente, con el nuevo sueño nunca falla. —Se volvió hacia la comadrona—. ¿Vamos allá, buena mujer?
—¿Qué ha dicho usted? —preguntó Samuel con expresión confusa—. ¿El nuevo sueño?
El doctor Stone levantó su botiquín de cuero negro.
—Soy un médico moderno, señor Hargrave. Recurriré al cloroformo para que su bendita esposa pueda dar a luz a su hijo muy pronto y sin sufrimiento.
—¡Cómo! —exclamó Samuel, retrocediendo un paso.
En la cabeza del médico se disparó una pequeña alarma; no hubiera imaginado que quedara todavía mucha gente de aquel talante, teniendo en cuenta que la propia Reina había aceptado el cloroformo siete años antes para alumbrar al príncipe.
—No hay el menor peligro, señor Hargrave. Administraré el cloroformo, su esposa se quedará dormida, su cuerpo se relajará y yo podré volver al niño fácilmente. Eso se hace ahora en todas partes.
—¡A mi mujer, no!
—Es la única manera, señor Hargrave. En el estado en que se encuentra su esposa, corre usted el riesgo de perderlos a los dos.
—Los dolores del parto fueron decretados por el Todopoderoso —dijo Samuel con voz trémula—. Evitarlos es un sacrilegio, y su gas para dormir, doctor, es un engaño de Satanás. ¡Los dolores del parto son la maldición de Dios sobre la mujer por el pecado que cometió en el Paraíso y ninguna cristiana temerosa de Dios tiene que sustraerse al justo castigo que todas las mujeres han soportado desde que Eva le ofreció a Adán el fruto prohibido! —Agitó un tembloroso dedo en dirección al cielo—. «A la mujer le dijo: Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor».
El doctor Stone trató de disimular su impaciencia. Pensaba que aquella polémica, que en otros tiempos había azotado Londres como un violento incendio, ya estaba muerta y enterrada. Hacía diez años, él y sus colegas habían discutido acaloradamente acerca de la utilización del cloroformo durante el parto. Y por algún tiempo pareció que las Sagradas Escrituras iban a imponerse, pero entonces John Snow ayudó a la reina Victoria a traer al mundo al príncipe Leopoldo, administrándole cloroformo, y el mundo cambió inmediatamente de idea. Parecía, sin embargo, que aún quedaban algunos focos de resistencia. El doctor Stone empezó a recitar en voz baja:
—«Hizo, pues, Yahvé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido, tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar».
—¿Cómo se atreve usted a pronunciar esas irreverencias en mi casa, doctor? ¡Convertir a Yahvé en un cirujano y tener la absurda presunción de que Él necesitó cloroformo para dormir a un hombre! Olvida usted, doctor, que el milagro de la costilla de Adán se hizo antes de que se introdujese el dolor en este mundo, en la época de la inocencia.
Otro grito procedente de lo alto desgarró el silencio nocturno. Ambos hombres levantaron los ojos.
—Los gritos de una mujer durante los dolores del parto son música a los oídos de Dios —sentenció Samuel severamente—. Llenan su corazón de alegría. Son los gritos de la vida y de la voluntad de vivir de un cristiano. Ningún hijo mío se deslizará a este mundo como una serpiente mientras su madre duerme, ignorante del sagrado acto que ha llevado a cabo. No tengo nada más que añadir, doctor Stone.
Neville Stone estudió brevemente al hombre que tenía delante, calibrándole y sopesando la situación, y por último llegó a la conclusión de que, aunque discutiera mil veces con él, jamás lograría modificar la fosilizada mentalidad de aquel metodista wesleyano.
—Muy bien, pues —dijo volviéndose bruscamente en dirección a la escalera.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos le obligó a detenerse instantáneamente: la mujer jadeante y tendida en la cama, el abultado vientre, las separadas piernas ensangrentadas y un piececito blanco asomando a través del rizado y oscuro vello. Neville Stone se despojó apresuradamente de la levita, se la entregó a la señora Cadwallader y se arremangó la camisa.
Situándose entre las piernas de Felicity, el doctor Stone introdujo suavemente los dedos en su vagina, siguiendo la fría y delgada pierna que colgaba del cuello del útero. Tras una rápida exploración, se incorporó de nuevo.
—Es lo que usted ha dicho, señora Cadwallader.
El doctor Stone abrió el maletín y sacó los instrumentos, colocándolos junto a los pies de Felicity, donde los pudiera alcanzar fácilmente: el fórceps obstétrico, destinado a asir la cabeza del niño y extraerla; una larga y curvada jeringuilla de metal que, siguiendo sus órdenes, la señora Cadwallader llenó de agua en caso de que hubiera de bautizar al niño in utero; una serie de afilados escalpelos por sí —¡no lo quisiera Dios!— se viera obligado a efectuar un corte cesáreo y, por último, el gancho, un instrumento para matar, destrozar y extraer el feto del canal del parto.
Mientras trabajaba silenciosa y rápidamente, prestando atención a la afanosa respiración de Felicity, el doctor Stone advirtió que un fino sudor le empezaba a empapar todo el cuerpo. Aquel caso no le gustaba nada. Un hábil examen le había permitido establecer que sería imposible dar la vuelta al niño por medios normales y, puesto que Samuel Hargrave había prohibido el uso del cloroformo, ello significaba que Neville Stone se vería obligado a adoptar una decisión que no quería. No había más que dos alternativas: un corte cesáreo que salvaría al niño, pero mataría a la madre, o matar al niño y extraerlo a trozos para salvarla a ella.
Sintió a su lado la poderosa presencia de la señora Cadwallader, cuyo busto maternal palpitaba afanoso. Oyó la jadeante respiración de Felicity y advirtió que su pulso era muy débil. Pensó en el hombre que esperaba abajo, con las manos juntas en actitud de rezar, y en su propia fragilidad y mortalidad.
Después, la mirada del doctor Stone se posó en el maletín negro.
Diez años antes, no hubiera tenido que preocuparse al respecto; hubiera tenido que elegir uno de los dos horribles caminos y hubiera puesto manos a la obra con todo el estoicismo de sus muchos años de experiencia profesional. ¡Cuántas mujeres habían muerto de parto antes de la aparición del cloroformo! Pero ahora —¡maldita sea!—, hoy en día, había una solución sencilla y salvadora que le libraba de la responsabilidad de aquella terrible decisión. Unas cuantas gotas del milagroso líquido y madre e hijo se salvarían…
Adoptando instantáneamente una decisión (ya se enfrentaría más tarde a las consecuencias), Neville Stone introdujo la mano en el maletín y sacó un frasco. Mientras la señora Cadwallader se inclinaba hacia él, sacó un pañuelo del bolsillo y lo enrolló en forma de cono, como si fuera un embudo. Mientras destapaba la botella, oyó que la señora Cadwallader le preguntaba en voz baja:
—¿Va usted a utilizar esa cosa, señor?
Él asintió con expresión grave, se levantó de la cama y se situó al lado de Felicity. Inclinándose sobre ella y murmurándole unas palabras tranquilizadoras, el doctor Stone colocó sobre la nariz y la boca el extremo más ancho del cono formado por el pañuelo y vertió unas cuantas gotas de cloroformo a través del mismo.
—¿Cómo actúa? —preguntó en voz baja la comadrona, contemplando fascinada el procedimiento mientras los dulzones vapores llenaban súbitamente la atmósfera.
—Cuando el líquido se libere en la tela, Felicity inhalará los vapores y éstos le producirán un profundo sueño.
—¿Y cómo se llama esa cosa?
Mientras Felicity aspiraba las primeras emanaciones, Neville Stone empezó a hablar con voz suave y tranquilizadora, más para calmar a la parturienta que para instruir a la comadrona.
—Hace cuatro años, un caballero norteamericano llamado Oliver Wendell Holmes nos dio la palabra que necesitábamos para designar el nuevo sueño. Lo llaman anestesia.
—Ah, conque un yanqui, ¿eh? —La señora Cadwallader se restregó la nariz con la manga—. Pues, no sé, señor…
—Sssst. —El doctor Stone se irguió, dejando el cono sobre el rostro de Felicity—. Ya se está durmiendo. En cuanto haya perdido el conocimiento lo bastante, extraeré al niño.
El sudor de la frente le caía en grandes gotas sobre la mesa; sus manos estaban tan fuertemente apretadas que le temblaban. Estaba haciendo acopio de todas sus reservas de fuerza, había vaciado todos sus músculos y nervios en un intento de liberarse de los vínculos físicos y convertirse en un mero ser pensante, olvidando la dura silla en que estaba sentado, olvidando al chiquillo que, acurrucado debajo de la mesa, se cubría con una mano la ensangrentada oreja, olvidando incluso el hecho de que, de repente, habían cesado todos los rumores procedentes del dormitorio de arriba. Él se estaba concentrando en la comunión con el señor.
Sin embargo, la concentración de Samuel no era tan fuerte como su voluntad, ya que sus plegarias se iban convirtiendo en pensamientos dispersos: cómo permitirse el lujo de alimentar otra boca; dónde encontrar a una criada de confianza que cuidara de ellos durante la convalecencia de Felicity; cómo pagar el impuesto de la casa.
Un nudo muy difícil de tragar le recorría la garganta. Y después, lo impensable: si muriera Felicity…
Un sollozo se le escapó del pecho y Samuel se desplomó de improviso sobre la mesa, con los brazos en cruz, la cabeza descansando sobre una mejilla y los ojos fuertemente cerrados. Sus pensamientos empezaron a volar. Y él, demasiado débil para seguir luchando, lo permitió. Curiosamente, sus pensamientos volaron derecho a la causa de su tormento. Samuel Hargrave se daba cuenta de que había estado luchando contra ello, contra la necesidad de enfrentarse a la desnuda e insoportable verdad, de que se había sumergido en la plegaria no tanto por la salvación de Felicity como por la suya propia; y lo que ahora veía con toda claridad era la dolorosa e inevitable realidad de que él, Samuel Hargrave, era el único responsable de aquella noche de desdicha.
Llegado a ese punto, Samuel ya no trató de huir del recuerdo: el episodio de hacía nueves meses que les había condenado a él y a Felicity a aquella terrible noche de infierno.
En todos los años de su virilidad, Samuel jamás había conocido la lujuria. De chico, su único experimento con la masturbación le había reportado una fuerte paliza administrada por su padre. En su adolescencia y más adelante, siendo ya un joven funcionario del Registro Civil, había evitado las poluciones nocturnas atándose un cordel alrededor del miembro, de forma que, si el traicionero órgano se excitaba durante su sueño, la presión del cordel le despertara y él se pudiera mojar con agua fría. En su noche de bodas con Felicity había probado de forma definitiva su dominio de sí mismo: cumplió su deber conyugal con rapidez e indiferencia, sin disfrutar ni una sola vez de los placeres de la carne, deleitándose tan sólo en la idea de estar creando un nuevo cristiano para el Señor. Y la pequeña y dócil Felicity —loado fuera Dios— jamás había constituido una tentación para Samuel. Sólo dos veces se había entregado al acto y, para gran suerte suya, en ambas ocasiones había quedado embarazada. A Samuel se le antojaba algo tan sencillo que no comprendía ni toleraba los deseos carnales de otros hombres.
Pero entonces, al cabo de nueve años de virtuosa y honrada vida conyugal, había ocurrido algo desastroso.
Felicity llevaba varias semanas dominada por un «malestar»: se mostraba apática y soñadora y descuidaba sus deberes. Samuel se había despertado varias veces por las noches por culpa de Felicity, que se revolvía en la cama, suspiraba con inquietud y gemía a veces. Por fin se dio por vencido y decidió que valía la pena gastar dinero en un médico que pudiera encontrar algún remedio, pero el médico de Harley Street se limitó a sacudir la cabeza y a encogerse de hombros, sin poder hallar la menor explicación a la languidez de Felicity.
Y una noche, justo después de las doce, cuando los londinenses respetables ya sé habían encasquetado los gorros de dormir y descansaban plácidamente bajo sus edredones, Samuel se despertó sobresaltado. Abrió los ojos y vio a Felicity sonriendo, con los párpados entornados y un olor a láudano en el aliento. Samuel trató de hablar, pero ella le cubrió la boca con las puntas de los dedos mientras con la otra mano le hacía unas electrizantes caricias en el pecho desnudo. Samuel trató de resistirse, de hacerle recuperar la cordura, pero el preparado de opio dominaba el cerebro de ella, y la contemplación de sus negros bucles derramados seductoramente sobre su blanco busto le ahogó las palabras en la garganta. Samuel apenas recordaba lo que había sucedido después; sólo conseguía evocar fragmentos y retazos: los húmedos labios de Felicity sobre su boca, la dulce lengua abriéndose paso por entre sus dientes, el explosivo roce de sus dedos sobre su miembro erguido y, después, un torbellino oscuro, un vertiginoso aturdimiento mientras la noche se abatía sobre ellos y los engullía en un frenesí de éxtasis y pasión.
A la mañana siguiente, Felicity volvió a ser la misma de siempre, como si los demonios hubieran sido exorcizados, y se dedicó de nuevo tranquilamente a sus tareas cotidianas, cuidando pacientemente de sus dos hijitos y sentándose humildemente junto a la chimenea con su libro de oraciones. En Samuel se produjo, por el contrario, un cambio. Dolido por lo que había hecho y comparándose con el desventurado Adán, a quien Eva había arrastrado estúpidamente al pecado, Samuel Hargrave se entregó a un inusitado fervor religioso. Empezó a acudir al templo todas las noches, subiendo a menudo al púlpito. Se puso a escribir opúsculos y a distribuirlos entre los pobres: sermones sobre los males de la bebida, del juego y de la carne. Se convirtió en un padre severo para sus hijos, dispuesto a librarles de caer en aquella misma impiedad. Y, cuando algunas semanas más tarde Felicity le comunicó que estaba embarazada, Samuel se horrorizó.
Y ahora el Señor le castigaba. El parto hubiera tenido que ser fácil: tras el primer hijo, los siguientes no planteaban dificultades. Aquella pesadilla no tenía más explicación que la mano vengativa de Dios. En el caso de otros hombres, el caso tal vez fuera distinto, pero Yahvé era un capataz muy riguroso y exigía un comportamiento ejemplar en sus predicadores predilectos. Aquella noche de hacía nueve meses, Samuel había sido sometido a una prueba y había fracasado miserablemente, y ahora recibía el merecido castigo.
Samuel se levantó lenta y dolorosamente de la mesa que había regado con sus lágrimas y se frotó las mejillas. Y entonces se dio cuenta: la casa estaba en silencio.
Retorciéndose las manos, la señora Cadwallader contemplaba con asombro la actuación del médico.
Laxo por fin el perineo de Felicity, la vagina se había dilatado, permitiendo que Neville Stone introdujera la mano y diera la vuelta al niño. ¡Sin que Felicity parpadeara tan siquiera! Y ahora el fruto de sus entrañas yacía boca arriba entre sus piernas: un cuerpecillo esmirriado como una rata desollada.
Curiosamente, la criatura no lloraba.
Mientras el doctor Stone sujetaba y cortaba el cordón y la comadrona levantaba de la cama el cuerpecillo sorprendentemente liviano y hacía ademán de volverse, el doctor Stone, sudando profusamente, exclamó:
—¡Oh, Dios mío!
Los ojos de la señora Cadwallader parecieron salirse de las órbitas al ver la sangre, roja y fluida, que brotaba a borbotones de la vagina de la parturienta.
Una mano del doctor Stone voló hacia el maletín, buscando apresuradamente un torniquete mientras, con la otra, el médico taponaba el orificio por medio de una toalla.
—¡Es la placenta, señora Cadwallader! ¡Está mal colocada!
—¡Dios bendito! —exclamó la mujer, apretando instintivamente a la silenciosa criatura contra su pecho—. ¡Morirá desangrada!
—No, si yo puedo evitarlo.
El doctor Stone introdujo los dedos en la vagina y, presionando el abdomen de la mujer con la otra mano, aplicó masaje a la matriz.
El ruido de unas fuertes pisadas en la escalera arrancó a Samuel de su inconexa meditación. Éste se levantó penosamente.
El doctor Stone cruzó la estancia, se plantó resueltamente delante de él y dijo:
—Hicimos todo lo posible.
Por un instante Samuel pensó: ¡El niño ha muerto!
—Lo lamento, señor Hargrave, no se ha podido salvar a su mujer.
Samuel miró al médico, sumido en el estupor, mientras la voz de Neville Stone añadía suavemente:
—Su esposa tenía la placenta anormalmente colocada, y eso ha dado lugar a una hemorragia excesiva. Pero… —apoyó una mano en el brazo de Samuel— hemos podido salvar a la criatura.
Samuel parpadeó en silencio y después dijo:
—¿Mi Felicity? ¿Muerta?
—No lo considere una desgracia, señor Hargrave. La desaparición de su esposa no ha sido en vano. Aún le queda la pequeña.
En una repentina muestra de brutalidad, Samuel apartó bruscamente la mano del médico, se alejó a toda prisa y subió corriendo al piso superior. Una vez en el dormitorio, cayó de hinojos al lado de Felicity.
Parecía que estuviera dormida, un casto ángel adormecido, con su despejada frente brillante de sudor, las espesas y aterciopeladas pestañas descansando en las pálidas mejillas y los párpados cerrados para siempre sobre sus ojos grises. La almohada parecía una aureola alrededor de su enmarañado cabello negro; se la veía tan serena, tan dolorosamente joven…
Un sonido ahogado se escapó de los labios de Samuel cuando éste se enjugaba una lágrima con la mano. Mientras respiraba hondo para tranquilizarse, experimentó un momentáneo aturdimiento y después su olfato captó un olor acre que no acertaba a identificar. Frunciendo el ceño, Samuel dirigió la mirada hacia la mesilla de noche y a la mortecina luz de la lámpara de aceite trató de distinguir los objetos. Entonces lo vio con claridad: un frasco con líquido y un pañuelo.
Se levantó de un salto y rompió a temblar violentamente. El doctor Stone se apresuró a decirle:
—Fue la única manera de salvar a la criatura, señor Hargrave. De no haber sido por el cloroformo, ambos hubieran muerto y usted no tendría ahora el consuelo de un nuevo retoño.
Samuel parecía una estatua a punto de desplomarse.
—¡Usted la ha matado!
—¡Le aseguro que no, señor! En el estado en que se encontraba su esposa, ni toda la medicina del mundo hubiera podido salvarla. ¡Sin la anestesia, hubiera tenido usted que enterrar también a su hija!
El rostro de Samuel se ensombreció con expresión amenazadora; una oleada carmesí surgió como del cuello de su camisa, inundándolo hasta el nacimiento del cabello, mientras se le hinchaban las venas de la frente. El doctor Stone se alarmó; parecía que Samuel Hargrave estuviera a punto de sufrir un ataque. Pero entonces el rubor desapareció, el temblor se hizo menos intenso y Samuel pareció calmarse.
—No —dijo en tono apagado—, usted no tiene la culpa, doctor. La responsabilidad de la muerte de Felicity es sólo mía. De lo que usted es culpable, doctor, es de haber desafiado la voluntad de Dios. Ambos hubieran tenido que morir aquí esta noche porque éste es el castigo que Él me había destinado. El niño es el producto de mis pecados. Lo que usted ha hecho, doctor, es salvar a una criatura que no tenía derecho a vivir.
—¡Un momento, señor!
Pero la señora Cadwallader acalló al médico con un ademán.
—Si usted no se hubiera entrometido, doctor, yo habría expiado mis pecados. Pero ahora, por culpa suya y de su maldito cloroformo, tendré que conservar un recuerdo viviente de esta noche…
El doctor Stone contempló horrorizado a aquel hombre y después se volvió para mirar al tembloroso animalillo envuelto en mantas en brazos de la comadrona. ¿Habría intuido su desdichada situación y por eso no había emitido aún ningún sonido?
—Disculpe, señor Hargrave —dijo el médico con más suavidad—, pero tenemos que resolver la cuestión del nombre. La última petición de su esposa en el momento de expirar fue que se bautizara a la criatura con el nombre de su marido. Como médico y caballero, tengo el deber moral y ético de ver cumplido su deseo antes de salir de aquí esta noche.
Samuel volvió la cabeza y contempló el pálido y sereno rostro sobre la almohada.
—Pues se llamará Samuel.
—Ahí está el problema, señor Hargrave. Su esposa creyó que la criatura era un niño.
Cuando Samuel volvió a mirar al médico, Neville Stone se quedó atónito: los oscuros ojos estaban llenos de odio y aborrecimiento. Pero ¿hacia quién?
—Pues llevará mi nombre, doctor.
—¡No lo dirá usted en serio, señor! ¡Bautizar a una niña con un nombre masculino!
Samuel lanzó un grito, dio media vuelta, y cayó de rodillas junto al lecho. Arrojando los brazos sobre el cuerpo de Felicity y hundiendo el rostro en su pecho, empezó a sollozar en silencio mientras el médico y la comadrona se retiraban al rincón más oscuro de la estancia, contemplando cómo se agitaba su encorvada espalda.
—Lástima de chiquilla —murmuró la señora Cadwallader—. Primero se queda sin madre y ahora también sin padre.
—Lo superará. En la hora del dolor, he oído muchos juramentos que después se olvidan. De momento, tenemos que ayudar a este pobre hombre y cumplir el último deseo de su esposa.
—Pero ¿qué puede usted hacer, doctor? Él está muy afligido y cualquiera sabe cuánto tardará en sobreponerse. ¡Y esa pobrecita sin un nombre tan siquiera!
Neville Stone se rascó con aire ausente las blancas patillas mientras contemplaba la trágica escena de la cama. Después, como si hubiera tenido una inspiración, se le ocurrió.
—Cumpliremos con nuestro deber cristiano, buena mujer. Tráigame, por favor, un poco de agua para bautizar.
Dio media vuelta y, abandonando el dormitorio, dejó a Samuel llorando en silencio sobre el cuerpo de su esposa y bajó la escalera para dirigirse al comedor, donde se encontraban los dos olvidados chiquillos, uno de pie, con los ojos muy abiertos, junto a la chimenea medio apagada y el otro escondido todavía como un perro debajo de la mesa. El doctor Stone se fue derecho en busca de la Biblia familiar y la abrió por una página adornada con dibujos de brillantes colores y filigrana de pan de oro: la Memoria de la Familia. El doctor Stone encontró la línea correspondiente al nacimiento de Matthew Christopher Hargrave, fechada el 14 de junio de 1854, y escribió debajo: Hija de Samuel Hargrave y de su bien amada esposa Felicity (fallecida en este día), 4 de mayo de 1860, Samantha Hargrave…