III

Consideraciones generales sobre la psicología del sueño

El sueño es un fenómeno psíquico que, en oposición a los demás hechos de la conciencia, por su forma y contenido significativo se sitúa al margen del constante devenir de los hechos conscientes. De todos modos, el sueño no parece, por lo general, ser una parte integrante de la vida consciente del alma, sino más bien una experiencia externa y aparentemente ocasional. Las especiales circunstancias de la formación del sueño condicionan su situación excepcional, es decir que el sueño no proviene, como otros contenidos de la conciencia, de la continuidad claramente lógica o puramente emocional de los acontecimientos de la vida, sino que es el residuo de una curiosa actividad psíquica desarrollada durante el dormir. Este origen aísla ya el sueño de los demás contenidos de la conciencia, pero de un modo muy especial lo aísla su contenido propio, que se halla en sorprendente contraste con el pensamiento consciente.

No obstante, un observador atento comprobará sin dificultad que los sueños no se sitúan por completo al margen de la continuidad de la conciencia, puesto que en casi todos los sueños cabe encontrar ciertas particularidades provenientes de impresiones, de pensamientos o de estados de ánimo de la víspera o de días anteriores. De ese modo, por consiguiente, existe cierta continuidad en especial hacia atrás. Pero nadie que tenga vivo interés por el problema de los sueños ignorará que éstos poseen además —si vale la expresión— una continuidad hacia adelante que, en ocasiones, produce efectos notorios sobre la vida mental consciente aun de personas que no podrían ser consideradas como supersticiosas o de algún modo anormales. Esas secuelas ocasionales consisten, la mayoría de las veces, en alteraciones del humor, más o menos evidentes. Sin duda, a causa de esa débil conexión con los restantes contenidos de la conciencia, el sueño es un recuerdo tan fugaz. Numerosos sueños escapan a la reproducción ni bien uno se despierta, otros se pueden reproducir únicamente con una fidelidad muy dudosa, y sólo de muy pocos cabe afirmar que son clara y nítidamente reproducibles.

Esa curiosa táctica de los sueños ante la reproducción se explica por la cualidad de las asociaciones de las imágenes oníricas. A diferencia del pensamiento lógico y dirigido, que podemos considerar como especial característica de los procesos mentales conscientes, el nexo de las representaciones oníricas es verdaderamente fantástico; el proceso asociativo del sueño crea relaciones que por lo general son totalmente ajenas al pensamiento de la realidad.

A ello debe el sueño el vulgar epíteto de absurdo, sin sentido. Pero antes de formular tal juicio debemos considerar que el sueño y sus causas constituyen algo que nosotros no comprendemos. Con semejante juicio estaríamos proyectando sobre el objeto nuestra propia incomprensión. Pero eso no impediría que el sueño tenga su propio sentido.

Fuera de los antiguos intentos por conferir al sueño un sentido profético, el descubrimiento de Freud es prácticamente la primera tentativa para investigar el sentido de los sueños, investigación que ha de calificarse como «científica», puesto que su autor ha elaborado una técnica que, no sólo él mismo, sino también numerosos investigadores afirman, conduce al resultado buscado, es decir a comprender el sentido del sueño, sentido que no es idéntico a las fragmentarias alusiones significativas del contenido manifiesto de los sueños.

No corresponde aquí someter la psicología del sueño freudiana a una discusión crítica. Trataré más bien de describir brevemente las adquisiciones de la psicología onírica que hoy podemos considerar como más o menos seguras.

Ante todo debemos preguntarnos qué es lo que nos autoriza a atribuir al sueño un significado distinto de los fragmentos poco satisfactorios contenidos en el sueño manifiesto. Un argumento de importancia a este respecto es el hecho de que Freud ha encontrado el sentido latente del sueño de una manera empírica y no deductiva.

La comparación entre las fantasías oníricas y las del estado de vigilia en un mismo individuo, nos proporciona otro argumento en favor de un posible significado latente o no manifiesto. No es difícil ver que tales fantasías del estado de vigilia poseen no sólo un sentido superficial y concreto, sino también un significado psicológico profundo. La brevedad de la exposición a que debo ceñirme no me permite presentar tales ejemplos; señalemos simplemente que se encuentra una buena ilustración del sentido de las fantasías diurnas en un género literario muy antiguo y difundido, cuyo modelo son las fábulas de Esopo. En ellas, por ejemplo, se cuentan las hazañas ficticias del león y del asno. El sentido superficial y concreto de la narración es una fantasmagoría inverosímil, pero su sentido moral oculto resulta evidente para cualquiera que reflexione. Es característico el que a los niños les interese el sentido exotérico de la fábula y les divierta.

Sin embargo, la aplicación concienzuda de la técnica para analizar el contenido manifiesto del sueño, proporciona el mejor argumento en favor de la existencia de un significado onírico latente.

Con eso llegamos al segundo punto capital, es decir a la cuestión del procedimiento analítico. Tampoco aquí querría yo defender o criticar las opiniones y descubrimientos de Freud; prefiero limitarme a lo que me parece definitivamente logrado. Si admitimos que el sueño es un fenómeno psíquico como cualquier otro, no tendremos el menor motivo para suponer que su naturaleza y su destino obedecen a leyes y fines diferentes de los de otros fenómenos psicológicos. Según el principio «principia explicandi praeter necessitatem non sunt multiplicanda» (los principios explicativos no han de multiplicarse más de lo necesario), debemos analizar el sueño como cualquier otro producto psíquico, mientras otras experiencias no nos enseñen algo mejor.

Sabemos que, considerado desde el punto de vista causal, todo proceso psíquico es la resultante de los contenidos psíquicos que lo han precedido. Sabemos, además, que todo proceso psíquico considerado bajo el aspecto de su finalidad, aun en el instante mismo de su acontecer psicológico tiene un sentido y un objetivo propios.

También ha de aplicarse al sueño ese criterio. Por consiguiente, para explicar el sueño en términos psicológicos, debemos ante todo saber de qué vivencias pretéritas se compone. Así, para cada parte de la imagen onírica se remontará a sus antecedentes. Presentemos un ejemplo: una persona sueña que pasea por una calle donde un niño corre y de pronto es atropellado por un automóvil. Reduzcamos esta escena onírica a sus antecedentes, valiéndonos de los recuerdos del soñador. Reconoce la calle como la que recorrió el día anterior. El niño es el hijo de su hermano al que visitó en la víspera del sueño. El accidente del automóvil le recuerda un accidente ocurrido en la realidad algunos días antes y del que sólo tuvo noticias por los diarios. Como se sabe, la opinión corriente se conforma con tal reducción; suele decirse: «¡Ah!, de ahí proviene mi sueño».

Ahora bien, desde el punto de vista científico es obvio que tal reducción resulta del todo insuficiente. El soñador ha atravesado muchas calles en la víspera, pero ¿por qué su sueño eligió precisamente esa calle? El soñador ha leído numerosos casos de accidentes; ¿por qué eligió justamente éste? Con el descubrimiento de un antecedente no se ha avanzado demasiado, sólo la concurrencia de múltiples causas puede permitir una determinación aceptable de las imágenes del sueño. Para reunir mayor cantidad de material se sigue el mismo principio de la rememoración, que también se ha designado como método de asociaciones libres. Como fácilmente se comprende, esta búsqueda proporciona materiales múltiples y en parte heterogéneos, cuyo único rasgo común parece ser su vínculo asociativo con el contenido del sueño; de otro modo no hubiera sido posible su evocación. Una cuestión técnica importante es saber hasta dónde ha de llegar esa búsqueda de material. Como, después de todo, cualquier punto de partida en el alma puede servir para evocar toda la existencia anterior, esto —teóricamente— conduciría a explorar para cada sueño toda la historia pasada del individuo. Sin embargo, debemos estudiar sólo el material psíquico absolutamente indispensable para la comprensión del sueño. La limitación del material es, desde luego, arbitraria, en la medida en que, como dice Kant, la comprensión es un conocimiento adecuado a nuestras intenciones. Si, por ejemplo, buscamos las causas de la Revolución francesa, podemos abocarnos al estudio no sólo de la edad media francesa, sino también de la historia grecorromana, aunque esto no sea «adecuado a nuestra intención», pues nos es posible comprender también el origen de la Revolución con un material mucho más limitado. Por lo tanto, buscamos material asociativo en la medida que nos parece necesario para atribuir al sueño un significado utilizable.

La reunión del material asociativo, salvo su limitación, escapa al arbitrio del investigador. Una vez reunido el material, debe ser sometido a una selección y a una elaboración, cuyo principio se encuentra en las reconstrucciones históricas o científicas. Se trata esencialmente de un método comparativo, que como es natural no actúa de un modo automático, sino depende en buena parte de la habilidad e intenciones del investigador.

La explicación de un hecho psicológico exige que se lo enfoque desde dos ángulos, a saber: desde el punto de vista de la causalidad, y desde el punto de vista de la finalidad. Con toda intención hablo de finalidad, para evitar una confusión con el concepto de teleología. Por finalidad quiero designar simplemente la tensión psicológica inmanente hacia un fin. En lugar de «tensión hacia un fin» puede decirse también: «orientación hacia un objetivo». Todo fenómeno psicológico lleva en sí una orientación de tal sentido, hasta los fenómenos puramente reactivos, como por ejemplo las reacciones emocionales. La cólera provocada por una injuria recibida se encamina hacia la venganza, el luto llevado con ostentación trata de suscitar condolencia en los demás. Someter los materiales asociativos engendrados por el sueño a un examen causal, es reducir el contenido manifiesto de lo soñado a ciertas tendencias e ideas fundamentales que, expuestas por las asociaciones, son naturalmente de orden elemental y general.

Por ejemplo, un joven paciente sueña:

Estoy en una quinta ajena y tomo una manzana de un árbol. Observo con precaución a mi alrededor para ver si alguien me ha visto.

Las asociaciones oníricas son las siguientes: recuerda haber tomado sin permiso una vez, siendo niño, algunas peras en una quinta ajena. El sentimiento de mala conciencia, particularmente notable en el sueño, le recuerda un episodio de la víspera; encontró en la calle a una joven conocida que le era indiferente, y cambió con ella algunas palabras. En ese momento pasó un señor conocido, y un curioso sentimiento de vergüenza se apoderó de él, como si hubiera cometido algo deshonesto. La manzana le recuerda la escena del Paraíso y el hecho de que jamás comprendió por qué el comer del fruto prohibido tuvo tan malas consecuencias para nuestros primeros padres. Siempre se había irritado por semejante injusticia divina, pues Dios creó a los hombres como son, con toda su curiosidad y avidez.

Además le viene a la mente la idea de su padre, que con frecuencia lo ha castigado de manera increíble por ciertas cosas. Una vez fue castigado muy severamente por haber sido sorprendido observando con disimulo a las chicas en el baño. Aquí se asocia la confesión de que recientemente ha iniciado relaciones sentimentales con una sirvienta, que aun no han llegado a concretarse. La víspera del sueño tuvo una cita con ella.

Si de una mirada abarcamos todo ese material asociativo, veremos que el sueño tiene una evidente relación con el acontecimiento de la víspera. La escena de la manzana revela por el material asociado que, evidentemente, simboliza una escena erótica. Por muchas otras razones parece muy probable que esa vivencia de la víspera sigue repercutiendo aún en los sueños. Este joven recoge en sueños la manzana paradisíaca que aun no ha gustado en la realidad. Todas las demás asociaciones se refieren al otro hecho de la víspera, es decir al curioso sentimiento de mala conciencia que se apoderó del soñador cuando hablaba con la joven que le era indiferente. Ese sentimiento se vuelve a encontrar en la evocación del pecado original y en el recuerdo de un incidente erótico de su infancia, castigado por su padre con tanta severidad. Todas estas asociaciones se mueven en el plano de la culpabilidad.

Consideremos primero tales materiales desde el punto de vista causal adoptado por Freud, o mejor aún, como se expresa Freud, «interpretemos» el sueño.

Desde el día anterior al sueño subsiste un deseo insatisfecho. Este deseo se realiza en el sueño mediante el símbolo de la escena de la manzana. ¿Por qué la satisfacción del deseo se encubre con una imagen simbólica, en lugar de realizarse en una idea claramente sexual? Freud remite al sentimiento de culpa, innegable en nuestro ejemplo, y dice: es la moral impuesta al joven desde su infancia la que, tratando de reprimir tales deseos, imprime en una aspiración natural el sello de molesto e insoportable. Por eso la idea penosa reprimida sólo puede abrirse camino de una manera «simbólica». Como esa idea es incompatible con la conciencia moral, Freud postula una instancia psíquica llamada censura que impide a dichos deseos penetrar en la conciencia sin cubrirse.

La manera de ver finalista, que yo opongo a la concepción freudiana, no significa, como lo subrayo expresamente, una negación de las causas del sueño, sino más bien conduce a otra interpretación distinta del material asociado al sueño. Los hechos en sí mismos, es decir las asociaciones, permanecen los mismos, pero se los confronta con otra unidad de medida. La cuestión puede formularse simplemente de la siguiente manera: ¿Para qué sirve este sueño? ¿Qué resultado persigue? Esta cuestión no es arbitraria ya que se puede aplicar a toda actividad psíquica. En cualquier caso puede preguntarse por qué y para qué, pues todo fenómeno orgánico consta de un complejo sistema de funciones con un fin definido y cada una de estas funciones, a su vez, puede descomponerse en una serie de actos aislados orientados hacia un fin. Es evidente que el sueño añade al episodio erótico de la víspera materiales que acentúan, en primer término, un sentimiento de culpabilidad inherente al acto sexual. Esta asociación ya se ha revelado eficaz en la otra vivencia del día anterior, es decir el encuentro con la joven indiferente, pues allí también el sentimiento de mala conciencia se asocia de un modo automático e inesperado como si también entonces el joven hubiese cometido algo pecaminoso. La misma vivencia también se desarrolla en el sueño y se ve reforzada por la asociación del material correspondiente al tomar la forma del pecado original, tan duramente castigado.

De ahí deduzco que el soñador tiene inclinación inconsciente o tendencia a representarse sus vivencias eróticas como algo culpable. Resulta característica en el sueño la asociación del pecado original, cuyo castigo draconiano el joven jamás ha podido comprender. Esa asociación aclara por qué el soñador no ha pensado simplemente: «lo que hice no está bien». Por lo visto no sabe que podría condenar sus aventuras eróticas a causa de su moralidad dudosa. Tal es el caso en realidad. Conscientemente piensa que su conducta es, desde el punto de vista moral, totalmente indiferente, pues sus amigos seguramente harían lo mismo; además, tampoco puede comprender por qué se da tanta importancia a esa cuestión.

Para saber si ese sueño tiene sentido o es un absurdo, habría que considerar si el antiquísimo criterio de la moral tradicional es sensato o absurdo. No quiero embarcarme en una discusión filosófica, sino simplemente subrayar que sin duda alguna la humanidad ha tenido sus buenas razones al inventar esa moral; de lo contrario no se comprendería verdaderamente por qué ha refrenado uno sus apetitos más poderosos. Si apreciamos este hecho en su justo valor, debemos reconocer como pleno de sentido el sueño que muestra al joven la necesidad de considerar sus aventuras eróticas desde el punto de vista moral. Hasta las tribus más primitivas, con frecuencia tienen una reglamentación sexual extraordinariamente severa. Ello prueba que la moral sexual, especialmente, constituye en el seno de las funciones psíquicas superiores un factor que no debemos subestimar, pues merece ser tenido muy en cuenta. En nuestro caso podría decirse que el joven, sin pensar y como hipnotizado por el ejemplo de sus amigos sigue los propios desees eróticos, olvidando que el hombre también es un ser moralmente responsable que, habiéndose dado a sí mismo una moral, quieras que no se siente obligado por su propia creación. En ese sueño podemos reconocer una función reguladora propia de lo inconsciente, que consiste en que aquellos pensamientos, inclinaciones y tendencias de la personalidad humana que en la vida consciente alcanzan escaso valor, ejercen una función orientadora durante el sueño, cuando los procesos conscientes están casi por completo interrumpidos.

Sin duda alguna puede ahora preguntársenos qué provecho sacará el soñador si no ha comprendido su sueño.

Debo advertir que la comprensión no es un proceso exclusivamente intelectual; la experiencia muestra que una infinidad de cosas pueden ejercer su influencia en el hombre y aun convencerlo de una manera efectiva, sin haber sido comprendidas intelectualmente. Recordemos solamente la eficacia de los símbolos religiosos.

El ejemplo citado aquí con facilidad podría inducir a pensar que la función onírica constituye directamente una instancia «moralizadora». Este ejemplo, evidentemente, parece confirmarlo, pero si recordamos que los sueños conservan en cada caso los contenidos subliminales, ya no podríamos hablar de una función puramente «moral». Así es como los sueños de personas inatacables desde el punto de vista moral, revelan contenidos «inmorales», en el sentido común del término. Resulta característico que San Agustín se felicitaba de no ser responsable de sus sueños ante Dios.

Inconsciente es lo que, de un momento a otro, no es consciente; por eso no ha de sorprender que el sueño añada a la respectiva situación psíquica consciente todos los aspectos que serían esenciales a una actitud radicalmente diferente. Es obvio, entonces, que esta función del sueño constituye una regulación psíquica, un contrapeso absolutamente indispensable a toda actividad ordenada.*, Reflexionar en un problema es encararlo con miras a su solución, bajo todos sus aspectos y con todas sus consecuencias; este proceso mental también se perpetúa automáticamente durante el estado más o menos inconsciente del dormir; según nuestra actual experiencia, parece que todos los puntos de vista subestimados o desconocidos en el estado de vigilia, es decir que fueron relativamente inconscientes, se presentan al espíritu del soñador, al menos para orientarlo.

El simbolismo de los sueños, tan discutido, será apreciado de manera muy diferente según se lo considere desde el punto de vista causal o desde el punto de vista final. El determinismo causal de Freud postula la existencia de un anhelo, de un deseo reprimido que se expresa en el sueño; anhelo siempre relativamente sencillo y elemental, aunque puede disfrazarse de múltiples maneras. Así, el joven de nuestro sueño podría haber soñado que debía abrir una puerta con una llave, que volaba en avión, que besaba a su madre, etc. Desde el punto de vista de ese psicólogo todo eso podría tener el mismo significado. Por ese camino la escuela freudiana ortodoxa ha llegado —para citar un ejemplo extremo— a explicar más o menos todos los objetos largos, que aparecen en los sueños, cerno símbolos fálicos, y todos los objetos redondos o huecos, como símbolos femeninos.

Para la concepción finalista las imágenes del sueño tienen su propio valor. Si, por ejemplo, en lugar de la escena de la manzana, nuestro joven hubiera soñado que con una llave debía abrir una puerta, a este sueño diferente habría correspondido material asociativo esencialmente distinto; este material habría completado la situación consciente de manera distinta que el material de la escena de la manzana. Para este punto de vista, la riqueza del sentido de los sueños reside precisamente en la diversidad de las expresiones simbólicas y no en su reducción unívoca. El determinismo causal, por su misma naturaleza, tiende hacia una reducción unívoca, es decir hacia una interpretación fija de los símbolos. La concepción finalista, en cambio, ve en las variaciones de la imagen onírica la expresión de una situación psicológica variada. No conoce interpretaciones fijas de los símbolos; desde este ángulo, las imágenes oníricas son importantes en sí mismas, pues en sí mismas llevan el significado por el que, en última instancia, se presentan en el sueño. En nuestro ejemplo, entonces, el símbolo tiene más bien el valor de una parábola; no oculta, sino enseña. La escena de la manzana alude claramente al factor de la culpa, a la vez que oculta la acción cometida por los primeros padres.

Según el punto de vista que se adopte, se obtendrán, como se advierte, diversas maneras de concebir el sentido de los sueños. Se trata ahora de saber cuál es la concepción mejor o más verídica. Concebir el sentido del sueño, de cualquier manera que sea, es para nosotros terapeutas una necesidad principalmente de orden práctico y no teórico. Si queremos tratar a nuestros pacientes, por razones del todo concretas debemos buscar medios que nos permitan educarlos con eficacia. Como claramente lo ha demostrado nuestro ejemplo, la búsqueda de material asociativo ha suscitado una cuestión propicia para abrirle los ojos al joven sobre cosas que antes descuidaba sin reflexionar. Pues cometiendo esas negligencias se descuidaba a sí mismo, ya que, como cualquier otro, posee un sentido moral y necesidades morales. Tratando de vivir sin respetar tales cosas, vive de manera unilateral e incompleta, de modo por así decir incoordinado; esto comporta para la vida psíquica las mismas consecuencias que un régimen alimentario unilateral e incompleto tiene para el organismo. A objeto de encaminar a una personalidad hacia su plenitud y autonomía, debemos conducirla hacia la asimilación de todas las funciones que hasta ahora no han logrado un total desarrollo consciente. Con tal fin, y por motivos terapéuticos, es necesario considerar los aspectos inconscientes de las cosas proporcionadas por el material onírico. Fácilmente puede deducirse de aquí que la concepción finalista es una gran ayuda para la educación práctica del individuo.

Al espíritu científico contemporáneo, habituado al pensamiento estrictamente causalista, le agradan más bien las explicaciones deterministas. Por eso, cuando se trata de dar una explicación científica de la psicología onírica parecen tan atrayentes las ideas freudianas, del más puro determinismo. Mas por ser incompletas, no puedo menos que ponerlas en tela de juicio, pues la psique ha de considerarse no sólo desde el punto de vista causal, sino también desde el punto de vista final. Sólo la colaboración de ambos criterios, que en razón de dificultades enormes, tanto teóricas como prácticas, está aún hoy por realizarse, puede brindarnos una mejor comprensión de la esencia del sueño.

Pasaré ahora a examinar brevemente algunas cuestiones más amplias de la psicología onírica, que se hallan al margen de la discusión general del problema de los sueños. Consideremos en primer lugar la clasificación de los sueños, cuestión cuyo significado práctico o teórico no querría yo sobrevalorar. Anualmente debo estudiar de mil quinientos a dos mil sueños y esta vasta experiencia me ha permitido comprobar que en realidad existen sueños típicos. Sin embargo, no son muy frecuentes, y considerados desde el punto de vista final pierden mucho de la importancia que tienen para la concepción causal, en cuanto se refiere a su significado simbólico fijo. Los temas típicos de los sueños resultan de gran importancia, pues permiten compararlos con los temas mitológicos. Multitud de temas mitológicos, expuestos particularmente en las meritorias obras de Frobenius, a menudo vuelven a encontrarse con el mismo significado en los sueños de muchas personas. Lamentablemente la brevedad de estas páginas no me permite presentar ejemplos más detallados, como he hecho en otras obras. Debo subrayar, sin embargo, que la comparación de los temas oníricos típicos con los temas mitológicos permite suponer, como ya lo hiciera Nietzsche, que el pensamiento onírico es una forma filogenética anterior de nuestro pensamiento. ¿Qué quiere decir esto? En vez de otros muchos ejemplos, nos lo explicará el sueño citado más arriba: como se recordará, la escena de la manzana simbolizaba de manera típica la culpa erótica. El pensamiento abstracto se habría expresado: «Hice mal obrando así». Es característico que les sueños no se expresan casi nunca de esa manera abstracta y lógica, sino siempre en el lenguaje metafórico de las parábolas. Tal particularidad caracteriza igualmente a los idiomas primitivos, cuyas expresiones floridas siempre nos sorprenden. Si recordamos los monumentos de la literatura antigua, por ejemplo las parábolas de la Biblia, encontraremos que lo que hoy se expresa mediante locuciones abstractas, se lograba entonces con el empleo de metáforas. Aun un filósofo como Platón no rehusó expresar ciertas ideas fundamentales recurriendo a los símiles.

Así como nuestro cuerpo conserva las huellas de su evolución filogenética, así también el espíritu humano. Por consiguiente no debe sorprendernos la posibilidad de que el lenguaje alegórico de nuestros sueños sea una reliquia arcaica.

El robo de la manzana de nuestro ejemplo es, por otra parte, uno de aquellos temas oníricos típicos que reaparecen de diversas maneras en múltiples sueños. Y al mismo tiempo es un tema mitológico bien conocido, que encontramos no sólo en la narración bíblica, sino también en multitud de mitos y leyendas de todas las épocas y latitudes. Trátase de una de las imágenes universalmente humanas, capaces de reaparecer, autóctonas, en cada uno de nosotros y en cualquier tiempo. La psicología del sueño, de este modo, nos abre el camino hacía una psicología comparativa general, de la que cabe esperar una comprensión del desarrollo y de la estructura del alma humana, análoga a la que nos ha proporcionado la anatomía comparada en lo referente al cuerpo humano.

El sueño nos comunica, por lo tanto, en un lenguaje simbólico (vale decir con representaciones sensoriales e intuitivas), ideas, juicios, concepciones, directivas, tendencias, que a causa de la represión o por pura ignorancia eran inconscientes. Dado que ésos son contenidos inconscientes, el sueño, derivado de la actividad de lo inconsciente, contiene una representación de los contenidos inconscientes. No constituye una representación de los contenidos inconscientes en general, sino sólo de ciertos contenidos que, por vía asociativa, se actualizan y seleccionan en correlación con el estado momentáneo de la conciencia. Considero esta comprobación como un punto de vista práctico de gran importancia. Si queremos interpretar un sueño correctamente, necesitamos un conocimiento profundo de la situación consciente momentánea, pues el sueño nos muestra la faz complementaria inconsciente, es decir, contiene los materiales constelizados en lo inconsciente por la situación momentánea consciente. Sin ese conocimiento es imposible interpretar un sueño de manera satisfactoria —exceptuando, naturalmente, los aciertos debidos al azar—. Ilustremos lo dicho con un ejemplo:

Un día vino un señor a consultarme por primera vez. Me declaró que tenía afición por numerosos problemas científicos y que también se interesaba, desde un punto de vista literario, por el psicoanálisis. Afirmó que se encontraba muy bien de salud y que por esto no me consultaba en calidad de paciente, sino sólo porque le interesaban las cuestiones psicológicas. Añadió que su buena posición económica le permitía dedicarse a múltiples curiosidades en sus muchos ratos de ocio. Además —explicó— quería conocerme para que yo lo introdujese en los arcanos de la teoría del psicoanálisis. Lamentaba presentar tan poco interés para mí, por ser él un hombre normal y resultarme, en cambio, más interesantes los casos de «locos». Algunos días antes me había escrito preguntándome si me sería posible recibirlo. En el curso de la conversación pasamos de pronto a la cuestión de los sueños, preguntándole yo si había tenido alguno la noche anterior. Respondió afirmativamente y me contó el siguiente sueño:

Estaba yo en una pieza de paredes desnudas, donde me recibió una especie de hermana de caridad; ésta quería obligarme a sentarme a una mesa sobre la que había una botella de kéfir que yo debía beber. Quise ir a lo del Dr. Jung, pero la enfermera me dijo que yo estaba en un hospital y que el Dr. Jung no tenía tiempo para recibirme.

Es evidente ya por el contenido manifiesto del sueño, que la proyectada visita a mi consultorio ha constelizado de algún modo lo inconsciente. Las asociaciones son las siguientes: Pieza de paredes desnudas: «Una especie de sala de recibo glacial, como en un edificio público, o un hall de entrada en un hospital. Jamás estuve en un hospital como paciente». Hermana de caridad: «Me pareció antipática, miraba de soslayo. Me acuerdo de una cartomántica y quiromántica que consulté una vez para que me predijera el futuro. Durante una enfermedad tuve a una diaconisa como enfermera». La botella de kéfir: «El kéfir me repugna: no puedo beberlo. Mi mujer siempre toma kéfir, cosa que me lleva a burlarme de ella, porque tiene la idea fija de que siempre debe hacer algo por su salud. Recuerdo que una vez estuve en un sanatorio —tenía los nervios agotados— y tuve que tomar kéfir».

Aquí lo interrumpí con la indiscreta pregunta de si su neurosis desapareció después por completo. Trató de eludir la cuestión, pero debió por fin confesar que su neurosis todavía persiste, y que en realidad su mujer desde hace tiempo le viene instando para que me consulte, pero que él no se siente tan nervioso como para venir a verme, que él no está loco, que a mí sólo me interesan los locos, que él únicamente tiene interés por conocer mis teorías psicológicas, etcétera.

El material citado demuestra cómo el paciente ha falseado la situación; le interesaba presentarse ante mí en calidad de filósofo y psicólogo, y relegar la existencia de su neurosis a un segundo plano, pero el sueño se la recuerda de una manera muy desagradable y lo obliga a ser franco. Es necesario ingerir ese amargo brebaje. La cartomántica le revela qué esperaba, en el fondo, de mí. Como el sueño le dice, debe someterse a un tratamiento antes de entrar en discusiones teóricas conmigo.

El sueño rectifica la situación. Añade lo que corresponde y mejora así la actitud general del paciente. Tal es la razón por la que en nuestra terapéutica nos es necesario analizar los sueños.

Con ese ejemplo, sin embargo, no querría causar la impresión de que todos los sueños son tan simples como ése, y que todos son del mismo tipo. A mi modo de ver, todos los sueños tienen una relación compensatoria con los datos conscientes, pero tal función compensatoria no aparece en todos los sueños tan claramente como en nuestro ejemplo. Si bien el sueño contribuye a la regulación psíquica espontánea del individuo reuniendo automáticamente todo lo que ha sido reprimido, descuidado, ignorado, su capacidad compensadora a menudo no resulta tan clara, pues aun son muy imperfectos nuestros conocimientos sobre la naturaleza y las necesidades del alma humana. Existen, en efecto, compensaciones psíquicas al parecer muy remotas. En tales casos siempre debe recordarse que cada individuo, en cierto sentido, es un representante de toda la humanidad y de su historia. Y lo que fue posible en gran escala en la historia de la humanidad, es posible en cada individuo, en una proporción menor. En ciertas circunstancias el individuo siente las necesidades que ha experimentado la humanidad. Por eso no es nada sorprendente que las compensaciones religiosas desempeñen un gran papel en los sueños. Que ello se produzca en nuestra época tal vez en grado sumo, es una consecuencia natural del preponderante materialismo de nuestra concepción del mundo.

La capacidad compensadora de los sueños no es ni una invención nueva, ni el producto artificial de una interpretación tendenciosa, como muy bien lo demuestra el ejemplo histórico de un sueño bien conocido que se encuentra en el Libro de Daniel. Estando Nabucodonosor en el apogeo de su poder, tuvo el siguiente sueño:

[CAP. IV]
[10] Las visiones de mi cabeza en mi cama, eran: Parecíame que veía un árbol en medio de la tierra cuya altura era grande.
[11] Crecía este árbol, y hacíase fuerte, y su altura llegaba hasta el cielo; y su vista hasta el cabo de toda la tierra.
[12] Su copa era hermosa, y su fruto en abundancia, y para todos había en él mantenimiento. Debajo de él se ponían a la sombra las bestias del campo, y en sus ramas hacían morada las aves del cielo, y toda carne se mantenía de él.
[13] Veía en las visiones de mi cabeza en mi cama, y he aquí que un velador y santo descendía del cielo;
[14] y clamaba fuertemente, y decía así: Cortad el árbol, y desmochad sus ramas: derribad su copa, y derramad su fruto; váyanse las bestias que están debajo de él, y las aves de sus ramas;
[15] Mas el tronco de sus raíces dejaréis en la tierra, y con atadura de hierro y de metal quede atado en la yerba del campo, y sea mojado con el rocío del cielo, y su vivienda sea con las bestias en la yerba de la tierra:
[16] Su corazón sea mudado de corazón de hombre, y séale dado corazón de bestia; y pasen sobre él siete tiempos.

En la segunda parte del sueño el árbol se personifica, de suerte que salta a la vista fácilmente que el gran árbol es el mismo rey soñador. Desde luego, Daniel interpretó el sueño así. Sin posibilidad de ser mal entendido, significa una tentativa de compensación del delirio de grandezas que, según el relato bíblico, evolucionó hacia una verdadera enajenación mental. Esta concepción, que ve en los fenómenos oníricos un proceso de compensación, según entiendo, corresponde a la naturaleza de los hechos biológicos en general. La teoría de Freud se mueve en la misma dirección, cuando atribuye al sueño un papel compensador, es decir la función de conservar el dormir sin interrupción. Como Freud lo ha demostrado, hay muchos sueños que evidencian cómo ciertas excitaciones sensoriales, capaces de despertar de su sueño al que duerme, son desfiguradas según lo requiere la voluntad de dormir y la intención de no dejarse perturbar. Y el mismo Freud también ha demostrado que existen muchos otros sueños en que los estímulos perturbadores intrapsíquicos (como la aparición de representaciones personales susceptibles de desencadenar intensas reacciones afectivas), son desfigurados e insertados en un contexto onírico que esfuma el contorno de las representaciones lo suficiente para impedir las descargas afectivas intensas.

Sin embargo, no debe olvidarse que existen precisamente sueños perturbadores del dormir en sumo grado, y sueños —no pocos, por cierto— cuya estructura dramática lleva, por así decir, lógicamente a una situación de gran intensidad afectiva, con tanta perfección realizada en el sueño, que quien duerme se despierta fatalmente por las emociones desencadenadas. Freud explica tales sueños diciendo que la censura no ha logrado reprimir las emociones perturbadoras. Se me ocurre que esa explicación no tiene en cuenta los hechos. Todos conocemos aquellos sueños que presentan claramente y del modo más desagradable vivencias penosas y preocupaciones cotidianas, para describir con minuciosa nitidez los aspectos más importunos. A mi juicio sería injustificado invocar aquí la protección del dormir y el apaciguamiento de las emociones como función del sueño. Habría que tergiversar por completo la realidad para encontrar en esos sueños una confirmación de la hipótesis mencionada. Lo mismo vale también para aquellos casos en que las fantasías sexuales reprimidas se presentan sin disfraces en las imágenes manifiestas del sueño.

Por eso he llegado a pensar que es demasiado estrecha la concepción freudiana que considera los sueños como una función esencialmente encaminada a realizar los deseos y proteger el dormir, en tanto que la idea fundamental de una función biológica compensadora es ciertamente acertada. Esta función compensadora tiene poco que ver con el dormir, pues su principal importancia se refiere a la vida Consciente. Los sueños se comportan como compensaciones de la situación consciente respectiva. Protegen el dormir cuando es posible, es decir obligados por la necesidad y automáticamente bajo la influencia de ese estado; pero también saben interrumpirlo cuando su función lo requiere, esto es, cuando sus contenidos compensadores tienen una intensidad suficiente para suspender el curso del dormir. Un elemento compensador es particularmente intenso, cuando tiene una importancia vital para la orientación de la conciencia.

Ya en 1906 llamé la atención sobre las relaciones compensadoras entre la conciencia y los complejos autónomos, destacando al mismo tiempo la adecuación entre una y otros[76]. Lo mismo ha hecho Flournoy, independientemente de mis trabajos[77]. De esas observaciones se infiere la posibilidad de impulsos inconscientes orientados hacia un fin. Pero he de advertir que la orientación finalista de lo inconsciente no tiene nada en común con las intenciones conscientes concomitantes; por lo general el contenido inconsciente incluso contrasta con el contenido consciente; en particular tal es el caso cuando la actitud consciente sigue determinada dirección demasiado exclusiva, que amenaza peligrosamente a las necesidades vitales del individuo. Cuanto más unilateral y alejada del optimum de las posibilidades vitales se halle la actitud consciente, tanto más habrá que contar con la aparición posible de sueños vivaces y penetrantes, de contenido fuertemente contrastante, pero convenientemente compensador, como expresión de la autorregulación psicológica del individuo. Así como el cuerpo reacciona de manera adecuada a su herida, a una infección o a un modo de vida anormal, así también las funciones psíquicas reaccionan a las perturbaciones antinaturales y peligrosas con medios de defensa apropiados. El sueño forma parte, opino yo, de esas reacciones adecuadas, introduciendo en la conciencia, gracias a una combinación simbólica, los materiales constelizados en lo inconsciente por los datos de la situación consciente. En esos materiales inconscientes se encuentran todas las asociaciones que por su débil intensidad permanecerían inconscientes, pero que, sin embargo, poseen bastante energía para manifestarse durante el dormir. Evidentemente, la concordancia entre el con tenido latente de los sueños y su contenido manifiesto, no aparece sin más a primera vista; el análisis del contenido manifiesto del sueño es necesario para llegar a los elementos compensadores de su contenido latente. La mayor parte de las reacciones de defensa del cuerpo humano son también de naturaleza oscura y por así decir indirectas; han sido necesarios conocimientos profundos e investigaciones precisas para descubrir su papel provechoso. Recordemos la importancia de la fiebre y de la supuración para una herida infectada.

El hecho de que los procesos psíquicos compensadores casi siempre son de naturaleza individual, dificulta de modo considerable la demostración de su carácter compensador. Como por lo general se trata de procesos individuales, el principiante en tales cuestiones difícilmente advertirá hasta qué punto una imagen onírica tiene sentido compensador. Por ejemplo, según la teoría de las compensaciones, uno estaría inclinado a suponer que un sujeto cuya actitud frente a la vida es demasiado pesimista, debería tener sueños alegres y optimistas. Pero esta suposición sólo se realizará en una persona sensible a esa clase de estímulos. En cambio, si su temperamento es otro, sus sueños, como corresponde, se teñirán de negro más aún que su actitud consciente. Podría aplicarse aquí el principio «similia similibus curantur».

No es fácil formular reglas especiales para la aplicación del concepto de compensación onírica. La compensación, en su esencia, hállase íntimamente ligada a la naturaleza total del individuo. Las posibilidades de la compensación son innumerables e inagotables, si bien con la experiencia irán cristalizando ciertos principios fundamentales.

Al proponer la teoría de la compensación no pretendo afirmar que sea la única teoría posible acerca de los sueños, o que explique por completo iodos los fenómenos de la vida onírica. El sueño es un fenómeno extraordinariamente complejo, tan complejo e insondable como los fenómenos de la conciencia. Desde luego, sería arriesgado pretender explicar todos los fenómenos conscientes desde el ángulo de una teoría que los reduce a la satisfacción de los deseos o instintos; es poco probable que los fenómenos oníricos puedan explicarse de una manera tan simplista. Pero tampoco podemos considerar los fenómenos oníricos como exclusivamente compensadores y secundarios en relación con los contenidos de la conciencia, aunque según la opinión general, para la existencia del individuo la vida consciente es de una importancia incomparablemente mayor que la inconsciente. Pero esta opinión general sin duda deberá ser sometida a una revisión, pues al aumentar nuestra experiencia crece la certidumbre de que la función de lo inconsciente tiene en la vida de la psique una importancia que por ahora tal vez no llegamos aún a vislumbrar. Es justamente la experiencia analítica la que descorre el velo, cada vez más, del influjo de lo inconsciente sobre la vida consciente del alma —influjo cuya existencia e importancia habían sido descuidadas por la psicología anterior—. Según mi opinión, basada en una larga experiencia e innumerables exámenes, la importancia de lo inconsciente para la productividad general de la psique, es probablemente tan grande como la importancia de la conciencia. Si esta opinión es exacta, no solamente la función inconsciente podrá ser considerada como compensadora y relativa con referencia a los contenidos de la conciencia, sino también la conciencia deberá considerarse como relativa con respecto al contenido inconsciente momentáneamente constelizado. En tal caso, la orientación activa hacia un objetivo o propósito, no sólo sería un privilegio de la conciencia, sino que también podría serlo de lo inconsciente, de suerte que también éste hallaríase en condiciones de asumir una dirección orientada hacia un fin, con tanto éxito como la conciencia. Así, el sueño podría tener, llegado el caso, el valor de una idea positiva conductora, o de una representación orientada hacia un fin, de importancia vital superior a los contenidos conscientes momentáneamente constelizados. Esta posibilidad, que a mi entender es real, concuerda con el consensus gentium, puesto que la superstición de todas las épocas y de todos los pueblos ve en el sueño un oráculo revelador de verdades futuras. Si prescindimos de la exageración y fanatismo de tales representaciones universalmente difundidas, siempre quedará un átomo de verdad. Maeder ha destacado enérgicamente la significación prospectiva y finalista del sueño, bajo la forma de una adecuada función inconsciente que prepara la solución de conflictos y problemas actuales, tratando de representarla mediante símbolos elegidos a tientas[78].

Distinguimos entre la función prospectiva del sueño y su función compensadora. Esta última considera lo inconsciente en su dependencia de lo consciente, al que añade todos los elementos que el día anterior han permanecido infraconscientes a causa de la represión, o simplemente porque eran demasiado débiles como para ingresar en la conciencia. La compensación representa una adecuada autorregulación del organismo psíquico.

La función prospectiva, en cambio, es una anticipación de las futuras acciones conscientes, que se presenta en lo inconsciente algo así como un ensayo previo, o como un esbozo o plan proyectado con antelación. Su contenido simbólico es, en ocasiones, el bosquejo de la solución de un conflicto: Maeder lo ha demostrado de manera categórica. La realidad de tales sueños prospectivos no puede negarse. Sería injustificado llamarlos profetices, pues en el fondo son tan poco profetices como un pronóstico médico o meteorológico. Se trata sólo de un previo cálculo de probabilidades que, por cierto, puede concordar eventualmente con el curso real de los hechos, pero no debe concordar necesariamente, ni coincidir en todos sus detalles. Sólo en este último caso podría hablarse de profetice. Los pronósticos de la función prospectiva del sueño son a menudo francamente superiores a las conjeturas conscientes, y no es de extrañarse, puesto que el sueño proviene de una fusión de elementos infraconscientes, o combinación de todas las percepciones, ideas y sentimientos que por su escaso relieve han escapado a la conciencia. Además el sueño dispone de huellas mnemónicas subliminales que no podrían influir con eficacia en la vida consciente. Por eso el sueño se encuentra en una situación mucho más favorable que la conciencia, a los efectos de un pronóstico.

Si bien la función prospectiva constituye a mi manera de ver un atributo esencial del sueño, es bueno, sin embargo, no sobreestimarla, porque de lo contrario fácilmente llegaríamos a pensar que el sueño es una especie de psicopompo, dotado de un conocimiento superior y capaz de imprimir a la vida una orientación infalible. A pesar de que por una parte se subestima la importancia psicológica del sueño, sin embargo, para cualquiera que se dedique al análisis de los sueños es grande el peligro de sobreestimar la validez de lo inconsciente para la vida real. Pero nuestra experiencia actual nos autoriza a suponer que lo inconsciente posee una importancia aproximadamente igual a la de la conciencia. Sin duda alguna existen actitudes conscientes que se ven sobrepasadas por lo inconsciente, es decir actitudes conscientes tan mal adaptadas a la naturaleza de la individualidad total, que la actitud inconsciente o constelación presenta una expresión incomparablemente superior. Pero no siempre es ése el caso. Con mucha frecuencia ocurre que el sueño amplía la vida consciente sólo con algunos fragmentos, porque en este caso la actitud consciente por una parte está adaptada a la realidad en una medida casi suficiente, y por otra parte satisface aproximadamente a la naturaleza esencial del sujeto. Una consideración más o menos exclusiva de la perspectiva presentada por el sueño, descuidando la situación consciente, no sería conveniente, en este caso, y tendría como único resultado perturbar y destruir la actividad consciente. Sólo en presencia de una actitud consciente a todas luces insuficiente y defectuosa, se puede atribuir a lo inconsciente una validez superior. Tal apreciación se basa en criterios que en sí constituyen un delicado problema. Es evidente que jamás podremos apreciar el valor de una actitud consciente si la consideramos exclusivamente desde un punto de vista colectivo. Requiérese más bien un estudio profundo de la persona en cuestión, y sólo mediante un conocimiento cabal del carácter individual es factible determinar en qué medida es insuficiente la actitud de la conciencia. Cuando subrayo el conocimiento del carácter individual, no quiero significar con ello que han de descuidarse por completo las exigencias del punto de vista colectivo. Como se sabe, el individuo está determinado no sólo por su propia esencia, sino también por sus vinculaciones con lo colectivo. Por eso, si la actitud consciente es aproximadamente satisfactoria, el sueño se limitará a su función puramente compensadora. Este caso constituye, sin duda, la regla para el hombre normal, en normales condiciones internas y externas. Por esas razones, la teoría de la compensación me parece que suministra una fórmula en general exacta, acorde con los hechos, pues atribuye al sueño una función compensadora de gran importancia para la autorregulación del organismo psíquico.

Cuando un individuo se aparta de la norma en el sentido de que su actitud consciente, tanto objetiva como subjetiva, se torna inadaptada, la función de lo inconsciente, por lo general puramente compensadora, gana en importancia y adquiere rango de función prospectiva y conductora, capaz de imprimir a la actitud consciente una dirección del todo diferente y preferible a la anterior, como Maeder lo ha demostrado acertadamente en sus trabajos antes citados. A ese rubro pertenecen los sueños como el de Nabucodonosor. Es evidente que sueños de esa índole se dan sobre todo en individuos que se han quedado por debajo de su propio valor. Asimismo resulta patente que tal desnivel es muy frecuente. Por eso a menudo tenemos que considerar un sueño desde el ángulo de su significación prospectiva.

Mencionaremos ahora otro aspecto de la cuestión, que de ningún modo debe descuidarse. Hay multitud de personas cuya actitud consciente, adaptada a su medio, cuadra mal a su propio carácter. Son individuos cuya actitud consciente y esfuerzo de adaptación sobrepasan sus posibilidades individuales, es decir, que parecen mejores y más valiosos de lo que son. Ese excedente de actividad exterior, evidentemente, nunca se alimenta de sus propios recursos individuales, sino que en su mayor parte vive a expensas de las reservas dinámicas de la sugestión colectiva. Tales personas ascienden a un nivel más elevado que el correspondiente a su naturaleza, gracias, por ejemplo, a la eficacia de un ideal común, a la atracción de un beneficio colectivo, o al amparo de la sociedad. Interiormente no están a la altura de su situación exterior, y por ello, en todos estos casos, lo inconsciente desempeña un papel compensador negativo, vale decir, es una función reductora. Es claro que una reducción o desvalorización representa, en esas condiciones, una compensación en el sentido de una autorregulación del individuo, y que esta función reductora puede tener también un carácter eminentemente prospectivo (véase el sueño de Nabucodonosor). La palabra «prospectivo» suscita en nosotros la imagen de algo constructivo, preparatorio y sintético. Mas para comprender esos sueños reductores debemos separar netamente la noción «prospectiva», de aquellas imágenes, pues ellos, de hecho, no son nada preparatorio, constructivo o sintético, sino más bien disgregan, desunen, desvalorizan y hasta destruyen y aminoran. Con esto, evidentemente, no quiero decir que la asimilación de un contenido reductivo deba ejercer forzosamente una acción destructora sobre todo individuo; al contrario, tal asimilación con frecuencia tiene un efecto altamente saludable, pues sólo es atacada la actitud y no la personalidad total. Pero este efecto secundario no modifica en nada el carácter del sueño, reductor y retrospectivo en su esencia, por cuya causa tampoco debería llamarse «prospectivo». En consecuencia, a los fines de una mayor exactitud es preferible designar tales sueños como sueños reductivos, y la función correspondiente como función reductiva de lo inconsciente, aunque en el fondo siempre se trate de la misma función compensadora. Debemos habituarnos, por lo tanto, a ver lo inconsciente presentando siempre aspectos distintos, como ocurre con la actitud consciente. Lo inconsciente modifica su apariencia y su función tanto como lo hace la actitud consciente; por eso es tan difícil dar una idea clara acerca de su esencia.

La función reductiva de lo inconsciente se ha hecho comprensible ante todo por las investigaciones de Freud. La interpretación freudiana de los sueños se limita en lo esencial al fondo sexual infantil, personal y reprimido del individuo. Investigaciones posteriores han atraído la atención sobre los elementos arcaicos, vale decir sobre los residuos funcionales, filogenéticos, históricos y colectivos estratificados en lo inconsciente. Podemos en consecuencia afirmar hoy día, con seguridad, que la función reductiva del sueño actúa sobre un material compuesto esencialmente por los deseos sexuales infantiles reprimidos (Freud), por los anhelos infantiles de poderío (Adler), y por residuos de instintos, pensamientos y sentimientos arcaicos y colectivos. La reproducción de tales elementos, que tienen un carácter totalmente retrospectivo, es de una eficacia incomparable cuando se trata de socavar un orgullo desproporcionado, o recordar a un individuo la futilidad humana y reducirlo a su condicionamiento fisiológico, histórico y filogenético. Toda apariencia de falsa grandeza y de importancia falaz se disipa al contacto revelador de un sueño reductor que analiza el comportamiento consciente con un sentido crítico despiadado, sacando a luz materiales abrumadores, caracterizados por una perfecta condensación de todas las bajezas y debilidades. En sí resulta imposible calificar como prospectiva la función de un sueño de esta naturaleza, pues todo, hasta la última fibra, es retrospectivo en él y conduce a un pasado que se creía sepultado desde hace largo tiempo. Esta circunstancia, evidentemente, no impide al contenido onírico ni ser compensador con relación a los hechos de conciencia, ni poseer una orientación finalista, pues la tendencia reductiva en ocasiones puede ser de gran importancia para la adaptación del individuo. Pero el carácter del contenido onírico es reductivo. A menudo ocurre que los pacientes por sí mismos experimentan espontáneamente cómo se vincula el contenido onírico con la situación consciente, y según este conocimiento, obtenido por vía afectiva, el contenido onírico es percibido como prospectivo, reductivo o compensador. Sin embargo, no siempre se presenta este caso, y aun debemos subrayar que, en general, precisamente al comenzar un tratamiento analítico el paciente experimenta una incoercible tendencia a concebir obstinadamente los resultados de la exploración analítica de su material a través de su propio enfoque patógeno.

Tales casos requieren cierto apoyo por parte del médico para lograr una exacta comprensión del sueño.

Esa circunstancia vuelve extraordinariamente importante la idea que el médico se forma acerca de la psicología consciente de su paciente. En efecto, el análisis de los sueños no consiste meramente en la aplicación práctica de un método aprendido de manera mecánica, sino; al contrario, presupone un conocimiento íntimo de toda la concepción analítica, que sólo se adquiere mediante el análisis didáctico. El error más burdo que puede cometer un terapeuta es suponer en el analizado una psicología similar a la suya propia. Semejante proyección puede ser acertada en algún caso dado, pero la mayoría de las veces será pura proyección. Todo lo que es inconsciente es, por eso mismo, proyectado; de ahí que el analista deba tener conciencia al menos de los principales contenidos de su inconsciente, a fin de que no se enturbie la claridad de su juicio con las proyecciones inconscientes. Quienquiera que analice los sueños de otro, ha de tener invariablemente presente que no existe ninguna teoría sencilla y notoria de los fenómenos psíquicos, de su naturaleza, de sus causas o de sus fines. De ahí que no contemos con norma general de juicio alguna. Sabemos que existen fenómenos psíquicos de toda clase. Pero no sabemos nada cierto sobre su naturaleza. Sólo sabemos que el estudio de la psique, desde un punto de vista dado, puede suministrar detalles por cierto preciosos pero jamás justificará una teoría concluyente, a partir de la cual quepa hacer deducciones. La teoría sexual y de la satisfacción de los deseos, así como la teoría de la voluntad de poderío, son puntos de vista valiosos, pero se les podría imputar en cierto modo el no tener en cuenta la hondura y la riqueza del alma humana. Si dispusiéramos de una teoría exhaustiva, podríamos contentarnos con el aprendizaje mecánico del método; sólo se trataría entonces de descifrar ciertos signos establecidos para contenidos ya determinados; bastaría para eso aprender de memoria algunas reglas semióticas. La apreciación exacta de la situación consciente sería tan superflua como en el caso de una punción lumbar. Pero a despecho de los atareados especialistas de nuestra época, el alma se muestra completamente refractaria a todo método que de antemano trate de captarla desde un solo ángulo, con exclusión de todos los otros.

De los contenidos de lo inconsciente, además de subliminales, sólo sabemos que son complementarios con relación a la conciencia, y por consiguiente esencialmente relativos. De ahí que para comprender un sueño sea indispensable conocer la situación consciente.

Con los sueños reductores, prospectivos o puramente compensadores, no ha quedado agotada la serie de significaciones posibles. Existen ciertos sueños que podrían llamarse simplemente sueños reactivos. Uno se sentiría inclinado a incluir en ese rubro todos los sueños que en lo esencial no parecen ser más que la reproducción de una vivencia consciente plenamente emocional, cuando el análisis de estos sueños no descubre la razón profunda de por qué esa vivencia se reproduce con tanta fidelidad en el sueño. Se Comprueba, en efecto, que las vivencias poseen también un aspecto simbólico que había escapado al sujeto; y que es únicamente a causa de tal aspecto que la vivencia se reproduce en el sueño. No corresponde, por lo tanto, considerar aquí esos sueños; aquí deben figurar solamente aquellos en los que ciertos hechos objetivos han creado un trauma psíquico, cuya configuración no es puramente psíquica, sino que al mismo tiempo indica una lesión física del sistema nervioso. La guerra ha producido gran cantidad de estos casos de shocks violentos, por lo que, de un modo especial, deben aguardarse en tales casos numerosos sueños reactivos puros, en los cuales el trauma representa el factor más o menos decisivo.

Si bien para la actividad global de la psique es muy importante, por cierto, que gracias a una reactivación frecuente el elemento traumático poco a poco pierda su autonomía y recobre así su rango en la jerarquía psíquica, no se podría, sin embargo, llamar compensador un sueño tal, que en el fondo sólo es la repetición del trauma. El sueño, sin duda, parece restituir un trozo autónomo que se ha separado del resto de la psique, pero de inmediato se ve que la asimilación consciente del trozo reproducido por el sueño no atenúa en nada la conmoción generadora del sueño. El sueño continúa «reproduciéndose», es decir el contenido autónomo del trauma prosigue su actividad por sí mismo, hasta la completa extinción del estímulo traumático. De nada sirve «realizar» conscientemente de antemano.

En la práctica no es fácil decidir si un sueño es reactivo en su esencia, o si sólo reproduce simbólicamente una situación traumática. Pero el análisis puede resolver la cuestión, pues en el último caso la reproducción de la escena traumática se interrumpe al ser interpretada con exactitud, mientras que la reproducción reactiva no se interrumpe por el análisis del sueño.

Es evidente que también encontramos los mismos sueños reactivos de un modo especial en el curso de procesos corporales patológicos; por ejemplo, cuando fuertes dolores influyen enérgicamente en el desarrollo del sueño. Según mi opinión, los estímulos somáticos sólo por excepción tienen una importancia determinante. Por lo general, son integrados en la expresión simbólica del contenido onírico inconsciente, es decir, son utilizados como medio de expresión. No es raro que los sueños presenten una maravillosa e íntima conexión simbólica entre una enfermedad física innegable y un determinado problema psíquico, de suerte que el malestar físico aparece justamente como una expresión mímica de la situación psíquica. Cito tal particularidad más para ser completo que para otorgar especial importancia a ese asunto problemático. Sin embargo, me parece que existe entre los trastornos físicos y psíquicos cierta correlación, cuyo alcance en general suele subestimarse, pero que por otra parte es exageradamente sobrevalorado por ciertos círculos que sólo quieren ver en los trastornos físicos una expresión de las perturbaciones psíquicas, como es el caso, por ejemplo, de la Christian Science. Si menciono aquí esta cuestión es porque los sueños pueden ilustrar de un modo muy interesante el problema de la interdependencia funcional de cuerpo y alma. También hay que reconocer en el fenómeno telepático un posible determinante del sueño. Hoy día no cabe dudar de la realidad general de ese fenómeno. Desde luego, es muy simple negar la existencia del fenómeno sin examinar los materiales que lo constituyen; pero ésta es una actitud poco científica, que no merece consideración alguna. Yo he tenido ocasión de comprobar que, como se viene afirmando desde antiguo, los fenómenos telepáticos también ejercen su influencia sobre los sueños. Ciertas personas son a este respecto particularmente receptivas y con frecuencia tienen sueños de carácter telepático. Reconocer el fenómeno telepático no significa aceptar incondicionalmente las concepciones esotéricas corrientes sobre la naturaleza de la acción a distancia. El fenómeno existe sin duda alguna, pero su teoría no me parece tan sencilla. En cada caso debe tenerse en cuenta la posibilidad de la concordancia de las asociaciones, de desarrollos psíquicos paralelos[79], que como puede comprobarse desempeñan un gran papel, particularmente dentro de una familia, y se manifiestan, entre otras cosas, por una igualdad o estrecha semejanza en la manera de pensar. Asimismo hay que considerar las criptomnesias, factor que Flournoy ha destacado de un modo especial[80] y que en ocasiones puede causar los fenómenos más sorprendentes. Como de todas maneras en el sueño se manifiestan materiales subliminales, no es de maravillarse si la criptomnesia se presenta a veces como factor determinante. He tenido oportunidad de analizar con bastante frecuencia sueños telepáticos, cuya significación telepática en muchos de ellos era aún desconocida al momento del análisis. Éste liberaba material subjetivo como en cualquier otro sueño, y por consiguiente el sueño demostraba tener un significado en armonía con la situación momentánea del sujeto. El análisis no daba indicio alguno de que el sueño fuera telepático. Hasta ahora no he encontrado ningún sueño cuyo contenido telepático residiera con certeza en los materiales asociativos (en el «contenido latente del sueño») suministrados por el análisis. El contenido telepático se hallaba siempre en la forma manifiesta del sueño.

En general la literatura sólo menciona aquellos sueños telepáticos que anticipan «por telepatía» en el tiempo y en el espacio, un acontecimiento particularmente afectivo; en consecuencia, se citan sólo aquellos sueños cuyo asunto posee en cierta medida una resonancia humana (por ejemplo, un deceso), que explica, o al menos ayuda a comprender la premonición o la percepción a distancia. Los sueños telepáticos que me fue dado observar correspondían en su mayor parte a ese tipo. Un pequeño número, en cambio, se caracterizaba por el hecho curioso de que un contenido manifiesto del sueño tenía una referencia telepática a cosas totalmente desprovistas de interés, por ejemplo el rostro de una persona desconocida e indiferente, cierta disposición de los muebles de un lugar y condiciones indiferentes, el recibo de una carta sin importancia, etc. Al consignar esa ausencia de interés, simplemente quiero decir que ni con las interrogaciones habituales, ni con el análisis, he encontrado elemento alguno cuya importancia hubiera «justificado» el fenómeno telepático. Ante semejantes casos uno se siente más bien inclinado a pensar en la casualidad, que en los casos citados más arriba. Lamentablemente esta hipotética casualidad siempre parece un asylum ignorantiae. Nadie negará que ocurren casualidades rarísimas, pero el hecho de que el cálculo de probabilidades permita prever su repetición, descarta su naturaleza de pretendida casualidad. Naturalmente, jamás afirmaré que las leyes que la rigen son «sobrenaturales», sino sólo que son inaccesibles a nuestro saber balbuciente. Así también los hechos telepáticos en cuestión poseen un carácter de realidad que desafía todo cálculo de probabilidades. Si bien de ningún modo me atrevería a arriesgar una opinión sobre fenómenos de tal índole, creo, sin embargo, que es bueno reconocer y destacar su realidad. Para la investigación de los sueños, este punto de vista representa un enriquecimiento[81].

En oposición a la conocida concepción freudiana, según la cual el sueño, en su esencia, es la «realización de un deseo», con mi amigo y colaborador A. Maeder sostengo que el sueño es una autorrepresentación espontánea de la situación actual de lo inconsciente expresada en forma simbólica. Nuestra concepción coincide en este punto con el pensamiento de Silberer[82], y esta concordancia resulta tanto más satisfactoria, puesto que es el resultado de trabajos independientes.

Esta concepción se opone a la fórmula freudiana sobre todo en que renuncia a sostener una determinada afirmación sobre el sentido del sueño. Nuestra fórmula solamente expresa que el sueño es una representación simbólica de contenidos inconscientes. No discute si además esos contenidos son siempre deseos realizados o no. Ulteriores investigaciones, como Maeder lo ha señalado expresamente, nos han mostrado claramente que el lenguaje sexual de los sueños no podría estar siempre sometido al malentendido de una acepción concreta[83]; este lenguaje sexual es un lenguaje arcaico naturalmente pleno de las analogías más afines, sin que sea necesario en cada caso ocultar con estos contenidos oníricos un verdadero objeto sexual. Por eso es injustificado tomar en todos los casos el lenguaje sexual del sueño en su acepción concreta, mientras que otros contenidos se explican como símbolos. Ni bien las expresiones sexuales del lenguaje onírico son concebidas como símbolos de cosas desconocidas, al punto se amplía la concepción de la naturaleza del sueño. Maeder lo ha descrito con mucha precisión a propósito de un ejemplo práctico presentado por Freud[84]. Mientras uno ve en el lenguaje sexual del sueño su lado concreto, sólo se dan soluciones inmediatas, exteriores y concretas, o la inacción correspondiente, hecha de resignación oportunista, o de cobardía y pereza habituales. Pero no existe comprensión alguna del problema, ni una actitud ante él. En cambio, ello se logra de inmediato si se abandona el malentendido concretista que consiste en tomar literalmente el lenguaje sexual inconsciente y en interpretar los personajes oníricos como personas reales. Asimismo estamos inclinados a suponer que el mundo es como lo vemos, y con igual candidez creemos que los hombres son como nos los imaginamos. Lamentablemente en este último caso no existe física alguna que nos demuestre la desproporción entre percepción y realidad. Aunque la posibilidad de error grosero sea mucho más considerable que para las percepciones sensoriales, proyectamos sin dificultad alguna y con toda ingenuidad nuestra propia psicología en los demás. Cada uno se crea así una serie de relaciones más o menos imaginarias, basadas únicamente en tales proyecciones. Entre los neuróticos son frecuentes los casos en que la proyección fantástica constituye la única manera posible de relacionarse con los demás seres humanos. Un individuo al que percibo esencialmente gracias a mi proyección, es una imago o un portador de la imago o símbolo. Todos los contenidos de nuestro inconsciente son constantemente proyectados en nuestro mundo circundante, y sólo en la medida en que comprendemos ciertas particularidades de nuestros objetos como proyecciones o imagines, conseguimos diferenciar a éstas de los atributos reales. Cuando no somos conscientes del origen proyectivo de una cualidad percibida en el objeto, no podemos sino creer ingenuamente en su real pertenencia al objeto. Todas nuestras relaciones humanas abundan en tales proyecciones, y quien en su sector personal no pudiera captar claramente esto, no tiene menos que pensar en la psicología periodística de los países beligerantes. Cum grano salis, siempre se atribuyen al adversario las propias faltas inconfesadas. En todas las polémicas personales se encuentran ejemplos notables. Quienquiera que no posea una buena dosis de autorreflexión, no estará por encima de sus proyecciones; las más de las veces se hallará sometido a ellas. La condición natural del espíritu supone la existencia de esas proyecciones; es natural e innato proyectar los contenidos inconscientes. Ello crea en el individuo relativamente primitivo aquella fusión característica con el objeto, que Lévy-Bruhl acertadamente designara como «identidad mística» o «participación mística»[85]. Así todo contemporáneo normal y que no haya reflexionado sobre sí mismo más de cierta medida, se halla ligado a su mundo circundante por medio de todo un sistema de proyecciones inconscientes. El carácter coactivo de esas relaciones (precisamente su aspecto «mágico» o «místico-imperativo») permanece inconsciente «mientras todo vaya bien». Pero si sobreviene una demencia paranoidea, esas relaciones inconscientes, de origen proyectivo, aparecerán como otras tantas ideas obsesivas amplificadas, en general, por materiales inconscientes que, notémoslo bien, constituían ya durante el estado normal el contenido de tales proyecciones. Asimismo, en tanto que los intereses vitales —la libido— puedan aprovechar esas proyecciones como un vínculo agradable y útil que liga al individuo con el mundo, ellas constituirán una positiva facilidad de la vida. Pero apenas la libido elige otro camino y por ende comienza a retirarse de los lazos proyectivos anteriores, las proyecciones actúan como los mayores obstáculos imaginables, al impedir con eficacia toda verdadera liberación respecto de los objetos. Manifiéstase entonces un fenómeno característico: el sujeto se esfuerza en desvalorizar y disminuir lo más posible los objetos antes ensalzados, a fin de poder liberar de ellos la libido. Mas como la identidad precedente descansa sobre la proyección de contenidos subjetivos, una separación plena y total sólo puede lograrse si el sujeto vuelve a tomar posesión de la imagen representada por el objeto, con toda su significación. Esta restitución se produce tomando conciencia del contenido proyectado, es decir, reconociendo el «valor simbólico» del objeto en cuestión.

Dichas proyecciones son tan frecuentes y tan ciertas como el desconocimiento sistemático de su naturaleza proyectiva. En presencia de tales hechos, no sorprenderá ver al ingenuo sentido común suponer de antemano como evidente, que cuando uno sueña con un señor X, esta imagen onírica «señor X» es idéntica con el señor X de la realidad. Esta suposición concuerda con la ausencia general de espíritu crítico, al no ver diferencia alguna entre el objeto en sí y la representación que de éste se hace. Considerada críticamente —nadie podrá negarlo— la imagen onírica sólo tiene con el objeto una relación exterior y muy limitada. Pero, en realidad, esa imagen es un complejo de factores psíquicos formado —gracias, sin duda, a ciertos estímulos exteriores— en el individuo mismo, y que por lo tanto consta en substancia de factores subjetivos, característicos para él, pero que a menudo no tienen nada que ver con el objeto real. Siempre comprendemos a los demás como nos comprendemos a nosotros mismos, como tratamos de comprendernos. Lo que no comprendemos en nosotros mismos, tampoco lo comprendemos en los demás. Así, por múltiples razones, la imagen de los otros por lo general es en gran parte subjetiva. Como se sabe, ni aun una familiaridad íntima podría garantizar en modo alguno un conocimiento objetivo de los demás.

Si, como lo hace la escuela freudiana, nos proponemos encontrar «impropios» o «simbólicos» ciertos contenidos manifiestos del sueño, y explicar que el sueño habla por cierto de «campanario», pero significa «falo», sólo nos resta un paso para decir que el sueño a menudo habla de «sexualidad», pero no siempre significa sexualidad; en efecto, el sueño habla, con frecuencia, del padre, pero en realidad designa al soñador mismo. Nuestras imagines son partes integrantes de nuestro espíritu, y cuando nuestro sueño reproduce cualesquiera representaciones, éstas son ante todo nuestras representaciones, para cuya elaboración ha contribuido la totalidad de nuestro ser; son los factores subjetivos los que en el sueño, no por motivos exteriores, sino por los movimientos más íntimos de nuestra alma, se agrupan de tal o cual manera, expresando un sentido u otro. Toda la génesis del sueño es esencialmente subjetiva; el sueño es el teatro donde el soñador es a la vez escena, actor, apuntador, director, autor, público y crítico. Esta simple verdad forma la base de aquella concepción del sentido de los sueños que he denominado interpretación en el plano subjetivo. Esta interpretación, como su nombre lo indica, ve en todas las figuras del sueño rasgos personificados de la personalidad del soñador[86].

Repetidas veces esa concepción ha suscitado ciertas resistencias. Los argumentos de unos se apoyan sobre las ingenuas premisas, ya citadas, de la mentalidad normal corriente. Los argumentos de otros se basan más bien sobre la cuestión de principio: ¿qué es más importante, el plano objetivo o el plano subjetivo? En realidad, la probabilidad teórica del plano subjetivo me parece inobjetable. El segundo problema, en cambio, es mucho más espinoso. Así como la imagen de un objeto por una parte es elaborada subjetivamente, por la otra está condicionada objetivamente. Cuando reproduzco en mí la imagen, establezco un condicionamiento subjetivo y objetivo a la vez. Para discernir en cada caso qué aspecto predomina, ante todo es necesario averiguar si la imagen se reproduce gracias a su significación subjetiva o a su significación objetiva. Cuando sueño, por ejemplo, con una persona a la que me une algún interés vital, la interpretación se aproxima por ciento más al plano objetivo que al otro. Cuando, en cambio, sueño con una persona que en realidad me es ajena e indiferente, entonces la interpretación se realiza sobre el plano subjetivo. Es posible, sin embargo —y este caso en la práctica resulta muy frecuente—, que la persona indiferente represente para el soñador otra persona con la cual está ligado por lazos afectivos. La teoría freudiana decía: la persona indiferente ha sustituido a la otra en el sueño para disimular la molestia que ésta produce. En tal caso recomiendo seguir el camino más natural y decir: la reminiscencia afectiva evidentemente ha cedido su lugar en el sueño al indiferente señor X, lo cual me conduce a una interpretación en el plano subjetivo. Esta sustitución es una elaboración onírica que de hecho equivale a una represión de la reminiscencia desagradable. Pero, si esa reminiscencia se deja desplazar tan fácilmente es porque no tiene mucha importancia. Su reemplazo muestra que ese afecto personal puede ser despersonalizado. Podría entonces superar mi afecto, pero sería recaer en la situación afectiva personal el restarle valor a la despersonalización llevada a cabo con tanto éxito en el sueño, al considerarla como simple represión. Creo más sensato estimar que la feliz sustitución de la persona desagradable por una indiferente, equivale a una despersonalización de mi afecto hasta entonces personal. Por ello, el valor afectivo, es decir la masa libidinal correspondiente, se ha vuelto impersonal; en otros términos, se ha liberado del lazo personal que la ataba al objeto, lo que en adelante me permitirá elevar al plano subjetivo el conflicto real precedente, y tratar de comprender en qué medida constituye exclusivamente un conflicto subjetivo. Para mayor claridad lo ilustraré con un breve ejemplo:

Una vez tuve con el señor A un conflicto personal, y poco a poco me fui convenciendo de que la culpa estaba más de su parte que de la mía. En esa época tuve el sueño siguiente:

Por cierto asunto debí consultar a un abogado, quien con gran sorpresa mía me exigió nada menos que cinco mil francos por la consulta, lo que provocó enérgicas protestas de mi parte.

La imagen del abogado es una débil reminiscencia de mi época de estudiante, caracterizada por múltiples disputas y controversias. La brusquedad del abogado me recuerda con desagrado la personalidad de A y el conflicto todavía persistente. Avanzando por el plano objetivo podría decir: Detrás del abogado se oculta el señor A, por consiguiente el señor A me exige un precio exagerado y sin derecho. Ese día un estudiante pobre me pidió le prestara cinco mil francos. En consecuencia, el señor A es un estudiante pobre, necesitado e incompetente, puesto que se halla en el comienzo de sus estudios. Por lo general, en tal situación nadie tiene pretensiones ni emitiría opiniones. La realización de mis deseos se cumpliría así: mi adversario, carente de mansedumbre, sería desechado y mi tranquilidad quedaría protegida. Pero, de hecho, en este punto del sueño me desperté a causa de la viva cólera experimentada ante las exigencias del abogado. Por consiguiente, no fui tranquilizado por la «realización de mis deseos».

Detrás del abogado ciertamente se oculta el desagradable asunto A. Pero es digno de notarse que mi sueño haya ido a buscar a aquel indiferente jurista de mi época estudiantil. Al abogado asocio: discusión, ergotismo, espíritu de contradicción, y a esto aquel recuerdo de mi época de estudiante, en que yo, con razón o sin ella, solía defender mi tesis tenaz, obstinada y tercamente, para conseguir al menos aparentar superioridad. Todo esto —bien lo sé— ha influido en la cuestión que tuve con el señor A. Así comprendo también por qué el litigio con A no puede liquidarse, pues el pleitista que vive en mí por todos los medios trata de conseguir una satisfacción «justa».

Esta concepción, enteramente razonable, conduce a un resultado, mientras que la interpretación en el plano objetivo resulta infructuosa, pues no demuestra en modo alguno la hipótesis de que los sueños son la realización de un deseo. Cuando un sueño me indica dónde estoy cometiendo un error, me proporciona con ello la posibilidad de mejorar mi actitud, lo que siempre es una ventaja. Naturalmente, sólo se llega a tal resultado mediante la interpretación en el plano subjetivo.

Por convincente que sea en un caso similar la interpretación en el plano subjetivo, en otro caso conflictual donde se halle en juego una relación de vital importancia, puede carecer de valor. En este caso evidentemente hay que relacionar al personaje onírico con el objeto real. El criterio a seguir se deduce, en cada caso, de los datos conscientes, excepto los casos en que una transferencia entra en juego. La transferencia determina con toda facilidad errores de juicio que en ocasiones hacen aparecer al médico como un deus ex machina absolutamente imprescindible o como un requisito de la realidad, igualmente indispensable. Tal es el médico para el juicio de su paciente. En tales casos la autorreflexión del médico debe decidir en qué medida él representa un problema real para su paciente. Desde que el plano objetivo de la interpretación comienza a resultar monótono e infructuoso, es tiempo de considerar a la persona del médico como un símbolo de los contenidos proyectados por el paciente. Si el analista no lo hiciera, no le queda más que desvalorizar la transferencia y así destruirla, reduciéndola a los deseos infantiles, o tomar la transferencia al pie de la letra y sacrificarse a las exigencias del paciente (aun contra las resistencias inconscientes de éste). Esta segunda eventualidad perjudica a ambos, pero en general más al médico. Si, en cambio, se consigue elevar la persona del médico al plano subjetivo; todos los contenidos transferidos (proyectados) pueden retornar al paciente con su valor original. Un ejemplo de retracción de las proyecciones en la transferencia, puede leerse en mi libro Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Uribewussten[87].

Ciertamente, nadie que no sea un analista práctico se interesará de un modo especial por estas digresiones acerca del «plano subjetivo» y «plano objetivo». Pero cuanto más ahondemos en la problemática de los sueños, tanto más tomaremos en cuenta los puntos de vista técnicos del tratamiento práctico. En ese dominio ha sido necesaria la ineluctable coacción que siempre ejerce sobre el médico un caso difícil y que sin cesar le hace pensar en el perfeccionamiento de sus medios de acción, a fin de poder prestar ayuda, incluso a este caso difícil. Gracias a las dificultades del tratamiento diario de los enfermos hemos sido llevados a concepciones que sacuden hasta los fundamentos nuestra mentalidad corriente. Si bien la subjetividad de una imago es una verdad patente, sin embargo esta comprobación tiene algo de filosófico que suena mal a ciertos oídos. Como hemos mostrado más arriba, ello resulta de la suposición irreflexiva que identifica sin más ni más la imago con el objeto. Toda perturbación de tal supuesto tiene el don de irritar. Por la misma razón, la idea de un plano subjetivo atrae poco la simpatía, pues ella perturba el cándido postulado de la identidad de los contenidos de conciencia con los objetos correspondientes. Nuestra mentalidad se caracteriza —como los acontecimientos de tiempos de guerra[88] lo demuestran claramente— por juicios de una descarada ingenuidad emitidos contra el adversario, pero que revelan nuestros propios defectos; se reprocha al enemigo simplemente las deficiencias propias e inconfesadas. Se ve todo en los demás, se critica y se condena a los otros y se desea mejorarlos y educarlos. No tengo necesidad de presentar ejemplos; los más ilustrativos se encuentran en todos los periódicos. Pero es natural que eso que ocurre en grande se encuentre también en pequeño en cada uno. Nuestra mentalidad es todavía tan primitiva, que se ha liberado de la identidad original con el objeto sólo en algunas raras funciones y dominios. El primitivo une a un mínimum de autorreflexión un máximum de compenetración con el objeto, que aun puede ejercer directamente sobre él la magia de su coacción. Toda la magia y la religión primitivas se basan sobre las influencias mágicas emanadas del objeto, que se originan en las proyecciones de contenidos inconscientes sobre el objeto. La autorreflexión poco a poco se ha separado del estado de identidad inicial, y ha progresado paralelamente hasta alcanzar una diferenciación cada vez mayor entre sujeto y objeto. Tal diferenciación revela que ciertas propiedades antes atribuidas ingenuamente al objeto, en realidad eran contenidos objetivos. Los antiguos ya no creían ser papagayos rojos o hermanos de los cocodrilos, pero sin duda continuaban aún sumergidos en la magia. A este respecto, sólo el siglo XVIII, el siglo de las luces, ha dado un paso decisivo hacia adelante. Pero, como todos sabemos, estamos aún muy alejados de un conocimiento de nosotros mismos de acuerdo con nuestro saber actual. Cuando la cólera, a propósito de una insignificancia, llega hasta el arrebato, nadie nos convencerá de que el motivo de nuestro furor se halla totalmente fuera de la persona o cosa que nos irrita. Así, atribuimos a estas cosas el poder de encolerizarnos, hasta el punto de perturbar en ocasiones nuestro sueño y nuestra digestión. Por eso acusamos sin reparos ni reservas al objeto que nos exaspera, injuriando así una parte inconsciente de nosotros mismos proyectada en el elemento perturbador.

Tales proyecciones forman legión. Unas son favorables, es decir actúan como un puente que facilita el tránsito de la libido; otras son desfavorables, sin llegar prácticamente a constituir un estorbo, pues las proyecciones desfavorables por lo general se establecen fuera del círculo de las relaciones íntimas. Sin embargo, el neurótico es una excepción: consciente o inconscientemente entabla con su ambiente una relación tan intensa que él no puede impedir a las proyecciones desfavorables desembocar en los objetos más próximos y suscitar conflictos. Esto lo obliga —si quiere curarse—, a tener en cuenta sus proyecciones primitivas con tanta perspicacia como nunca lo hace el hombre normal. Este último produce, sin duda las mismas proyecciones, pero mejor distribuidas: el objeto de las proyecciones favorables está cerca, el de las proyecciones desfavorables se halla a mayor distancia. Como sabemos, eso ocurre también entre los primitivos: extranjero, para ellos, es sinónimo de enemigo y malvado. Entre nosotros, aun en las postrimerías de la Edad Media, «extranjero» y «miserable» eran lo mismo. Esa distribución es racional, y por ello el individuo normal no experimenta necesidad alguna de hacer conscientes estas proyecciones, si bien tal estado es peligrosamente ilusorio. La psicología de la guerra ha destacado claramente esa particularidad: todo lo que hace la propia nación es bueno, todo lo que realizan las otras naciones es malo. El centro de todas las infamias siempre se encuentra a una distancia de muchos kilómetros detrás de las líneas enemigas. Esta misma psicología primitiva es también la de cada individuo; por eso, toda tentativa de elevar a la conciencia tales proyecciones, inconscientes desde toda la eternidad, provoca gran irritación. Por cierto nos gustaría mejorar nuestras relaciones con nuestros prójimos, pero evidentemente con la condición de que éstos respondan a nuestras esperanzas, es decir que se comporten como dóciles portadores de nuestras proyecciones. Sin embargo, si estas proyecciones se vuelven conscientes, nuevas dificultades pueden aparecer para perturbar las relaciones con los demás hombres; lo que significa la destrucción del puente ilusorio por donde transita libremente el amor y el odio, dando fácilmente salida a nuestras virtudes ficticias que quieren «elevar» y «mejorar» a los otros. Tales dificultades de relación determinan una acumulación de libido que hará conscientes las proyecciones desfavorables. En lo sucesivo el sujeto se verá ante la tarea de aceptar como propias todas las infamias y bribonadas atribuidas sin reparos a los demás y por las que se ha indignado toda la vida. Lo irritante en ese proceder es la convicción de que por un lado, si todos los hombres obraran así, la vida sería completamente soportable, y por otra la sensación de una violenta resistencia a aplicarse este principio a sí mismo, y en serio, por cierto. Si los otros lo hicieran, no se podría desear nada mejor; pero como uno mismo debe hacerlo, la idea sola resulta insoportable.

El neurótico sin duda se ve obligado por su neurosis a realizar ese progreso; no así el hombre normal, cuyas perturbaciones psíquicas, en cambio, se concretan en la vida social o política en forma de manifestaciones psicológicas colectivas, como guerras y revoluciones. La existencia real de un enemigo en quien se puede descargar la maldad es, evidentemente, un alivio de la conciencia. Por lo menos se puede decir sin temor quién es el culpable, teniendo en cuenta que la causa del desastre se encuentra fuera, y no en la propia actitud. Desde que uno se representa claramente las desagradables consecuencias de la concepción en el plano subjetivo, una objeción se impone al espíritu: ¿es posible que todos los defectos abominables, censurados en los demás, se encuentren en nosotros mismos? Entonces, los grandes moralistas, los educadores geniales y los benefactores de la humanidad serían los más perversos. No habría que decir menos sobre la proximidad entre el Bien y el Mal, y de manera más general, sobre las íntimas relaciones entre los pares de contrarios; pero eso nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema.

Desde luego, no debe exagerarse la concepción en el plano subjetivo; sólo se trata de estimar de una manera un poco más crítica a quién corresponden las cualidades percibidas. Lo que salta a la vista en un objeto puede ser una cualidad real del objeto. Pero cuanto más subjetiva y afectiva sea esa impresión, tanto más ha de ser concebida la cualidad como una proyección. Para esto es necesario establecer una distinción de no poca importancia entre la cualidad real existente en el objeto —sin la cual no sería probable una proyección sobre el objeto— y el valor o significación propia de la energía libidinal canalizada hacia esa cualidad. No queda excluido que sea proyectada sobre un objeto una cualidad de la que en realidad apenas existen rastros en el objeto (por ejemplo, la proyección de cualidades mágicas en los objetos inanimados). No ocurre lo mismo cuando se trata de las comunes proyecciones de rasgos caracterológicos o actitudes momentáneas del comportamiento. En esos casos es frecuente ver que el objeto constituye una ocasión para la proyección que se encuentra casi provocada. Lo último sucede cuando una cualidad psíquica se encuentra proyectada sobre una persona que la posee inconscientemente; por eso actúa con eficacia sobre lo inconsciente de los demás. Toda proyección determina una contraproyección, siempre que la cualidad proyectada por el sujeto exista de un modo inconsciente en la persona que recibe la proyección, así como un analista reacciona frente a una «transferencia» con una «contratransferencia», cuando la transferencia proyecta un contenido inconsciente aun para el medico mismo, no obstante existir en él[89]. La contratransferencia es, pues, tan oportuna y conveniente, o inconveniente, como la transferencia del paciente: tiende a establecer las mejores relaciones, indispensables para la realización de ciertos contenidos inconscientes. La contratransferencia es, como la transferencia, un fenómeno obsesivo, subyugante, pues denota una identificación «mística», vale decir inconsciente, con el objeto. Tales ligaduras inconscientes suscitan siempre resistencias: conscientes, si el sujeto en su manera de ser tiende a disponer libremente de su libido, sin dejársela sonsacar con astucia o por fuerza; e inconscientes, si el sujeto prefiere más bien dejarse quitar la libido. Por eso la transferencia y la contratransferencia, en tanto sus contenidos permanecen inconscientes, crean relaciones anormales e insostenibles, que tienden a su propia destrucción.

Aun cuando pueda encontrarse en el objeto una parcela de la cualidad proyectada, el significado práctico de la proyección es, sin embargo, puramente subjetivo e incumbe por entero al sujeto, cuya proyección presta a una cualidad mínima del objeto un valor exagerado.

Aun cuando la proyección concuerde con una cualidad que realmente pertenece al objeto, el contenido proyectado existe también en el sujeto, donde constituye una parte de la imago del objeto. Esta imago del objeto es una magnitud psicológica diferente de la percepción sensorial del objeto; consiste en una imagen[90] existente al margen de todas las percepciones, y sin embargo basada en todas ellas. Su vitalidad independiente, dotada de una autonomía relativa, permanece inconsciente en tanto coincide exactamente con la vida real del objeto. Por eso la independencia de la imago escapa a la conciencia y es proyectada inconscientemente en el objeto, es decir se confunde con la independencia del objeto. Debido a ello, naturalmente, el objeto está dotado por el sujeto de una existencia apremiante, es decir de un valor exagerado basado sobre la proyección de la imago en el objeto, o mejor, sobre la identidad postulada a priori; de tal suerte, el objeto exterior se vuelve a la vez interior; así, por vía inconscientes un objeto exterior puede ejercer una acción psíquica inmediata sobre el sujeto, al quedar por su identidad con la imago en cierto modo acoplado directamente al mecanismo psíquico del sujeto. De ahí el poder «mágico» que un objeto puede ejercer sobre el sujeto. Los primitivos nos proporcionan sorprendentes ejemplos de ello; tratan, por ejemplo, a sus niños u otros seres «animados», como tratan a su propia alma. No se atreven a hacer nada contra ellos por temor a ultrajar el alma de les niños o de los objetos. Por esta razón los niños deben permanecer lo más posible sin educar hasta la pubertad, época en que de repente se les empieza a impartir una educación complementaria (iniciación) a veces cruel.

Más arriba he dicho que la independencia de la imago permanece inconsciente porque se halla identificada con la del objeto. De acuerdo con eso, la muerte del objeto debería desencadenar una serie de curiosos efectos psicológicos, pues el objeto no desaparece del todo, sino que prosigue una vida inmaterial. Sabemos que en realidad es así. La imago inconsciente, que ya no corresponde a ningún objeto, se convierte en el espíritu del difunto, y ejerce sobre el sujeto efectos que no se pueden concebir sino como fenómenos psíquicos. Las proyecciones inconscientes del sujeto que han inoculado contenidos inconscientes en la imago del objeto identificándola con éste, sobreviven a la desaparición real del objeto, y desempeñan un importante papel en la vida de los pueblos primitivos y en la de los pueblos civilizados, antiguos y modernos. Estos fenómenos prueban de un modo convincente la existencia relativamente autónoma de imagines en lo inconsciente. Es evidente que ellas habitan lo inconsciente, porque nunca se distinguen conscientemente del objeto.

Todo progreso, todo perfeccionamiento de las concepciones humanas, se ha asociado a un progreso de la conciencia individual: el hombre se ha diferenciado de las cosas, y se presenta frente a la naturaleza como distinto de ella. Por eso el pensamiento psicológico en su nueva orientación deberá seguir el mismo camino: salta a la vista que la identidad del objeto con la imago subjetiva confiere al objeto una importancia que no le es propia, pero que ha poseído desde siempre, pues la identidad es un hecho absolutamente original. Esta situación constituye para el sujeto un estado primitivo que sólo puede perdurar en tanto que no lleve a graves inconvenientes. La sobrevaloración del objeto representa justamente una circunstancia particularmente apta para obstaculizar el desarrollo del sujeto. La fascinación por un objeto «mágico» orienta poderosamente a la conciencia subjetiva en el sentido de ese objeto, y perturba toda tentativa de diferenciación individual, que evidentemente debería comenzar con una delimitación de la imago y del objeto. En efecto, la línea general de la diferenciación individual resulta imposible de conservar si factores extrínsecos intervienen de un modo «mágico» en la economía psíquica subjetiva. La separación de las imagines, que confiere al objeto excesiva importancia, restituye al sujeto aquella energía disociada, urgentemente necesaria para su propio desarrollo.

Concebir las imagines oníricas en el plano subjetivo representa para el hombre moderno lo mismo que quitarle a un primitivo sus figuras ancestrales y fetiches e intentar enseñarle que el «poder curativo» es una cosa espiritual que no existe en el objeto, sino en el alma humana. El primitivo experimenta una legítima aversión hacia esta concepción herética, e igual que él, también el hombre moderno siente como desagradable y aun peligroso el destruir la identidad existente entre imago y objeto, consagrada por la antigüedad más remota. Apenas caben imaginarse las consecuencias que tal divorcio tendría para nuestra psicología: ¡ya no habría a quién acusar, nadie a quién culpar, nadie a quién poder educar, hacer mejor o castigar! Al contrario, en todas las cosas habría que comenzar por uno mismo, exigir de sí; sólo de sí mismo, lo que se exige de los demás. Tal estado de cosas dice claramente por qué la concepción de las imagines oníricas en el plano subjetivo no es un paso indiferente; sobre todo no, porque da lugar a parcialidades y exageraciones en ambos sentidos.

Fuera de esas dificultades más bien de orden moral, existen algunas otras de orden intelectual. Se me ha hecho ya la objeción de que la interpretación en el plano subjetivo es un problema filosófico, y que la aplicación de este principio linda con los límites de la concepción del mundo, dejando por ello de ser ciencia. No me sorprende que la psicología también se relacione con la filosofía, pues el pensamiento, base de la filosofía, es una actividad psíquica y como tal es objeto de la psicología, que abarca lo psíquico en toda su extensión, incluyendo la filosofía, la teología y muchos otros sectores. Frente a todas las filosofías y a todas las religiones se erige la realidad del alma humana, que es, quizá, lo que decide en última instancia sobre la verdad y el error.

Por el momento poco le importa a nuestra psicología si sus problemas colindan con los de uno u otro dominio científico. A nosotros nos preocupan ante todo las necesidades prácticas. Si la cuestión de la concepción del mundo es un problema psicológico, entonces su discusión es de nuestra incumbencia, tenga relación o no la filosofía con la psicología. Asimismo las cuestiones de la religión son para nosotros cuestiones psicológicas. El alejamiento general de estos dominios por parte de la psicología médica contemporánea, constituye una lamentable ausencia que se advierte claramente en el hecho de que las neurosis psicógenas a menudo encuentran sus mejores posibilidades de curación en lugares donde no se ejerce la medicina profesional. Aunque yo mismo soy médico y según el principio «medicus medicum non decimat» (un médico no diezma a otro médico), tendría razones para abstenerse de criticar a los médicos, debo empero reconocer que en sus manos no siempre se halla bien cuidada la psicología médica. A menudo he visto que los médicos psicoterapeutas ejercen su arte según la rutina a que los lleva el carácter propio de sus estudios. El estudio de la medicina consiste, por una parte, en la simple memorización de una enorme cantidad de hechos, sin un verdadero conocimiento de sus causas, y por otra, en ciertas habilidades prácticas que deben adquirirse por la experiencia, según el principio «piensa poco y obra más». Así ocurre que de todas las facultades del médico, la que tiene menos ocasiones para desarrollarse es la función del pensar. Por eso tampoco nos sorprenderá que aun médicos de orientación psicológica no puedan, en modo alguno —o sólo con máximo esfuerzo— seguir mis reflexiones. Es que se han habituado a obrar de acuerdo con las recetas y a aplicar mecánicamente métodos que no han ideado por sí mismos. Pero semejante tendencia es la más inadecuada para el ejercicio de la psicología medica, pues se aferra a esquemas de teorías y métodos autoritarios e impide el desarrollo de la independencia en el pensar. Así he visto que hasta las más elementales distinciones —de extraordinaria importancia para la práctica—, como la interpretación en el «plano subjetivo» y en el «plano objetivo», el «yo» y el «sí-mismo», «signo» y «símbolo», «causalidad» y «finalidad», etc., resultan demasiado exigentes para su capacidad de pensamiento. Esta dificultad explica el tenaz apego a concepciones anticuadas que desde hace tiempo demandan revisión. Que esto no es únicamente mi opinión subjetiva, lo demuestra la fanática unilateralidad y el aislamiento sectario de ciertas organizaciones «psicoanalíticas». Esta actitud es, como todos sabemos, un síntoma e indica incertidumbre sobrecompensada. Pero, precisamente, ¿quién será el que se aplique criterios psicológicos a sí mismo?

La concepción de los sueños como satisfacciones de deseos infantiles o como arrangements de orientación finalista al servicio de una intención infantil de dominio, es demasiado estrecha para dar cuenta de la esencia del sueño. El sueño, como todo elemento de la conexión psíquica, es una resultante de la totalidad de la psique. Por eso debemos estar preparados para encontrar en el sueño todo lo que desde épocas primitivas ha importado en la vida de la humanidad. La vida humana en sí no se limita a tal o cual instinto fundamental, sino se construye sobre una multitud de instintos, apetencias, necesidades y condicionamientos tanto físicos como psíquicos; el sueño tampoco puede explicarse por tal o cual elemento, por seductora que parezca —en su simplicidad— tal explicación. Podemos estar seguros de que ésa es errónea, pues ninguna teoría simplista de los instintos podría jamás abarcar la amplitud del alma humana, ni sondear sus misterios; por consiguiente, tampoco comprenderá los sueños, expresión del alma. Para comprender el sueño, por lo menos en algo, precisamos instrumentos seleccionados trabajosamente de todos los sectores de las ciencias del espíritu. Pero con un par de majaderías o con la prueba de ciertas represiones, no se resuelve el problema del sueño. Se ha reprochado a mis trabajos su tendencia «filosófica» (y hasta «teológica»), en el sentido de que empleo nociones «filosóficas» y de que mi concepción psicológica es «metafísica»[91]. Pero ocurre que yo utilizo ciertos materiales de la filosofía, de la ciencia de las religiones, y de la historia, exclusivamente para representar la estructura psíquica. Si por ejemplo yo empleo un concepto teológico, o asimismo el concepto metafísico de energía, debo hacerlo porque constituyen representaciones existentes en el alma humana desde los comienzos. No me cansaré de repetir que ni la ley moral, ni el concepto de Dios, ni ninguna religión le ha venido al hombre desde fuera, como quien dice desde el cielo; sino que el hombre todo lo lleva dentro de sí como en germen, y por esto lo crea al extraerlo de sí. Por consiguiente, es inútil pensar que basta sólo el racionalismo para ahuyentar este fantasma. La idea de la ley moral, la idea de Dios, forman parte de las reservas inextirpables del alma humana. Por ello, toda psicología honesta que no esté cegada por la soberbia de un racionalismo trivial, debe aceptar la discusión de eses hechos. Ni las vanas explicaciones, ni la ironía podrán disiparlos. En física podemos pasar sin un concepto de Dios, pero en psicología, la noción de la divinidad es un factor definitivo con el que hay que contar, tanto como con las nociones de «afecto», «instinto», «madre», etc. Naturalmente, en la eterna confusión entre objeto e imago estriba el no poder diferenciar entre «Dios» e «imago de Dios»; por eso se piensa que uno habla de Dios, que explica «teología», cada vez que se habla de la «imagen de Dios». No corresponde a la psicología, como ciencia, postular la hipóstasis de la imago divina; ella debe simplemente, de acuerdo con los hechos, contar con la existencia de una imagen de Dios. De modo similar opera con la noción de instinto, sin atribuirse la competencia de establecer qué es el «instinto» en sí. Cada uno sabe a qué hechos psicológicos responde el término de instinto, por oscura que sea su naturaleza profunda. También resulta claro que la noción de Dios, por ejemplo, corresponde a un determinado complejo de hechos psicológicos, representando así una magnitud determinada con la que se puede operar. Pero queda una cuestión fuera del alcance de toda psicología: saber qué es Dios en sí. Lamento tener que repetir cosas tan evidentes.

En lo que precede he expuesto lo esencial de lo que debía decir en cuanto a las consideraciones generales sobre la psicología onírica[92]. Intencionalmente he dejado de lado los detalles reservados a la casuística. La discusión de esas generalidades nos ha llevado a vastos problemas que es imprescindible citar cuando se trata de los sueños. Desde luego, habría aún mucho que decir sobre el fin del análisis de los sueños; pero como dicho análisis constituye el instrumento del tratamiento analítico, sólo puede hacerse en correlación con una descripción del tratamiento completo. Sin embargo, una descripción detallada de la naturaleza del tratamiento requiere diversos trabajos previos que enfoquen el problema desde distintos ángulos. La cuestión del tratamiento analítico es extremadamente compleja, a despecho de los autores que, excediéndose en simplificaciones, quieren hacer creer que es muy fácil extirpar las «raíces» conocidas de la enfermedad. Guardémonos de toda ligereza en estos asuntos. Yo preferiría ver la discusión profunda de los problemas capitales, puestos en boga por el análisis, reservada a gente seria y concienzuda. Por lo demás, sería verdaderamente tiempo de que la psicología académica abriese los ojos a la realidad y se interesara por el alma humana real, y no sólo por las experiencias de laboratorio. Ya no deberían existir profesores que prohíben a sus discípulos interesarse por la psicología analítica o utilizar sus nociones; no deberían hacer a nuestra psicología el reproche de utilizar de un modo poco científico las «experiencias obtenidas en la vida diaria». Sé que la psicología general podría sacar el mayor provecho de un estudio serio de los problemas oníricos, a poco que llegara a liberarse del prejuicio, totalmente injustificado y profano, de que el sueño es producido por excitaciones somáticas exclusivamente. La sobrevaloración de lo somático es también en psiquiatría una de las principales causas del estancamiento de la psicopatología, en cuanto que no ha sido fertilizada directamente por el análisis. El dogma: «las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro», es un residuo del materialismo que floreció hacia 1870, y se transformó en un prejuicio absolutamente injustificable que impide todo progreso. Aun cuando fuera verdad que todas las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro, éste no sería un argumento contra la investigación del aspecto psíquico de la enfermedad. Pero este prejuicio es utilizado para desacreditar y exterminar de antemano todas las tentativas hechas en tal sentido. Sin embargo, jamás se ha probado que todas las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro, ni jamás podrá demostrarse; de lo contrario debería poder probarse que si un individuo piensa u obra de esta o aquella manera, es porque tal o cual albúmina se ha disociado o integrado en tal o cual célula. Semejante hipótesis conduce directamente al evangelio materialista: «El hombre es lo que come». Tal ideología pretende reducir la vida del espíritu a procesos de asimilación y de desasimilación en las células cerebrales, asimilación y desasimilación que son necesariamente siempre concebidas sólo como síntesis o desintegraciones de laboratorio, pues representarnos los procesos tales como la vida los crea, es a tal punto imposible, que no podemos seguir con el pensamiento el proceso vital. No obstante, es así como deberían poder pensarse los procesos celulares, si se quiere asegurar la validez de la concepción materialista. Pero, si se lograra eso, ya habría sido superado el materialismo, puesto que la vida aparecería, no como una función de la materia, sino sólo como un proceso existente en si y para sí, al cual fuerza y materia estarían subordinadas. La vida como función de la materia exigiría generatio aequivoca; pero habrá que esperar aún mucho tiempo esta prueba. Nada nos autoriza, como no sea el exclusivismo, la arbitrariedad y la carencia de pruebas, a concebir la vida de manera materialista; tampoco tenemos derecho de reducir la psicología a un proceso cerebral, sin contar que cualquier tentativa en tal sentido está condenada al absurdo, como lo demuestran todas las que ya fueron emprendidas. El fenómeno psíquico debe ser considerado bajo su aspecto psíquico y no como proceso orgánico o celular. Uno se indigna contra los «fantasmas metafísicos», cuando alguien explica los procesos celulares a la manera vitalista, pero la hipótesis física es acreditada como «científica», aun cuando no sea menos fantástica. Pero ella se adapta al prejuicio materialista, y por esto cualquier absurdo se consagra como científico, desde que permite trocar lo psíquico en físico. Ojalá no esté muy lejano el tiempo en que nuestros hombres de ciencia se desliguen de ese residuo de materialismo anticuado y vacío.