Sobre la energética del alma
a) Introducción
Cuando introduje en la psicología mi concepto de la «libido» tropecé con múltiples tergiversaciones y aun con el más estricto rechazo, de modo que quizá no sea superfluo considerar una vez más los fundamentos de dicho concepto.
Es un hecho de todos conocido que el suceder físico puede ser abordado desde dos puntos de vista: mecanicista el uno, energetista el otro[2]. La concepción mecanicista es puramente causal y concibe todo hecho como resultado de una causa, aceptando que las sustancias inmutables modifican sus relaciones mutuas de acuerdo con leyes constantes. La concepción energetista, en cambio, es esencialmente finalista[3] y concibe el suceder como consecuencia de una causa, en el sentido de que las variaciones fenoménicas se basan en la acción de cierta energía, la cual se mantiene constante a través de esas mismas variaciones y concluye por llevar entrópicamente a un estado de equilibrio general. El decurso energético tiene un determinado sentido objetivo, ya que sigue irremediablemente (irreversiblemente) la caída del potencial. La energía no es la concepción de una sustancia moviente en el espacio, sino un concepto abstraído de las relaciones de movimiento. Sus fundamentos no son, pues, las sustancias mismas, sino las relaciones de éstas, mientra que el fundamento del concepto mecanicista radica en la sustancia semoviente en el espacio.
Ambos puntos de vista son indispensables para la comprensión del suceder físico y gozan, por tanto, de general aceptación, al punto que la vigencia paralela de las consideraciones mecanicista y energetista ha permitido que paulatinamente surgiera una tercera concepción, mecanicista y energetista a la vez, aunque desde un punto de vista estrictamente lógico, el ascenso de la razón a la consecuencia, la acción causal progresiva, no puede ser al mismo tiempo la selección regresiva de un medio para el fin[4]. Nos resulta imposible aceptar que una y la misma articulación fáctica pueda ser simultáneamente causal y final, pues estas determinaciones se excluyen entre sí. En efecto, trátase de dos concepciones distintas, una de las cuales es precisamente la recíproca de la otra, pues el principio de finalidad es la inversión lógica del principio de causalidad.
La finalidad no sólo es lógicamente posible, sino que es un principio explicativo indispensable, pues ninguna explicación de la naturaleza podría ser exclusivamente mecanicista. En efecto: si a nuestra intuición sólo se dieran sustancias movientes, únicamente habría explicaciones causales; pero a nuestra intuición se dan también relaciones cinemáticas, que imponen la consideración energetista[5]. De no ser así, ni habría sido necesario inventar el concepto de energía. El predominio de una u otra concepción no depende tanto de la conducta objetiva de las cosas, sino más bien de la actitud psicológica del investigador o pensador. La empatía lleva a la concepción mecanicista; la abstracción, a la energetista. Ambas orientaciones tienden a cometer el error intelectual de hipostasiar sus principios con los denominados datos objetivos de la experiencia, y de aceptar que la intuición subjetiva se identifica con la conducta de las cosas; o sea que, por ejemplo, la causalidad, tal como la hallamos en nosotros mismos, también radicaría objetivamente en la conducta de las cosas. Este error es muy común y lleva, por tanto, a incesantes conflictos, pues, como dijimos, es inadmisible que la determinación sea simultáneamente causal y final. Pero esa intolerable contradicción sólo resulta de la ilícita e irreflexiva proyección en los objetos de lo que sólo son meros modos de considerar las cosas. Dichos modos únicamente pueden quedar libres de contradicciones mientras se mantienen en la esfera de lo psicológico, proyectándose sólo hipotéticamente a la conducta objetiva de las cosas. El principio de causalidad soporta su inversión lógica sin contradicciones, pero los hechos no la soportan; por eso, la finalidad y la causalidad deben excluirse mutuamente en el objeto. Sin embargo, adoptando el conocido recurso del divisionismo, suélese alcanzar un compromiso inaceptable desde el punto de vista teórico, pues considerando un fragmento causalísticamente y el otro finalísticamente[6], se obtienen las más variadas combinaciones teóricas, que, no cabe negarlo, reflejan la realidad con relativo verismo[7]. Es preciso recordar siempre que, por fielmente que los hechos concuerden con nuestra intuición de los mismos, los principios explicativos no son más que formas de consideración, es decir, fenómenos inherentes a la actitud psicológica y a las condiciones apriorísticas generales del intelecto.
b) La posibilidad de una determinación cuantitativa en psicología
De todo lo expuesto puede desprenderse sin lugar a dudas que todo suceder concita tanto el enfoque mecanicista-causal como el energetista-final. Sólo la oportunidad, es decir, la eficacia, puede decidir la preferencia que deba darse a una u otra concepción. Si, por ejemplo, nos interesa la faz cualitativa del suceder, la concepción energetista deberá subordinarse, pues nada tiene que ver con las sustancias, sino sólo con sus relaciones cinemáticas cuantitativas.
Mucho se ha discutido acerca de si también el suceder psíquico podría someterse, o no, a la concepción energetista. A priori no habría motivo alguno contra tal posibilidad, pues nada induce a excluir de los datos empíricos objetivos el suceder psíquico, ya que también lo psíquico puede ser un objeto de la experiencia. Pero como lo demuestra el ejemplo de Wundt, es lícito dudar de que el enfoque energetista sea, en principio, aplicable a los fenómenos psíquicos y, en caso afirmativo, si lo psíquico podría considerarse como un sistema relativamente cerrado.
En lo que se refiere al primer punto, adhiero sin reservas a la opinión de von Grot. uno de los primeros que planteó la energética psíquica, expresada en los siguientes términos:
El concepto de energía psíquica tiene, en la ciencia, tanta justificación como el de energía física, y la energía psíquica posee no menos dimensiones cuantitativas y formas distintas que la física[8].
En cuanto al segundo punto, discrepo de quienes hasta ahora se han ocupado de la cuestión, pues eludo casi por completo el problema de la integración de los procesos energéticos psíquicos en el sistema físico. Procedo así porque, en el mejor de los casos, sólo existen al respecto presunciones imprecisas, pero ningún asidero real. Aunque estoy convencido de que la energía psíquica se halla íntimamente vinculada de alguna manera con el proceso físico, necesitamos experiencias y conocimientos muy distintos de los actuales para discurrir con mínima autoridad sobre esa interrelación. En cuanto al aspecto filosófico del problema, adhiero íntegramente a las teorías de Busse[9]. y coincido asimismo con Külpe, cuando se refiere a dicha cuestión en los siguientes términos:
Sería, pues, totalmente indiferente si un quantum de energía psíquica interviene, o no, en el decurso de los procesos materiales: no se violaría con ello la ley de la conservación de la energía, tal como actualmente la concebimos[10].
La relación psicofísica constituye, en mi entender, un problema aparte que quizá sea resuelto alguna vez. Pero por ahora la psicología no puede detenerse ante esa dificultad, sino que debe considerar lo psíquico como un sistema relativamente cerrado en sí. Sin embargo, al proceder así es preciso romper con el punto de vista «psicofísico», insostenible a mi juicio, pues su enfoque epifenomenológico es todavía un resabio del viejo materialismo científico. Como, por ejemplo, opinan Lasswitz, von Grot y otros, las manifestaciones de la conciencia no tendrían relaciones funcionales entre sí, pues sólo (!) serían «manifestaciones, exteriorizaciones, características de ciertas relaciones funcionales más profundas». Las relaciones causales de los hechos psíquicos entre sí, que es dable observar constantemente, contradicen la concepción epifenomenológica, la cual tiene una semejanza fatal con el concepto materialista, según el cual lo psíquico sería una secreción del cerebro, como la bilis lo es del hígado. Una psicología que considerara lo psíquico como epifenómeno debería llamarse fisiología cerebral y conformarse con los magros resultados que tal psicofisiología puede suministrar. Lo psíquico merece ser considerado como un fenómeno en sí, pues no hay motivo alguno de reducirlo a un mero epifenómeno, aunque esté ligado a la función cerebral. En efecto, tampoco es posible considerar la vida como un epifenómeno de la química del carbono.
La experiencia inmediata de las relaciones psíquicas de cantidad, por un lado, y la profunda incertidumbre en que se halla sumida la interrelación psicofísica, aun intangible, por el otro, justifican que, por lo menos provisoriamente, se enfoque lo psíquico como un sistema energético relativamente cerrado en sí. Al adoptar este punto de vista me coloco en contradicción directa con la energética psicofísica de von Grot. A mi juicio, éste se halla con su concepción en terreno muy inestable, razón por la cual también sus restantes opiniones carecen de gran valor demostrativo. Con todo, por considerarlas como manifestaciones de un innovador en este terreno tan difícil, no quiero dejar de repetir textualmente las formulaciones de von Grot:
(1) Las energías psíquicas, no menos que las físicas, son cantidades y magnitudes. (2) Son intercambiables, como formas distintas del trabajo psíquico y de la potencialidad psíquica. (3) Pueden transformarse en energías físicas, y viceversa (por mediación de procesos fisiológicos).
Apenas es necesario advertir que la tercera de estas leyes es muy cuestionable. En última instancia, sólo la oportunidad podrá decidir, no si la consideración energética es posible en sí, sino si promete dar resultado en determinado caso práctico[11].
La posibilidad de la determinación cuantitativa exacta de la energía física ha demostrado, a su vez, la conveniencia de la concepción energetista frente al suceder físico. Pero también sería posible considerar energéticamente el suceder físico sin disponer de una determinación cuantitativa exacta, sino contando únicamente con la posibilidad de la apreciación de las cantidades[12]. Mas si aun la mera apreciación fuese totalmente imposible, también debería renunciarse al enfoque energético, pues de no existir por lo menos la posibilidad de apreciar las cantidades, el punto de vista energetista sería absolutamente superfluo.
b.1.) El sistema subjetivo de valores
La posibilidad de aplicar el punto de vista energetista en psicología depende exclusivamente de si las determinaciones cuantitativas de la energía psíquica son posibles, o no. A esta cuestión debe responderse con una decidida afirmación, pues nuestro psiquismo posee, en efecto, un sistema de evaluación muy bien desarrollado: el sistema de los valores psicológicos. Los valores no son sino apreciaciones cuantitativas energéticas. Cabe agregar, al respecto, que no sólo disponemos de un sistema objetivo de valoración, sino también de un sistema objetivo de medición, cual es el de los valores morales y estéticos colectivos. Este sistema de medidas, sin embargo, no es directamente aplicable a nuestros fines, pues constituye una escala de valores preestablecida con carácter general, que sólo considera indirectamente las condiciones psicológicas subjetivas, es decir, individuales.
Lo que en primer término interesa a nuestros fines es el sistema subjetivo de valores, o sea las apreciaciones subjetivas de cada individuo. Somos efectivamente capaces de estimar hasta cierto punto los valores subjetivos de nuestros contenidos psicológicos, aunque en ocasiones ya nos resulte extremadamente difícil medirlos también con exactitud y en forma objetiva, o sea en comparación con valores establecidos con carácter general. Pero esa comparación es superflua para nuestros fines, como ya lo señalamos. También podemos comparar entre sí nuestras valoraciones subjetivas, determinando sus intensidades relativas. Esta medida, sin embargo, es relativa a los valores de los demás contenidos y, por tanto, no es absoluta ni objetiva, pero es suficiente para nuestros fines, ya que frente a las mismas cualidades es posible reconocer con certeza las diferencias de intensidad de los valores, y los valores iguales se equilibran, evidentemente, en idénticas condiciones.
Las dificultades sólo se presentan cuando se trata de comparar intensidades de valores de distintas cualidades, por ejemplo al comparar el valor de un pensamiento científico con el de una impresión sensible. Aquí, la valoración subjetiva pierde precisión y se torna incierta. Además, la apreciación subjetiva sólo se limita a contenidos de conciencia, siendo inoperante cuando se trata de apreciaciones que han de trascender los límites de la conciencia, dado el valor de las influencias inconscientes.
Teniendo en cuenta, sin embargo, la conocida relación compensatoria entre la conciencia y lo inconsciente[13], la posibilidad de alcanzar determinaciones de valores para lo inconsciente sería, precisamente, lo que más importa. Si queremos aplicar una concepción energetista del suceder psíquico, estamos obligados a tomar en cuenta el importantísimo hecho de que los valores conscientes pueden desaparecer aparentemente, sin volver a manifestarse en una correspondiente efectuación consciente. En ese caso deberíamos esperar, teóricamente, que aparecieran en lo inconsciente, pero como lo inconsciente no nos es directamente accesible, ni en nosotros mismos ni en los demás, la valoración sólo podrá ser indirecta, es decir, tendremos que recurrir a métodos auxiliares para nuestras estimaciones. En la valoración subjetiva, nuestro sentir y comprender nos ayudan sin dificultades, ya que se trata de una función que desde tiempos inmemoriales viene desarrollándose y diferenciándose con la mayor fineza. Ya el niño se ejercita precozmente en la diferenciación de su escala de valores, apreciando a quién quiere más, al padre o a la madre, quién los sigue en segundo o en tercer término, a quién odia más, etc. Esta estimación consciente no sólo fracasa frente a las manifestaciones de lo inconsciente, sino que aun llega a invertirse, convirtiéndose en evidentes errores de estimación, que también se califican como «represiones» o «desplazamientos del afecto». La valoración subjetiva ha de ser, pues, totalmente excluida al estimar las intensidades de valor in conscientes. Por tanto, necesitaremos puntos de referencia objetivos que nos faciliten una estimación objetiva aunque indirecta.
b.2.) La estimación objetiva de las cantidades
Al estudiar los fenómenos de asociación he demostrado que existen determinadas agrupaciones de elementos psíquicos alrededor de contenidos afectivamente cargados, que se califican como complejos. El contenido afectivamente cargado, el complejo, consiste de un elemento nuclear y de gran número de asociaciones secundariamente constelizadas. El elemento nuclear, a su vez, está formado por dos componentes: ante todo, por una condición dada por la experiencia, es decir, por una vivencia, la cual se halla causalmente vinculada al ambiente; luego, por una condición de índole disposicional, inmanente al carácter individual.
El elemento nuclear se caracteriza por lo que se denomina tono afectivo, es decir, por la tonalidad emocional. Energéticamente expresada, esta tonalidad equivale a una cantidad de valor. En la medida en que el elemento nuclear sea consciente, dicha cantidad podrá ser subjetivamente estimada de modo relativo; pero si, como suele suceder, el elemento nuclear es inconsciente[14], o por lo menos es inconsciente en su significación psicológica, entonces fracasará toda estimación subjetiva. He aquí donde debe intervenir el método indirecto de estimación, que se basa, en principio, sobre el siguiente hecho: el elemento nuclear crea automáticamente un complejo, en la medida de su acento afectivo, es decir, de su valor energético, como lo hemos demostrado detalladamente en los capítulos II y III de nuestra Psicología de la demencia precoz. De acuerdo con su valor energético, el elemento nuclear tiene poder constelizante. A partir de él se produce una constelación específica de los contenidos psíquicos, surgiendo de ello el complejo, el cual viene a ser, pues, una constelación de contenidos psíquicos dinámicamente condicionada por el valor energético. Pero la constelación resultante no es sólo una irradiación pura de la excitación, sino una selección de los contenidos psíquicos excitados, condicionada por la cualidad del elemento nuclear, selección que, naturalmente, no puede ser explicada energéticamente, ya que la explicación energética es cuantitativa, y no cualitativa. Para la explicación cualitativa necesitamos el punto de vista causalista[15]. Por tanto, el principio básico de toda estimación objetiva de las intensidades de valor psicológicas debe rezar así:
El poder constelizante del elemento nuclear es proporcional a su intensidad de valor, es decir, a su energía.
Mas ¿de qué recursos disponemos para estimar el valor energético del poder constelizante, que lleva al incremento de las asociaciones conectadas a un complejo? Podemos estimar esa magnitud energética de las siguientes maneras:
Las modificaciones de estos trazados, fáciles de reconocer, permiten inferir aproximadamente la intensidad de las causas de perturbación. Como la experiencia ha demostrado exhaustivamente, también es posible provocar adrede fenómenos afectivos en el sujeto, por medio de estímulos psicológicos cuya particular tonalidad afectiva se ha reconocido para este individuo en particular y con referencia al experimentador que interviene[19].
Además de estos métodos experimentales, disponemos también de un sistema subjetivo sumamente afinado para reconocer y evaluar en los demás las manifestaciones afectivas actuales: nos referimos a la intuición directa, que también los animales poseen en alto grado, no sólo frente a los seres de su propia especie, sino también frente al hombre y a los demás animales. En efecto, percibimos en el prójimo las más leves fluctuaciones emocionales y tenemos una delicadísima sensibilidad para la cualidad y cantidad de los afectos ajenos.
a) El concepto de «energía psíquica»
Hace largo tiempo que se viene aplicando la expresión «energía psíquica», pues ya se encuentra, por ejemplo, en Schiller[20]. También von Grot[21] y Th. Lipps[22] han aplicado el punto de vista energetista. Así Lipps diferencia la energía psíquica de la física, y también Stern[23] deja planteado el problema de esta relación. Debemos a Lipps el discernimiento de los conceptos de energía psíquica y fuerza psíquica. Para Lipps, la fuerza psíquica es la condición previa para que en el alma ocurra proceso alguno y para que llegue a tener cierto grado de acción. La energía psíquica, en cambio, sería «la posibilidad, implícita en los procesos mismos, de actualizar esa fuerza en sí». En otra parte Lipps se refiere también a las «cantidades psíquicas». La diferenciación de fuerza y energía es indispensable conceptualmente, pues la energía es en realidad un concepto que no se encuentra objetivamente contenido en el fenómeno en sí, sino que únicamente está dado en el material empírico específico; en otros términos, la experiencia sólo nos da específicamente la energía como movimiento y fuerza, cuando es actual, o como situación o condición, cuando es potencial. Cuando es actual, la energía psíquica se manifiesta en los fenómenos dinámicos específicos del alma, como instinto, deseo, voluntad, afecto, atención, rendimiento, etc., que son precisamente fuerzas psíquicas. Cuando es potencial, la energía aparece en las específicas habilidades, capacidades, posibilidades, disposiciones, actitudes, etc., que son todas condiciones suyas.
La diferenciación de tipos particulares de energía —como energía placentera, sensible, de contraste, etc.—, efectuada por Lipps, me parece conceptualmente inaceptable, pues las especificaciones de la energía radican precisamente en las fuerzas y las condiciones. La energía es un concepto cuantitativo al cual se subordinan las fuerzas y las condiciones. Sólo éstas se hallan cualitativamente determinadas, pues se trata de conceptos que expresan cualidades, las cuales alcanzan su efectuación por medio de la energía. Un concepto cuantitativo nunca puede ser simultáneamente cualitativo, pues en tal caso no nos facilitaría la representación de relaciones de fuerzas, que constituye su finalidad peculiar.
Sin embargo, como desgraciadamente no podemos de mostrar con rigor científico que exista una relación de equivalencia entre la energía física y la psíquica[24], no nos queda otro remedio sino abandonar la concepción energetista, o bien postular una energía psíquica particular, lo que, como operación hipotética, sería perfectamente factible. Con igual derecho que la física, la psicología es acreedora a tal prerrogativa de conceptuación independiente, como ya lo señaló Lipps; pero sólo en la medida en que la concepción energetista tenga valor en sí misma, y no represente una mera subordinación a un vago e incierto concepto general, como Wundt ha destacado con toda razón. Por mi parte, opino que la concepción energetista de los fenómenos psíquicos está plenamente justificada, pues precisamente las relaciones cuantitativas, cuya existencia en lo psíquico es imposible desconocer, llevan implícitas posibilidades de conocimiento que escaparían a una consideración meramente cualitativa.
Si lo psíquico, empero, sólo consistiera de procesos conscientes, como pretenden los psicólogos de la conciencia —aunque ellos mismos confiesan que dicho carácter consciente suele ser algo «oscuro»—, bien podríamos conformarnos con la postulación de una «energía psíquica». Pero como tenemos la convicción de que también los procesos inconscientes forman parte de la psicología, y no sólo de la fisiología cerebral (considerándolos como meros procesos de sustrato), nos vemos obligados a fundar nuestro concepto de la energía sobre una base algo más amplia. Estamos plenamente de acuerdo con Wundt en que existen cosas oscuramente conscientes; aceptamos asimismo una escala de grados de claridad de los contenidos de conciencia; mas donde comienza la plena oscuridad no termina, para nosotros, lo psíquico, sino que se continúa en lo inconsciente. No pretendemos, sin embargo, negar el territorio correspondiente a la fisiología cerebral, aceptando que las funciones inconscientes terminan por continuarse en los procesos del sustrato, a los cuales no es posible conferir cualidades psíquicas, salvo admitiendo la hipótesis filosófica del pananimismo.
La delimitación del concepto de energía psíquica presenta ciertas dificultades, pues carecemos de toda posibilidad de discernir lo psíquico de los procesos biológicos propiamente dichos. Lo biológico es accesible, no menos que lo psíquico, a la concepción energetista, en la medida en que el biólogo la estime útil y valiosa. Los procesos vitales en general, como los psíquicos en particular, no guardan con la energía física ninguna relación de equivalencia demostrable con exactitud.
Ubicándonos en el terreno del sentido común científico y renunciando a consideraciones filosóficas de excesiva envergadura, lo mejor quizá sea concebir simplemente el proceso psíquico como un proceso vital. Con ello ampliamos el concepto estrecho de una energía psíquica al concepto más amplio de la energía vital, que lleva subordinada la denominada energía psíquica como una de sus formas específicas. Logramos así la ventaja de poder perseguir las relaciones cuantitativas allende los límites estrechos de lo psíquico, entrando en las funciones biológicas en general, con lo que, dado el caso, tendremos pleno acceso a las relaciones de «cuerpo y alma», cuya existencia es indudable y que ya han sido discutidas hace tiempo.
Ahora bien: el concepto de una «energía vital» nada tiene que ver con la denominada «fuerza vital», pues ésta, en tanto que fuerza, no sería más que un caso específico de una energía universal, con lo que desaparecerían las prerrogativas de una bioenergética frente a la energética física, con abstracción del abismo, hasta ahora no colmado, que separa el proceso físico del proceso vital. He propuesto denominar libido a la energía vital aceptada como hipótesis, tomando así en cuenta la aplicación psicológica que me propongo darle y diferenciándola con ello de un concepto universal de la energía. Lo hago de acuerdo con mi creencia en el derecho que poseen, tanto la biología cuanto la psicología, de desarrollar sus propios conceptos. De ningún modo pretendo con ello inmiscuirme en una bioenergética, sino dejar francamente establecido que aplico el término libido con referencia a nuestro propósito. Para sus propios fines, el bioenergetista bien puede proponer una «bioenergía» o una «energía vital».
Me adelanto a prevenir aquí un posible malentendido. En efecto, de ningún modo tengo la intensión de abrir, en el presente trabajo, la discusión sobre el controvertido tema del paralelismo psicofísico y de las interrelaciones. Esas teorías son especulaciones sobre las posibilidades de la acción simultánea o sinérgica del cuerpo y el alma, concerniendo precisamente a aquel punto que he excluido de este estudio, o sea la cuestión de si el proceso energético psíquico transcurre junto al proceso físico o dentro del mismo. A mi juicio, casi nada sabemos aún al respecto. De acuerdo con Busse[25] creo concebible la interacción y no veo motivo alguno para oponerle la hipótesis de un paralelismo psicofísico, pues precisamente al psicoterapeuta, cuyo campo de acción se halla justamente en esa esfera crítica de la interacción entre cuerpo y alma, debe parecerle muy probable que lo psíquico y lo corporal no sean dos procesos paralelos independientes, sino que están ligados por la interacción, aunque sus respectivas índoles esenciales aun se sustraigan casi por completo a nuestra experiencia. El filósofo quizá necesite entrar en profundas consideraciones sobre este problema, pero a la psicología empírica le conviene limitarse a temas experiencialmente accesibles. Aunque hasta ahora no se haya logrado incluir el proceso energético psíquico en el proceso físico, tampoco los adversarios de tal hipótesis han conseguido separar sin lugar a dudas el proceso psíquico del físico.
b) La conservación de la energía
Si nos proponemos considerar energéticamente el proceso vital psíquico, debemos comprometernos asimismo a no conformarnos con el mero concepto, sino a demostrar también su aplicabilidad al material empírico. La concepción energetista sería superflua si no se confirmara en la práctica su ley fundamental, la de la conservación de la energía. Al respecto, siguiendo la recomendación de Busse[26], debemos diferenciar el principio de equivalencia y el principio de constancia. El principio de equivalencia dice que «para cada energía que se aplica y se consume en la producción de un estado, aparece en otra parte un quantum igual de la misma o de otra forma de energía»; el principio de constancia, en cambio, establece que, «la cantidad total de energía siempre permanece igual, sin aumentar ni disminuir». El principio de constancia es, así, una consecuencia lógicamente necesaria, pero generalizante, del principio de equivalencia y, por consiguiente, no tiene importancia práctica alguna, ya que nuestra experiencia siempre se basa en sistemas parciales.
Para nuestros fines sólo interesa, pues, el principio de equivalencia. En mi libro Transformaciones y símbolos de la libido[27] he demostrado la posibilidad de concebir a la luz del principio de equivalencia ciertos procesos evolutivos y otras transformaciones análogas. No me propongo repetir aquí, extensamente, cuanto expuse en dicho libro, pero no dejaré de señalar una vez más que la investigación de la sexualidad por Freud aporta valiosas contribuciones al problema que nos ocupa. Precisamente en las relaciones de la sexualidad con el psiquismo total es, en cierto modo donde mejor se observa cómo la desaparición de un quantum de libido es seguido por la aparición de un valor proporcional en forma distinta. Desgraciadamente, la comprensible sobrevaloración de la sexualidad por Freud lo condujo a reducir a la sexualidad también las transformaciones que corresponden a otras fuerzas anímicas, coordinadas con la sexualidad, acarreándole así el justificado cargo del pansexualismo. El defecto de la concepción freudiana radica en la unilateralidad a que tiende toda concepción mecanicista-causal es decir, en la reductio ad causam simplificante que, cuanto más cierta, más simple y más amplia sea, tanto menos fielmente se ajusta a la significación del material analizado y reducido. Quien lea con atención las obras de Freud, con facilidad advertirá cuán importante es el papel del principio de equivalencia en la formación de sus conceptos. Acúsase esa tendencia con particular claridad en sus estudios casuísticos, cuando describe las represiones y sus formaciones sustitutivas[28]. Quien tenga experiencia práctica en la materia sabrá que el principio de equivalencia también posee considerable valor heurístico en el tratamiento de las neurosis. En efecto, aunque no siempre se lo aplique conscientemente, es usado intuitivamente, pues cada vez que un valor consciente, como, por ejemplo, una transferencia, se atenúa o aun desaparece, búscase al punto la correspondiente formación sustitutiva, esperando ver surgir en alguna parte una magnitud equivalente. Cuando la formación sustitutiva es un contenido de la conciencia, no es difícil hallar dicho sucedáneo, pero a menudo se da el caso de que una cantidad de libido desaparezca sin originar, aparentemente, una formación sustitutiva. En tal circunstancia el sucedáneo es inconsciente o, como sucede a menudo, el paciente no tiene conciencia de que determinado hecho nuevo sea, precisamente, dicha formación sustitutiva. Mas también puede ocurrir que una considerable magnitud de libido desaparezca en forma tan completa como si hubiera sido totalmente absorbida por lo inconsciente, sin que ello origine una nueva posición de valor. En tal caso conviene atenerse estrictamente al principio de equivalencia, pues la detenida observación del paciente no tardará en demostrar la aparición de signos de cierta actividad inconsciente, ya consistan ellos en la exacerbación de determinados síntomas, ya en un nuevo síntoma, en sueños peculiares o en curiosos y fugaces fragmentos de fantasías, etc. Ahora bien, si el análisis de tales síntomas consigue llevar aquellos contenidos a la conciencia, por lo común será fácil demostrar que la cantidad de libido desaparecida de la conciencia ha producido en lo inconsciente una formación que, a pesar de todas sus diferencias, tendrá no pocos rasgos comunes con dichos contenidos conscientes que habían perdido su energía. Sucede como si la libido hubiese arrastrado consigo, a lo inconsciente, ciertas cualidades, lo cual a menudo es tan claro que estas solas características permiten reconocer de dónde procede la libido que ha venido a activar lo inconsciente. Existen, al respecto, ejemplos irrefutables y de todos conocidos: cuando el niño comienza a separarse interiormente de sus padres aparecen en él fantasías de padres sustitutivos. Tales fantasías se transfieren casi siempre a personas reales, pero las transferencias de esta clase son insostenibles a la larga, ya que el individuo, a medida que madura, se ve obligado a asimilar el complejo parental, es decir, la autoridad, responsabilidad e independencia, puesto que a su vez habrá de convertirse en padre o en madre. Otro sector rico en ejemplos demostrativos lo ofrece la psicología de la religión cristiana. La represión de los instintos —es decir, en realidad, de la instintividad primitiva— lleva a formaciones religiosas sustitutivas como el «amor a Dios» medioeval (Gottesminne), en el que sólo un ciego podría dejar de ver las características sexuales.
Estas consideraciones nos conducen a una nueva analogia con la energética física. Como se sabe, la teoría de la energía no sólo opera con un factor de intensidad, sino también con un factor de extensidad, representando este último un agregado prácticamente necesario del concepto puro de energía. En efecto, gracias a él se vincula el concepto de intensidad pura con el de «cantidad» (por ejemplo, cantidad de luz en contraste con intensidad lumínica).
La cantidad, o factor de extensidad de la energía, es inseparable de determinada formación y no puede ser transferido a otra, sin transferir al mismo tiempo partes de esa formación; el factor de intensidad, en cambio, puede pasar de una formación a otra[29].
Por consiguiente, el factor de extensidad suministra la determinancia dinámica de la energía que se halla siempre en las manifestaciones de ésta[30].
Análogamente, existe también un factor de extensidad psicológico, que no puede pasar a una nueva formación sin que se transfieran partes o caracteres de la formación original a la cual perteneció. En un estudio anterior señalamos especialmente esta peculiaridad de la transformación de la energía al demostrar que la libido no abandona una formación como si fuese una intensidad pura, pasando íntegramente a otra formación, sino que transfiere características de la vieja función a la nueva[31].
Dicha particularidad es tan notable que hasta ha inducido a errores; no sólo llevando a falsas teorías, sino también a graves autoengaños. Así, por ejemplo, cuando la carga libidinal de cierta forma sexual pasa a otra formación y arrastra consigo determinadas particularidades de su anterior aplicación, sería fácil, pero erróneo, concluir que el dinamismo de esta nueva formación también es sexual[32]. O bien, cuando la carga libidinal de una actividad espiritual pasa a un interés esencialmente material el sujeto cree erróneamente que la nueva formación es asimismo de índole espiritual. Tal conclusión sería en principio falsa, pues sólo toma en cuenta la relativa semejanza de dos formaciones, pero desdeña sus diferencias, no menos esenciales.
La experiencia práctica nos demuestra con carácter general que una actividad psíquica sólo puede ser sustituida en forma equivalente; así, por ejemplo, un interés patológico, una adherencia intensa a un síntoma, sólo puede ser sustituida por la fijación no menos intensa a otro tipo de interés, razón por la cual tampoco se logra jamás separar la libido del síntoma, sin ofrecerle tal sustitución. Si el sucedáneo tiene menor valor energético, supondremos al punto que una parte de la energía debe hallarse en otro lugar; si no aparece en la conciencia, entonces surgirá en la formación de fantasías inconscientes o en un trastorno de las parties supérieures de las funciones fisiológicas, para usar aquí una acertada expresión de Janet.
Aparte de esas experiencias prácticas hace tiempo conocidas, la concepción energetista también nos permite construir otra parte de nuestra teoría. De acuerdo con la concepción causalista freudiana, son siempre las mismas e invariables sustancias, los componentes sexuales, a cuya actuación se reduce con monótona uniformidad toda interpretación, como el propio Freud lo señaló en cierta ocasión. Es evidente que el espíritu que anima la reductio ad causam o el in priman figuram nunca podrá hacer justicia a la idea de la evolución finalista, psicológicamente tan importante, pues toda modificación de un estado queda reducida a una «sublimación» de las sustancias básicas, o sea a poco menos que una manifestación impropia de una y la misma cosa.
La idea del desarrollo sólo es aceptable si la idea de la sustancia invariable no es subordinada a la denominada realidad objetiva, es decir, siempre que no se postule la causalidad como idéntica con la conducta de las cosas. En efecto, la idea del desarrollo exige la posibilidad del cambio de las sustancias, que, energéticamente consideradas, son sistemas de energía dotados de variabilidad e intercambiabilidad teóricamente ilimitadas, siempre dentro del principio de equivalencia y supuesta, claro está, la posibilidad de una diferencia de potencial. También aquí, como al considerar la interrelación causal y final, la proyección de la hipótesis energetista nos lleva a una irreductible antinomia, ya que la sustancia invariable no puede ser, al mismo tiempo, un sistema de energía[33]. Según el punto de vista mecanicista, la energía adhiere a la sustancia, razón por la cual Wundt habla de una energía de lo psíquico que habría aumentado en el curso del tiempo y no permitiría, por eso, la aplicación de las leyes de la energía. Para el punto de mira energetista, en cambio, la sustancia es meramente la expresión o signo de un sistema energético. Esa antinomia sólo seguirá siendo irreductible mientras desconozcamos que las concepciones corresponden a actitudes psicológicas fundamentales, las cuales, en cierta medida, coinciden evidentemente con las condiciones propias del objeto, de modo que sus puntos de vista también han de ser prácticamente aplicables. De ahí que tanto los causalistas como los finalistas se esfuercen tan desesperadamente por sustentar la validez objetiva de sus respectivos principios, pues se trata, al mismo tiempo, de los principios que rigen sus respectivas actitudes ante la vida y el universo, concepciones cuya validez condicional nadie estaría dispuesto a aceptar sin más, pues nadie, salvo una especie de suicida, querría cortar la rama en que está sentado. Pero las irremediables antinomias que se desprenden de la proyección de principios lógicamente justificados obligan a un estudio fundamental de las propias actitudes psicológicas, único procedimiento que permite evitar la violación de los otros principios lógicamente justificados. La antinomia debe resolverse en un postulado antinómico, por insuficiente que este recurso parezca al concretismo humano y por mucho que repugne al espíritu naturalista atribuir a la denominada realidad el carácter de una misteriosa irracionalidad, carácter que, sin embargo, se desprende irremediablemente del postulado antinómico[34].
La doctrina evolucionista no puede prescindir del punto de vista finalista, y hasta Darwin —Wundt lo ha destacado correctamente— maneja conceptos finalistas, como el de la adaptación y otros. El hecho evidente de la diferenciación y el desarrollo no puede explicarse totalmente por la causalidad, sino que obliga a recurrir al enfoque finalista, que el hombre ha creado, junto al causalista, en el curso de su desarrollo psíquico.
La concepción finalista concibe las causas como medios para el fin. El problema de la regresión constituye un ejemplo simple: causalmente, la regresión está condicionada, por ejemplo, por la «fijación a la madre». Finalísticamente, en cambio, la libido regresa a la imago de la madre, para hallar allí las asociaciones mnemónicas que permiten al desarrollo pasar, por ejemplo, de un sistema sexual a un sistema espiritual.
La primera de esas explicaciones se limita a destacar la importancia de la causa y desdeña totalmente el valor del proceso de la regresión. De esta manera, el edificio de la cultura queda reducido a un mero sucedáneo, debido únicamente a la imposibilidad del incesto. La segunda explicación, en cambio, nos permite prever todo lo que ha de resultar de la regresión y, al mismo tiempo, nos deja comprender el significado de las imágenes mnemónicas que han venido a reavivar la libido en regresión. Al causalista, desde luego, esta última concepción ha de parecerle increíblemente hipotética, pero para el finalista, la «fijación a la madre» representa un supuesto arbitrario, al cual puede objetarse que pasa totalmente por alto la finalidad, único factor al cual podría atribuirse la reanimación de la imago materna. Adler, por ejemplo, aduce numerosos cargos de esa índole contra la teoría freudiana. Por mi parte, en Transformaciones y símbolos de la libido traté, aunque no explícitamente, de hacer justicia a ambos puntos de vista, actitud que ambos bandos me reprocharon calificándola de posición poco clara y vacilante. He compartido, así, la suerte de los neutrales durante la guerra, a los que frecuentemente hasta se les negó la buena fe[35].
Lo que es un hecho para la concepción causalista, es un símbolo para la finalista, y viceversa. Cuanto para aquélla es efectivamente, para la otra es inefectivamente (en el sentido de «figurado»). Por tanto, debemos conformarnos con el postulado antinómico y considerar el mundo también como fenómeno psíquico. Naturalmente, para la ciencia es indispensable saber cómo es el mundo «en sí» pero tampoco la ciencia puede eludir las condiciones psicológicas del conocer, y la psicología, en particular, es la que más debe considerar esas condiciones. Precisamente porque el alma posee también el punto de vista finalista, es psicológicamente ilícito proceder con un criterio causalista exclusivo frente al fenómeno psíquico, actitud que nos conduce a la conocida monotonía interpretativa.
La concepción simbolística de las causas, que alcanzamos merced al enfoque energetista, es imprescindible para la diferenciación del alma, pues los hechos, si no son concebidos simbolísticamente, no pasan de ser sustancias inmutables que siguen actuando permanentemente, como ocurre, por ejemplo, en la vieja teoría traumática de Freud. La causa no permite evolución alguna; para el alma, la reductio ad causam es lo contrario del desarrollo, pues mantiene la libido aferrada a los hechos elementales. Desde el punto de vista del racionalismo, ese proceder es el único aceptable, pero desde el punto de vista del alma es una actitud avital y atrozmente tediosa, con lo cual, naturalmente, no pretendemos negar que la fijación de la libido a los hechos fundamentales es imprescindible para muchos seres. Pero en la medida en que esa condición se haya cumplido, el alma no puede detenerse permanentemente en ella, sino que debe seguir desarrollándose mediante la transformación de las causas en medios para un fin, en expresiones simbólicas de un camino a recorrer. Con ello desaparece el significado exclusivista de la causa, es decir, su valor energético, para reaparecer en el símbolo, cuya fuerza de atracción representa el correspondiente quantum de libido. Jamás se podrá eliminar el valor de una causa postulando un fin arbitrario y racional, procedimiento que siempre será un artificio.
El desarrollo anímico no puede efectuarse únicamente merced al propósito y a la voluntad, sino que necesita el símbolo atractivo, cuyo quantum de valor supera al de la causa. Además, el símbolo no puede llegar a formarse mientras el alma no se haya detenido suficientemente en los hechos elementales, es decir, mientras la necesidad interior o exterior del proceso vital no haya llevado a una transformación de la energía. Si el hombre viviera en forma meramente instintiva y automática, las transformaciones sólo podrían tener lugar de acuerdo con leyes puramente biológicas, y algo de eso aun lo vemos en la vida anímica de los primitivos, que es al mismo tiempo totalmente concretística y totalmente simbolística. En el hombre civilizado, el racionalismo de la conciencia, tan útil por lo demás, se revela como el más grave obstáculo para las transformaciones fáciles de la energía, ya que la razón, para evitar las antinomias que le resultan intolerables, siempre se pliega exclusivamente a uno u otro partido y procura aferrarse desesperadamente a los valores que ha elegido, sin cejar en ello mientras considere el hecho de la razón humana como «sustancia inmutable», excluyéndose así su concepción simbolística. La razón, empero, es sólo relativa y se anula a sí misma en sus antinomias. Además, sólo es el medio para un fin, sólo es expresión simbólica para el punto de intersección de un camino evolutivo.
c) La entropía
El principio de equivalencia es uno de los postulados prácticamente importantes de la energética; el otro postulado complementario e imprescindible lo constituye el principio de la entropía. Las conversiones de energía sólo son posibles merced a diferencias de intensidad preexistentes. De acuerdo con el principio de Carnot, el calor sólo puede transformarse en trabajo pasando de un cuerpo más caliente a otro más frío. Pero el trabajo mecánico se convierte continuamente en calor que por su baja intensidad ya no puede volver a transformarse en trabajo. Así, un sistema energético cerrado iguala paulatinamente sus diferencias de intensidad hasta alcanzar una temperatura constante y uniforme, con lo cual queda imposibilitada toda otra transformación. Tal estado es el de la llamada muerte calórica.
Empíricamente sólo conocemos el principio de la entropía como una ley de procesos parciales que constituyen un sistema relativamente cerrado. También el psiquismo puede ser considerado como tal sistema relativamente cerrado, y sus conversiones de energía llevan a una compensación de diferencias que, según la formulación de Boltzmann[36], conduce de un estado improbable a un estado probable, proceso en el cual, empero, se limita cada vez más la posibilidad de nuevas transformaciones. Observamos ese proceso, por ejemplo, en el desarrollo de una actitud mental permanente y relativamente inmutable. Después de violentas fluctuaciones iniciales, las contradicciones se compensan y aparece paulatinamente una nueva actitud, cuya ulterior estabilidad será tanto mayor, cuanto más violentas hayan sido las diferencias iniciales. Cuanto mayor haya sido la tensión de las contradicciones, tanto mayor será la energía que de ella surja, y cuanto mayor esta energía, tanto más intensa será la fuerza atractiva, constelizante. En proporción con esa mayor atracción, será también mayor la amplitud del material psíquico constelizado, y cuanto más aumente esta amplitud, tanto menor será la posibilidad de ulteriores trastornos que podrían resultar de diferencias con materiales no constelizados previamente. De ahí que una actitud mental surgida de amplias compensaciones sea particularmente estable. La experiencia psicológica cotidiana nos suministra abundantes pruebas de la exactitud de esta regla: los más profundos conflictos, una vez superados, dejan tras sí una seguridad y tranquilidad o un quebrantamiento tales, que difícilmente podrán ser trastornados o, respectivamente, curados, mientras que, por el contrario, es preciso que hayan existido los más profundos contrastes y que éstos hayan llevado a una conflagración, para producir resultados valiosos y permanentes. Dado que a nuestra experiencia sólo le son accesibles los sistemas relativamente cerrados, nunca tenemos oportunidad de observar una entropía psicológica absoluta; pero cuanto más completamente cerrado sea el sistema psicológico, tanto más fácilmente se revelará el fenómeno de la entropía[37]. Obsérvase esto con particular claridad en aquellos trastornos mentales que se caracterizan por un intenso aislamiento del mundo exterior. La llamada «imbecilidad afectiva» de la demencia precoz o esquizofrenia quizá pueda considerarse como un fenómeno entrópico; también cabe interpretar así todas aquellas manifestaciones degenerativas que se desarrollan en actitudes psicológicas excluyentes, a la larga, de toda vinculación ambiental. Tales sistemas psicológicos relativamente cerrados los hallamos también en los procesos voluntariamente dirigidos, como el pensamiento y el sentimiento dirigidos. Estas funciones se basan en el principio de la exclusión de lo inconveniente, es decir, de cuanto fuere susceptible de apartar del sentido elegido. Los elementos «propios» se dejan abandonados a la mutua compensación y son protegidos, entre tanto, contra toda influencia perturbadora exterior. Así alcanzan, al cabo de algún tiempo, su estado más probable, el cual demuestra su solidez, por ejemplo, mediante un concepto «establecido» o una manera de pensar «acostumbrada», etc. Cuán tenaces son tales formaciones, sólo podrá apreciarlo quien haya tratado de disolverlas, como, por ejemplo, al eliminar un prejuicio o modificar una manera de pensar. En la historia de los pueblos, las modificaciones de esa índole hasta han costado torrentes de sangre. Sin embargo, en la medida en que es imposible alcanzar un aislamiento absoluto —excluidos, quizá, los procesos patológicos— también el proceso energético se continúa como desarrollo, aunque con decreciente intensidad, con menor gradiente, debido a las «pérdidas por rozamientos».
Esa forma de considerar las cosas ya es conocida desde hace mucho tiempo. Nadie ignora las «convulsiones de la juventud» que ceden la plaza a la «serenidad de la madurez»; se habla de una «sólida convicción» después de los «conflictos de la duda», de una «conciliación de las tensiones internas», etc. He aquí trasuntada la concepción energetista que intuitivamente todos aplicamos. Para el psicólogo científico, sin embargo, esa concepción no podrá ser útil mientras no sienta la necesidad de apreciar valores psicológicos. A la psicología fisiológica ni siquiera le interesa el problema, pues, como ya su nombre lo indica, se dedica al aspecto fisiológico de la psicología. En cuanto a la psiquiatría, como sabemos, es meramente descriptiva en relación con la psicología, y hasta hace poco ni siquiera se preocupaba de la causalidad psicológica, llegando aun a negarla. A la psicología analítica, en cambio, le cupo la misión de considerar también el punto de mira energetista, pues la concepción causal-mecanicista del psicoanálisis freudiano no alcanzaba a hacer justicia al hecho de los valores psicológicos. El valor requiere un concepto explicativo de índole cuantitativa al que un concepto cualitativo, como por ejemplo el de la sexualidad, jamás podrá suplantar. Un concepto cualitativo es siempre la designación de una cosa, de una sustancia; un concepto cuantitativo, en cambio, es siempre la designación, de una relación de intensidad, y nunca de una sustancia o cosa. Un concepto cualitativo que no designara una sustancia, o una cosa, o un hecho, sería una excepción más o menos arbitraria, y el mismo carácter tendría un concepto energético hipostasiado, cualitativo. La explicación científica causalista necesita en ocasiones tales hipótesis, pero no deben ser utilizadas para tornar superflua la concepción energetista. Recíprocamente, lo mismo rige para la energetista, que a veces tiende a negar la sustancia, convirtiéndose así en una concepción meramente teleológica o finalista. Sería ilícito postular un concepto cualitativo para la energía, pues representaría una especificación de la energía, la cual no puede ser más que una fuerza. En biología, ello equivaldría al vitalismo; en psicología, al sexualismo (Freud) o cualquier otro «ismo», pudiéndose demostrar en tal caso que el investigador reduce la energía del psiquismo total a una fuerza o un instinto determinados. Los instintos, sin embargo, como ya hemos señalado, son especificaciones. La energía les está supraordinada, como concepto relacionante, y nunca podrá expresar otra cosa sino las relaciones entre valores psicológicos.
d) Energetismo y dinamismo
Cuanto hasta ahora se ha expuesto sobre la energía, refiérese al concepto puro de la energía. Ésta, como su concepto correlativo, el de tiempo, es una forma de intuición inmediata, dada a priori[38] por un lado; pero por el otro es un concepto concreto, aplicado o empírico, abstraído de la experiencia, como lo son todos los conceptos explicativos de la ciencia[39]. El concepto aplicado de la energía siempre concierne a la conducta de fuerzas, es decir, de sustancias en movimiento, pues sólo de ese modo se da la energía a la experiencia: sólo por la intuición de la conducta de sustancias en movimiento. De ahí que, en la práctica, se hable de energía eléctrica, etc., denotando con ello que la energía sería en cada caso una fuerza determinada. De esa mezcla del concepto empírico o aplicado y de la forma intuicional del fenómeno surgen aquellas constantes confusiones de «energía» y «fuerza». Similarmente, tampoco el concepto de la energía psicológica es puro, sino sólo un concepto concreto y aplicado que se ofrece a nuestra intuición como una «energía» sexual, vital, espiritual, moral, etc., es decir, con otras palabras, en la forma del instinto, cuya inconfundible naturaleza dinámica justifica su equiparación conceptual con las fuerzas físicas.
La aplicación del concepto puro a los objetos de la experiencia implica necesariamente una mayor concretización o representatividad del concepto, con lo que, en apariencia, el concepto vendría a postular una sustancia. Ello ocurrió, por ejemplo, con el concepto del éter físico, que, pese a ser un concepto, fue aplicado como si se tratara de una sustancia cabal. Tal confusión es inevitable, pues no somos capaces de imaginarnos representativamente un quantum, salvo que se trate de un quantum de alguna cosa. Esa cosa es, precisamente, la sustancia. De ahí que todo concepto aplicado se hipostasíe inevitablemente, aun contra nuestra voluntad, lo cual, sin embargo, no nos debería hacer olvidas nunca que se trata de un concepto.
Hemos propuesto designar «libido» el concepto de energía que aplicamos en la psicología analítica. La elección de dicho término quizá no sea ideal, en ciertos sentidos, pero consideramos que este concepto merecía tal designación, aun cuando sólo fuera por razones de justicia histórica. En efecto, fue Freud quien primero persiguió y describió coherentemente las relaciones psicológicas dinámicas en psicología, aplicando con tal fin el cómodo término de «libido», aunque con un sentido específicamente sexual, de acuerdo con su punto de partida general, que es el de la sexualidad. Además de «libido», Freud también emplea los términos «instinto» (por ejemplo, en «instintos del yo») y «energía psíquica» (por ejemplo, en la interpretación de los sueños). Como Freud se limita casi exclusivamente a la sexualidad y a sus múltiples ramificaciones en lo psíquico, la definición sexualista de la energía como fuerza instintiva específica es suficiente para los fines que persigue. En cambio, si se tiende a alcanzar una teoría psicológica general, es imposible aplicar como concepto explicativo una energía exclusivamente sexual, es decir, un instinto específico, pues la transformación de la energía psíquica no es una dinámica exclusivamente sexual. La dinámica sexual representa, en la totalidad de lo psíquico, sólo un caso especial. Con eso no pretendo negar su existencia, sino sólo conferirle su ubicación exacta.
Dado que el concepto aplicado de la energía se hipostasía para la intuición en forma inmediata en las fuerzas psíquicas (instintos, afectos y otros procesos dinámicos), su contenido representativo es, a nuestro juicio, suficientemente expresado por el término «libido», pues otras intuiciones similares ya han usado tradicionalmente términos semejantes, como por ejemplo la «voluntad» de Schopenhauer, la ορμή de Aristóteles, el «Eros» («odio y amor de los elementos»), etc. De estos conceptos sólo he tomado lo representativo de la denominación, sin ajustarme a la definición del concepto correspondiente. No obstante, al omitir en mi obra anterior una explícita aclaración al respecto, he dado lugar a múltiples falsas interpretaciones, al achacárseme con carácter casi general una especie de concepción vitalista.
Como ya he señalado, no implico en el término «libido» ninguna clase de definición sexual[40], pero tampoco pretendo negar con ello la existencia de una dinámica sexual ni de ninguna dinámica, como por ejemplo, la del instinto del hambre.
Ya en 1912 destaqué que mi concepción de un instinto general de vida, llamado libido, sustituye al concepto de «energía psíquica» que apliqué en mi Psicología de la demencia precoz. En dicha oportunidad pequé por omisión al describir el concepto sólo en su aspecto psicológico, dejando a un lado su metafísica, que procuro exponer en la presente obra. Pero al limitarme a presentar el concepto de la libido únicamente en su faz fenoménica, también lo aplico, como si estuviera hipostasiado. En tal sentido, mía es la culpa de las confusiones ocurridas. De ahí que posteriormente declarara expresamente, en mi Darstellung ciner psychoanalytischen Theorie (1913 [hay edición castellana: Teoría del psicoanálisis, Barcelona, 1935]) lo siguiente:
… que la libido, con la cual operamos, no sólo no es concreta ni conocida, sino que es precisamente una incógnita, una pura hipótesis, una imagen o un vale; tan imposible de captar concretamente como la energía en el mundo de las representaciones físicas.
La «libido» no es, por tanto, sino una expresión abreviada de la «concepción energetista». Todo ello se debe a que nuestras representaciones intuicionales nunca podrán operar con conceptos puros, salvo que logremos expresar matemáticamente los fenómenos. Pero mientras eso no sea posible, los conceptos aplicados siempre se hipostasiarán automáticamente en la intuición por medio de los datos de la experiencia.
Aun debemos mencionar otra vaguedad que resulta de la aplicación intuicional de los conceptos de la libido y de la energía en general: nos referimos a la confusión, inevitable en la esfera intuicional, entre la energía y el concepto del efecto causal, siendo éste un concepto dinámico, y no energético.
La concepción causal-mecanicista ve de la siguiente manera una serie de hechos a-b-c-d: a causa b; b causa c, etc. En este sentido, el concepto de efecto es una designación de cualidad, es decir, una virtus de la causa o, con otras palabras, una dinámica. La concepción energéticofinalista, en cambio, lo considera así: a-b-c- son, medios de la conversión de energía que, sin causa alguna, transcurren entrópicamente desde a, el estado menos probable, pasando por b-c, hacia el estado más probable. Prescíndese totalmente de un efecto causal, considerando únicamente las intensidades de acción. Siendo las intensidades iguales, podemos poner, en lugar de a-b-c-d, también w-x-y-z.
Ahora bien: en ambos casos el material empírico es la serie a-b-c-d, aunque con la diferencia de que la concepción mecanicista deriva un dinamismo del efecto causal que ella contempla en el material, mientras que la concepción energetista, en vez del efecto causal, contempla la equivalencia del efecto convertido. En otros términos, ambas concepciones enfocan la serie a-b-c-d, pero la una lo hace en forma cualitativa, y la otra con criterio cuantitativo. La concepción causalista abstrae el concepto dinámico del material empírico, mientras que la concepción finalista aplica su concepto puro de la energía en la esfera intuicional y, en cierto modo, lo convierte en un dinamismo. A pesar de tal discrepancia gnoseológica, cuyo absolutismo no podría ser mayor, ambas concepciones se entremezclan inevitablemente en el concepto de fuerza: ello ocurre, efectivamente, cuando la posición causalista abstrae el concepto de la dinámica a partir de la percepción pura de la cualidad actuante, y cuando la posición finalista torna intuíble su concepto puro por medio de la aplicación. Por eso, el mecanicista habla de la «energía de lo psíquico», mientras que el energetista se refiere a la «energía psíquica». De lo que antecede se desprende sin lugar a dudas que es uno y el mismo proceso el que, a la luz de las distintas concepciones, adquiere en cada caso un aspecto totalmente distinto.
a) Progresión y regresión
La progresión y la regresión de la libido constituyen, sin duda alguna, uno de los fenómenos energéticos más importantes de la vida psíquica.
Con el término «progresión» se entiende, ante todo, el avance cotidiano del proceso de adaptación psicológica. Como sabemos, la adaptación jamás llega a completarse, aunque la confusión entre la actitud alcanzada y la verdadera adaptación induce a suponerlo. Sólo mediante una actitud correspondiente dirigida podemos cumplir las necesidades de la adaptación. Por tanto, el proceso de adaptación se lleva a cabo en dos etapas: (1) establecimiento de la actitud; (2) completamiento de la adaptación mediante la actitud. La actitud frente a la realidad es algo extraordinariamente tenaz, pero por tenaz que sea el hábito, su capacidad efectiva de adaptación lo es en grado mínimo. He aquí una consecuencia necesaria de la continua mutación ambiental y de la readaptación que ella impone.
La progresión de la libido consistiría, por consiguiente, en la continua satisfacción de las exigencias planteadas por las condiciones ambientales. Como esa función sólo puede cumplirse merced a una actitud, la cual, precisamente por ser una actitud, está necesariamente orientada, y en consecuencia implica cierta unilateralidad, puede darse fácilmente el caso de que la actitud ya no llegue a cumplir la función de adaptación por haberse modificado las condiciones exteriores a tal punto que exijan una actitud distinta de la existente. Así, por ejemplo, la actitud afectiva que procura afrontar las condiciones de la realidad mediante la empatía, bien puede tropezar con una condición que sólo pueda ser superada por una actitud intelectual, es decir, por medio de una comprensión premeditada y cogitativa. En tal caso fracasará la actitud afectiva, y con ello también se detiene la progresión de la libido. El sentimiento de vida que reinaba se extingue, y en cambio se exacerba desagradablemente el valor psíquico de ciertos contenidos de conciencia, contenidos y reacciones subjetivas irrumpen en primer plano, y el estado se torna afectivo, tendiendo a estallar en explosiones. Estos síntomas traducen una acumulación de la libido. El estado de acumulación se caracteriza por la disociación de los pares de contrarios. En el curso de la progresión los pares de contrarios se mantienen unidos en el decurso coordinado de los procesos psicológicos. Su acción sinérgica facilita la regularidad equilibrada del proceso, que sería unilateral y absurdo si no estuviera dotado de antagonismos internos. De ahí que toda extravagancia y exageración se considere a justo título como una pérdida del equilibrio, por faltarle evidentemente la acción coordinadora del impulso antagónico. Por consiguiente, cualquiera que sea la función de adaptación cumplida, la progresión lleva implícita en su esencia la interacción uniforme y equilibrada del impulso y de su antagonista, del sí y del no. Esta compensación y unión de los pares antagónicos la comprobamos, por ejemplo, en el proceso reflexivo ante una decisión de importancia. En la acumulación de la libido, cuando queda impedida la progresión, el sí y el no ya no pueden unirse en un acto coordinado, por la equiparación de sus respectivos valores, que se equilibran mutuamente. Cuanto más dure la acumulación, tanto más ascenderá el valor de las posiciones antagónicas, que enriquecen progresivamente en asociaciones y se anexan nuevos sectores del material psíquico. La tensión lleva al conflicto; el conflicto conduce a intentos de represión mutua, y si fracasa la represión de la parte contraria, prodúcese la disociación, la «escisión de la personalidad», la oposición a sí mismo, creándose con ello una posibilidad de neurosis. Los actos emanados de tal estado son incoordinados, es decir, patológicos, y adquieren el carácter de actos sintomáticos; aunque en parte estén normalmente determinados, fúndanse por otro lado en el conflicto reprimido, el cual, a diferencia del suceder progresivo, no actúa como factor de equilibrio, sino de oposición, con lo cual el efecto alcanzado no se estimula, sino que es perturbado.
La pugna entre los contrarios continuaría inútilmente si, junto con el estallido del conflicto, no comenzara también el proceso de la regresión, de la evolución retrógrada de la libido. La colisión de los contrarios produce su desvalorización paulatina; dicha desvalorización aumenta continuamente y es lo único que la conciencia llega a percibir, siendo equivalente a la regresión, pues a medida que progresa la desvalorización de los opuestos conscientes, aumenta el valor de todos aquellos procesos psíquicos que no interesan para la adaptación y que, por tanto, rara vez o nunca alcanzan aplicación consciente. Entre esos elementos psíquicos que no pueden servir a los fines de la adaptación ambiental predominan los elementos inconscientes. Por tanto, aumenta la valencia de los sustratos de la conciencia y de lo inconsciente, por lo cual cabe esperar que éste llegue a influir sobre la conciencia. Debido a la inhibición que lo consciente ejerce sobre lo inconsciente, los valores inconscientes sólo alcanzan, en un principio, expresión indirecta. La inhibición que sufren es una consecuencia del carácter orientado y direccional de los contenidos conscientes (la inhibición es idéntica a lo que Freud ha denominado «censura»). La manifestación indirecta de lo inconsciente adopta la forma de perturbaciones del suceder consciente: en el experimento de asociaciones, como signos de complejos; en lo restante, como actos sintomáticos, descritos originalmente por Freud; en los estados neuróticos, como síntomas.
A medida que la regresión aumenta la valencia de aquellos contenidos que previamente estaban excluidos del proceso de adaptación consciente, siendo por lo general «oscuramente conscientes» o totalmente inconscientes, impúlsanse a través del umbral de la conciencia elementos psíquicos evidentemente inútiles para los fines de la adaptación, por lo cual habían sido siempre apartados de la función psíquica orientada. Los trabajos de Freud han demostrado cabalmente la índole de esos contenidos: no sólo son sexual-infantiles, sino contenidos y tendencias incompatibles en general, de naturaleza en parte inmoral, en parte antiestética, en parte irracional o imaginaria. Este carácter evidentemente inadecuado para los fines de la adaptación es el motivo del menosprecio con que la literatura psicoanalítica suele considerar el trasfondo del alma[41]. Superficialmente considerado, lo que la regresión trae a luz es, evidentemente, fango abisal, pero si uno no se conforma con el examen y la valoración superficiales y renuncia a los juicios aparentes, determinados por una teoría preconcebida, se advertirá que no sólo se trata de restos de la vida diurna, incompatibles con ésta y por ello condenados, ni sólo de incómodas y reprobables tendencias primordiales del ser humano animal, sino que también existen allí gérmenes de nuevas posibilidades vitales[42]. Uno de los grandes valores del psicoanálisis reside precisamente en que no vacila en traer a luz todos los contenidos incompatibles, lo cual sería una empresa totalmente inútil y aún repudiable si los contenidos reprimidos no llevaran implícitas, justamente, las posibilidades de una renovación de la vida. Sabemos que es así y que debe ser así, no sólo por abundantes experiencias prácticas, sino también por las siguientes reflexiones:
El proceso de adaptación necesita de una función consciente y orientada que se caracteriza por su conciencia interna y por su integridad lógica. Como ya hemos visto, el carácter orientado de la función obliga a excluir cuanto le sea inadecuado, a fin de mantener su orientación. Lo inadecuado cae víctima de la inhibición y, con ello, es apartado de la atención consciente. Como enseña la experiencia, la función de adaptación conscientemente orientada sólo puede ser una, pues si, por ejemplo, nos colocamos en actitud pensante no podemos adoptar al mismo tiempo la sintiente, pues pensar y sentir son dos funciones totalmente dispares, al punto que para cumplir las leyes lógicas del pensamiento debemos excluir concienzudamente el sentimiento, para que el afecto no perturbe el proceso cogitativo. En tal caso sustraemos, en la medida de lo posible, la libido al proceso afectivo, de modo que esta función cae en un estado relativamente inconsciente. Como demuestra la experiencia, las actitudes son fundamentalmente habituales, de modo que las restantes funciones, inadecuadas, en la medida en que sean incompatibles con la actitud prevaleciente, son relativamente inconscientes, o sea no utilizadas inejercitadas, indiferenciadas y necesariamente asociadas, por coexistencia, con los restantes contenidos de lo inconsciente, cuya inferioridad e incompatibilidad ya hemos señalado. Por eso dichas funciones, cuando son activadas por la regresión y alcanzan así la conciencia, aparecen, por así decirlo, en forma incompatible, deformadas y cubiertas por el lodo de las profundidades.
Si recordamos, ahora, que el motivo de la acumulación de libido es el fracaso de la actitud consciente, comprenderemos en qué sentido los contenidos inconscientes activados por la regresión son gérmenes valiosos: en efecto, contienen los elementos de aquella otra función que fue excluida por la actitud consciente y que tendría la virtud de complementar o sustituir eficazmente a la actitud consciente fracasada. Cuando el pensamiento fracasa como función adaptatriz por encontrarse ante una situación a la cual sólo es posible adaptarse por medio de la empatía, el material inconsciente activado por la regresión contiene, precisamente, la función sensible que falta a la adaptación, pero la contiene aún en forma embrionaria, es decir, arcaica y no desarrollada. Similarmente, en el tipo opuesto la regresión activa en lo inconsciente una función cogitativa que compensa eficazmente la insuficiencia de la empatía consciente.
La regresión, al activar una situación inconsciente, confronta a la conciencia con el problema del alma frente al problema de la adaptación exterior. Es natural que la conciencia se resista a aceptar los contenidos regresivos, pero la imposibilidad de la progresión concluye por forzarla a someterse a dichos valores regresivos, lo cual significa, en otros términos, que la regresión lleva a la ineludible adaptación al alma, al mundo psíquico interior.
Así como la adaptación al mundo circundante puede fracasar debido al carácter unilateral de la función adaptatriz, también la adaptación al mundo interior puede fracasar por la unilateralidad de la función que le está dedicada. Cuando, por ejemplo, la acumulación de la libido se ha producido por el fracaso de la actitud cogitativa frente a la necesidad de adaptación exterior, y si entonces la regresión ha venido a activar la función sensible inconsciente, lo único que se alcanzará al principio será una empatía del mundo interior, resultado que bien puede ser suficiente, como comienzo. Pero a la larga dicha empatía no bastará, sino que será necesario recurrir también a la función cogitativa, tal como frente al mundo exterior se hizo necesario el recurso opuesto. Por todo ello se torna necesaria una total orientación hacia el mundo interior, hasta el momento en que se haya alcanzado la adaptación interior; una vez lograda ésta, podrá continuar nuevamente la progresión.
El principio de progresión y regresión se refleja en el «mito del dragón-ballena», estudiado por Frobenius[43], como lo expusimos detalladamente en nuestro libro Transformaciones y símbolos de la libido. El héroe de dicho mito es el representante simbólico de los desplazamientos de la libido. La incorporación al dragón es el movimiento regresivo; el viaje al Este (el viaje nocturno por mar) y los sucesos que en él ocurren simbolizan las adaptaciones frente a las condiciones del mundo psíquico interior. La situación de ser totalmente engullido y desaparecer el héroe en el vientre del dragón-ballena, representa cómo la actitud se aparta completamente del mundo exterior. La dominación del monstruo desde su interior refleja el resultado de la adaptación a las condiciones del mundo interior. La salida del vientre (el «romper el cascarón») con ayuda de un ave, que también es una salida del sol, representa el nuevo comienzo de la progresión.
Es característico que mientras el héroe se halla engullido, el monstruo inicie el viaje nocturno por mar hacia el Este, es decir, hacia el levante, con lo que a nuestro juicio se denota el hecho de que la regresión no significa necesariamente un retroceso, en el sentido de involución o degeneración, sino más bien una fase necesaria del proceso evolutivo, en la cual el hombre carece, empero, de la noción del desarrollo, por encontrarse en una situación forzosa que se representa como si estuviera en un estado muy infantil y aún embrionario, es decir, en el propio vientre materno. Sólo si el ser humano permanece en tal estado, podrá hablarse de evolución regresiva, involución o degeneración.
Análogamente, tampoco debe confundirse la progresión con la evolución, pues el constante flujo o decurso de la vida no significa necesariamente desarrollo progresivo o diferenciación, ya que ciertas especies animales y vegetales han permanecido detenidas desde tiempos prehistóricos casi en el mismo nivel de diferenciación y, no obstante, sobreviven. Así, también la vida psíquica humana puede ser progresiva sin evolución, y regresiva sin involución. Evolución e involución nada tienen que ver, en sí mismas, con progresión y regresión, pues estas últimas son, en realidad, meros movimientos vitales, que a pesar de su movilidad tienen carácter estacionario. Corresponden a lo que Goethe ha designado tan hermosamente como sístole y diástole[44].
Muchas son las objeciones levantadas contra esa concepción del mito como representación de hechos psicológicos. Es sabido lo difícil que resulta desprenderse de la idea de que el mito sería, en cierto modo, una alegoría explicativa de fenómenos astronómicos, meteorológicos o vegetativos. No puede negarse la coexistencia de dichas tendencias explicativas, pues las pruebas que las demuestran son abrumadoras, pero con ello no se resuelve la cuestión de por qué el mito explica alegorizando precisamente en esa forma, y no en otra. Es preciso comprender de dónde toma el hombre primitivo su material de explicación y tampoco debe olvidarse que el afán de causalidad del primitivo no es, en modo alguno, tan grande como el nuestro. En cierta manera, le importa mucho menos la explicación que la fabulación. En nuestros pacientes podemos comprobar diariamente cómo se forman las fantasías míticas: no son construidas reflexivamente, sino que se presentan como imágenes o representaciones seriadas que se imponen desde lo inconsciente, y al ser narradas tienen a menudo el carácter de episodios coherentes que equivalen a representaciones míticas. De esa manera fórmanse los mitos; por tal motivo, también las fantasías originadas en lo inconsciente tienen tantas analogías con los mitos primitivos. Pero en la medida en que el mito no es sino una proyección de lo inconsciente, y de ningún modo una invención consciente, no sólo se explica que siempre nos encontremos con los mismos temas mitológicos, sino también que el mito represente típicos fenómenos psíquicos.
Impónese ahora la cuestión de cómo ha de comprenderse energéticamente el proceso de la progresión y de la regresión. Es evidente, a primera vista, que progresión y regresión son, esencialmente, procesos de fuerza. La progresión podría compararse con un curso de agua que corriera de la cumbre hacia el valle. La acumulación correspondería entonces a un obstáculo específico que se opone a la corriente, por ejemplo un dique que convierta la energía cinética de aquélla en energía potencial de la altura. La acumulación obliga al agua a emprender otro camino, una vez que la haya hecho alcanzar una altura que le permita derramarse por algún punto. Quizá se dirija a un canal que, por medio de una turbina, convierta en electricidad la energía viva del declive. Esta conversión representaría una nueva progresión creada por acumulación y regresión, cuyo carácter distinto a la anterior se acusa porque la energía se manifiesta ahora en nueva forma. En este proceso de transformación, el principio de equivalencia tiene particular valor heurístico. La intensidad de la progresión reaparece íntegramente en la intensidad de la regresión.
De la concepción energetista no se desprende esencialmente que la progresión y regresión de la libido sean procesos obligados, sino sólo que deben existir transformaciones equivalentes, pues la energética únicamente conoce el quantum, pero nunca el quale. Así, progresión y regresión son funciones específicas que es preciso concebir como procesos dinámicos y que, como tales, están condicionados por cualidades de la sustancia. Por tanto, la progresión y la regresión jamás podrán deducirse de la esencia del concepto energético, sino que sólo es posible comprenderlas energéticamente en sus mutuas relaciones. El por qué de la existencia de la progresión y la regresión únicamente puede deducirse de las cualidades de la sustancia, es decir, mediante una concepción mecanicista-causal. La progresión, como proceso adaptativo continuo a las condiciones ambientales, se funda en la necesidad vital de la adaptación. El imperio de la necesidad exige la absoluta orientación hacia las condiciones ambientales y la represión de todas aquellas tendencias y posibilidades que están al servicio de la individuación.
La regresión, por lo contrario, como adaptación a las condiciones de la propia vida interior, se basa en la necesidad vital de satisfacer las exigencias de la individuación. El ser humano no es una máquina, en el sentido de un organismo que pudiera cumplir incesantemente el mismo trabajo, sino que sólo puede afrontar en forma ideal la exigencia de las necesidades exteriores si se halla también adaptado a su propio mundo interior, es decir, si está en armonía consigo mismo. Recíprocamente, sólo puede adaptarse a su propio mundo interior y alcanzar la armonía consigo mismo, si está adaptado asimismo a las condiciones ambientales. Como muestra la experiencia, ninguna de ambas funciones puede abandonarse sino transitoriamente: si, por ejemplo, se cumple sólo la adaptación unilateral al exterior, descuidándose lo interior, aumenta paulatinamente el valor de las condiciones interiores, lo que se acusa en el predominio de elementos personales en la adaptación exterior. Tuvimos oportunidad de observar un caso drástico de esta especie. Un industrial que había levantado su empresa por sí mismo, forjando una fortuna, comenzó a recordar cierta fase de su juventud en la cual había tenido gran afición por el arte. Sintió la necesidad de retomar esas tendencias y comenzó a crear diseños artísticos para los productos de su fabricación, con el resultado de que ya nadie quiso comprar esos productos artísticos y el industrial quebró al cabo de pocos años. Su error fue pretender transferir al exterior lo que pertenecía a su interior, errando así en la interpretación de la necesidad de individuación. El fracaso tan notable de una función adaptatriz que hasta entonces había sido perfectamente eficaz se explica por esa típica tergiversación de las necesidades interiores.
Aunque la progresión y la regresión están causalmente fundadas en la naturaleza misma de los procesos vita les, por un lado, y en las condiciones ambientales, por el otro, es preciso concebirlas, si se consideran energéticamente, sólo como medios o puntos de pasaje del proceso energético. Vistas desde ese ángulo, la progresión y la adaptación de ella resultante se producen como medios para la regresión, más precisamente, para la manifestación del mundo interior en el mundo exterior, con lo cual se crea un nuevo medio de progresión de distinto tipo, la que representa una mejor adaptación a las condiciones ambientales.
b) Extraversión e introversión
La progresión y la regresión pueden relacionarse con la extraversión y la introversión de la libido. La progresión, como adaptación a las condiciones exteriores, podría concebirse como extraversión, mientras que la regresión, en tanto es adaptación a las condiciones interiores, puede interpretarse como introversión. De tal paralelismo, no obstante, surgiría una profunda confusión de los conceptos. Progresión, regresión, sólo pueden ser vagas analogías de la extraversión y la introversión. En realidad, esos últimos conceptos corresponden a dinamismos de tipo distinto a la progresión y regresión, los cuales son dinamismos o formas regulares de la conversión de energía, mientras que la extraversión y la introversión, como ya su nombre lo indica, son dinamismos o formas de la progresión tanto como de la regresión. La progresión es un movimiento vital progresivo en sentido cronológico, pudiendo llevarse a cabo de dos formas: ya extravertida, cuando los objetos, es decir, las condiciones ambientales determinan predominantemente la forma de progresión, ya introvertida, cuando la progresión debe adecuarse a las condiciones del yo, o, más exactamente, al «factor subjetivo». Análogamente, también la regresión puede producirse de dos maneras, ya como retracción del mundo exterior (introversión) o como una huida hacia las vivencias exteriores extravagantes (extraversión). Así, un fracaso puede precipitar a un individuo en un estado de sombrío ensimismamiento, mientras que impulsa al otro hacia juergas continuas. Estas dos formas de reacción dispares, que hemos denominado introversión y extraversión, corresponden a dos tipos disposicionales opuestos.
La libido no se mueve sólo hacia adelante y hacia atrás, sino también hacia fuera y hacia dentro. En mi obra sobre tipología he expuesto detalladamente la psicología de esos últimos desplazamientos, de modo que renunciaré a explayar el tema en esta ocasión.
c) El desplazamiento de la libido
En Transformaciones y símbolos de la libido, segunda parte, capítulo III, he aplicado la expresión «desplazamiento de la libido» para significar su transformación o conversión energética, concibiéndola como una traslación de las intensidades o de los valores psíquicos desde un contenido a otro, análogamente a la denominada conversión de la energía, la cual, en su forma calórica, por ejemplo, es convertida por la máquina de vapor, primero en presión y luego en energía cinética. Similarmente, la energía de ciertos fenómenos psíquicos es convertida en otros dinamismos por la acción de medios adecuados. En la obra que acabo de mencionar he presentado ejemplos de esos procesos de transformación, de modo que sería obvio repetirlos aquí.
En los procesos naturales espontáneos, la energía se transforma de acuerdo con su gradiente natural, dando lugar a fenómenos naturales, pero a ningún «rendimiento de trabajo». Así también el ser humano, abandonado a sí mismo, vive en cierto modo como fenómeno natural y no produce trabajo en el sentido cabal del término. Mas la cultura constituye la máquina mediante la cual el gradiente natural es utilizado rindiendo un trabajo. El hecho de que el ser humano haya llegado a inventar esa máquina debe radicar en lo más profundo de su naturaleza, y quizá en la naturaleza de los seres vivientes en general, pues la sustancia viva es en sí un transformador de energía, participando la vida en el proceso de trasmutación, aunque de algún modo aun desconocido. La vida tiene lugar gracias a que utiliza las condiciones físicas y químicas naturales como si fueran medios para su existencia. El organismo vivo es una máquina que transforma la energía incorporada en cantidades equivalentes de otras manifestaciones dinámicas. No sería lícito afirmar que la energía física se transforma en vida, sino tan sólo que esa transformación es la expresión de la vida. Tal como el organismo vivo es una máquina, también otros mecanismos de adaptación a las condiciones físicas y químicas tienen el valor de máquinas que permiten distintas formas de trasmutación. Así, por ejemplo, todos los recursos de que necesita el animal para la seguridad y perpetuación de su existencia, aparte de la nutrición directa de su organismo, son máquinas que aprovechan el gradiente natural para lograr el rendimiento de un trabajo. Cuando el castor abate árboles y endica mediante ellos los cursos de agua, realiza un trabajo que está condicionado por su diferenciación. Ésta constituye una cultura natural que funciona como transformadora de energía, es decir, como una máquina. Así también la cultura humana, en su calidad de producto de la diferenciación natural, es una máquina: en primer lugar, una máquina técnica que utiliza las condiciones naturales para la transformación de la energía física y química; pero también es una máquina espiritual que utiliza las condiciones del espíritu para la transformación de la libido.
Así como el hombre ha logrado, inventar una turbina, encauzarle un río y producir, con la energía cinética así obtenida, electricidad susceptible de múltiples aplicaciones, así también ha logrado aprovechar el instinto natural que abandonado a su gradiente transcurriría sin rendir trabajo alguno, convirtiéndolo mediante una máquina en una forma dinámica distinta, productora de trabajo.
La conversión de la energía instintiva se realiza por transferencia a un objeto análogo al objeto instintivo. Tal como la planta hidroeléctrica imita la caída de agua natural y capta así su energía, también la máquina psíquica imita el instinto y se apodera así de su energía. Un buen ejemplo al caso lo constituye la ceremonia primaveral de los watchandis[45]. Estos naturales cavan en la tierra un agujero de forma alargada y lo rodean con arbustos plantados en el suelo, remedando así un órgano genital femenino. Luego rodean bailando ese agujero, sosteniendo ante sí las jabalinas de modo que semejen penes erectos, y mientras ejecutan la danza hunden las jabalinas en el foso exclamando: «¡Pulli mira, pulli mira, wataka!» (¡Non fossa, non fossa, sed cunnus!). Ninguno de los oficiantes puede echar durante esa ceremonia la mirada sobre una mujer.
Con el foso, los watchandis se procuran un objeto análogo al genital femenino, objeto directo del instinto natural. Mediante las reiteradas exclamaciones y el éxtasis de la danza se sugieren a sí mismos que el agujero en la tierra es realmente un órgano genital. Para que esa ilusión no sea perturbada por el verdadero objeto de los instintos, ninguno puede mirar a una mujer. Trátase, por tanto, de una indudable canalización de la energía con derivación de la misma hacia un objeto análogo al original, por medio del acto de la danza —que en realidad es un juego copulativo, como en las aves y en otros animales— y por la imitación del acto sexual[46].
Esta danza posee el sentido cabal de una ceremonia de fecundación de la tierra, motivo por el cual tiene lugar en primavera. Representa también un acto mágico, con la finalidad de transferir la libido a la tierra, adquiriendo ésta así un valor psíquico particular y convirtiéndose en un objeto prospéctico. Luego, el espíritu se orientará a ella y estará a su vez determinado por ella, con lo que se crea la posibilidad y aun la probabilidad de que el hombre le dedique su atención, representando ésta la precondición necesaria para la labranza. En la práctica, aunque no siempre, la labranza tiene lugar en condiciones de analogía sexuales. El «lecho nupcial en la tierra» es una de estas ceremonias transitivas: el labrador, en una noche de primavera, lleva a su mujer al campo y la copula allí para fecundarla. Con ello se establece una estrecha relación y una analogía que actúa a semejanza de un canal que, derivando el agua del lecho del río, la conduce a la planta generadora. La energía instintiva se asocia estrechamente con el campo, de modo que su labranza adquiere en cierto modo el valor de un acto sexual. Esta asociación asegura la sólida y estable derivación del interés a la labranza, y el campo, por consiguiente, ejerce una atracción sobre el labrador, el cual se ocupará de su tierra y beneficiará, naturalmente, su fecundidad. Como bien lo ha demostrado Meringer, la asociación entre la libido —entendida también en su sentido sexual— y la labranza se expresa asimismo en el lenguaje[47]. La transmisión de la libido al labradío no sólo se realiza, naturalmente, por analogía sexual, sino también por la magia directa del contacto, como por ejemplo mediante el empleo del «Walens» en el campo[48]. El hombre primitivo percibe tan concretamente la trasmisión de la libido, que hasta su fatiga por el trabajo la concibe como si el demonio del labradío le hubiera «chupado la médula»[49]. Toda empresa u obra de cierta importancia, como la labranza, la caza, la guerra, etc., es iniciada por el hombre primitivo con actos mágicos de analogía, con ceremonias mágicas propiciatorias que tienen a todas luces la finalidad psicológica de derivar la libido a la actividad que se ha hecho necesaria. En las danzas del búfalo de los indios pueblos de Taos, los danzantes representan simultáneamente al cazador y a las presas. La excitación y el placer de la danza trasmiten la libido a la actividad cazadora, y el placer de la danza que para ello es necesario se crea mediante la percusión rítmica del tambor y los cantos excitantes de los ancianos de la tribu, que también dirigen toda la ceremonia. Como sabemos, los ancianos viven sumidos en sus recuerdos y gustan hablar de sus viejas hazañas, «calentándose» al hacerlo. El calor «prende», y así los ancianos dan, en cierto modo, el primer impulso hacia la danza, hacia la ceremonia mímica que tiene por objeto acostumbrar a los jóvenes a la caza y prepararlos psíquicamente para esta actividad necesaria. Análogos rites d’entrée se describen en muchas otras tribus primitivas[50]. Un ejemplo clásico lo hallamos en la ceremonia del Atninga que realizan los Aruntas. Consiste en el «enfurecimiento» de los compañeros de tribu invitados a emprender una incursión de venganza. El cacique de la tribu realiza esa preparación poniendo en contacto el pelo del muerto a vengar con la boca y el pene del hombre que debe «enfurecerse»; para ello se arrodilla sobre este hombre y lo abraza como si lo sometiera a una cópula[51]. Supónese que de tal modo se lograría «inflamar las entrañas del hombre con ansias de vengar el asesinato». Es evidente que la ceremonia procura establecer el conocimiento íntimo de cada uno con la víctima, induciéndolo así a vengar al muerto.
La complejidad a menudo increíble de esas ceremonias demuestra cuán considerable es el esfuerzo necesario para apartar a la libido de su cauce natural, es decir, de las costumbres cotidianas, derivándola hacia una actividad insólita. El moderno raciocinio cree poder alcanzarlo por un mero acto de voluntad, prescindiendo de todo ceremonial mágico, y precisamente por ello tardó en comprender en su justo sentido las ceremonias primitivas. Si se reflexiona, empero, que el hombre primitivo es mucho más inconsciente que el civilizado, es decir, que está mucho más cerca de ser un mero fenómeno natural que nosotros, y que por eso casi no conoce lo que nosotros llamamos «voluntad», se comprenderá al punto por qué necesita de tales ceremonias complicadas en casos que nosotros resolveríamos con una simple decisión voluntaria. El hombre civilizado es más consciente, es decir, está más domesticado. En el curso de los siglos no sólo hemos logrado domeñar la salvaje naturaleza que nos circunda, sino también aherrojar —¡por lo menos transitoriamente y hasta cierto punto!— nuestro propio salvajismo interior. En todo caso, hemos adquirido una «voluntad», o sea una energía disponible, que quizá no sea muy cuantiosa, pero es mayor que la del hombre primitivo, y por ello ya no necesitamos danzas mágicas para «fortalecernos» al emprender una acción, por lo menos cuando se trata de las más comunes. En cambio, al abordar algo que supera nuestras fuerzas, algo que bien podría salir mal, solemos colocar ceremoniosamente la piedra fundamental munida de la bendición de la Iglesia, «bautizamos» la nave al botarla, nos aseguramos, en caso de guerra, la ayuda de un Dios patriótico, y aun a los seres más fuertes, el miedo les arranca a menudo una jaculatoria. Así, basta la menor incertidumbre para que el complicado ceremonial mágico se reanime con la mayor naturalidad. La ceremonia permite, en efecto, despertar fuerzas emocionales profundas, convertir la convicción en ciega autosugestión, restringir el campo visual de lo psíquico a un punto de mira fijo, sobre el cual se con centra entonces todo el empuje de la vis a tergo inconsciente. Y es evidente que la seguridad lleva al éxito mejor que la vacilación.
d) La formación de símbolos
El símbolo es una máquina psicológica que transforma energía. No nos referimos aquí a un signo, sino al verdadero símbolo. Así, el agujero en la tierra de los watchandis no es el signo del órgano genital femenino, sino un símbolo que representa la idea de la mujer-tierra que ha de ser fecundada. La confusión con la mujer humana significaría una interpretación semiótica del símbolo y perturbaría fatalmente el valor de la ceremonia. Por ello es que los danzantes no deben mirar mujer alguna. La concepción semiótica destruiría la máquina psíquica, tal como si se destruyera la tubería de presión de una turbina por la sola razón de que se trata de una caída de agua muy poco natural, establecida mediante la represión de las condiciones naturales. Lejos de nosotros, por supuesto, pretender que la interpretación semiótica es absurda: ella no sólo es posible, sino también muy cierta, y su eficacia es indiscutible en todos aquellos casos en que sólo se mutila la naturaleza, sin alcanzar al mismo tiempo un rendimiento efectivo de trabajo. Mas la interpretación semiótica se torna absurda cuando se la utiliza en forma exclusiva y esquemática, cuando tergiversa la verdadera naturaleza del símbolo y lo reduce a un mero signo.
El primer rendimiento de trabajo que el hombre primitivo arranca a la energía instintiva por la formación de analogías, es la magia. Una ceremonia tiene carácter mágico cuando no se la lleva a su término hasta el rendimiento efectivo de un trabajo, sino cuando se detiene en la fase de la expectación. En tal caso la energía es derivada hacia un nuevo objeto, creando un nuevo dinamismo, el cual, empero, sólo conserva su carácter mágico mientras no rinda un trabajo efectivo. La ventaja lograda con la ceremonia mágica radica en que el objeto que se acaba de investir adquiere una efectividad potencial con relación a lo psíquico. Su nuevo valor le confiere carácter determinante y creador de representaciones, de modo que atrae y ocupa más o menos permanentemente al espíritu. Prodúcense así ciertos actos que se realizan casi como un juego en el objeto mágico y que por lo común son rítmicos. Un claro ejemplo lo hallamos en ciertos dibujos rupestres sudamericanos, consistentes en trazos grabados profundamente en la más dura roca, y que han sido producidos porque durante siglos enteros los indígenas vuelven a grabar continuamente las mismas líneas en las mismas rocas. El significado de dichos dibujos es apenas interpretable, pero la actividad que ha llevado a su creación es harto significativa[52].
La determinación del espíritu por el objeto mágicamente actuante implica también la posibilidad de que por la continuada dedicación lúdica al objeto, el hombre realice respecto de éste una serie de descubrimientos que de otro modo se le habrían escapado. Es sabido que precisamente por esa vía se han logrado ya muchos descubrimientos, y no es en vano que se llama a la magia la madre de las ciencias. Hasta muy avanzada la Edad Media, lo que hoy llamamos ciencias naturales no era otra cosa sino magia. Valga el ejemplo de la alquimia, cuyo simbolismo acusa inconfundiblemente el proceso de transformación de la energía, cuyos principios ya hemos descrito, al punto que los últimos alquimistas hasta llegaron a tener conciencia de esa sabiduría[53].
Sin embargo, sólo la evolución de la magia hasta convertirse en ciencia, o sea, el progreso desde la mera fase expectante hacia la verdadera labor técnica sobre el objeto, permitió alcanzar el dominio sobre las fuerzas de la naturaleza, tal como se había soñado en la era de la magia. Hasta el sueño de la alquimia, la posibilidad de la trasmutación de los elementos, se ha hecho realidad. La acción mágica a distancia ha sido materializada por medio de la electricidad. Por tanto, estamos perfectamente justificados en nuestra valoración de la formación simbólica y en la categoría que damos al símbolo, como medio inestimable para aplicar el curso meramente instintivo del proceso energético a un rendimiento efectivo de trabajo. No cabe duda que la cascada es más hermosa que la usina eléctrica, pero la dura necessitas nos ha enseñado a valorar la luz y la fuerza motriz eléctricas más que la bella inutilidad de la cascada que nos podrá deleitar durante un cuarto de hora en nuestra caminata estival.
De la misma manera que en la naturaleza física sólo podemos convertir una parte muy limitada de la energía natural en una forma prácticamente utilizable, mientras debemos dejar disiparse en fenómenos naturales inútiles una parte inmensamente mayor, también en nuestra naturaleza psíquica sólo podemos sustraer una mínima parte de la energía a su curso natural. Una parte considerablemente mayor no puede ser captada, sino que mantiene el curso regular de los procesos vitales. De ahí que la libido esté distribuida en forma natural entre los distintos sistemas funcionales, a los cuales no puede ser sustraída totalmente. La libido se halla invertida en esas funciones, como su fuerza específica e intransformable. Sólo cuando el símbolo ofrece un gradiente más empinado que la naturaleza, es posible convertir la libido en formas distintas. La historia de las culturas ha demostrado exhaustivamente que el ser humano posee un exceso relativo de energía, susceptible de ser derivado hacia una utilización distinta del mero decurso natural. El hecho de que el símbolo facilite esa derivación demuestra que no toda la libido se encuentra fijada en una forma sujeta a las leyes naturales, las cuales le imponen un decurso regular, sino que hay un cierto quantum excedente de energía que podríamos calificar como sobrante libidinal. Es concebible que ese sobrante se origine porque las funciones firmemente organizadas no bastan para compensar suficientemente las diferencias de intensidad, a manera de una cañería de diámetro demasiado reducido para derivar totalmente un caudal de agua continuamente renovado, siendo en tal caso necesario que el líquido rebalse de algún modo. El sobrante libidinal lleva a ciertos procesos psíquicos que las simples condiciones naturales no alcanzan a explicar o sólo lo hacen insuficientemente. Trátase de procesos religiosos, cuya índole es esencialmente simbólica. Las ideas religiosas son símbolos de representaciones; los ritos o las ceremonias son símbolos de acciones, constituyendo ambos la manifestación y la expresión del sobrante de libido. Al mismo tiempo, son transiciones a nuevas actividades que deben calificarse específicamente como actividades culturales, en contraposición con las funciones instintivas de curso reglado y sujeto a leyes.
El símbolo transformador de energía, lo hemos calificado también de símil libidinal[54], comprendiendo en este término las representaciones aptas para expresar la libido en forma equivalente, convirtiéndola así en una forma distinta de la original. La mitología nos ofrece incontables ejemplos de esta especie, desde los objetos sagrados, los churingas, los fetiches, hasta las imágenes divinas. Los ritos con que se rodea los objetos sagrados a menudo permiten reconocer con toda claridad su índole de transformadores de energía, por ejemplo en los frotamientos rítmicos a que el hombre primitivo somete su churinga, con lo que se incorpora la fuerza mágica del fetiche y al mismo tiempo lo vuelve a «cargar»[55]. Un fase más alta de la misma evolución es la idea totémica, que está íntimamente ligada a los orígenes de las organizaciones colectivas y que conduce directamente a la idea del paladium, de la deidad protectora tribal, así como a la noción de las organizaciones colectivas humanas en general. El proceso de transformación de la libido se viene realizando desde los orígenes de la humanidad y continúa aún. Los símbolos nunca fueron inventados conscientemente, sino producidos por lo inconsciente, por medio de la llamada revelación o intuición[56]. Teniendo en cuenta la íntima vinculación de los símbolos mitológicos con los oníricos, así como el hecho de que, como lo expresa P. Lejeune, el sueño es le dieu des sauvages, es muy probable que gran parte de los símbolos históricos proceda directamente de los sueños, o por lo menos haya sido suscitada por los mismos[57]. Sabemos con certeza que tal es el caso de elección del tótem, y también tenemos pruebas correspondientes en cuanto a la elección de los dioses. Esa función simbólica persistente desde tiempos prehistóricos continúa aún, a pesar de que la evolución del espíritu tiende desde hace muchos siglos a suprimir la formación individual de símbolos. Un primer paso en tal sentido fue la creación de una religión oficial de Estado, un paso más lo constituyó la extirpación del politeísmo, cuyo comienzo quizá se halle en el intento reformatorio de Amenofis IV. Como sabemos, la época cristiana ha cumplido progresos extraordinarios en la supresión de la formación individual de símbolos. En la medida en que la intensidad de la idea cristiana comienza a disminuir, cabe esperar que vuelva a animarse la formación individual de símbolos. Evidente prueba de ello podría ser el aumento casi increíble de las sectas desde el siglo XVIII, el siglo del «Iluminismo». Nuevas etapas de esta vía se encuentran en la tremenda expansión de la Ciencia cristiana, la Teosofía, la Antroposofía y la el Mazdeísmo.
La labor práctica con nuestros pacientes nos ofrece continuamente tales formaciones de símbolos tendientes a la transformación de la libido.
Al comienzo del tratamiento comprobamos la actuación de formaciones simbólicas cuya insuficiencia se acusa por su reducido gradiente, de modo que la libido no puede convertirse en rendimiento efectivo, sino que se deriva inconscientemente por las viejas vías, es decir, por fantasías y actividades fantásticas de carácter sexual arcaico, hallándose en consecuencia el paciente en desacuerdo consigo mismo, o sea neurótico. En tales casos, naturalmente, está indicado el análisis en sentido estricto, es decir, el método psicoanalítico reductivo iniciado por Freud que desintegra todas las formaciones simbólicas inútiles y las reduce a elementos naturales. La usina hidroeléctrica, situada a excesiva altura y construida ineficientemente, es demolida y descompuesta en sus partes originarias, restableciéndose al mismo tiempo el curso de agua original Lo inconsciente continúa formando símbolos que, naturalmente, pueden ser reducidos a sus elementos ad infinitum.
El ser humano, empero, no se conforma ni podrá conformarse jamás con el curso natural de las cosas, pues posee siempre un sobrante de energía al cual se puede ofrecer un gradiente más favorable que el meramente natural, razón por la que el hombre vuelve siempre a buscarlo, por más que se lo torne a reducir al gradiente natural. Hemos llegado, por consiguiente, a la convicción de que, una vez reducido todo lo inadecuado, restablecido el curso natural de las cosas y dada así la posibilidad de una vida natural, la reducción no habrá de continuarse, sino que se deberá favorecer más bien, sintéticamente, la formación de símbolos, de modo que resulte un gradiente más favorable para el sobrante de libido. La reducción al estado natural no es, para el ser humano, ni un estado ideal, ni una panacea. Si el estado natural fuese realmente tal cosa, el hombre primitivo habría de llevar una existencia envidiable. Pero en manera alguna es así, pues el primitivo está de tal modo torturado por supersticiones, ansiedades y compulsiones, además de todos los pesares y esfuerzos de la vida cotidiana, que si viviera en nuestra civilización no podría ser considerado sino como un grave neurótico, o aun como un demente. ¿Qué decir de un europeo que se condujera del siguiente modo? Un negro había soñado que sus enemigos lo perseguían, lo apresaban y lo quemaban vivo. Al día siguiente hizo que sus parientes encendieran una hoguera y lo pusiesen con los pies en la misma, a fin de alejar mediante esta ceremonia apotropéyica la calamidad soñada. Quemóse de tal manera que durante muchos meses no pudo levantarse, gravemente enfermo[58].
De tales ansiedades se libró él hombre mediante la progresiva formación de símbolos, que lo condujo a la cultura. Por tanto, la vuelta a la naturaleza habrá de ser seguida necesariamente por una restauración sintética del símbolo. La reducción conduce hacia lo más profundo del primitivo hombre natural y de su curiosa actitud mental. Freud dedicó principalmente su atención a la absoluta ansia de placer; Adler, a la «psicología del prestigio». Trátase, en efecto, de dos particularidades muy esenciales del psiquismo primitivo, pero en modo alguno de las únicas. En aras de la integridad, habría que mencionar también todos los restantes rasgos de primitividad, como lo lúdico, lo místico, lo «heroico», etc., pero ante todo el hecho cardinal del alma primitiva: su inermidad frente a las «potencias» suprapersonales, sean ellas instintos, afectos, espíritus, demonios o dioses. La reducción lleva a esa inanidad del primitivo, de la cual al hombre civilizado espera haber escapado. Pero así como la reducción enfrenta al hombre con su subordinación a las «potencias» y le plantea con ello un problema casi peligroso, así el tratamiento sintético del símbolo lo enfrenta con el problema religioso, mas no con el de las confesiones religiosas actuales, sino con el problema religioso del primitivo. Frente a las potencias que lo dominan de manera muy real, únicamente un hecho no menos real puede ofrecerle protección y ayuda; ningún sistema intelectual, sino sólo la experiencia inmediata puede contrapesar el ciego poderío de los instintos.
Al polimorfismo de la primitiva naturaleza instintiva se enfrenta, regulándola, el principio de individuación; a la multiplicidad y a la contradictoria disparidad se le opone una unidad contractiva, cuyo poderío no es menor que el de los instintos. Ambas faces aun llegan a formar una polaridad imprescindible para la autorregulación, que a menudo ha sido caracterizada como naturaleza y espíritu El fundamento de esos conceptos lo forman condiciones psíquicas entre las cuales la conciencia humana oscila como el fiel de una balanza.
A la experiencia inmediata el espíritu primitivo sólo se da en la forma del psiquismo infantil aun accesible a la memoria. Freud concibe las particularidades del mismo como sexualidad infantil, con cierta razón, pues de esta disposición germinal se desarrollará la ulterior naturaleza sexual madura. Freud, empero, deriva del estado germinal infantil una serie de particularidades del espíritu, dando así la impresión de que también el espíritu surgiría de una fase previa sexual y, por tanto, no sería sino un derivado de la sexualidad. Sin embargo, no advierte que el estadio germinal polivalente de la infancia no es tan sólo una curiosa y perversa fase previa de la sexualidad normal y madura, sino que justamente nos parece curiosamente perversa porque no sólo es la fase previa de la sexualidad madura, sino también de la particularidad espiritual del individuo. Del estadio germinal infantil surge todo el ser humano ulterior; de ahí que él primero no se limite a la mera sexualidad, tal como tampoco el psiquismo del hombre adulto es simple sexualidad. En ese estadio germinal tampoco se hallan únicamente los gérmenes de la vida adulta, sino también toda la herencia de la serie ancestral, cuya extensión es indeterminada. En tal herencia no sólo se hallan incluidos los instintos que se originan ya en la fase animal, sino también todas aquellas diferenciaciones que han dejado tras sí huellas trasmisibles. Así, en realidad, todo niño nace dotado de una enorme incongruencia; por un lado es un ser inconsciente, en cierto modo animal, mientras que por el otro es la encarnación última de una suma hereditaria antiquísima, infinitamente compleja. Esa incongruencia representa la tensión del estadio germinal y explica también muchos otros enigmas de la psicología infantil, por cierto no poco enigmática.
Si procedemos a develar mediante un procedimiento reductivo las fases previas infantiles de un psiquismo adulto, hallamos, como fundamento último, los gérmenes infantiles, que por un lado contienen in statu nascendi al ulterior ente sexual natural, pero por el otro también albergan todas aquellas complejas precondiciones del ente cultural. Esto quizá se refleje con máxima claridad en los sueños de los niños. Muchos son simplemente «pueriles» y directamente comprensibles; pero otros llevan implícitas posibilidades de explicación casi alucinantes y cosas que sólo revelan su sentido profundo a la luz de las analogías primitivas. Esta otra faz es el espíritu in nuce. La infancia no sólo es importante porque en ella comienzan algunas mutilaciones de los instintos, sino también porque en ella todos aquellos profetices sueños e imágenes que preparan el destino se enfrentan al alma infantil, alentándola o angustiándola, junto con aquellos presentimientos retrospectivos que, excediendo ampliamente los límites de la experiencia infantil, abarcan la existencia de los antepasados[59]. Así, en el alma del niño, a la condición «natural» se le opone una espiritual. Bien se sabe que el ser humano que vive en estado natural no es, en modo alguno, meramente «natural», como los animales, sino que ve, cree, teme y adora cosas cuyo sentido no se desprende de las solas condiciones ambientales, cuyo sentido oculto, por el contrario, nos lleva muy lejos de toda naturalidad, intuibilidad y comprensibilidad, y que aun contrasta, a menudo en la forma más violenta, con los instintos. Recuérdese solamente todos los ritos y costumbres crueles de los primitivos, contra los que se levanta indignado el sentimiento natural; todas las convicciones e ideas inconciliablemente opuestas a la evidencia misma de las cosas. Esos hechos compelen a aceptar la suposición de que el principio espiritual (sea éste lo que sea) se impone con increíble fuerza frente al principio meramente natural. Podría afirmarse que también aquel principio es «natural» y que ambos emanan de una y la misma «naturaleza». Por nuestra parte, no dudamos de ese origen, pero debemos destacar que esa cosa «natural» consiste de un conflicto entre dos principios, a los cuales puede darse, a gusto de cada uno, tal o cual nombre, y que esta contradicción es la expresión y quizá también el fundamento de aquella tensión que hemos dado en calificar como energía psíquica.
Por razones teóricas, también en el niño debe existir tal tensión antinómica, pues sin ella no habría energía alguna, como ya Heráclito lo ha declarado: «la guerra es el padre de todo». Como señalamos antes, ese conflicto puede concebirse como una antinomia entre la esencia natural, aun profundamente primitiva, del ente recién nacido, y su masa hereditaria altamente diferenciada. El ente natural se caracteriza por su inquebrantada instintividad, es decir, por su total inanidad frente a los instintos. La masa hereditaria que se opone a tal estado consiste de los sedimentos mnemónicos de todas las experiencias de la serie ancestral. Esta hipótesis suele ser considerada con escepticismo, suponiendo que se trataría de «representaciones heredadas», pero naturalmente no pretendemos implicar tal cosa. Trátase, en cambio, de posibilidades heredadas de representación, de «facilitaciones» o «canalizaciones» que paulatinamente se han formado en la serie ancestral por la reiteración de las experiencias. Negar la trasmisión hereditaria de esas canalizaciones equivaldría a negar la herencia del cerebro. Quien pretendiera hacerlo debería sustentar, consecuentemente, la afirmación de que el niño nace con el cerebro de un mono. Pero como viene al mundo con un cerebro humano, éste también tendrá que comenzar a funcionar, tarde o temprano, de manera humana, y necesariamente comenzará a funcionar en el mismo nivel en que se encontraban los últimos antecesores. Desde luego, esa circunstancia es profundamente inconsciente para el niño. Ante todo, sólo se le tornan conscientes los instintos y cuanto eventualmente pueda oponérseles, vale decir, los padres reales y visibles. De ahí que el niño aun no tenga la menor noción de que los elementos inhibidores podrían residir en él mismo. Con razón o sin ella, todo lo inhibidor se proyecta sobre los padres. Este prejuicio infantil es tan pertinaz que nosotros, los médicos, debemos desplegar los mayores esfuerzos para inculcar a nuestros pacientes la conciencia de que el padre malo, el que todo lo prohíbe, no se halla tanto fuera de él, sino alojado en el niño mismo. Cuanto actúa desde lo inconsciente, se manifiesta proyectado hacia el prójimo. Ello no significa que el prójimo esté totalmente exento de culpa, pues aun la mayor de las proyecciones se engendra por lo menos en una astilla, pequeñísima quizá, pero en todo caso la astilla del prójimo.
Aunque la masa hereditaria está constituida por canalizaciones fisiológicas, éstas fueron creadas en la serie ancestral por procesos espirituales, y cuando llegan a la conciencia del individuo, sólo pueden alcanzarla asimismo en forma de procesos espirituales. Además, aunque esos procesos sólo puedan conciencializarse por medio de la experiencia individual, presentándose por tanto como adquisiciones individuales siguen siendo canalizaciones preexistentes sólo son «rellenadas» por Inexperiencia individual. Quizá toda experiencia «impresionante» consista en una semejante irrupción en una vía arcaica pero que hasta ese momento permaneció inconsciente.
Las canalizaciones preexistentes son hechos concretos, tan irrefutables como el hecho histórico de que el ser humano construyó una ciudad a partir de su caverna primitiva. Naturalmente, tal evolución sólo fue posible merced a la formación de colectividades, y ésta sólo fue posible mediante la coartación de los instintos. La coartación de los instintos por procesos espirituales se impone en el individuo con el mismo poderío y con idéntica eficacia que en la historia de los pueblos. Es un proceso normativo o, más cabalmente expresado, un proceso nomotético, cuyo poderío emana del hecho inconsciente de las canalizaciones heredadas. El espíritu, como principio activo de la masa hereditaria, consiste de la suma de los espíritus ancestrales, de los padres invisibles[60], cuya autoridad nace con el niño. El concepto filosófico de espíritu ni siquiera ha logrado liberar su expresión terminológica de aquel otro concepto de espíritu, el que es sinónimo de «espectro». En cambio, la concepción religiosa consiguió superar dicha adhesión terminológica a los espíritus denominando Dios a aquella autoridad espiritual. Esa concepción se ha desarrollado en el curso de los milenios, como una formulación de aquel principio espiritual opuesto a la instintividad pura. Lo que tiene extraordinaria importancia en este concepto es el hecho de que Dios es concebido al mismo tiempo como creador de la naturaleza. Se le acepta como hacedor de aquellos seres imperfectos que yerran y pecan, y simultáneamente es reconocido como juez y punidor. La lógica más simple bastaría para argumentar que, al crear un ser que cae víctima del error y del pecado, que a causa de su ciega instintividad carece casi de todo valor, no se es, evidentemente, un buen creador y ni siquiera se está preparado para aprobar un examen de aprendiz. (Como se sabe, ese argumento tuvo un importante papel en el gnosticismo). Mas la concepción religiosa tampoco se deja confundir por tal crítica, sino que afirma que los caminos y los designios divinos son inescrutables. En efecto, el argumento gnóstico no halló mayor aceptación en la historia, pues la intangibilidad de la idea de Dios parece corresponder a una necesidad vital, frente a la que toda lógica debe flaquear. (Compréndase que no se trata en este caso de Dios como una cosa en sí, sino únicamente de una concepción humana, la cual, como tal, es un legítimo objeto de la ciencia).
Aunque el concepto de Dios es, por tanto, un principio espiritual por excelencia, la necesidad colectiva exige que sea al mismo tiempo una concepción de la primera causa creadora, de la cual emana toda aquella instintividad antagónica de lo espiritual. Con ello, Dios no sólo sería la esencia de la luz espiritual, última flor que aparece en el árbol de la evolución; no sólo la meta de la redención espiritual, en la que culmina toda creación; no sólo el fin y el objeto, sino también la más tenebrosa, la más baja causa de todas las tinieblas de la naturaleza. He aquí una tremenda paradoja que corresponde, evidentemente, a una profunda verdad psicológica. En efecto, no representa otra cosa, sino el carácter contradictorio de uno y el mismo ente, un ente cuya más íntima naturaleza radica en su tensión antagónica. Ese ente, la ciencia lo llama energía, ese algo que es la compensación viva entre los antagonismos. Quizá sea por ello que la concepción de Dios, inadmisiblemente paradójica, es tan satisfactoria para las necesidades humanas, que ni la más justificada lógica puede sostenerse contra ella. En efecto, ni la más sutil especulación podría hallar una fórmula más adecuada para expresar este hecho fundamental de la intuición interior.
No creemos haber dicho nada superfluo al ocuparnos un tanto detenidamente de la naturaleza de los antagonismos que son el fundamento de la energía psíquica[61]. La teoría freudiana consiste en una explicación causal de la psicología de los instintos, y considerado desde este punto de vista, el principio espiritual no podría ser más que un apéndice, no podría presentarse sino como un subproducto de los instintos. Como no es posible negar su fuerza inhibidora y supresora, ésta se atribuye a las influencias de la educación, a las autoridades morales, las convenciones y tradiciones. De acuerdo con aquella teoría, esas instancias, a su vez, derivan el poderío que ostentan de las represiones, por mediación de un círculo vicioso. En todo caso, lo espiritual no se acepta como un equivalente opuesto al instinto. El punto de vista espiritual, por el contrario, se encarna en la concepción religiosa, que suponemos suficientemente conocida. Según ese punto de vista, la psicología de Freud representa una amenaza, pero no una amenaza mayor que el materialismo en general, sea éste de índole científica o práctica. La unilateralidad teórica de la teoría sexual freudiana es, por lo menos sintomáticamente, importante, pues tiene una justificación moral, aunque no científica. No cabe duda que la instintividad en el campo de la sexualidad es la que más general y profundamente choca con las concepciones religiosas. Nunca se podrá evitar la colisión de la instintividad infantil con el ethos; más aún, este choque lo consideramos, como conditio sine qua non de la energía psíquica. Mientras todos convenimos en dar por sentado que el homicidio, el robo y otras perversiones afectivas son totalmente intolerables, admitimos, en cambio, la existencia de un denominado problema sexual. Nadie habla de un problema del homicidio o de la colera; nadie exige que se adopten medidas sociales contra aquellos que descargan su mal humor en los semejantes. No obstante, trátase igualmente de instintividades, pero su supresión se considera natural. Sólo en lo referente a la sexualidad plantéase un interrogante. Este traduce una duda: la de si nuestros antiguos conceptos morales y las instituciones legales que en ellos se fundan serían suficientes y eficaces. Ningún entendido atreveríase a negar que existen al respecto opiniones muy dispares: ni siquiera se daría un problema de esa especie, si no fuera planteado por la disparidad de la opinión pública ante tal cuestión. Es evidente que nos hallamos ante la reacción contra una moralidad demasiado rigurosa, pero no se trata del simple desencadenamiento de una instintividad primitiva, pues todos sabemos que tales desencadenamientos nunca se han preocupado de las leyes éticas ni de problemas morales. Trátase, en cambio, de serias dudas acerca de si nuestra concepción moral tradicional rinde la debida justicia a la naturaleza de la sexualidad. De esa duda surge, naturalmente, el legítimo interés de comprender mejor y más profundamente la naturaleza de la sexualidad, y es a este interés que se aproxima la psicología freudiana, así como muchos otros intentos. Por tanto, el que Freud preste particular importancia a la sexualidad representaría una respuesta más o menos consciente a dicho problema actual, y recíprocamente, la recepción que Freud ha hallado en el público demostraría cuan actual es su respuesta. Ningún lector atento y crítico de las obras de Freud dejará de advertir cuan general y elástico es su concepto sexual. En efecto, es tan amplio que a menudo nos preguntamos por qué el autor persiste en emplear en determinados pasajes una terminología sexual. Su concepto de la sexualidad no sólo comprende los procesos sexuales fisiológicos, sino también casi todos los estratos, fases y formas del sentir y el apetecer. Esta enorme elasticidad permite también aplicar universalmente su concepto sexual, pero no, por cierto, con ventaja para las explicaciones así obtenidas. Por medio de ese concepto se puede explicar una obra de arte o una vivencia religiosa de la misma manera que un síntoma histérico, sin considerar, al hacerlo, la absoluta diferencia entre los tres. Por tanto, la explicación obtenida habrá de ser falsa por lo menos para dos de las cosas mencionadas. Salvo estos inconvenientes, empero, es psicológicamente exacto comenzar por abordar el problema de los instintos desde la faz de la sexualidad, pues en ésta radica algo que es motivo de reflexión precisamente para quien la contempla sin prejuicios. El conflicto entre ethos y sexualidad ya no es, actualmente, una simple colisión entre instintividad y moral, sino una lucha por la justificación de un instinto o la aceptación de una fuerza que se expresa en ese instinto, fuerza que, al parecer, no puede ser tratada a la ligera y que tampoco quiere someterse a nuestras bien intencionadas leyes morales. Mas la sexualidad no es sólo instintividad, sino también una innegable potencia creadora; no sólo es la causa fundamental de nuestra vida como individuos, sino también un factor muy serio de nuestra vida psíquica. Con creces sabemos hoy cuan graves consecuencias pueden acarrear los trastornos de la sexualidad. Podríase llamarla portavoz de los instintos, y por eso el punto de vista espiritual ve en ella su principal contrincante, pero no porque los excesos sexuales sean, en sí mismos, más inmorales que la gula y la ebriedad, la avaricia, la tiranía y la dilapidación, sino porque el espíritu sospecha en la sexualidad un contrincante del mismo poderío y aun afín a el. En efecto, tal como el espíritu quisiera subordinar a la sexualidad, como a todos los demás instintos, sujetándolos a sus propias formas, también la sexualidad tiene antiquísimos derechos sobre el espíritu, al cual otrora —en la concepción, el embarazo, el nacimiento y la niñez— llevó albergado en sí y de cuya pasión el espíritu no puede prescindir para sus creaciones. ¿Qué restaría del espíritu, si un instinto de igual valía no se le opusiera? Quedaría reducido a una mera forma vacía. El respeto razonable por los demás instintos ha llegado a ser, para nosotros, algo natural y evidente, pero la actitud frente a la sexualidad sigue siendo muy distinta: aun nos resulta problemática, o sea que ante ella no hemos alcanzado todavía esa calidad de conciencia que nos permitiría rendirle plena justicia sin sufrir por ello un sensible menoscabo moral. Freud no es sólo un investigador científico, sino también un abogado de la sexualidad; de ahí que por lo menos concedamos a su concepto una justificación moral, teniendo en cuenta la gran importancia del problema sexual, sin por ello poder aceptarlo también científicamente.
No es ésta la oportunidad para discutir los posibles motivos de la actitud contemporánea ante la sexualidad. Basta señalar nuestra impresión de que la sexualidad es el más poderoso y el más directo de los instintos[62], por lo cual se nos presenta como el instinto por antonomasia.
También cabe destacar, empero, que el principio espiritual, en sentido estricto, no es antagónico al instinto en sí, sino más bien a la instintividad, en el sentido de una injustificada supremacía de la naturaleza instintiva frente a lo espiritual. También lo espiritual se manifiesta en el psiquismo como un instinto, más aún, como una verdadera pasión, o como Nietzsche lo expresó cierta vez, «como un fuego consuntivo». No es ningún derivado instintivo, como pretende la psicología de los instintos, sino un principio sui generis: el de la forma imprescindible para la energía instintiva. En un estudio especial, al que aquí remitimos hemos tratado particularmente este problema[63].
Esas dos posibilidades que ofrece el espíritu humano son las que sigue la formación de los símbolos. La reducción desintegra los símbolos inadecuados e inútiles y hace retornar con ello al mero decurso natural, ocasionando así un relativo estancamiento de la libido. Tal estado, en la mayoría de los casos, lleva forzosamente a la formación de las denominadas «sublimaciones», es decir, a determinadas actividades de índole cultural, derivándose así, en cierta medida, el intolerable exceso de libido; pero con ello no quedan cumplidas las necesidades realmente primitivas. Si se examina, empero, la psicología de ese estado con criterio minucioso y libre de prejuicios, es fácil descubrir conatos de una primitiva formación religiosa, aunque una formación de carácter individual y muy distinta de la predominante religión dogmática colectiva. La formación de religiones o de símbolos constituye, sin embargo, un interés del espíritu primitivo tan importante como la satisfacción de los instintos, de modo que la vía del desarrollo ulterior queda así lógicamente establecida. El camino de salida del estado reducido radica en la formación religiosa individual, que permite a la individualidad en sí emerger del velo de la personalidad colectiva, lo que sería imposible en el estado de reducción, pues la naturaleza instintiva es, por esencia, absolutamente colectiva. El desarrollo de la individualidad también queda coartado o, por lo menos, muy dificultado si, a partir del estado de reducción, prodúcense sublimaciones de emergencia consistentes en determinadas actividades culturales que, por su índole misma, también sean colectivas. En la medida en que los seres humanos son en su mayor parte colectivos, las sublimaciones de emergencia constituyen resultados terapéuticos que no es posible subestimar, pues permiten a muchos seres la supervivencia en actividades útiles y productivas. A esas «actividades culturales» pertenecen también los ejercicios religiosos en el marco de una religión colectiva oficial. La maravillosa amplitud de la simbólica católica ofrece al espíritu una recepción que es, para muchas naturalezas, ampliamente satisfactoria de por sí, mientras que la relación inmediata con Dios que caracteriza al protestantismo satisface al impulso de independencia mística, y la teosofía, con sus infinitas posibilidades de representación, viene al encuentro de la necesidad gnosticista de evidencia intuitiva, así como a la inercia del pensamiento.
Esas organizaciones o sistemas son símbolos (σýμβολον = profesión de fe) que permiten al hombre erigir una posición espiritual antagónica a la primitiva naturaleza instintiva, una actitud cultural frente a la mera instintividad. Tal fue siempre la función de todas las religiones, cumplida durante las más largas épocas y para la inmensa mayoría de los seres por el símbolo de la religión colectiva, mientras que sólo temporariamente y para relativamente pocos seres, las religiones colectivas oficiales son insuficientes. Sea en individuos aislados, sea en grupos huma nos, siempre que el proceso cultural se encuentra en pleno progreso prodúcense cismas de las convicciones colectivas. Todo, progreso cultural representa psicológicamente una ampliación de la conciencia, una conciencialización que sólo puede tener lugar por medio de la diferenciación. Por tanto, todo progreso comienza por la individuación, es decir, por el hecho de que un individuo, consciente de su unicidad, se abre un nuevo camino por terreno virgen. Para ello habrá de retornar primero a su condición primordial, prescindiendo de toda autoridad, de toda tradición, y aceptando conscientemente su diferenciación individual. En la medida en que logre imponer colectivamente su conciencia ampliada, la tensión de los antagonismos así creados proporcionará el impulso que la cultura necesita para avanzar hacia nuevos progresos. Ello no implica que el desarrollo de la individualidad sea en todas las circunstancias necesario o aun oportuno, si bien de acuerdo con el aforismo de que «sólo la personalidad es la máxima felicidad de las criaturas terrenas», serían relativamente abundantes los seres que ante todo necesitarían desarrollar su individualidad, especialmente en esta época cultural de chatura colectiva, dominada por el periodismo. De acuerdo con mi propia experiencia, naturalmente limitada, entre los hombres de edad más o menos madura son muchos aquellos para los cuales el desarrollo de la individualidad es una necesidad imprescindible. Por eso he llegado a la convicción, particular y sujeta a revisión, de que precisamente el hombre de edad madura tiene, en nuestra época, urgente necesidad de ser educado algo más en la cultura individual, ya que en su juventud la escuela, y luego la universidad, le han dado una formación exclusivamente colectiva y lo han saturado materialmente de mentalidad colectiva. También es frecuente la experiencia de que los hombres de edad madura son, en este respecto, mucho más plasmables de lo que cabría esperar, ya que los seres madurados y consolidados por la experiencia de la vida son los más reacios a un punto de vista exclusivamente reductivo. Es natural que la edad juvenil puede obtener gran beneficio de la amplia aceptación de la naturaleza instintiva, por ejemplo mediante la aceptación de la sexualidad, cuya represión neurótica aparta en exceso al hombre de la vida o lo sujeta a un género de vida profundamente inadecuado, con el cual debe necesariamente entrar en conflicto. La justa aceptación y consideración de los instintos normales conduce al hombre joven hacia la vida y lo liga a destinos que han de guiarlo hacia necesidades y hacia los sacrificios y cumplimientos en ellas implícitos, que fortalecerán su carácter y madurarán su experiencia. Para el hombre adulto en la segunda mitad de su vida, en cambio, la continua ampliación del horizonte vital no es, evidentemente, el principio más adecuado, pues la involución del atardecer de la vida exige simplificaciones, limitaciones e interiorizaciones, es decir, una cultura individual. El ser humano de la primera mitad de la vida, biológicamente orientada, tiene por lo general, gracias a lo juvenil de todo su organismo, la posibilidad de soportar la ampliación de su existencia y de aplicarla para algo útil. El hombre maduro está naturalmente orientado hacia la cultura, mientras que las disminuyentes fuerzas de su organismo le facilitan la subordinación de los instintos a las consideraciones culturales. No pocos son los que fracasan en la transición de la esfera biológica a la cultural, pues nuestra educación colectiva no nos provee casi de recurso alguno para cumplir satisfactoriamente esa mudanza. Aunque se preocupa en grado sumo de la educación juvenil, no atiende en modo alguno la del hombre adulto, del cual, sin razón conocida, se supone siempre que no necesitaría ninguna educación. Por tanto, fáltale toda guía para ese paso extraordinariamente importante de la actitud biológica a la cultural, para la transformación de la energía desde su forma biológica a la cultural. Este proceso de transformación es individual y no puede ser impuesto por reglas ni preceptos generales. La transformación de la libido se realiza por medio del símbolo. La formación de símbolos es un problema fundamental que no corresponde al ámbito de este trabajo. Al respecto, remito al capítulo V de Tipos psicológicos, donde me he ocupado detenidamente del problema.
Las más primitivas representaciones de una potencia mágica, considerada como una fuerza objetiva en la medida en que es también un estado de intensidad subjetivo, demuestran a qué punto los orígenes de la formación de símbolos religiosos está vinculada precisamente a un concepto energetista.
Valga, como ilustración, algunos ejemplos. Según informes de McGee[64], los indios dacotas tienen la siguiente concepción de dicha «fuerza»: el sol es wakanda, no el wakanda o un wakanda, sino simplemente wakanda. La luna es wakanda, así como el trueno, el rayo, las estrellas, el viento, etc. Seres humanos, en especial el chamán, son asimismo wakanda, como los demonios de los elementos los fetiches y otros objetos rituales, numerosos animales y también parajes de carácter notable.
McGee opina que la expresión «wakanda» podría traducirse por «secreto» mejor que con cualquier otro término, pero también este concepto es demasiado estrecho, dado que wakanda puede denotar asimismo fuerza, sagrado, antiguo, tamaño, animado, inmortal.
En sentido análogo al que los dacotas dan a wakanda, los iraqueses usan la voz oki, y los algonquines, manitú, con el significado abstracto de «fuerza» o «energía productiva». Wafcanda es la representación de «una energía vital o fuerza universal de distribución ubicua, invisible pero manejable y transferible» (Lovejoy)[65]. La existencia del primitivo, en cierta manera, gira en todos sus intereses alrededor de intentos de apropiarse esa fuerza en cantidad suficiente.
Particular interés tiene la observación de que conceptos como el de manitú se emplean también como exclamaciones ante cualquier percepción sorprendente. Idéntica observación ha hecho Hetherwick[66] en los yaos, que exclaman mulungu cuando ven algo sorprendente o incomprensible, teniendo dicha voz los siguientes significados:
Similar es el concepto de wong en la Costa de Oro. Wong puede ser un río, un árbol, un amuleto, así como lagos, fuentes, comarcas, montículos de termitas, árboles, cocodrilos, monos, serpientes, pájaros, etc.
Tylor[67] interpreta erróneamente la fuerza del wong en sentido animista, como «espíritu» o «alma». Sin embargo, como lo demuestra el empleo de wong, trátase de una relación dinámica entre los hombres y sus objetos. El concepto de churinga[68] entre los australianos es también una representación energética similar, significando lo siguiente:
Muy similar es el concepto de zogo entre los naturales del Estrecho de Torres, que se aplica en sentido sustantivo tanto como adjetivo.
El arunquiltha australiano es un concepto paralelo de significado semejante, salvo que sirve para denotar la acción mágica mala y el espíritu malévolo, que trata de engullir al sol en los eclipses[69]. Análogo es el concepto mala yo de badi, que también implica las relaciones mágicas malévolas.
Las investigaciones de Lumholtz[70] han demostrado que los mexicanos poseen asimismo la representación fundamental de una fuerza que circula a través del hombre y de los animales y plantas rituales (ciervo, hikuli, cereales, plumas, etc.)[71].
De los estudios realizados por Alice Fletcher entre los indios norteamericanos se desprende que el concepto del wakan es una representación de relaciones energéticas similar a los conceptos ya enunciados. El ser humano puede tornarse wakan por medio del ayuno, la oración o la visión. Las armas del indio joven son wakan y no deben ser tocadas por ninguna mujer (pues en tal caso la libido se retraería de ellas). Por eso se impreca las armas mediante una oración antes de los combates (a fin de fortalecerlas con la carga libidinal). Mediante el wakan se establece la relación entre lo visible y lo invisible, lo vivo y lo muerto, la parte y el todo.
Codrington[72] dice del concepto melanesio de mana:
El espíritu melanesio está totalmente dominado por la creencia en una fuerza sobrenatural o en un influencia que, con carácter casi general, se designa mana. Esta fuerza efectúa cuanto sobrepase la potencia común del hombre, todo lo que trascienda de los procesos naturales más comunes; se fija a personas y a cosas, manifestándose en efectos que sólo a él pueden ser atribuidos. Es una fuerza o influencia de especie no física, sobrenatural en cierto modo, pero se manifiesta por medio de la fuerza física o de cualquier poder o cualidad que posea un ser humano. El mana no está fijado en parte alguna y puede ser transmitido a casi cualquier parte; sólo los espíritus, sean almas incorpóreas o seres sobrenaturales, lo poseen y pueden transmitirlo; en realidad es producido por un ente personal, pero puede expresarse por medio del agua, o de una piedra, o un hueso.
Esa descripción muestra claramente que tanto el mana como los demás conceptos semejantes constituyen una representación de la energía que es la única explicación de las curiosas características que ostentan estas concepciones primitivas. Naturalmente, sería absurdo aceptar que los primitivos poseen la idea abstracta de una energía, pero no cabe duda que sus concepciones representan el antecedente concretístico de la idea abstracta.
Concepciones similares pueden hallarse en el concepto del tondi de los batacos[73], el atua de los maoríes, el ani o han de Ponape, el kasingue o kalit de Peleu, el yaris de Tobi, el ngai de Masailandia, el andriamanitra de los malagasos, el hjomm de Ekoi, etc. En su libro Das Werden des Gottesglaubens, Soederblom nos ofrece un repertorio casi completo de tales concepciones.
Según la opinión de Lovejoy —opinión a la que adherimos sin reservas—, esos conceptos no serían «designaciones para lo supranormal o sorprendente —ciertamente no designan lo que despierta venerante asombro, respeto o amor—, sino más bien para lo activo, lo poderoso y lo creador». El concepto en cuestión concierne propiamente a la representación de:
… una sustancia o energía difusa, de cuya adquisición depende toda fuerza, capacidad o fertilidad extraordinarias. Esa energía es, con toda seguridad, fértil (en ciertas y determinadas circunstancias) y es también misteriosa e incomprensible, pero sólo es así merced a su extraordinario poderío, y no porque las cosas a través de las cuales se manifiesta tengan carácter extraordinario o sobrenatural, ni cualquier otro que supere la expectativa más razonable.
El principio preanimista es la «creencia en una fuerza de la cual se supone que actúa según determinadas reglas y leyes comprensibles; una fuerza susceptible de ser investigada y dominada». Lovejoy propone, para designar esas concepciones, el término primitive energetics. Muchos conceptos que los estudiosos interpretan con criterio animístico, como espíritus, demonios o númenes, corresponden al primitivo concepto de energía. Como ya señalamos, en realidad no es justificado hablar de un «concepto». La formulación de Lovejoy, a concept of the primitive philosophy, emana naturalmente de nuestra mentalidad moderna, es decir, nosotros lo pensaríamos como un concepto psicológico de energía, mientras que para el primitivo trátase de un verdadero fenómeno psíquico que se percibe como ligado al objeto. El primitivo no posee ideas abstractas y por lo general ni siquiera tiene conceptos concretos simples, sino sólo representaciones, como lo demuestra exhaustivamente cualquier lengua primitiva. Así, tampoco el mana es un concepto, sino una representación basada en la percepción de las relaciones fenoménicas. Es la esencia de lo que Lévy-Bruhl ha descrito como participation mystique. El lenguaje primitivo sólo denota el hecho de la relación y de la sensación por ella despertada, como lo demuestran claramente algunos de los ejemplos precedentes, pero nunca designa la naturaleza o la esencia de dichas relaciones ni del principio que las establece. El descubrimiento de un término adecuado para designar la especie y la esencia de la fuerza relacionante fue el privilegio de una etapa cultural ulterior, que recurrió para ello a las designaciones simbólicas.
En su clásica obra sobre el mana, Lehmann lo define como «lo extraordinariamente efectivo». La naturaleza psíquica del mana es destacada particularmente por Preuss (Globus, tomo 86/7) y por Roehr (Anthropos, XIV-XV).
No es posible, realmente, eludir la impresión de que la concepción primitiva del mana representa una etapa previa de nuestro concepto psíquico de energía y, con toda probabilidad, también del concepto de energía en general[74].
La concepción fundamental del mana retorna en la etapa animística, pero esta vez en forma personificada[75]. Ahora son las almas, los espíritus, los demonios, los dioses, quienes despiertan aquellas extraordinarias acciones. Como Lehmann ha destacado certeramente, el mana aun no tiene nada de «divino»; de ahí que no se lo pueda concebir como la forma original de la idea divina. No obstante, sería difícil negar que el mana es una precondición ineludible o, por lo menos, muy importante para el surgimiento de la idea divina, si no es aún la más primitiva de todas las condiciones previas. Otra condición previa ineludible es el factor de personificación, para cuya explicación probablemente sea necesario recurrir a otros factores psicológicos.
La difusión casi universal del concepto primitivo de energía es una clara expresión del hecho de que la conciencia humana sintió ya en las fases más primitivas la necesidad de designar figurativamente el dinamismo del suceder psíquico por ella percibido. Por tanto, al conceder en nuestra psicología particular importancia a la concepción energetista, coincidimos con hechos psíquicos que desde los tiempos más arcaicos se hallan inculcados en el espíritu humano.