Prólogo del traductor

El concepto de la angustia y La enfermedad mortal representan el origen frontal del existencialismo, que en esta su propia fuente se manifiesta como una filosofía personalista, concreta y, sobre todo, cristiana. Por eso ningunos otros lugares más a propósito para calar hasta el fondo metafísico que alcanzan los análisis existenciales del pionero danés. Por su parte, el lado noético y las últimas exigencias metódicas del existencialismo de Kierkegaard se hallan preferentemente expuestos en La apostilla no científica a las migajas filosóficas aparecida el día 28 de febrero de 1846, en el intermedio de la publicación de los dos libros anteriores.

La lectura del primero de estos tres, el más famoso de todos los de su autor, nos causa la sensación de estar metidos en un inmenso bosque animado por las más altas y sugestivas ideas, agarradas a un subsuelo cristiano y ceñidas a una doble o triple definición de «la esencia de la existencia humana», a saber: «el individuo es él mismo y la especie» y «el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sostenida por el espíritu», «pero también es una síntesis de lo temporal y lo eterno». Así las ideas, que son como árboles, están bien alineadas y dejan casi siempre que se cuele entre ellas la claridad escueta de la respectiva categoría filosófica, sin salirse nunca de los confines dogmáticos del pecado original y dela salvación por la fe. Para ayudar al lector, intentaré darle una impresión somera de mi paso por el bosque, rebotando algunos recuerdos de otros libros y de los diarios de Kierkegaard, pero no muchos, con el fin de no apartarnos demasiado de los límites introductorios de todo prólogo. No se trata de una investigación, sino de una simple orientación provisional. Por esta misma razón llevaré a cabo esta tarea ardua con un cierto desparpajo.

En medio del gran bosque habita la angustia, pero esto, con ser muchísimo, no es decir apenas nada. Pues se requiere que instalemos el tema estremecedor de la angustia en su verdadera perspectiva, sin que nos amilane o desoriente el follaje de la melancolía. El esquema de mi impresión es el siguiente: el concepto de la angustia se estructura al mismo tiempo y en muy estrecha relación con otros dos conceptos fundamentales, el del pecado y el de la libertad como cifra de la existencia. Aquella doble definición y estos tres temas son, a mi pobre entender, la entraña de este libro tan espeso.

Primer tema: el pecado. ¿Cuál es su esencia? ¿Cuál es la extraña esencia que late en el centro de esta profunda noche relampagueante? Porque el pecado, por lo pronto, es una innegable e indiscutible realidad, si bien una «realidad injustificada». El pecado, como se nos dirá en La enfermedad mortal —que redondea la doctrina kierkegaardiana del pecado—, es una posición, no una negación, «Una categoría de la individualidad», no del «pensamiento especulativo»; y esta cosa de la mala voluntad, no simple ignorancia socrática, sólo es conocida en su misma esencia por el cristianismo, desconocida por el paganismo y por toda religión de inmanencia.

El concepto que señala la más radical diferencia cualitativa entre el cristianismo y el paganismo es el del pecado, la doctrina del pecado. Por esta razón el cristianismo supone con toda lógica que ni el pagano ni el hombre natural saben lo que es el pecado. Sí, el cristianismo está suponiendo a gritos que es necesaria la revelación divina para saberlo. Por eso no estamos de acuerdo con esa consideración superficial que da por supuesto que es la doctrina de la reconciliación —o redención— la que establece la diferencia cualitativa entre el paganismo y el cristianismo. No, hay que tomar las aguas desde más arriba, es decir, hay que empezar con el pecado, con la doctrina del pecado, que es también lo que hace el cristianismo. ¿No sería acaso una objeción muy peligrosa contra el cristianismo el que en el paganismo se nos hubiese dado una definición del pecado que aquél tuviera que reconocer como exacta?[1]

Desde esta acotación definitiva volvamos a la introducción de este libro, en la que el autor presenta con claridad meridiana el problema de la cientificidad peculiar del pecado. Para ello, partiendo de las exigencias de la metodología y teniendo siempre enfrente las confusiones hegelianas, se empieza por mostrar en detalle y dentro del cuadro de las principales ciencias filosóficas, cómo la Lógica, la Ética y la Psicología son totalmente incapaces de darnos una explicación verdadera del pecado. «En realidad el pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. El pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo.» El pecado es hasta cierto punto ilocalizable en cuanto al concepto.

El pecado tiene su lugar determinado; o, mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su determinación. Si se lo trata en otro lugar cualquiera, entonces resultará indefectiblemente alterado, puesto que se le enfoca desde un ángulo de reflexión inesencial. De este modo quedará alterado su concepto, y al mismo tiempo aquel talante que auténticamente corresponde al concepto exacto.

Este talante es el de la seriedad. Por todo ello, el pecado no es un tema científico, un tema de cátedra, sino más bien de púlpito, y de púlpito en diálogo. Inasequible en teoría, incesante y sobrecogedor en la práctica. De toda esta primera parte negativa dela introducción el propio autor hace un balance escueto en sus papeles, dentro del apartado B, que incluye en el tomo que se cita nada menos que 47 páginas de anotaciones en torno a El concepto de la angustia. He aquí ese balance:

Como consecuencia de lo desarrollado hasta ahora podría parecer que en definitiva el pecado no encuentra ningún lugar en ninguna de las ciencias, ya que la Metafísica no lo puede apresar, la Psicología es incapaz de superarlo, la Ética no tiene más remedio que ignorarlo y la Dogmática lo explica con el recurso al pecado original, lo que equivale a explicarlo presuponiéndolo. Esta reducción es completamente congrua, pero también es perfectamente congruo que el pecado encuentre su sitio en la totalidad de una nueva cientificidad, que esté prefigurada en la ciencia inmanente y que empiece con la Dogmática, exactamente en el mismo sentido que la primera ciencia comienza con la Metafísica[2]

Con este final se nos anuncia el contenido positivo de la segunda parte de la introducción. Un buen anuncio y un buen contenido, de una maravillosa originalidad y de un calado extraordinario. Lo extraño es que los investigadores por lo general no hayan prestado apenas ninguna atención a estas páginas que pueden contarse entre las más importantes y esclarecedoras de toda la trama del mensaje de Kierkegaard, quizá por eso tan varía y contradictoriamente explotado. Pero dejemos esta harina que es de otro costal. Hay, pues, camino en el sentido de hallar un lugar para el pecado en «el gran diálogo de las ciencias». Para esto se tiene que recurrir a una «nueva ciencia» posible, a una «filosofía segunda», cuyo objeto será la trascendencia y la repetición, dela misma manera que el de la «filosofía primera» era la inmanencia o, dicho en griego, la reminiscencia. Esta nueva filosofía es la que arranca de la Dogmática, «la ciencia de la realidad». Ahora, con las espaldas así cubiertas, la nueva Ética se las podrá haber con las manifestaciones de la realidad del pecado en su propio terreno comprometido en el sentido aludido, pues su función no es científica, sino la de acusar, juzgar y recriminar. La Ética opone a la realidad del pecado la realidad del arrepentimiento, «que es la suprema contradicción ética». Por estas razones el camino está ahora mucho más expedito para la Psicología. Ésta no tratará de la realidad del pecado, sino sólo de la posibilidad real del pecado; no de «el hecho de que exista», sino del cómo de su aparición en el mundo. Es decir, que la Psicología, manteniéndose siempre dentro de sus límites infranqueables, no explicará nunca el pecado mismo, sino el estado previo psicológico más aproximado, la situación antecedente, los que podríamos llamar dispositivos del pecado. Porque «el pecado sólo vino al mundo por el pecado». Es preciso de todo punto poner en marcha la investigación desde «ese radicalismo en que el pecado se presupone a sí mismo y encuentra la explicación cristiana en el dogma del pecado original»[3]. El pecado es una cualidad insobornablemente oculta en su mismidad, introducida por el «salto cualitativo» de la libertad personal. Por eso su realidad resulta escandalosa y privatísima. Pero ¿cuál era la situación en que se encontraba la libertad al dar ese salto tremendo? ¿Cuál es la relación primitiva del hombre con el pecado, con cualquier pecado, tanto el del primer hombre como el del hombre posterior? ¿Cuál es el supuesto del pecado, empezando por el pecado original? Éste es el tema principal del libro, y éstas sí que son preguntas y problemas interesantes para la Psicología. En ellos encuentra esta ciencia un ancho campo abierto a su asombro y a sus investigaciones. Y Kierkegaard, psicólogo fuera de serie, se lanza aquí con su «análisis psicológico» a escudriñar «los repliegues más hondos del alma humana» y, rondando siempre los linderos del dogma del pecado original, se llega a situar al borde mismo de la sima de esa cualidad propísima y misteriosa del pecado, sin traspasar nunca los aledaños en que se esconde la fierecilla salvaje. ¡Aventura de caza mayor! ¿Cuál es su pieza? Después de haber practicado la observación psicológica con «más agilidad que un acróbata», con más parsimonia que «un agente de policía» y con «la suficiente originalidad poética» —los tres rasgos característicos de todo auténtico psicólogo, según se nos describen en la segunda parte de la entrada al capítulo II[4]—, el cazador traerá al hombro bien cogida la enorme pieza de la angustia, con todas sus formas bien marcadas, desde la angustia cósmica hasta la angustia demoníaca y dejando al aire, para que se las pueda entrever por la herida, las entretelas de la esencia del hombre, de la existencia misma. En efecto, ese supuesto existencial que se andaba buscando es cabalmente la angustia, por donde se establece, tanto en Adán como en los individuos posteriores, aquella relación primitiva con el pecado, aunque no de un modo absoluto o necesariamente trágico y fatal, sino absolutamente condicional, ya que la angustia es suma ambigüedad dialéctica, es «neutral», y desde ella y sobre ella, como condición, surge libremente por el salto el pecado de todo individuo, todo pecado. Por carecer de esa ambigüedad que la Psicología exige en la proximidad del pecado no pueden ser sus supuestos ni el egoísmo ensoberbecido ni la concupiscencia incentiva, según pretenden unos y otros teólogos en los flancos de Kierkegaard. En cambio, la angustia, en pavorosa cercanía con la nada, que es su «objeto», se constituye en condición originaria de la existencia espiritual, de la libertad, y en ella están insertos de raíz todos los hombres en cada momento de hacerse reales el espíritu y la libertad. Este supuesto, repitámoslo, no es la causa y mucho menos la esencia del pecado original, ni de ningún otro pecado, lo mismo que un supuesto táctico no es la guerra, pero está a medio camino entre la paz y la guerra, dialécticamente dispuesto a ser peón de lo peor o de lo mejor, del pecado o de la salvación, de la desesperación o de la fe. Los teólogos de uno y otro lado pueden muy bien no sentirse a gusto con el jaque mate que constantemente les está denunciando «Vigilius Haufniensis» en todas sus explicaciones «dogmáticas» respectivas, pero lo cierto es que este pseudónimo ha dado una explicación «psicológica» que tiene muchos puntos de verdad, incluso para la Teología. Y, en este sentido, es muy noble que uno de los más prestigiosos teólogos de nuestro tiempo empiece un libro, que es la esperada réplica a éste, con las siguientes palabras, tajantes y solemnes: «No cabe equivocarse al señalar el estudio de Kierkegaard (tan profundo cuanto transparente) sobre El concepto de la angustia como el primer y último intento para dominar teológicamente este tema»[5]

A propósito de la Psicología, tal como la entiende y practica Kierkegaard, hemos de añadir que no tiene nada que ver con la Psicología científica al uso, agarrotada en los estrechos cauces del asociacionismo psicofísico o del psicologismo experimental. La de Kierkegaard es más bien una «Tiefenpsychologie» que perfora todas las profundidades e interioridades del alma, hasta detectar en ellas las huellas impresas del espíritu y los polos de las categorías existenciales. En esto hay que insistir mucho, pues Kierkegaard emplea con frecuencia una terminología psicológica y siempre hace hincapié en que no pretende pasar las fronteras del análisis psicológico, como se subraya en el mismo título completo de la obra. Eso sí, sus términos y sus análisis van mucho más allá del contorno de la inmanencia anímica y se adentran en el propio horizonte de la trascendencia espiritual. Digamos que se trata, en realidad, de una Fenomenología, en el sentido actual de este método, aplicado más al modo de Max Scheler que no en la dirección del fundador Husserl, ni en la desviación de Heidegger. De esta suerte Kierkegaard, entre otras cosas, sería no solamente el iniciador de algunos de los temas más aireados en la filosofía contemporánea, sino de su propio método en casi todas las ciencias del espíritu. Nadie que estudie a fondo este libro o La enfermedad mortal, desarrollada de un modo idéntico en su primera parte, nos tachará de exagerados. La afirmación resultará bastante clara para todo aquel que haya tomado a peso el resultado del análisis kierkegaardiano de los fenómenos de la angustia y de la desesperación, que quedan prendidos en las categorías correspondientes y dentro siempre de un esquema riguroso de conceptos. Pues, según se afirma en una breve nota que es todo un programa,

el poder emplear su categoría propia es condición sine qua non para que la observación correspondiente sea verdaderamente importante. Cuando el fenómeno se presenta hasta un cierto grado, la mayoría de los hombres fijan su atención en él, pero no pueden explicarlo, porque les falta la categoría; si la tuvieran, poseerían también la llave para abrir los secretos del fenómeno, dondequiera que hubiese un rastro del mismo. Porque los fenómenos puestos bajo la categoría la obedecen como al anillo los espíritus del anillo.

Kierkegaard viene a decir, casi al pie de la letra, que los fenómenos sin las categorías son oscuros y permanecen ciegos, y las categorías sin los fenómenos son vacías y permanecen en la pura abstracción. ¿No es acaso la síntesis de ambos momentos en un lazo de conciencia el acierto del método fenomenológico, como su misma denominación proclama?

Segundo tema: la libertad. Sabemos muy bien —otra cosa es el modo de entenderlo— que Kierkegaard emplazó en el centro de la cuestión filosófica al individuo existente, a la persona concreta. La pregunta primera dela filosofía es sobre uno mismo y de esta referencia o «relación a la existencia» han de estar transidas todas las preguntas y respuestas a los demás problemas, que confluyen en el del hombre y nunca pueden ser resueltos de manera meramente teórica, sino vital. «¡Vivirlo yo mismo!» Solamente así se iluminará para nosotros el mundo secretísimo de la verdad, desde el mundo del hombre puesto a prueba de interioridad y seriedad en su soledad amenazada, entre la oscuridad esclavizadora del pecado y la «infinitud libre» de la fe. Nuestro autor ha buscado ese «eje de luz» de su mensaje con un brío memorable. Ya el 1 de agosto de 1835 —a los veintidós años de edad— escribía en los diarios íntimos:

Lo que me importa es entender el propio sentido y definición de mi ser, ver lo que Dios quiere de mí, lo que debo hacer. Es preciso encontrar una verdad, y la verdad es para mí hallar la idea por la que esté dispuesto a vivir y morir… ¿De qué me serviría que la verdad estuviera frente a mí fría y desnuda, indiferente a si la reconocía o no, provocando más bien un angustioso estremecimiento que una entrega confiada? Con esto no pretendo ciertamente afirmar que yo no admita ya un imperativo del conocimiento, o que a través del mismo haya que operar en los hombres, pero en este caso ha de encarnarse en mí de una manera viva, y esto es a lo que ahora atiendo como a la cosa principal […] Lo que me hacía falta era llevar una vida completamente humana y no solamente una vida de puro conocimiento, hasta llegar a cimentar mis reflexiones mentales sobre algo, sobre algo no objetivo, desde luego, pues en ningún caso sería propiedad mía, sino sobre algo tan hondo como las más profundas raíces de mi existencia, por las que estoy, por así decirlo, inserto en lo divino […] Ese interior actuar del hombre, ese lado de Dios es lo que importa, no una masa de conocimientos; porque así vendrán después tales conocimientos, no como agregados casuales, no como una serie aditiva de unidades meramente yuxtapuestas, sin un sistema, sin un centro focal que reúna todos los radios. ¡Este eje de luz es lo que yo he buscado![6].

Aquel mozo «debilucho» empezaba a ver claro el rumbo que él iba a marcarle también a la Filosofía. Pero aquí, hecha la mención, tenemos que apartarnos del rumbo recién iniciado en el nuevo camino real del conocimiento, que encuentra su expresión madura trece años después de esa explosión juvenil, en La apostilla. Ahora nos urge precisamente otra pregunta:

¿Qué es el individuo? Según las respuestas de Kierkegaard, todas ellas equivalentes, el yo es espíritu, es conciencia, es interioridad, es síntesis en acción, es relación consigo mismo y es, sobre todo, libertad. Ésta es la «joya preciosa» de la personalidad profunda. «¿Qué soy yo mismo? Si quisiera hablar de golpe, designarlo con una respuesta pronta, entonces mi respuesta sería ésta: aquello que es a la par lo más abstracto y lo más concreto, es decir, la libertad»[7]. De ahí que su «categoría favorita» sea la elección, la autoelección: «elegirse uno a sí mismo». Ésta es la doctrina orquestada en la segunda carta de la última parte de La alternativa.

Gracias a mi alternativa aparece la Ética. No se trata todavía de la elección de una cosa cualquiera, ni de la realidad de lo que se haya elegido, sino de la realidad de la elección […] En una carta anterior te decía que el hecho de haber amado produce en la naturaleza de un hombre una armonía que jamás se llega a perder del todo; ahora te diré que el hecho de elegir confiere una solemnidad a la naturaleza del hombre, una serena dignidad que no se llega a perder nunca […] Cuando todo está en calma en su contorno, solemne como una noche estrellada, cuando el alma está sola en el mundo entero, entonces se le aparece no un ser superior, sino la potencia eterna en sí misma, el cielo como que se abre, y el yo se elige a sí mismo o, más bien, se recibe a sí mismo. Entonces el alma ha contemplado el bien supremo, lo que no puede ver ningún ojo mortal y que jamás puede ser olvidado. Entonces la personalidad recibe el espaldarazo que la ennoblece para toda la eternidad. Se convierte en lo que ya había sido, se hace a sí misma. Como un heredero, aunque lo fuera de los tesoros de todo el mundo, no posee su herencia hasta que alcanza la mayoría de edad, así tampoco la personalidad, incluso la más rica, no es nada antes de haberse elegido a sí misma, y la más pobre que pueda imaginarse lo es todo en cuanto se elige a sí misma. Porque la grandeza no consiste en esto o en aquello, sino que radica en el hecho de ser uno mismo, y ello está en el poder de cualquier hombre serlo, si él lo quiere[8].

«Mientras que la naturaleza es creada de la nada y yo mismo en cuanto personalidad inmediata soy creado de lanada, en cuanto espíritu libre o nazco del principio de contradicción o nazco del acto de haberme elegido a mí mismo»[9]. En el plano de la personalidad interior, hacedera y auténticamente existente, la libertad tiene un carácter determinante absoluto y constitutivo, es decir, que solamente me nazco por la libre elección de mí mismo real, en un campo infinito de posibilidades, que es el frente de la libertad, y cerniéndome sobre la nada, que es el motivo de la angustia. El hombre tiene raíces, pero se hace árbol, él es el árbol, la verdadera existencia, o la piltrafa de lo que pudo ser. Las posibilidades están en su mano, para jardín o desolación. En medio mucho apuro, mucha angustia, pero no hay más remedio que avanzar, en la realidad o en la apariencia. El simple hecho de nacer no es ya existir. Existir, propiamente, es esa relación espiritual, consciente, interior, activa y libre que uno mantiene consigo mismo y que se va logrando a golpes de decisión, pasión y fe, dado el hecho de haber nacido. El hombre aparece totalmente desnudo en el mundo y, en consecuencia, todo lo tiene que hacer, empezando por sí mismo, que es la única cosa que nunca se le dará hecha, ni que tampoco él hará nunca de una manera externa, puramente estética o histórica —«cuantitativamente»—, sino en continuo salto cualitativo de la libertad personal. «La historia de la vida individual marcha hacia adelante en un movimiento de situación a situación. Toda situación aparece por medio de un salto.» «El salto cualitativo es la realidad.» Para el hombre, pues, todo comienza con la libertad. Kierkegaard ha descrito en este libro de un modo inédito e impresionante la libertad por la que nace el hombre, la libertad en el «punto cero» de la existencia, antes de dar ningún salto todavía, como posibilidad infinita de la que va a surgir el yo en el momento «en que el espíritu está como soñando» y esperando hacerse real. «Esta posibilidad de la libertad no consiste en poder elegir lo bueno o lo malo. Semejante desatino no tiene nada que ver ni con la Sagrada Escritura ni con la verdadera filosofía. La posibilidad dela libertad consiste en que se puede

Cualquier explicación se hace imposible de raíz si se empieza afirmando que la libertad entra en escena como un liberum arbitrium —que no se logra encontrar por ningún lado; véase Leibniz— que con la misma facilidad elige lo bueno que lo malo. El hablar del bien y del mal como objetos de la libertad equivale a hacer finitas ambas cosas, tanto la libertad como los conceptos del bien y del mal. La libertad es infinita y brota de la nada.

Estas últimas frases, aisladas, han dado lugar a que se confunda la doctrina de Kierkegaard sobre la libertad con la de uno que otro extremo del existencialismo, por ejemplo, Sartre. Nada más toto coelo distinto. Lo mismo suele acontecer con la angustia en Kierkegaard y en Heidegger. En parte, sólo en parte, esta flagrante confusión se origina de confundir a Vigilius Haufniensis con todo Kierkegaard. Así se explican innumerables consecuencias dislocadas en los discípulos remotos y en los intérpretes por sólo un libro. Decimos que el motivo parcial de esta confusión es tal pseudónimo, pero sólo parcial. Porque Vigilius Haufniensis estudia en particular al hombre como relación consigo mismo, resaltando su libertad absoluta, pero sin dejar de preparar con suficiente evidencia la doctrina del Anti-Climacus, en quien —como veremos en La enfermedad mortal esa relación consigo mismo que es el hombre solamente tiene consistencia y se lleva a cabo de verdad con el apoyo íntimo en la relación con Dios, que ha creado al individuo y lo ha hecho libre. La existencia es «religada», y la libertad, que es la esencia de la existencia, no puede desentenderse de esa religación para ser verdadera libertad. El «vínculo infinito» de la religación es fundamental para existir. Por eso el que no tiene Dios tampoco tiene ningún yo, ni tiene libertad propiamente tal. En Las obras del amor, ya sin pseudónimo, Kierkegaard habla de esa «última novedad» que se reduce a «enseñar a los hombres la libertad de ser sin Dios en el mundo», la libertad desligada, la libertad del ateísmo. De aquí parten todas las nuevas enseñanzas, como si la soberanía divina fuese un yugo burgués y exotérico y no la consecuencia de la propia esencia del hombre, por el hecho de haber sido creado…, un hecho que continúa siempre. Con este criminal desplazamiento de Dios lo que se consigue no es otra cosa que «la existencia entera se convierta en un único signo de interrogación o en un caos» y «que toda la vida humana se transforme en una inmensa excusa»[10]

Además, Vigilius Haufniensis trata especialmente del salto de la libertad en el pecado, de los desvíos de la libertad. Sin embargo, tampoco deja de ser evidente para él que no sólo es posible dar pasos en falso, hacia el pecado y hacia la muerte viviente de la desesperación, sino que también se puede avanzar por una vida auténtica e iluminada, por un camino de perfección. Lo primero es deshacerse, destrozar el instante decisivo, ir a la búsqueda del tiempo perdido, encaminarse hacia la no-libertad, cuando la libertad se hace prisionera a sí misma en la total esclavitud propia del pecado y el total alejamiento culpable de Dios. Lo segundo es conquistarse a sí mismo y llegar a ser realmente libre. «El bien es la libertad.» Ante estas dos realidades diametralmente opuestas estuvo la angustia acuciante de la posibilidad, como situación intermedia y ambigua que no se responsabiliza nunca de las nuevas situaciones introducidas exclusivamente por el salto, el salto en falso del pecado, o el salto de verdad en el bien. En este segundo caso la existencia se dilata y la angustia opresora queda a retaguardia y como desvanecida, en lugar de ser la libertad la que «Se desvanezca con el desmayo —o impotencia— femenino de la angustia». Entonces la libertad resplandece y lo que más revela es a Dios.

Existe en las fábulas y en los cuentos de hadas una lámpara que se llama la lámpara maravillosa. Cuando se la frota aparecen los espíritus en ella. ¡Ilusión! Mas la libertad es la lámpara maravillosa; cuando el hombre animado de pasión ética la frota: Dios existe para él. Y observad: el espíritu de la lámpara es un servidor —¡desead la lámpara, vosotros cuyo espíritu es deseo! Pero quien frota la lámpara maravillosa de la libertad se convierte a sí mismo en un servidor […], el Espíritu es el Señor. Éste es el comienzo[11]

Así empieza la salvación de la angustia por medio dela fe, y la misma angustia colabora. De esta función salvífica de la angustia se propone tratar, con un título contundente, en el capítulo V, pero el pseudónimo se pierde hablando de la posibilidad y apenas iniciado deja sobre el atril el gran tema de la «santa hipocondría». Ello no significa que Kierkegaard supervalore los aspectos negativos de la angustia y nunca llegue a superarlos; quizá sea éste un déficit del pseudónimo, pero el autor en sus obras completas irá mucho más lejos, hacia una altura que nunca se atisba en la angustia heideggeriana, la altura de la fe y de la alegría en la fe. Para el creyente, «la angustia es en el fondo, a pesar de todo, nada más que una mera impaciencia»[12]. De esta sonora superación hablaré en un prólogo muy próximo.

Y tercer tema: la angustia. ¡Ahora sí que ya podemos entrar de lleno en el tema central y envolvente de la obra! Aunque no haremos más que insinuarlo, para que el lector lo recoja entero de primera mano. Éste es uno de los libros que más cuesta leer, significando muchísimo haberlo entendido bien. Su simple lectura es tan frecuente como inútil, por no decir indigesta.

¿Qué es la angustia? «La angustia es la aparición de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad.» «La angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad.»

La libertad en un principio no era —ni nunca lo es en principio— su misma realidad, sino una posibilidad ilimitada, un gran poder. La libertad al hacerse real comienza, pues, cerniéndose sobre la nada, en una especie de noche que rodea su estado de sueño, de irrealidad inicial, de ignorante inocencia.

En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada […] En el estado de vigilia aparece la diferencia entre yo mismo y todo lo demás mío; al dormirse, esa diferencia queda suspendida; y, soñando, se convierte en una sugerencia de la nada. Así, la realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar la mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar.

«La angustia y la nada son siempre correspondientes entre sí. La angustia queda eliminada tan pronto como aparece de veras la realidad de la libertad y del espíritu.» Con esto ya tenemos bien señalada «la aparición de la libertad ante sí misma en medio de la angustia de la posibilidad, o en medio de la nada de la posibilidad, o en medio de la nada de la angustia». No se pueden dar más datos en una partida de nacimiento dela existencia. Kierkegaard se adentra en el terreno ontológico de la misma y casi llega a pintar, como un miniaturista, ese primer «existencial» de la angustia tan sutil, vaporosa y fluida como la nada que es su objeto, o algo que parece nada de puro posible. El espíritu «inmediato» se estremece ante su propia posibilidad. «La angustia es el vértigo de la libertad.» Hay como un forcejeo o una tentación de la impotencia de la angustia ala potencia de la libertad y a ésta le entran sudores y está a punto de desmayarse entre querer y no querer. «La angustia es una simpatía antipática y una antipatía simpática.» Algo así como la «dulce ansiedad» en los niños. Inconfundible con el miedo y otros fenómenos similares, ya que aquélla es un fenómeno del espíritu, del espíritu que está aún soñando, no puesto en cuanto tal, en mera inmediatez, sin haber constituido en propiedad la síntesis de alma y cuerpo, de finitud e infinitud, de tiempo y eternidad que él ha de sostener decididamente y que sólo con su decisión alcanza «plena subsistencia». ¡Cómo no iba a pasar angustias casi mortales antes de salir de esa niebla que lo envuelve al amanecer, al hacerse hombre verdadero! Ésta es la empresa de ser hombre. La única empresa importante y necesaria. Y el plan de esta empresa muy pocos hombres lo han desarrollado mejor que «el Sócrates de Copenhague», a costa de todo su dinero e incluso de toda su vida terrena. Porque es una empresa donde el dinero y la misma vida temporal no cuentan apenas nada, si no es para regalarlos, como desea el que nos lo da, sacándonos de la nada una vez, pero no dos veces si nosotros no queremos.

Aplicar ahora en detalle toda esta doctrina, siguiendo las fases de la angustia, sería tanto como comentar el libro íntegramente y meternos en otros innumerables temas secundarios, pero de un alcance y de una gravedad muy amplios en la Teología y en la Antropología. Así, en lo que atañe a la primera de estas ciencias, en el capítulo I se viene a identificar la angustia descrita con «el estado de inocencia». El autor, que declara estar siempre de acuerdo con el relato bíblico, rechaza de plano como fabulosas y míticas todas las explicaciones dadas hasta la fecha. Unas porque no explican nada y otras porque sólo explican lo que ellas mismas se han inventado. Y aquél trata todavía peor las explicaciones de su Iglesia que las católicas, a las que llama «meritorias fantasías». ¿No es esto demasiada desmitologización, en favor de su propia explicación psicológica? Urs von Balthasar, sobre las huellas de J. Bernhart y de H. de Lubac, intenta llegar a una explicación que al menos parcialmente dé su razón a esa identificación, «sin renunciar a la doctrina católica del estado original». Esto es lo serio. Lo serio no es soliviantarse, sino comprender hasta donde se pueda. En el capítulo II sucede algo parecido con la doctrina acerca del peccatum originale originatum. «El pecado apareció en medio de la angustia, pero también nos trajo consigo angustia.» Ésta es ahora la consecuencia del pecado original y éste, en cuanto originado, no es otra cosa que el «plus» de la angustia acrecentada con y en la relación generacional e histórica. Pienso que podría darse una explicación católica de cierta conformidad con este capítulo más fácilmente que la que Urs von Balthasar ofrece con respecto al primero. Es duro, desde luego, tener que oír que el hombre se encuentra en un principio o en principio, en la misma situación en que se encontraba Adán, de inocencia y de angustia, y que el pecado original en nosotros se reduzca a ese plus solamente «cuantitativo», que a su vez puede ser mayor o menor con respecto a los diversos individuos. Toda interpretación ha de estribar en el significado que Kierkegaard confiere a la palabra y categoría de «lo cuantitativo». No es, ni mucho menos, el significado vulgar, ni siquiera el científico. Es lo contrario en la dirección de «lo cualitativo», que es lo personal, lo estrictamente individual. Así la misma historia no pertenece a esta segunda categoría, sino a la primera, a la cantidad. ¡Chocante! Y, sin embargo, no ha dejado de inculcar la importancia de la historia, anticipando con sus bellas frases no pocas otras hoy campantes. «El individuo tiene historia.» «Todo individuo está esencialmente interesado en la historia de todos los individuos, sí, tan esencialmente como en la suya propia.» «Todo individuo empieza en realidad dentro de un nexo histórico.» Y, entre paréntesis, ¿no es para Kierkegaard toda la vida individual una historia? El individuo, por ser él mismo y la especie, tiene dos costados, el de la individualidad personal y el de la individualidad específica o histórica. El primer costado es el de lo cualitativo, el segundo el de lo así llamado «cuantitativo», pero bien propio en un segundo sentido. «Por eso la perfección intrínsecamente consiste en la plena participación en la totalidad. Ningún individuo puede estar de suyo indiferente a la historia de la raza humana, de la misma manera que tampoco ésta puede estarlo respecto de ningún individuo.» Creo que esto ilumina bastante este rincón entre los más sombríos en el inmenso bosque. Nadie ha dicho nunca que el pecado original originado sea personal, sino específico, que es lo mismo que quiere significar, bien apuntalado, esa escandalosa denominación. Lo contrario sería hacerle negar a Kierkegaard algo que es su punto de partida y su creencia firmísima, hasta tal punto que ello provoca un exceso manifiesto en la totalidad de su mensaje, siempre «en la dirección del problema dogmático del pecado original».

DEMETRIO G. RIVERO

Algunas obras de y sobre Kierkegaard en castellano

De Kierkegaard

La enfermedad mortal, Barcelona, Alba, 1999.

Diario de un seductor. Arte de amar, Madrid, Espasa Calpe, 2000.

Migajas filosóficas o un poco de filosofía, Madrid, Trotta, 2001.

Antígona, Sevilla, Renacimiento, 2003.

Temor y temblor, Madrid, Alianza Editorial, 2005.

Sobre Kierkegaard

CAÑAS FERNÁNDEZ, José Luis, Sören Kierkegaard. Entre la inmediatez y la relación, Madrid, Trotta, 2003.

HARTSHORNE, M. Holmes, Kierkegaard: el divino burlador, Madrid, Cátedra, 1992.

LARRAlSTETA, Rafael, Kierkegaard (1813-1855), Madrid, Ediciones del Orto, 1995.

SARTRE, Jean-Paul, Kierkegaard vivo. Una reconsideración, Madrid, Encuentro, 2005.