[i] Por esta razón no hay que entender lógicamente, sino en el sentido de la libertad histórica, la afirmación aristotélica según la cual la transición de la posibilidad a la realidad es una κίνησις; (‘movimiento’). (N. del A.) <<
[ii] El instante, en definitiva, es considerado por Platón de una manera puramente abstracta. Si queremos orientarnos en la dialéctica del instante, es preciso que partamos de la idea de que éste es el no-ser enfocado a la luz de la categoría del tiempo. El no-ser (τὸ μὴ ὄν;τὸ κενόν para los pitagóricos) ocupó a la filosofía antigua todavía más que a la moderna. Los eleatas lo concibieron ontológicamente de tal suerte que todo lo que se afirmaba del no-ser solamente venía enunciado por el contraste: sólo el ser es. Si continuamos la pista de este tema, verificaremos que vuelve a aparecer en todas las esferas. Siguiendo el punto de vista propedéutico-metafísico, se llegó entonces a formular el siguiente principio: quien enuncia el no-ser no dice absolutamente nada. Platón combatiría semejante contrasentido en el Sofista, y de un modo más mímico ya había hecho lo mismo en uno de sus diálogos anteriores, en el Gorgias. Por su parte, finalmente, los sofistas utilizaron el no-ser en las esferas prácticas, de suerte que con ello quedaban anulados todos los conceptos morales: el no-ser no es, ergo todo es verdadero…, todo es bueno…, no hay en absoluto ningún engaño, etc., etc. Contra esto combate Sócrates en muchos de los diálogos. Pero, sobre todo, es Platón el que ha tratado este punto en el Sofista, haciendo —cosa que acontece con todos los diálogos platónicos— que lleguemos a intuir de una manera artística lo que el mismo diálogo enseña. Pues el sofista —cuya definición y concepto anda buscando dicho diálogo— se nos manifiesta él mismo como un no-ser, precisamente al tratar del no-ser. De esta manera aparecen luchando al mismo tiempo el concepto y el ejemplo característico, y en esta lucha es batido el sofista, pero sin que sea aniquilado del todo —¡qué más quisiera él!—, sino de suerte que dé la cara en todo momento y a pesar de toda su sofística no se la pueda encubrir como hacía Marte con su armadura. <<
En la filosofía moderna no se ha dado ni siquiera un paso más, que fuera decisivo, en la interpretación del no-ser; y, sin embargo, se sigue creyendo una filosofía cristiana. La filosofía griega y la filosofía moderna se instalan del modo siguiente: todo gira en ellas movido por el afán de que el no-ser llegue a existir; puesto que eliminarlo y hacerlo desaparecer se estima que sería una cosa demasiado fácil. En cambio, la perspectiva cristiana se sitúa en esta posición: el no-ser existe en todas partes como la nada de que fueron hechas las cosas, como apariencia y vanidad, como pecado, como sensibilidad alejada del espíritu, como temporalidad olvidada de la eternidad; y, en consecuencia, importa muchísimo quitarlo de en medio para que aparezca el ser. Sólo en esta dirección se concibe con exactitud histórica el concepto de la redención, tal como el cristianismo lo ha traído al mundo. Si se concibe en la dirección contraria —partiendo el movimiento de que el no-ser no tiene existencia—, entonces queda la redención como evaporada y puesta del revés.
Platón expone su doctrina del instante en el Parménides. Este diálogo trata de mostrar la contradicción en los conceptos mismos, cosa que Sócrates expresa con tanta precisión que no hay en ello ningún motivo para que se llene de vergüenza aquella antigua y hermosa filosofía de los griegos, pero que, por el contrario, bastaría para poner en vergüenza a una filosofía más reciente y petulante, la cual no se hace grandes exigencias a sí misma como se las hacía la griega, sino que más bien se complace en exigir mucho a los hombres y a la admiración que éstos han de tributarle. Sócrates observa que no sería nada extraño que alguien pudiese mostrar algo contradictorio —τὸ ἐναντίον— en lo que respecta a una cosa particular que participe de lo diverso. En cambio, continúa Sócrates, sería muy de extrañar que alguno estuviese en condiciones de demostrar una contradicción en los mismos conceptos: ἀλλ’ ἀεὶ ὅ ἐστιν ἕν, ἀυτὸ τοῦτο πολλὰ ἀποδείζει καὶ αὖ τὰ πολλά δὴ ἕν, τοῦτο ἤδη ϑαυμάσομαι. Καὶ περὶ τῶν ἄλλων ἀπάντων ὡσαύτως (129be). El modo de avanzar es, sin embargo, el propio de una dialéctica experimental. Se supone que la unidad —τὸ ἕν— es y no es, y a renglón seguido se sacan las consecuencias correspondientes para la unidad misma y para todo lo demás. Es aquí donde interviene el instante, esa extraña esencia —ἄτοπον se dice en griego, que por cierto es una expresión excelente para lo que aquí se quiere designar— que está situada entre el movimiento y el reposo, sin que con todo exista en ningún determinado tiempo, sino que constantemente está entrando y saliendo del tiempo para poner en reposo lo que se mueve y en movimiento lo que reposa. Por eso el instante es, en general, la categoría de la transición —μεταβολή—; ya que Platón demuestra que del mismo modo que el instante entra en la transición de la unidad a la pluralidad y de la pluralidad a la unidad, o de la igualdad a la desigualdad, etc., así también entra en lo que no es ni ἕν ni πολλά, o no está separado ni confundido: οὔτε διακρίνεται οὒτε ξυγκρίνεται (157 a). Con esto conquistó Platón el gran mérito de haber puesto el dedo en la dificultad, pero, a pesar de todo, el instante sigue siendo una sorda abstracción atomística, que tampoco queda aclarado una vez que se lo ignora. Ahora bien, si la Lógica ha de declarar sin ambages que no está en su poder la categoría de la transición —y si la tuviera, sería de todo punto necesario que dicha categoría encontrase un lugar en el sistema mismo, aunque, por otra parte, también actuase en el sistema—, ello viene a significar bien claramente que el instante pertenece a las esferas históricas y a cualquier saber que se mueva dentro de un supuesto histórico. Esta categoría es de la mayor importancia para trazar los límites que nos separan de la filosofía del paganismo, e igualmente de toda especulación pagana dentro del mismo cristianismo.
Sin salirnos todavía del Parménides, volvemos a encontrar en este diálogo otro texto en el que repercuten las consecuencias de que el instante sea semejante abstracción. Pues mientras que en el diálogo se supone que la unidad cae bajo la categoría del tiempo, se está poniendo constantemente de manifiesto la enorme contradicción de cómo la unidad —τὸ ἕν— tan pronto se hace más vieja y más joven que ella misma y que la pluralidad —τὰ πολλά— como tan pronto no es ni más joven ni más vieja que ella misma y que la pluralidad (151 e). Por una parte se afirma categóricamente que tiene que darse la unidad, y a renglón se guido se la define como participación en una esencia —o en una esencialidad— dentro del tiempo presente:τὸ δὲ εἶναι ἀλλο τί ἐστι ἤ μέϑεξις οὐσίας μετὰ χρόνου τοῦ παρόντος (151 e).
En el desarrollo detallado de las contradicciones que el tema representa, vamos viendo cómo lo presente —τὸ νῦν— oscila incesantemente entre varios significados: lo presente, lo eterno y el instante. Este ahora —τὸ νῦν— está situado entre el «era» y el «será», y la unidad no puede saltarlo cuando avanza desde lo pasado a lo futuro. Por eso la unidad queda apresada en el interior del ahora, y no es que se haga más vieja, sino que lo es. La abstracción de la filosofía moderna culmina en el puro ser; ahora bien, el puro ser es para la eternidad la más abstracta de todas las expresiones y, en cuanto es la nada, vuelve a ser una vez más el mismo instante. Con esto se demuestra de nuevo cuán importante es el instante, ya que solamente con esta categoría puede conseguirse darle a la eternidad su peculiar importancia. Esto se logra precisamente al hacer que la eternidad y el instante se conviertan en dos contraposiciones extremas, mientras que de ordinario y conforme a la herejía dialéctica vienen a significar lo mismo. Por eso hemos de afirmar de un modo categórico que sólo con el cristianismo empiezan a ser comprensibles tanto la sensibilidad como el tiempo y el instante, precisamente en cuanto sólo se torna esencial la eternidad. (N. del A.)
[1] A todo lo largo de este libro, que apunta en una dirección teológica, estamos palpando una presencia constante de Kierkegaard en toda la historia de la filosofía. La nota anterior, inmensa, es un ejemplo con respecto a la filosofía antigua. «La nada como objeto de la angustia» era un antecedente clamoroso de Heidegger. Y ahora, he aquí el tiempo. Y, sin embargo, entre Kierkegaard y Heidegger hay una distancia infinita, hay por medio una traición, según ha afirmado W. Lowrie. En el horizonte del tiempo heideggeriano no aparece para nada la eternidad, y así todo se esfuma en la pura historicidad ininteligible; en cambio, para Kierkegaard el tiempo y la eternidad se tocan en el instante y así cobran sentido «los tres éxtasis del tiempo» en función de la plenitud de la eternidad. Leamos las páginas siguientes como quien lee un verdadero texto fundacional y, no obstante, olvidado. <<
[iii] Esto es, por lo demás, el espacio. El iniciado encontrará con facilidad, precisamente en este punto, una prueba de la exactitud de mis desarrollos. En efecto, el tiempo y el espacio son completamente idénticos para el pensamiento abstracto —siempre nacheinander y nebeneinander: ‘uno tras otro’ y ‘uno junto a otro’—; y también para la representación llegarán a identificarse…, e incluso son verdaderamente idénticos en la definición de Dios como «Omni-presente». (N. del A.) <<
[2] Oieblikket es la palabra danesa para el instante. Exactamente lo mismo que en alemán: Augenblick. Al pie de la letra: ‘ojeada’. Pero predomina el sentido figurativo, y así los daneses siempre nos dirán cuando nos ruegan una brevísima espera: et Oieblik, ‘¡un momento!’. <<
[3] Se trata de una saga de Tegnér, romántico sueco, recogida en sus Frithjofs Saga (1825). Es muy probable que Kierkegaard se inspirase para esta referencia en una de las láminas que ilustran el libro. Suponemos que esa lámina —con lo que evocamos un ejemplo más meridional y bellísimo de lo mismo— no es muy distinta, en su significación, del famoso cuadro en que A. Feuerbach nos representa a Ifigenia desterrada y mirando sobre el mar hacia su patria. <<
[iv] Es curioso que el arte griego culmine en la escultura, a la que cabalmente le falta la mirada. Esto tiene su profunda razón de ser en el hecho de que los griegos desconocieron, en el sentido más hondo, el concepto del espíritu y, en consecuencia, tampoco llegaron a comprender profundamente la sensibilidad y la temporalidad. El cristianismo, en contraposición absoluta con lo anterior, nos ofrece la representación plástica de Dios como un gran ojo. (N. del A.) <<
[v] En el Nuevo Testamento se encuentra una descripción poética del instante. San Pablo dice que el mundo perecerá en un instante, en un abrir y cerrar de ojos: ἐν ἀτόμω καὶ ἐν ῥιπῂ ὀϕφαλμοῦ (1 Cor., XV, 52). Con esto expresa también él que el instante es conmensurable con la eternidad, puesto que el momento de sucumbir expresa en el mismo instante la eternidad. Haré intuitivo con una imagen lo que quiero decir, y ruego que se me perdone lo que en esa imagen pudiera haber de chocante. Había una vez en Copenhague dos actores a los que casi de seguro ni siquiera se les pasó por las mientes que en su ejecución artística se iba a encontrar también un profundo significado. Nuestros buenos actores aparecían en escena, se situaban frente a frente y empezaban a representar de una manera muy mímica algún conflicto apasionado. Cuando la acción mímica estaba casi en el apogeo y los ojos del espectador pendían de la historia dramática, esperando ansiosos el final, precisamente entonces nuestros actores la interrumpían de pronto y se quedaban como petrificados en la expresión mímica del momento. El efecto era sumamente cómico —o podía serlo—, ya que el instante se hacía conmensurable con la eternidad de un modo fortuito. El efecto de la escultura tiende precisamente a que la expresión eterna se exprese de una manera eterna; en cambio, lo cómico de nuestra historia consistía en la eternización de la expresión fortuita. (N. del A.) <<
[vi] Piénsese una vez más en esa categoría en la que yo hago tanto hincapié, es decir, en la repetición, mediante la cual se ingresa en la eternidad en el sentido progresivo. (N. del A.) <<
[4] Aquí es preciso añadir por nuestra parte que José Luis L. Aranguren ha hecho un esfuerzo considerable entre nosotros por desvelar algunas de las categorías «forjadas» por el danés. En la parte central de su Ética —pp. 191 y 192— salen a relucir precisamente el «instante» y la «repetíción». El balance en torno al primero de estos conceptos es definitivo. En cambio, me parece que Aranguren se aleja radicalmente de Kierkegaard en el esclarecimiento de la repetición. Veamos las palabras con que cierra el balance correspondiente: «Como se ve, así como el “instante” ahonda en el presente —frente al vivir en el superficial, disipado y atomizante “ahora”— abriendo desde él el porvenir, la “repetición” vuelve la vista atrás, asume y retiene lo sido, frente al “olvido” del pasado». Para Kierkegaard, según nos lo acaba de reafirmar, la repetición apunta y mira «hacia adelante» —forlaends— y no «vuelve la vista atrás» —baglaends—. En una palabra, que el instante y la repetición son dos categorías o «actos privilegiados», según los llama Aranguren, que guardan para el forjador una estrechísima relación mutua, siempre progresivos y tocando o constituyendo —«apropiativamente»— la trascendencia. Por lo demás, esta cuestión quedó poco menos que zanjada en la introducción de esta misma obra. Allí, como cosa de mucha monta, Kierkegaard venía a introducir también una «nueva Ética» dentro del marco de lo que él llamaba «filosofía segunda», «cuya esencia es la trascendencia o la repetición», mientras que la esencia de la así llamada «filosofía primera» «es la inmanencia o, dicho en griego, la reminiscencia». Otra vez, bien claro, «repetición contra recuerdo» y no contra «olvido». <<
[vii] La definición de la temporalidad como pecaminosidad implica también la muerte como castigo. Esto significa un cierto avance; y una analogía de lo mismo puede encontrarse, si se quiere, en el hecho de que incluso en el aspecto externo la muerte suele anunciarse tanto más espantosa cuanto más perfecta sea la estructura del organismo. Así, por ejemplo, el animal en putrefacción apesta el aire, en tanto que la muerte y la putrefacción de las plantas esparcen unos aromas casi más gratos que la misma fragancia de su floración. En un sentido mucho más profundo sepuede decir que cuanto más se encumbre al hombre, tanto más espantosa será su muerte. El bruto propiamente no muere; la muerte, en cambio, se manifiesta con todo su espanto cuando el espíritu está puesto como espíritu. Por eso mismo la angustia de la muerte está en correspondencia con la angustia del nacimiento. A este propósito no perderé ni un minuto en repetir todo lo que se ha dicho de la muerte como metamorfosis; a veces, desde luego, eso que se ha dicho es verdad, pero otras muchas sólo han sido ingeniosidades; en parte se ha dicho con entusiasmo, pero en la mayoría de los casos sólo por frivolidad. En el momento de la muerte encuéntrase el hombre en el ápice extremo de la síntesis; es como si el espíritu no pudiera estar presente, pues el espíritu no puede morir y, sin embargo, tiene que esperar, ya que el cuerpo sí que ha de morir. La visión pagana de la muerte era más suave y atractiva, como también la sensibilidad del paganismo era más ingenua y su temporalidad más despreocupada; pero, en cambio, a aquélla le faltaba lo que pudiéramos llamar el supremo significado de la muerte. Si leemos el bello tratado en que Lessing describe cómo el arte antiguo representaba la muerte, no podemos negar que nos atraviesa el alma una onda de agradable melancolía al contemplar la imagen de aquel genio durmiente, o la hermosa solemnidad con que el genio de la muerte inclina su cabeza y apaga la antorcha. Hay en todo esto, si así se quiere, algo que le tienta y le anima a uno a confiarse a semejante guía, un guía tan apaciguado como un recuerdo con el que no se recuerda nada. Pero, por otro lado, también hay algo muy desagradable en el seguimiento de este guía silencioso; porque, en verdad, no oculta nada, su figura no es ningún incógnito y, por la misma razón, como es él, así es la muerte, y con ésta todo lo demás se acabó. Hay también una insondable melancolía en el gesto amistoso que este genio hace al inclinarse sobre el moribundo, al mismo tiempo que con el soplo del último beso apaga el postrer resplandor de la vida, mientras que todo lo vivido fue ya desapareciendo poco a poco. Y así, la muerte seha quedado sola, como un misterio profundamente inextricable que, sin embargo, nos ha venido a explicar que la vida entera no era más que un juego, en el que todo terminaba, tanto las cosas grandes como las pequeñas, huyendo como los niños de la es cuela…, hasta que al fin se marchó la misma alma, es decir, el maestro de escuela. Claro que aquí también reina plenamente el mutismo de la aniquilación: todo no era más que un juego de niños, y ahora el juego ha terminado para siempre. (N. del A.) <<
[viii] Lo aquí expuesto hubiera podido encontrar también su sitio adecuado en el capítulo primero. No obstante, hemos preferido colocarlo en este lugar, por la sencilla razón de que nos sirve como la mejor introducción para lo siguiente. (N. del A.) <<
[ix] Cf. Efesios, IV, 19. (N. del A.) <<
[5] En la versión castellana de la Biblia de Nácar-Colunga se dice: los «embrutecidos». Mejor sería traducirlo por: «los que han perdido todo sentimiento», o «los que no se duelen de nada». <<
[6] El propio autor ha anotado en otro lugar y reiteradamente que la denominación de «ironista único» corresponde a Sócrates y que en cambio, cosa queya no era tan fácil de prever, la denominación emparejada corresponde justamente a Hamann. Cf. Papirer, t. V, B 44 y B 5514 Véase también el motto inicial de este mismo libro. <<
Kierkegaard además de sus Obras nos ha dejado sus Papeles. Éstos —en la única edición completa que existe de los mismos— llenan veinte volúmenes, varios más que las Obras. Se dividen en tres partes, simultaneadas. La parte A contiene los famosos «diarios», de los que sólo se conocen extractos por las diversas traducciones, siendo hasta ahora los más extensos los de la traducción italiana de C. Fabro —tresvolúmenesy los de la francesa de Ferlov y Gateau —cinco volúmenes—. La parte B contiene anotaciones y ensayos en torno a las mismas obras del autor, e incluso alguna obra completa que Kierkegaard no quiso editar entre las demás, como es el caso de El libro de Adler en el t. VII, sección segunda. En el citado t. V, según anunciábamos ya en nuestro mismo prólogo, le dedica nada menos que 47 páginas a El concepto de la angustia. Finalmente, la parte C en cierra trabajos de diversa índole.
La investigación en torno a la vida y al pensamiento de Kierkegaard no puede avanzar segura sin este material copioso e insustituible. De ahíla necesidad imperiosa de que todo investigador de esa vida y de esa obra empiece por saber danés. Billeskov Jansen nos cuenta a este propósito una anécdota bien curiosa al comenzar el prólogo de un librito suyo acerca del estilo literario de Kierkegaard. Dice que una vez, en la primavera de 1948 y con ocasión de un congreso de Filosofía, viajaba con otros muchos de los congresistas en el tren de Roma a Florencia. A su lado se sentaba un francés, y cuando éste se enteró de que aquél era de Dinamarca, lo abrazó efusivamente, diciendo: «¿Usted danés? ¡Qué suerte!»; y volviéndose a los demás viajeros filósofos: «El señor es danés. Él puede leer las obras de Kierkegaard en el original y, además, puede leer todos los papeles póstumos de Kierkegaard, mientras que nosotros tenemos que contentarnos con extractos».
[7] El autor pone también aquí necia (dum), concordando con el texto griego de los lugares evangélicos citados: Mt., V, 13,y Le., XIV, 34. <<
[8] Cf. 1 Cor., VIII, 4. En todas las traducciones de la Biblia, incluso en la danesa, se dice: «sabemos que el ídolo no es nada en el mundo». <<
[9] Nombre dado a los herejes que profesaban las doctrinas de Carpócrates de Alejandría (siglo II). Según ellos, no se podía llegar a la perfección sino una vez recorridos todos los caminos del pecado, incluso los más nefandos. <<
[x] Entre los griegos no podía plantearse de este modo el problema de la religiosidad. Con todo es muy hermoso leer lo que Platón nos dice en algunos de sus textos y ver cómo saca partido de ello. Una vez que Epimeteo había provisto al hombre con toda clase de dones, se acercó a Júpiter y le preguntó si en último término no debía repartir también la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, lo mismo que había hecho con todos los demás dones y de tal suerte que uno solo de los hombres recibiera aquella capacidad, así como otro había recibido el don de la elocuencia, otro el de la poesía y un tercero el del arte. Pero Júpiter respondió que aquella capacidad tenía que repartirse por igual a todos los hombres, ya que les pertenecía a todos ellos de una manera igualmente esencial. (N. del A.) <<
[xi] Sin embargo, no se debe olvidar que la analogía con el caso de Adán encierra aquí no poca inexactitud, ya que en el individuo posterior no nos encontramos con la inocencia, sino con la conciencia reprimida del pecado. (N. del A.) <<