En uno de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que siga su camino, sin preocuparnos ahora de si llegó o no llegó a encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo que sí quisiera dejar bien claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda se busca de una u otra manera su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado, o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse de la debida forma ha alcanzado el saber supremo.
El hombre no podría angustiarse si fuese una bestia o un ángel. Pero es una síntesis, y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no hay que entenderlo —como lo suele entender la mayoría de la gente— en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de tal ma
nera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en este sentido ha de entenderse lo que se dice acerca de Cristo: «que se angustió hasta la muerte»; y también así se ha de entender lo que el mismo Cristo le dice a Judas: «Lo que has de hacer, hazlo pronto». Ni siquiera las terribles palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», que a Lutero tanto le horrorizaban cada vez que predicaba sobre ellas…, ni siquiera estas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las anteriormente citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas palabras se designa la situación en que Cristo se encontraba, mientras que con las primeras se designa la relación a un estado todavía inexistente.
La angustia es la posibilidad de la libertad. Sólo esta angustia, junto con la fe, resulta absolutamente educadora. Y esto en la medida en que consuma todas las limitaciones finitas y ponga al descubierto todas sus falacias. A este propósito se puede afirmar que no ha existido ningún gran inquisidor que tuviera preparados tormentos tan espantosos como los de la angustia; y que no ha habido ningún espía que como la angustia supiera atacar con tanta astucia a los sospechosos, precisamente en el momento en que se manifestaban más débiles, o embaucándoles para que ellos mismos se metieran en el garlito como corderos; y, finalmente, que nunca ha habido un juez que con tanta perspicacia acertase a examinar una y mil veces al acusado como lo hace la angustia, la cual no le suelta en ninguna ocasión, ni en las diversiones, ni en medio del bullicio, ni en el trabajo, ni durante el día, ni durante la noche.
El educando de la angustia es educado por la posibilidad, y solamente el educado por la posibilidad está educado con arreglo a su infinitud. Por eso la posibilidad es
la más pesada de todas las categorías. Es verdad que generalmente se suele afirmar lo contrario, que la posibilidad es muy ligera y que la realidad es muy pesada. Pero ¿a quiénes se les oye afirmar semejante cosa? A algunos pobres diablos que no han sabido nunca lo que es posibilidad y que, por otra parte, en cuanto la realidad les ha mostrado bien a las claras que nunca sirvieron ni servirán para nada de provecho, se han puesto a refrescar de un modo falaz una determinada posibilidad. ¡Una posibilidad tan bella y tan encantadora! —a sus ojos, se entiende—, porque en el fondo, tal posibilidad, y esto en el mejor de los casos, no es más que una cierta simplicidad juvenil, de la que más bien deberían avergonzarse. Por esta razón, naturalmente, la idea que ellos tienen de la posibilidad, afirmándola tan fácil, no apunta más que a una posibilidad de dicha, éxito, etc. Pero la posibilidad no es esto. ¿Cómo lo iba a ser si sólo se trata de una invención fraudulenta para camuflar la perversión humana y así tener motivos para lamentarse de la vida y la Providencia, a la par que se tiene la oportunidad de darse uno mismo importancia? No, en la posibilidad es todo igualmente posible, y quien haya sido educado de veras por la posibilidad habrá llegado a comprender con no menor perfección las cosas que nos infunden espanto como las que nos hacen sonreír. Cuando uno de estos hombres haya pasado por la escuela de la posibilidad y sepa, con mayor seguridad que el niño conoce su abecedario, que no puede exigir absolutamente nada de la vida, que el espanto, la perdición y ruina habitan puerta con puerta a la vera de todo ser humano; cuando, por añadidura, uno de estos hombres haya comprobado a fondo que cualquier angustia que llegó a sobrecogerle en un momento dado no dejó tampoco de volver a la cita en el momento sí
guiente…, entonces, sin duda, este hombre dará otra explicación de la realidad, la ensalzará y se acordará, incluso cuando la realidad sea más aplastante, que a pesar de todo ella es muchísimo más ligera que lo era la posibilidad. Solamente la posibilidad puede educar de esta manera, pues la finitud y las circunstancias finitas en que se le ha señalado un puesto al individuo sean pequeñas y vulgarísimas o hagan época en la historia, sólo educan finitamente. En este caso siempre es posible engaitar las circunstancias, siempre se puede sacar de ellas algo distinto, andar con regateos y rebajas, mantenerse uno fuera hasta cierto punto e impedir que se aprenda absolutamente nada de las mismas. Es más, de tener que sacar alguna lección de las circunstancias, es preciso que el individuo a su vez posea en sí mismo la posibilidad y forme con sus propias manos la cosa de la que ha de aleccionarse, y esto aunque en el próximo momento tal cosa no reconozca en absoluto que él la formó, sino que lo deja desarmado del todo.
Ahora bien, para que un individuo sea educado de un modo tan absoluto e infinito por la posibilidad, se necesita que él, por su parte, sea honrado respecto de la posibilidad y que tenga fe. Por fe entiendo yo aquí lo que con mucha exactitud consigna Hegel —eso sí, a su modo, siempre tan típico— en alguna parte de su obra, a saber, la certeza interior que anticipa la infinitud. Si se administran honradamente los descubrimientos de la posibilidad, entonces ésta descubrirá también todas las limitaciones finitas, pero idealizándolas en la forma de la infinitud y anegando al individuo en la angustia, hasta que éste, por su parte, las venza en la anticipación de la fe.
Lo que estoy diciendo quizá les parezca a muchos un discurso sombrío y mediocre. No me extraña, pues se trata de gentes que incluso sejactan de no angustiarse nunca. A
estas gentes les respondería yo que ciertamente no debemos angustiamos por los hombres y por las cosas finitas, pero teniendo muy en cuenta que solamente el que haya recorrido la angustia de la posibilidad estará bien educado para no caer presa de la angustia…, no porque evite los horrores de la vida, sino porque éstos siempre serán insignificantes en comparación con los de la posibilidad. Si mi interlocutor, no obstante, insiste en la opinión de que su grandeza estriba en el hecho de no haberse angustiado nunca, entonces no tendría por mi parte ningún inconveniente, sino sumo gusto, en ofrecerle la explicación que a mí me merece el fenómeno de tal jovialidad, a saber, que todo ello es debido a su falta enorme de espiritualidad.
Nunca alcanzará la fe el individuo que ande engañando a la posibilidad, que es la única que le puede educar a uno. Su fe será en este caso una mera prudencia de las cosas finitas, lo mismo que su escuela no ha sido otra que la de la finitud. Ahora bien, a la posibilidad se la engaña de todos los modos; puesto que, de no ser así, bastaría con que uno, quienquiera que éste sea, se asomase un poco a la ventana para ver que la posibilidad no necesitaba otro incidente como punto de partida de sus peculiares ejercicios. Hay un cuadro de Chodowiecki que representa la rendición de Calais[1] contemplada por cuatro temperamentos; el propósito del artista ha sido que las diversas impresiones se reflejaran en la fisonomía de los diferentes temperamentos. La vida más corriente de todas tiene sin duda bastantes acontecimientos, pero la cuestión más importante gira en torno de la posibilidad en el individuo y si éste, dentro de la posibilidad, es honrado consigo mismo. De un anacoreta indio, que había vivido dos años enteros alimentándose solamente del rocío que cae del cielo, se cuenta que vino un buen día a la ciudad y que, habiendo degustado el producto de la vid, se hizo un bebedor consumado. Esta historia, como otras muchas por el estilo, puede entenderse de varias maneras. Puede hacérsela cómica o, si se quiere, trágica. Sin embargo, cualquier personalidad que sea educada por la posibilidad tendrá bastante con una sola historia de esta clase. Porque tan pronto como haya adquirido esa educación, quedará totalmente identificada con aquel infeliz, no conociendo ningún portillo, dentro de los muros de la finitud, por el que pueda escaparse. Ahora la angustia de la posibilidad ya ha hecho presa en nuestro individuo, hasta que redimido lo tenga que depositar en los brazos de la fe. Nuestro individuo no encontrará reposo en ninguna otra parte, porque cualquier otro punto de reposo no es más que cháchara, aunque a los ojos de los hombres sea prudencia. Ésta es la razón de que la posibilidad sea tan absolutamente educadora. En la realidad nunca ha habido un hombre tan desdichado que no conservase un pequeño resto de esperanzas, y por eso dice la sensatez con no poca exactitud: el que es listo no ignora cómo salir de los apuros. En cambio, el que haya seguido el curso íntegro que la posibilidad nos da en la asignatura de las desgracias lo ha perdido todo, absolutamente todo y como nadie lo perdiera nunca en la realidad. Pero si este individuo
no anduvo engañando a la posibilidad que le quería educar, si no trató de embaucar a la angustia que quería su salvación…, entonces, como contrapartida, lo volverá a recobrar todo, como nadie lo recobró nunca en la misma realidad, aunque lo recobrara todo centuplicado. La razón es bien sencilla, ya que el discípulo de la posibilidad llegó a alcanzar la infinitud, mientras que el alma del otro se fue extinguiendo en la finitud. En la realidad nadie se hundió nunca tan hondo que no pudiera hundirse todavía más, o que no existiera algún otro o muchos que se habían hundido más que él. ¡Ah, pero qué tiene esto que ver con el que se hundió en la posibilidad! ¡El vértigo se asomaba a su mirada, y sus ojos estaban tan desorbitados que ya no era capaz de divisar, mientras se ahogaba, la congruencia de los criterios que los hombres de circunstancias le proponían como tabla de salvación! ¡Y sus oídos estaban tan embotados que ya no oía las cotizaciones estupendas que se hacían de los hombres en los corros bursátiles de la época! ¡No, nuestro hombre ya no oía decir a la gente: que él era tan bueno como lo pueda ser cualquiera de la masa! Nuestro hombre, pues, se hundió del todo en la posibilidad. Pero, ¡en ese mismo momento empezó a emerger desde la profundidad del abismo y con mayor celeridad que todas las cosas gravosas y terribles de la vida!
Lo que no se puede negar es que el discípulo de la posibilidad, si bien no esté expuesto como los discípulos de la finitud a entrar en relación con malas compañías o a descarriarse de uno u otro modo, sin embargo, está propenso a correr un riesgo muy grave, el del suicidio. Estará perdido, desde luego, si al comienzo de su educación característica llega a entender mal la angustia, de tal forma que ésta no le conduzca a la fe, sino que le aparte de ella.
En cambio, el que se inicie bien en su formación permanecerá junto a la angustia y no se dejará engañar por sus innumerables falacias, al mismo tiempo que recordará con exactitud todo lo pasado. Por su parte, los ataques de la angustia terminarán siendo espantosos, pero, por muy tremendos que ellos sean, aquél no los rehuirá. La angustia será para él un espíritu a su servicio y le conducirá, mal que le pese, adonde él quiera. Cuando ella se anuncie, cuando ella dé a entender insidiosamente que acaba de inventar algunos medios terroríficos completamente nuevos y que ha llegado a ser más espantosa que nunca, entonces él no retrocederá, ni menos tratará de alejarla con ruidos y algarabía, sino que le dará la bienvenida y la saludará de una manera festiva, como Sócrates que hizo vibrar en el aire, a modo de brindis, la copa de la cicuta mortal. Así nuestro hombre se encerrará a solas con la angustia y como un paciente hospitalizado le dirá al cirujano en el momento mismo de comenzar la dolorosa operación: ¡estoy dispuesto! Y la angustia le inundará el alma entera y escudriñará todos sus entresijos; y, angustiando, expulsará todo lo finito y todas las mezquindades que haya en ella; y, finalmente, lo conducirá a donde él quiera.
Los hombres, por lo general, desearían estar presentes en el momento de producirse uno de esos acontecimientos extraordinarios que causan sensación en la vida, o cuando un héroe histórico reúne en torno a sí a otros héroes para llevar a cabo una de sus heroicas hazañas, o cuando sobreviene una gran crisis y todo alcanza la mayor trascendencia. Es un deseo bien natural, pues todo esto —muy posiblemente— educa. Sin embargo, hay un método mucho más fácil para educarse de un modo mucho más radical. Tomad a un discípulo de la posibilidad, colocadlo en medio de los páramos de Jutlandia, donde
no ocurre ningún acontecimiento, donde el mayor suceso es la estrepitosa toma de vuelo del urogallo…, pues bien, yo os digo que ese hombre tendrá una experiencia vital más perfecta, más exacta y más profunda que la que pueda tener el que, no habiendo sido educado por la posibilidad, haya cosechado los mayores aplausos en el teatro de la historia universal.
Por todo ello, al formarnos para la fe, la misma angustia irá extirpando precisamente lo que es típico producto suyo. La angustia descubre el destino, pero en cuanto el individuo pretenda confiarse al destino, la angustia cambiará de dirección y mantendrá alejado al destino. Pues tanto el destino como la angustia, y tanto la angustia como la posibilidad, no son más que fórmulas mágicas. Por eso, mientras que en relación con el destino la individualidad no se transforme a sí misma de la manera aludida, nunca dejará tampoco de conservar un cierto resto dialéctico, que ninguna finitud podrá exterminar. Esto es tan evidente como que jamás perderá su fe en la lotería el individuo que no la pierda por convencimiento íntimo, sino solamente perdiendo una y otra vez siempre que juega un décimo. La angustia entra en baza, con toda presteza, tan pronto como el individuo quiera escabullirse de algo o enjuagarse en algo, e incluso tratándose de la cosa más insignificante. La cosa en sí misma quizá sea una bagatela y vista desde fuera, desde el ángulo de la finitud, quizá el individuo no pueda sacar ningún partido ni aprender nada de ella, pero la angustia no se anda con titubeos, sentencia en corto, impone en seguida el triunfo de la infinitud y de la categoría, con lo que el individuo queda desarmado. Muy bien puede suceder que semejante individuo no tema el destino en el sentido externo, sus avatares y sus derrotas; pues la angustia misma que hay en él ha suplantado con su labor educadora al destino y, en consecuencia, se lo ha arrebatado todo, absolutamente todo, como ningún destino se lo puede quitar a uno. Sócrates afirma en el Cratilo que es una cosa terrible ser engañado por uno mismo, ya que entonces siempre se tiene al embaucador en casa. Así también podemos afirmar nosotros que es una dicha inmensa tener en la propia casa un engañador de la talla de la angustia, que nos embauca de una manera piadosa y constantemente está como destetando al nulo antes de que la finitud haya tenido tiempo de ejecutar ninguna de sus chapuzas.
Este tema guarda una relación especial con la situación de nuestra época. En ella, por un lado, no es nada fácil encontrar una personalidad que esté así educada por la posibilidad. Pero, por otro lado, nuestra época encierra una peculiaridad magnífica para todas aquellas personas que tengan un cierto fondo y deseen de veras conocer el bien. Porque cuanto más pacífica y sosegada sea una época, cuanto con mayor exactitud todo siga en ella su curso regular —hasta tal punto que el bien llegue a alcanzar su recompensa en este mundo—, tanto más fácilmente podrá engañarse el individuo en lo que atañe a sí mismo, no sabiendo a ciencia cierta si todas sus aspiraciones no perseguirán en definitiva un fin meramente finito, por muy bello que éste sea. Tal no es, desde luego, el cariz de nuestra época. En los tiempos que corremos no se necesita ni siquiera haber sobrepasado los dieciséis abriles para comprender que el que ahora tenga que subir al tablado del teatro de la vida se asemeja muchísimo a aquel hombre que en el camino de Jericó cayó en manos de los ladrones[2]. De ahí que el hom
bre que no quiere hundirse en la miseria de la finitud no tenga más remedio hoy en día que lanzarse con todas sus fuerzas hacia la infinitud. Todo esto viene a ser como una orientación preambular en estrecha relación con la educación propia de la posibilidad. Claro que esta orientación sería completamente nula si no fuese por la misma posibilidad, en cuanto ésta colabora a que aquélla se lleve a cabo. Así las cosas, y una vez que la prudencia humana haya puesto en práctica todos sus innumerables cálculos y hasta crea haber ganado ya la partida, sobreviene la angustia —cuando en realidad todavía no se ha perdido ni ganado la partida— y le hace una cruz al mismo diablo. En llegando a este punto ya no puede nada la prudencia humana, y sus combinaciones más hábiles desaparecen como una broma ante el nuevo caso que la angustia acaba de formar, recurriendo a la omnipotencia peculiar de la posibilidad. La angustia está siempre presente, incluso cuando se trate de la cosa más insignificante, y tan pronto como el individuo, haciendo únicamente alarde de astucia, pretenda darle un giro distinto a la cosa; o tan pronto como aquél quiera zafarse de algo y todas sean probabilidades a favor de su éxito…, ya que la realidad nunca es un examinador tan exigente como la angustia. Si el individuo la rechaza, so pretexto de que la cosa en cuestión es una bagatela, entonces la angustia convertirá esa bagatela en una cosa importante, del mismo modo que el lugar de Marengo alcanzó importancia en la historia de Europa en virtud de la gran batalla que allí se librara. Sin embargo, una individualidad nunca quedará plenamente libre de los lazos de la prudencia, mientras ella misma no los desate todos de la manera indicada. Pues la finitud no hace más que explicar las cosas de un modo parcelario, nunca totalmente; y, por otro lado, el individuo que guiado por
la prudencia no hizo más que equivocarse en su vida —cosa que si se atiende a la realidad resulta inconcebible—, puede muy bien echarle la culpa de sus equivocaciones a la prudencia misma y, en consecuencia, se esforzará por ser todavía más prudente en el futuro.
La angustia, con la ayuda de la fe, educa al individuo para que descanse en la Providencia. Y lo mismo acontece con la culpa, que es la otra cosa que la angustia nos descubre. Está perdido en la finitud quien solamente por la misma finitud llegue a conocer su culpabilidad. La cuestión de si un hombre es culpable no se puede resolver finitamente, a no ser de un modo externo, jurídico y sumamente imperfecto. Por eso, quien llegue a conocer su culpa sólo por analogías con sentencias policíacas o de los tribunales de justicia nunca comprenderá propiamente que él sea culpable. Porque si un hombre es culpable, lo es infinitamente. ¿Que acontecería, por tanto, con un individuo semejante, sólo educado por la finitud, si no fuera condenado como culpable por la policía o por la opinión pública? Que se tornaría eo ipso una de las cosas más ridículas y lastimosas que podamos imaginarnos en el mundo, o sea: ¡un modelo de virtudes, que aventajaría un poco en bondad a la mayoría de las gentes de la feligresía, pero a quien le faltaba aún bastante para ser tan bueno como el párroco! ¿De qué ayuda no iba a estar necesitado en la vida un tipo semejante, si ya antes de su muerte se le podía incluir en una colección de «vidas ejemplares»? De la finitud se pueden aprender muchas cosas, pero no a angustiarse, a no ser en un sentido muy mezquino y pernicioso. En cambio, quien de veras haya aprendido a angustiarse podrá muy bien iniciar un ritmo de baile cuando las angustias de la finitud cierren su corro plañidero, o cuando los discípulos de la misma pier
dan la razón y los ánimos. En este aspecto nos solemos engañar con no poca frecuencia en la vida. El hipocondríaco siente angustias por cualquier pequeñez, pero empieza a respirar cuando aparece lo importante. Y ¿por qué? Porque la importante realidad no es nunca tan espantosa como la posibilidad que él mismo ha conformado, habiendo consumido todas sus fuerzas en esa tarea conformadora de la posibilidad…, mientras que ahora, frente a la realidad, puede concentrar íntegramente todas sus fuerzas. Sin embargo, el hipocondríaco no es más que un autodidacta imperfecto en comparación con aquel que es educado por la posibilidad. La razón de esta imperfección reside en el hecho de que la hipocondría depende en parte del cuerpo y es, consiguientemente, algo incidental[i]. El verdadero autodidacta —cabalmente por serlo y en la misma medida en que lo sea— es teodidacta, según nos ha dicho otro escritor[ii][3] o digamos, para no emplear una expresión de tan marcado sesgo intelectual, que aquél es αὐτουργός τις τῆς φιλοςφίας y en el mismo grado ϑεουργός[iii][4]. Por eso, quien en relación con la culpa esté educado por la angustia nunca podrá descansar hasta que lo haga en la Providencia.
Aquí termina esta investigación, precisamente en el mismo punto en que empezara. Pues la angustia pasa a ser el objeto de la Dogmática tan pronto como la Psicología haya acabado con ella.