IV. La angustia del pecado o la angustia como consecuencia del pecado en el individuo

El pecado vino al mundo por medio del salto cualitativo, y así sigue viniendo constantemente. Podría creerse, una vez que se ha dado el salto aludido, que la angustia también ha quedado abolida, ya que ésta fue definida como la aparición de la libertad ante sí misma en la posibilidad. Ahora bien, el salto cualitativo es la realidad, y en este sentido han quedado indudablemente abolidas tanto la posibilidad como la angustia. La cosa, sin embargo, es bien distinta. Porque, de una parte, un solo momento no constituye la realidad y, por otra parte, la nueva realidad introducida es una realidad injustificada. Por tanto, la angustia retorna nuevamente en relación con la realidad introducida y con lo por venir. Mas ahora el objeto de la angustia es algo determinado, su nada es algo real, pues ha quedado establecida in concreto la diferencia entre el bien y el mal[i] y, en consecuencia, la angustia ha perdido su típica ambigüedad dialéctica. Esto vale tanto para Adán como para el individuo posterior, pues el salto cualitativo los hace totalmente iguales.

Cuando el pecado se establece en el individuo mediante el salto cualitativo, queda también establecida la diferencia entre el bien y el mal. Nosotros no nos hemos hecho cómplices en ninguno de los lugares de nuestra obra de esa insensatez que afirma que el hombre tiene que pecar. Al revés, siempre hemos protestado contra todo saber meramente experimental y siempre hemos dicho, repitiéndolo ahora una vez más, que el pecado se supone a sí mismo como le pasa también a la libertad, y que ni el uno ni la otra pueden explicarse por algo previo. Cualquier explicación se hace imposible de raíz si se empieza afirmando que la libertad entra en escena como un liberum arbitrium —que no se logra encontrar por ningún lado; véase Leibniz— que con la misma facilidad elige lo bueno que lo malo. El hablar del bien y del mal como objetos de la libertad equivale a hacer finitas ambas cosas, tanto la libertad como los conceptos del bien y del mal. La libertad es infinita y no brota de nada. Por eso, afirmar que el hombre peca necesariamente es lo mismo que querer convertir el círculo del salto en una línea recta. El hecho de que semejante conducta les parezca a muchos altamente plausible es un síntoma muy claro de que para la mayoría de los hombres sea el aturdimiento el estado más natural de todos y, además, que en todas las épocas han sido legión los que consideraron muy elogiable esa manera de pensar que en vano fue bautizada a lo largo de los siglos como λόγος ἀργός —Crisipo—, ignava ratio —Cicerón—, sophisma pigrum y la raison paresseuse —Leibniz.

La Psicología vuelve a tener ahora la angustia como objeto propio, pero ha de avanzar con precaución. La historia de la vida individual marcha hacia adelante en un movimiento de situación a situación. Toda situación aparece por medio de un salto. El pecado, si no se lo para, sigue viniendo al mundo de la misma manera que lo hizo la primera vez. Cada una de sus repeticiones no es, a pesar de todo, una simple consecuencia, sino un nuevo salto. A cada uno de estos saltos le precede, como su máxima aproximación psicológica, una situación. Esta situación es el objeto de la Psicología. En toda situación está presente la posibilidad y por consiguiente la angustia. Así acontece desde que fue introducido el pecado, pues solamente en el bien se da la unidad de la situación y del tránsito.

1. La angustia ante el mal

a) El pecado, una vez cometido, es ciertamente una posibilidad abolida, pero también es una realidad injustificada. En este sentido la angustia puede muy bien relacionarse con él. El mismo pecado ha de ser negado a su vez, puesto que se trata de una realidad injustificada. Éste es el trabajo que aborda la angustia. Aquí encuentra precisamente su mejor palestra la astucia sofística de la angustia. Mientras la realidad del pecado tiene asida una mano de la libertad en su helada diestra —como el Comendador la de Don Juan—, la otra mano libre gesticula con las ilusiones, los engaños y las elocuentes llamadas del hechizo[ii].

b) El pecado, una vez cometido, trae consigo su consecuencia, por más que ésta sea una consecuencia extraña a la libertad. Esta consecuencia se anuncia a sí misma y la angustia se relaciona con su llegada, que constituye la posibilidad de una nueva situación. Por mucho que se haya hundido un individuo, todavía puede hundirse más, y este «puede» es el objeto de la angustia. Cuanto más se relaje aquí la angustia, tanto más claramente se dará a entender que la consecuencia del pecado le ha calado al individuo insuccum et sanguinem[1] y que el pecado ha obtenido carta de naturaleza en dicha personalidad.

El pecado, naturalmente, significa aquí lo concreto; porque nunca se peca de un modo abstracto, o en general. Ni siquiera del pecado[iii] de querer retrotraerse por encima de la realidad del pecado se puede afirmar que sea un pecado abstracto, ya que este pecado no ha existido nunca. No es necesario conocer mucho a los hombres para darse cuenta en seguida de la sofística que emplean, a saber: comportarse siempre de tal manera que sólo choquen en un punto único, pero que esté cambiando sin cesar. La angustia quiere eliminar la realidad del pecado, mas no del todo, sino hasta cierto punto. O, dicho con mayor exactitud, la angustia acepta hasta cierto punto la permanencia de la realidad del pecado, pero, nótese bien, solamente hasta cierto punto. Por eso no es nada extraño que incluso se ponga a jugar un poco con las categorías cuantitativas. Sí, cuanto más desarrollada sea la angustia, tanto más lejos llevará ese juego. ¡Ah!, pero tan pronto

como las bromas y el pasatiempo de la determinación cuantitativa pretendan trabar al individuo dentro del salto cualitativo —que está al acecho como el oso hormiguero que espera, en el embudo abierto en la arena blanda, a que aparezcan las hormigas—, tan pronto como eso suceda, la angustia empezará a retirarse con toda cautela, refugiándose primero en un reducto que se pueda defender y todavía sin pecado, y luego irá a refugiarse en otro. Porque es una cosa muy rara que se dé una conciencia de pecado unida profunda y seriamente con la expresión del arrepentimiento. Sin embargo, por consideración a mí mismo, por consideración alas ideas y al mismo prójimo, tendré mucho cuidado para no expresarme en este caso del modo en que probablemente lo hubiese hecho Schelling, el cual en alguna parte nos habla del genio de la acción en el mismo sentido en que pudiera hacerlo acerca del genio de la música, etc., etc. Así es como algunas veces, incluso sin caer en la cuenta de ello, se llega a destruirlo todo con una sola palabra que pretende ser explicativa. Todo se ha perdido, desde luego, si cada hombre no participa esencialmente en lo absoluto. Por eso, en la esfera de lo religioso no se debe hablar acerca del genio como si se tratara de un don especial que solamente se les concede a algunos individuos; porque el don consiste aquí en que se quiera, y a quien no quiera se le ha de guardar al menos la consideración de no tenerle lástima.

El pecado, hablando en términos éticos, no es ninguna situación. Por su parte, toda situación es siempre la última aproximación psicológica con respecto a la situación inmediata. Ahora bien, la angustia nunca deja de estar presente como posibilidad de la nueva situación. En la situación primeramente descrita, en la letra a, la angustia es más perceptible; en cambio, en la b desaparece por momentos. Pero, a pesar de todo, en el segundo caso la angustia acecha desde fuera al individuo y, considerada desde el punto de vista del espíritu, es mayor que en ningún otro caso. La angustia en a se refiere a la realidad del pecado, de la cual hace brotar sofísticamente la posibilidad, en tanto que éticamente peca. La angustia ejecuta aquí un movimiento contrario al que realiza desde la inocencia; pues en ésta, hablando en términos de Psicología, saca la realidad de la posibilidad del pecado, si bien tal realidad a los ojos de la Ética siempre surja mediante el salto cualitativo. En b la angustia se refiere a la posibilidad extrema del pecado. Si la angustia disminuye en este punto, entonces explicaremos el hecho afirmando que la consecuencia del pecado es la que vence.

c) El pecado, una vez cometido, es una realidad injustificada. Es realidad y como tal es incorporada por el individuo a la esfera de los remordimientos. Sin embargo, el remordimiento no se torna libertad del individuo, sino que en relación con el pecado queda reducido a mera posibilidad; con otras palabras, el remordimiento no puede abolir el pecado, lo único que puede es entristecerse por él. El pecado avanza en el sentido de su consecuencia y los remordimientos le siguen paso a paso, pero siempre con un instante de demora infranqueable. El remordimiento se impone a sí mismo la obligación de contemplar lo que es horroroso de ver, pero a semejanza de aquel loco Rey Lear —«¡pieza arruinada de la creación!»—[2] ha perdido las riendas del gobierno y solamente ha conservado el poder de apesadumbrarse. La angustia alcanza ahora su cima más alta. Los remordimientos han perdido la razón y la angustia se concentra en los remordimientos. La consecuencia del pecado sigue avanzando y arrastra consigo al individuo, como si fuera una mujer a quien el verdugo arrastra por los cabellos, mientras ella grita de desesperación. La angustia va delante y descubre la consecuencia antes de que ésta sobrevenga. Es como si uno mismo notase por todo su cuerpo las señales de la tormenta que se avecina. Sí, la tormenta cada vez está más próxima. El individuo se estremece hasta los huesos, igual que el caballo que con grandes resuellos se encabrita en el mismo lugar en que otra vez se espantó. El pecado triunfa. La angustia se lanza desesperada en los brazos del remordimiento, el cual osa hacer un último esfuerzo. Para él la consecuencia del pecado es una pena aflictiva y, por su parte, la perdición viene a ser la consecuencia del pecado. Todo está perdido para él, su sentencia acaba de ser pronunciada, su condenación es segura y el gravamen punitivo de su sentencia consistirá en que el individuo sea arrastrado durante la vida entera hasta el lugar de la ejecución. En una palabra, que el remordimiento se ha vuelto loco.

Estas sugerencias macabras se podrán comprobar por la vida misma en no pocas ocasiones. Raramente se encontrará tal estado de alma en las naturalezas del todo corrompidas, pues, por lo general, solamente se da en las naturalezas más profundas. Sin duda es preciso poseer una originalidad bien significativa, a la par que un tesón de voluntad insensata, para no caer en las formas descritas en a y b. No hay ninguna dialéctica que sea capaz de refutar el sofisma que logra forjar en cada momento el remordimiento loco. Este remordimiento entraña una contrición que tanto en el lenguaje como en la dialéctica de la pasión le hace mucho más potente que el verdadero arrepentimiento. En otro sentido, claro está, es mucho más impotente. Sin embargo, es muy curioso ver —y no lo habrá dejado seguramente de notar todo el que haya observado este fenómeno— cuán enormes son las dotes suasorias y la elocuencia que semejante arrepentimiento despliega para desarmar todas las dificultades que se le pongan al paso y convencer de su postura a todos los que se le acercan. Esta defensa constituirá para él una distracción pasajera y en seguida lo encontraremos nuevamente sumido en su peculiar estado de desesperación. De nada servirá que otros pretendan conjurar este espanto con palabras y frases hechas. Lo único que se conseguirá por este camino es verificar a ciencia cierta que todas esas prédicas no son más que balbuceos de niño en comparación con la elocuencia elemental de que dispone el que se retuerce de remordimientos. Por lo demás, este fenómeno igualmente puede presentarse en relación con la sensibilidad —caso de la bebida, los estupefacientes, el libertinaje, etc.— como en relación con las facultades superiores del hombre —soberbia, vanidad, ira, odio, terquedad, perfidia, envidia, etc.—. El individuo, por ejemplo, puede arrepentirse de sus arrebatos coléricos, y cuanto más profunda sea su naturaleza, tanto más hondo será el arrepentimiento. Pero éste no le puede hacer libre, en esto se equivoca. ¿Qué le pasa a nuestro hombre? Que cuando aparece de nuevo la ocasión —ocasión que la angustia ya había descubierto de antemano— se ponen a vacilar todas sus ideas y la angustia chupa la fuerza del arrepentimiento. Entonces le entran vértigos y es como si la cólera hubiese vencido otra vez. Nuestro hombre presiente ya la nueva ola de contrición que inundará su libertad en el momento siguiente, pero llega este momento y la que vence es la cólera.

Cualquiera que sea la consecuencia del pecado, el hecho de que aparezca el fenómeno con las debidas proporciones será siempre un signo de una naturaleza más profunda. El que este fenómeno se vea raramente en la vida —esto es, que haya que ser observador para descubrirlo con mayor frecuencia— se debe a que es algo que se oculta y muchas veces es desalojado del todo, por ejemplo, cuando los hombres usan algunas reglas de prudencia con las que hacen abortar este feto de la vida suprema. Los hombres no quieren complicarse las cosas y saben que basta aconsejarse con fulano y mengano para verificar, sin otro expediente, que se es una persona normal como lo son la mayoría y, además, nunca faltarán dos señores responsables que atestigüen que la cosa es así. Desde luego, el medio más probado para librarse de las inquietudes del espíritu es hacerse inespiritual cuanto primero mejor. Si esta operación se realiza a tiempo, entonces todas las cosas irán a las mil maravillas. Y en lo que respecta a las inquietudes del espíritu, lo mejor será dar con una explicación que las niegue o que, a lo sumo, afirme que han de ser consideradas como ficciones poéticas demasiado picantes. En los tiempos antiguos el camino de la perfección era estrecho y solitario, y la peregrinación por este camino siempre estaba sujeta a descarríos, siempre expuesta a las violencias ladronescas del pecado y siempre acosada por las flechas del pasado, tan peligrosas como aquellas de las hordas escitas; ahora, en cambio, se viaja hacia la perfección en tren y en buena compañía, y sin que uno se entere de nada —de lo concerniente a la perfección, se entiende— ya se está en la meta.

Lo único que de veras puede desarmar los sofismas de los remordimientos es cabalmente la fe, o sea, el coraje de creer que esa misma situación es un nuevo pecado y el coraje de renunciar a la angustia sin angustia. Pero sólo la fe puede llevar a cabo esta obra, sin que por ello aniquile la angustia, sino arrancándose constantemente y con eterna frescura de las garras de la misma. Sólo la fe puede llevar a cabo esta obra, ya que solamente en la fe es posible la síntesis, y esto eternamente y en cada momento.

Fácilmente se comprende que todo lo que acabamos de exponer pertenece a la Psicología. Para la Ética toda la cuestión estriba en que se emplace debidamente al individuo en relación al pecado. Conseguido esto, ya tenemos al individuo arrepintiéndose en el pecado. Y en ese mismo momento, viendo la cosa desde la idea, pasa a ser incumbencia de la Dogmática. El arrepentimiento es la suprema contradicción ética; en parte porque la Ética, al no exigir más que la idealidad, tiene que contentarse con constatar la llegada del arrepentimiento; y, en parte, porque el arrepentimiento resulta dialécticamente ambiguo con respecto a lo que tiene que suprimir. Esta ambigüedad sólo la suprime la Dogmática por medio de la reconciliación, en la cual se esclarece el concepto del pecado original. Además, el arrepentimiento retarda la acción, siendo esta última la propiamente reclamada por la Ética. Por fin, el arrepentimiento no tiene más remedio que convertirse en objeto de sí mismo, ya que el instante del arrepentimiento se convierte en un déficit de la acción. Por este motivo tenemos que considerar como auténtica explosión ética, llena de energía y coraje, la de aquellas palabras del viejo Fichte cuando afirmaba que no había tiempo para arrepentirse. Claro que Fichte se quedó así sin llevar el arrepentimiento hasta su mismo extremo dialéctico, donde aquél una vez puesto pretende eliminarse con un nuevo arrepentimiento y en donde, consiguientemente, termina por desplomarse del todo.

En este párrafo —cosa que también se puede afirmar, en general, acerca de todo este libro— han quedado expuestas las que desde el punto de vista psicológico podríamos llamar posiciones psicológicas de la libertad frente al pecado o, si se prefiere, estados psicológicos aproximativos. Pero, en ningún caso, pretenden ser explicaciones éticas del pecado.

2. La angustia ante el bien (lo demoníaco)

En nuestro tiempo se oye hablar mucho menos que antes acerca de lo demoníaco. Por lo general ya no se atiende para nada a aquellos pasajes aislados que el Nuevo Testamento nos ofrece sobre este punto. Los teólogos, por su parte, prefieren explicar dichos pasajes recurriendo a ciertas observaciones más o menos profundas en torno a uno que otro pecado contra la naturaleza. En estas observaciones se pueden encontrar a su vez no pocos ejemplos de cómo la bestialidad ha llegado a alcanzar tanta fuerza sobre el hombre que éste casi estaba manifestándose de una forma típicamente animal en algunos de sus sonidos inarticulados, o en la mímica y en la mirada. En esto, naturalmente, hay grados. A veces, la bestialidad alcanza una marcada preponderancia en los rasgos faciales del hombre —lo que Lavater llamaría: su expresión fisonómica—, otras veces se trata solamente de un cierto reverbero, algo así como un relámpago que cruza por el rostro humano y nos delata lo que hay allá dentro. En relación con

esto último, ¿quién de nosotros no ha comprobado alguna vez cómo una mirada o un gesto de locura repentinos, más rápidos incluso que el instante más fugaz, hacían parodia, burla y chacota del hombre inteligente, sesudo e ingenioso con quien estábamos conversando? Las acotaciones de los teólogos sobre el particular puede que sean totalmente exactas, pero lo que aquí importa es el fondo del problema. Generalmente se describe este fenómeno de tal manera que resulta evidente a todas luces que aquello de que se está hablando es la esclavitud del pecado. Yo no acierto a describir mejor este estado que recordando aquel juego en el que dos se ocultan bajo una capa para hacerse pasar por una sola persona y, naturalmente, mientras la una habla, la otra gesticula al tuntún, sin que sus gestos guarden ninguna relación con las palabras que se dicen. Éste es, poco más o menos, el modo con que el bruto se ha revestido de la figura del hombre, caricaturizándole constantemente con sus gesticulaciones y tarascadas. Sin embargo, la esclavitud del pecado no es todavía lo demoníaco. Una vez que el hombre peca y permanece en el pecado son posibles dos formaciones o grupos, de los cuales uno ya ha quedado descrito en el apartado anterior. Si no se atiende a esto, es imposible definir lo demoníaco. En la primera formación tenemos que el hombre está en pecado, pero se angustia por el mal. Esta formación, vista desde una perspectiva más elevada, se halla en el bien; pues, por eso mismo, tiene el individuo angustia del mal. La segunda formación es lo demoníaco. El individuo está en el mal y se angustia ante el bien. La esclavitud del pecado es una relación forzada con el mal, pero lo demoníaco es una relación forzada con el bien.

Por eso, lo demoníaco sólo aparece debidamente cuando es acosado por el bien, el cual se le acerca por fuera de su límite. En este sentido es muy digno de notar cómo en el Nuevo Testamento lo demoníaco sólo llega a manifestarse cuando Cristo hace acto de presencia en su contorno. Y, entonces, ya sean los demonios legión —véanse Mt., VIII, 28-34; Me., V, 1-20; Le., VIII, 26-39—, ya se trate de un demonio mudo —Le., XI, 14—, el fenómeno siempre es el mismo, es decir, de angustia ante el bien; pues la angustia puede expresarse con igual perfección en la mudez que en el grito. El bien significa, como es obvio, la reintegración de la libertad, la redención, la salvación, o como se la quiera llamar.

En los tiempos antiguos se hablaba con mucha frecuencia acerca de lo demoníaco. Claro que aquí no tiene mayor importancia el hacer estudios —o el haberlos hecho con anterioridad— que lo pongan a uno en forma para recitar o simplemente citar un montón de libros curiosos y eruditos. Bastará con que se bosquejen sin mayor dificultad los diversos puntos de vista, todos ellos posibles e incluso reales en distintas épocas determinadas. Esto, desde luego, puede encerrar su importancia, una vez que la diversidad de puntos de vista nos podrá conducir hasta la definición del concepto que se busca.

En primer lugar, lo demoníaco puede enfocarse desde el punto de vista estético-metafísico. En este caso el fenómeno cae dentro de categorías tales como desgracia, destino, etc., permitiendo ser considerado por analogía con la demencia congénita u otras desgracias similares. El fenómeno provoca entonces compasión. Pero del mismo modo que estar siempre ardiendo en puros deseos es la más vil de todas las habilidades del solitario empedernido, así también la compasión, en el sentido en que se la toma de ordinario, suele ser la más miserable entre todas las virtuosidades y destrezas de los que viven en sociedad. La compasión, en ese sentido, está muy lejos de beneficiar al que sufre, más bien es una tapadera que encubre el propio egoísmo. Porque no resulta nada cómodo el ponerse a pensar profundamente en semejantes fenómenos y la compasión nos sirve como de salvoconducto para seguir transitando por la superficialidad. La compasión solamente cobrará su auténtico sentido cuando el compasivo se conduzca en ella y con respecto al que sufre, de tal manera que comprenda con la mayor rigurosidad que es su propia causa la que está en juego…, sólo será auténtica compasión cuando el compasivo sepa identificarse con el que sufre de tal suerte que su lucha por buscar una explicación al mal del otro sea también una lucha por sí mismo, habiendo renunciado de antemano a todo lo que sea vacuidad intelectual, sentimentalidad o cobardía. Y, cosa curiosa, es más que probable que el compasivo empiece entonces a darse cuenta de que el que compadece es distinto del que padece en cuanto que su sufrimiento es aún mayor. Si la compasión se comporta así con lo demoníaco, entonces ya no se tratará de proferir algunas palabras de consuelo, dar una limosnita o simplemente encogerse de hombros; pues si uno se lamenta, será porque tiene algo de que lamentarse. Es claro que lo demoníaco nos puede alcanzar a todos si ello es una cosa del destino. Esto es innegable. Sin embargo, en nuestra época llena de cobardía se hace todo lo posible con el fin de mantener a distancia cualquier pensamiento recoleto. Para conseguirlo se recurre a toda clase de distracciones y de empresas sonadas a bombo y platillo, algo así como en los bosques de América se encienden fogatas y se dan alaridos o golpes de címbalo para mantener alejados a los animales salvajes. A esto se debe también el que en nuestra época se sepa tan poco acerca de las más altas inquietudes del espíritu y, en cambio, todo el mundo sepa tantas cosas en torno a los innumerables conflictos frívolos entre hombre y hombre u hombre y mujer, conflictos que inevitablemente traen consigo la refinada vida de los grandes salones y las deliciosas tardes en sociedad. Pero si la auténtica compasión humana asume el papel de fiadora y deudora de los sufrimientos ajenos, entonces no tendrá más remedio que empezar poniendo en claro hasta qué punto entra en juego el destino y en qué medida lo hace la culpa. Y es preciso que esta distinción sea llevada a cabo con toda la pasión de la libertad, no solamente con una pasión apesadumbrada, sino también enérgica. De esta suerte se mantendrá dicha distinción, aunque todo el mundo se hunda, e incluso aunque uno crea que la propia entereza inamovible va a causar algún daño irreparable.

En segundo lugar, lo demoníaco ha sido tratado por la vía del enjuiciamiento ético. De todos es de sobra conocido con qué espantoso rigor se lo ha perseguido, descubierto y castigado. Los hombres de nuestro tiempo se llenan de escalofríos con el solo relato de esos hechos, a la par que se ponen blandos y se enternecen con la sola idea de que en nuestra época ilustrada ya no se trate a los seres humanos de modo semejante. ¡Sea, y en hora buena! Pero ¿acaso es mucho más digna de alabanza la pura compasión sentimental? No me toca a mí juzgar o condenar aquella conducta antigua, mi oficio en este punto es de mero espectador. Con todo, creo que el hecho de que tal conducta fuese tan severa éticamente nos viene a demostrar precisamente que su compasión era de mejor quilate. Esa conducta, al pretender identificarse en espíritu con el fenómeno expuesto, no encontraba de él otra explicación sino la de la culpa. Por eso, al comportarse así, aquellos hombres estaban completamente convencidos de que el mismo endemoniado, atendiendo a su mejor posibilidad, debía en última instancia desear que se empleasen con él la máxima crueldad y rigor[iv]. ¿No ha sido —para aducir un ejemplo tomado de una esfera similar—, no ha sido acaso san Agustín el que aconsejaba diversas penas, incluso la de muerte[3] contra los herejes?

¿Acaso no tenía compasión? ¿O acaso no tendremos que decir que su conducta se diferencia de la de nuestro tiempo en que su compasión no le hacía un cobarde? Porque, desde luego, no era un cobarde, y prueba de ello es que de haber él estado en el mismo caso, no hubiera dejado de exclamar: ¡ya que he caído tan bajo, quiera Dios que haya una Iglesia que no me excluya de su redil y me abandone lejos de ella, sino más bien que use conmigo todo su poder! Sin embargo, como afirma Sócrates en alguna parte, en nuestro tiempo se teme que el médico emplee el bisturí y el cauterio, aunque no lo haga con otro fin que el de curarnos.

Finalmente, se ha considerado lo demoníaco desde un punto de vista terapéutico. El tratamiento inicial ha sido el corriente: ¡polvos y píldoras…, ah, y sin que se olviden las lavativas! Es decir, que el doctor y el boticario se han puesto de acuerdo una vez más. El paciente ha quedado internado para que los demás no se amedrenten. En nuestra animosa época nadie se atreve a decirle al enfermo que se va a morir, ni se atreve a llamar al sacerdote por miedo a que aquél se muera del susto, ni tampoco se osa decirle al enfermo que otro acaba de morir de la misma enfermedad apenas hace unas horas. El paciente, pues, ha quedado internado; la compasión suele preguntar alguna vez por él, y el médico ha prometido hacer lo más pronto posible un cuadro estadístico y calcular así la media correspondiente. Y, naturalmente, cuando se haya obtenido ese promedio, todo quedará más claro que el agua. Para la perspectiva terapéutica el fenómeno es puramente algo físico y somático; y, en consecuencia, se actuará como lo suelen hacer los médicos con frecuencia y como concretamente lo hacía un médico de los cuentos de Hoffmann, esto es, atacando la pipa y afirmando al mismo tiempo: ¡la cosa es bastante grave!

La posibilidad de estos tres puntos de vista tan distintos nos viene a demostrar la ambigüedad característica del fenómeno, esto es, que en alguna manera pertenece a todas las esferas, tanto a la somática como a la psíquica y a la neumática[4]. Esto indica que lo demoníaco tiene un alcance mucho mayor del que se le supone habitualmente. La explicación no es otra sino la de que el hombre constituye una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. Por eso, la desorganización en una de estas esferas no puede por menos de repercutir en las otras restantes. Ahora bien, si definitivamente se cae en la cuenta del enorme alcance que ello tiene, entonces es muy probable que quede al descubierto cómo no pocos entre los mismos que estudian el fenómeno se hallan implicados en él y cómo se encuentran huellas del mismo en todos y cada uno de los hombres, y esto tan de cierto como cada hombre es un pecador.

Pero creo que ya va siendo hora de que precisemos un poco el concepto de lo demoníaco, después de haber visto cómo con el decurso de los tiempos ha llegado a significar las cosas más diversas y cómo, finalmente, se lo ha hecho avanzar hasta significar cualquier cosa. A este propósito no estará nada mal que se note bien desde el principio el lugar que hemos asignado al tema dentro de toda esta obra. Por lo pronto, no se puede tratar de lo demoníaco dentro de la inocencia. De otra parte, es menester desechar cualquier idea fantástica acerca de una cierta forzosidad al mal, etc., con lo que el hombre resultaría completamente malo[5]. En este punto se nos aparece clara la flagrante contradicción de aquella conducta tan severa

de los tiempos pasados. Se suponía la forzosidad de que acabamos de hablar y, sin embargo, se castigaba a conciencia. El castigo, desde luego, no se daba meramente por razones de legítima defensa, sino también para salvar al delincuente…, a unos con un castigo más suave, a otros con la pena de muerte. Pero si se podía hablar aún de salvación, entonces no estaba el individuo, a pesar de todo, enteramente en poder del mal; y si es que estaba enteramente en poder del mal, ¡qué contradicción más grande el castigarle! Si nos preguntamos ahora hasta qué punto es lo demoníaco un problema psicológico, nuestra respuesta no puede ser otra sino la de que ello es un estado. Desde este estado puede brotar de continuo el acto pecaminoso particular. Pero el estado es una posibilidad, aunque en relación a la inocencia sea, a su vez, como es obvio, una realidad puesta mediante el salto cualitativo.

Lo demoníaco es angustia ante el bien. En el estado de inocencia no estaba puesta la libertad en cuanto libertad, y su posibilidad constituía la angustia en la personalidad. En el estado de endemoniamiento se ha invertido esa relación. La libertad ha quedado establecida como no-libertad, pues se ha perdido la libertad. La posibilidad de la libertad es aquí nuevamente angustia. La diferencia no puede ser más absoluta, ya que la posibilidad de la libertad se manifiesta aquí en relación con una esclavitud que es exactamente lo contrario de la inocencia, pues ésta es una categoría en la dirección de la libertad.

Lo demoníaco es la no-libertad que quiere clausurarse en sí misma. Sin embargo, esto siempre será una imposibilidad, puesto que tal esclavitud siempre entraña una relación, que nunca deja de existir por más que aparentemente haya desaparecido por completo. Está ahí en el fondo, y la angustia se desenmascara en el momento mismo del contacto. A este propósito, véase lo que hemos dicho antes en torno a los relatos evangélicos.

Lo demoníaco es ensimismamiento y apertura involuntaria

Estas dos definiciones vienen a significar de suyo la misma cosa, pues el ensimismamiento es cabalmente mutismo, y cuando éste tiene que romperse, ello ha de acontecer contra su voluntad. Porque la libertad, que está totalmente postrada en la no-libertad, se rebela al entrar en comunicación con la libertad de fuera y, en definitiva, traiciona la esclavitud en que está hundida; de la misma manera que es el propio individuo el que contra su voluntad se traiciona en medio de la angustia. Por eso, el ensimismamiento se toma aquí en un sentido completamente determinado, ya que, en el sentido en que de ordinario se usa esa palabra, muy bien puede significar la más alta libertad. Así, por ejemplo, Bruto y Enrique V de Inglaterra —mientras fue príncipe, se entiende— eran hombres taciturnos, hasta que un buen día se demostró que su reserva no fue más que una especie de pacto con el bien. Semejante reserva venía, pues, a identificarse con una cierta dilatación, y nunca se dilata una personalidad en un sentido más bello y más noble que cuando lo hace encerrándose en el seno materno de una gran idea. La libertad es cabalmente lo dilatativo. Y es precisamente a lo contrario de todo esto a lo que yo creo que se lo puede bautizar con la denominación excelente de ensimismamiento esclavizado. De ordinario, se suele emplear acerca del mal una expresión más metafísica, diciendo que es lo negativo; la expresión ética de lo mismo es justamente la de clausura, sobre todo si se atiende a los efectos del mal en el individuo. Porque lo demoníaco no se encierra en su clausura con alguna otra cosa que lo acompañe allá dentro, sino que se encierra sólo; y en esto consiste la profundidad peculiar de la existencia, a saber, en que la propia esclavitud se haga a sí misma prisionera. La libertad es siempre comunicativa —por cierto que no hay ningún inconveniente en que aquí se tenga también en cuenta la significación religiosa de este término—. La no-libertad, por el contrario, se encierra cada vez más dentro de sí misma y no desea tener ninguna comunicación. Indicios de esto se pueden observar también en todas las esferas. Ello se revela en la hipocondría, en el afán antojadizo; también se revela en las grandes pasiones, cuando éstas en su profundo desconcierto introducen la táctica del silencio[v]. Así las cosas, basta que la libertad se ponga un poco en contacto con dicha clausura para que ésta se angustie. El lenguaje habitual encierra a este propósito una expresión altamente reveladora, a saber, cuando acerca de alguien se dice que «se le traba la lengua». El ensimismamiento es cabalmente mutismo; el lenguaje y la palabra son, en cambio, lo salvador, lo que redime de la vacía abstracción del ensimismamiento. Si ahora suponemos que lo demoníaco significa X, y que la relación con ello de la libertad foránea también significa X, tendremos que la ley de la manifestación de aquello será la de romper a hablar con no poco disgusto y a la fuerza. Porque en el lenguaje radica la comunicación. De ahí que un endemoniado aparezca en el Nuevo Testamento diciéndole a Cristo, cuando le tiene ya cerca: τί ἐμοὶ Καὶ σοί[6]; e, insistiendo, afirma que Cristo viene a perderle, es decir, aquí hay angustia por el bien. También podríamos citar el caso de aquel otro endemoniado que le rogaba a Cristo que se fuera por otro camino[7]. (Cuando una persona se angustia por el mal —véase el apartado anterior— busca refugio en la salvación.)

La vida ofrece abundantes ejemplos, sobre esto mismo, en todas las esferas y grados posibles. Un criminal empedernido no quiere confesarse reo por nada del mundo; en esto estriba precisamente lo demoníaco, en que no quiera comunicarse con el bien a través de los sufrimientos del castigo. Contra semejante criminal existe un método que apenas se usa. Este método es el del silencio y el de la fuerza de la mirada. Imaginad a un inquisidor que tenga la suficiente energía física y elasticidad espiritual para resistir sin aflojar siquiera ni uno solo de los músculos de su rostro, que tenga la suficiente fuerza para resistir así incluso durante dieciséis horas, y entonces veréis que al fin triunfará en su propósito de que el reo confiese como un niño. Ningún hombre que tenga remordimientos de conciencia es capaz de soportar el silencio. En cambio, si se le mete en una prisión solitaria, no hace más que embotarse. ¡Ah, pero ese silencio, mientras el juez está en la presidencia y los secretarios sólo esperan a levantar acta! ¿No constituye acaso la más honda y perspicaz de las preguntas? ¿No es, aunque admisible, la más atroz de todas las torturas? Sin embargo, que nadie crea que es fácil de poner en práctica semejante método. ¡Ni muchísimo menos! Lo único que puede forzar al mudo ensimismado a que hable es un demonio superior —pues cada diablo tiene su período de reinado—, o el bien que es capaz de guardar un silencio absoluto. Fuera de esto, que nadie se haga ilusiones, que nadie piense ser tan astuto que pueda poner en aprietos a un demonio mudo, sujetándole a un examen de calculado silencio. Porque lo más probable en este caso es que quede confundido el propio examinador y que éste termine dando muestras de tenerse miedo a sí mismo y rompiendo inevitablemente el silencio. Frente a los demonios inferiores y frente a los hombres de una naturaleza inferior —que son los que no tienen intensamente desarrollado el conocimiento serio de Dios—, siempre sale victorioso el que está herméticamente cerrado en sí mismo, y esto porque los primeros no son capaces de resistir y porque los segundos están acostumbrados a vivir inocentemente al día y con el corazón a flor de labio. Es increíble el poder que el ensimismado puede llegar a ejercer sobre tales hombres, hasta hacer que al fin casi se pongan de rodillas suplicándole una sola palabra que rompa el silencio agobiante. Pero también indigna ver que se aplasta a los débiles de ese modo. Quizá más de uno crea que cosas semejantes solamente se dan entre los jerarcas o entre los jesuitas, y que si se quiere una idea clara del fenómeno no hay más remedio que pensar en Domiciano, Cromwell, el duque de Alba o en un general de la Compañía, algo así como si éstos fueran los únicos apelativos correspondientes. Pero no son los únicos, pues se trata de una cosa mucho más frecuente. Sin embargo, es necesario ser cauto al juzgar el fenómeno, porque aunque éste sea el mismo, muy bien puede acontecer que los motivos sean totalmente contrarios; como, por ejemplo, cuando la personalidad que practica el despotismo y la tortura de la reserva descrita desea íntimamente hablar e, incluso, está esperando un demonio superior que sea capaz de poner las cosas al descubierto. Claro que también puede suceder que quien practica la tortura de la reserva se conduzca egoístamente en relación con su propia reserva. Solamente sobre este tema sería yo capaz de escribir una obra entera, y esto a pesar de no haber estado nunca ni en París ni en Londres, según es uso y regla entre los expertos de nuestro tiempo.

¡Como si de este modo se llegase a aprender gran cosa, fuera de las chácharas y sabias reflexiones de los viajantes de comercio! A un observador, supuesta la debida atención a sí mismo, le son más que suficientes cinco hombres, otras cinco mujeres y diez niños para descubrir todos los estados posibles del alma humana. Lo que yo pudiera decir a este respecto tampoco dejaría de tener su importancia, especialmente para aquellos que han de tratar con niños o mantienen alguna relación con ellos. Porque es muy importante que el niño sea edificado en la idea del ensimismamiento noble y elevado, a la par que se le arma contra los peligros del falso ensimismamiento. En el sentido de lo externo es bien fácil saber el momento preciso en el que ya se le puede dejar al niño, sin temor alguno, que ande por su propia cuenta; en el sentido espiritual ya no es tan fácil. En este último sentido la tarea es muy difícil, y no cabe liberarse de ella tomando una niñera para el vástago o comprándole unas andaderas. El arte consiste, en este caso, en estar continuamente presente y no presente, con el fin de que el niño pueda desarrollarse por sí mismo, y sin que, por otra parte, uno nunca deje de tener una clara visión de conjunto de su desarrollo. El arte consiste en dejar que el niño actúe por su propia cuenta en el máximo grado y en la mayor medida posible, pero de tal suerte que ese aparente abandono no sea óbice para que se sepa, de una manera inadvertida, todo lo que el niño hace. Para esto todos pueden encontrar fácilmente tiempo, incluso los que son funcionarios palatinos, lo que hace falta es que quieran. Porque el que quiere lo puede todo. Y, desde luego, han contraído una responsabilidad eterna tanto el padre como el educador que lo hicieron todo por el niño que se les confió, pero no supieron impedir que llegase a hacerse un reservado empedernido. Lo demoníaco es reserva cerrada y angustia por el bien. Si ahora designamos lo demoníaco por una X, y suponemos también que su contenido correspondiente es una X —adviértase bien que dentro de esta X cabe tanto lo más espantoso como lo más insignificante, tanto lo más terrible, lo que muchos quizá ni siquiera sueñan que se puede dar realmente en la vida como la bagatela de la que ninguno se preocupa[vi]—, ¿qué significa entonces la X con que podemos designar el bien? Esta X significa apertura[vii]. Esta palabra, a su vez, puede significar lo más sublime —liberación en sentido eminente —o una cosa insignificante, por ejemplo, que se diga de pronto algo que es puramente casual. Pero esta posibilidad de diversos significados nunca debe inducirnos a error, pues la categoría es la misma. Los fenómenos estudiados tienen de común el ser demoníacos, por más que la diferencia entre los mismos sea aterradora. La apertura es aquí el bien; puesto que la apertura es la primera expresión de la salvación. Por eso dice un antiguo adagio que basta atreverse a pronunciar la palabra para que desaparezca la magia de cualquier hechizo. Y ésta es también la razón de que el sonámbulo se despierte cuando se pronuncia su nombre.

Los conflictos de la clausura ensimismada, al tratar de abrirse, pueden ser a su vez infinitamente diversos y revestir los más varios matices. Porque la exuberancia vegetativa de la vida espiritual no es menor que la de la naturaleza, yla diversidad de situaciones espirituales es aún mayor que la de las mismas flores. Por lo pronto, el ensimismado puede tener el deseo de que su clausura se le abra desde fuera, como si éste fuese un hecho que le acontece, estando él totalmente pasivo. Digamos, entre paréntesis, que esto es un error, ya que implicaría una relación de tipo femenil con la libertad puesta en la apertura, o con la misma apertura que es la que pone la libertad. Por ello, muy bien puede subsistir la esclavitud en que se estaba, si bien el estado del ensimismado sea ahora más feliz. En segundo lugar viene el ensimismamiento que busca la apertura hasta cierto grado, pero conservando un pequeño resto de su peculiar propiedad, con el fin concreto de comenzar a ensimismarse otra vez en cuanto le plazca. Éste es el caso de los espíritus inferiores, que son incapaces de hacer nada en grande. En tercer lugar, también puede suceder que el ensimismado desee la apertura, pero con tal de que se le mantenga de incógnito. Ésta, por su parte, es la más aguda de todas las contradicciones dentro del fenómeno del cabal ensimismamiento. Sin embargo, no faltan ejemplos de lo mismo en no pocas existencias de carácter poético. Y, finalmente, la apertura ya ha triunfado, pero en el mismo momento de su triunfo realiza el ensimismado un último intento, siendo lo bastante astuto como para convertir la apertura misma en una mixtificación y salirse con la victoria[viii].

Pero no me parece oportuno desarrollar más este tema, pues no acabaríamos nunca con él aunque nos ciñéramos a una simple mención algebraica de sus rasgos principales. ¿Qué sería si lo quisiéramos describir a fondo, o si se rompiera el silencio del ensimismado para que todos pudieran escuchar sus monólogos? Pues el monólogo es cabalmente su lenguaje habitual; por eso se dice del ensimismado, cuando se le quiere caracterizar, que es un hombre que habla consigo mismo. Pero aquí no aspiro más que a dar «allem einen Sinn, aber keine Zunge»[8] que es la amonestación que el ensimismado Hamlet les hizo a sus dos amigos.

No obstante lo que acabo de decir, señalaré brevemente un conflicto especial, cuya contradicción es terrible, tanto como lo pueda ser el propio ensimismamiento. Lo que el ensimismado oculta en su clausura puede ser tan espantoso que no se atreva a manifestarlo a nadie, ni siquiera a sí mismo. Es como si tuviera la impresión de que manifestarlo equivalía a cometer un nuevo pecado o a ser tentado otra vez. Para que ocurra este fenómeno es preciso que en el individuo se dé una mezcla de pureza e impureza, mezcla que poquísimas veces se da. Por eso lo más frecuente es que suceda en aquellos casos en los que el individuo no tuvo dominio de sí mientras cometía el acto nefasto. Por ejemplo, el caso de un hombre que durante una borrachera hizo algo que luego recuerda oscuramente, aunque sabe muy bien que se trataba de una salvajada tan grande que casi le resulta imposible reconocerse a sí mismo. Otro tanto puede acontecer con un hombre que estuvo internado en un manicomio y conserva todavía un recuerdo de aquel calamitoso estado anterior. El criterio decisivo sobre si el fenómeno es o no es demoníaco nos lo dará la posición que el individuo mantenga respecto de la apertura, es decir, si quiere o no quiere penetrar y asumir con toda su libertad aquel hecho funesto. Porque el fenómeno será demoníaco tan pronto como no sea esto lo que el individuo quiere. Éste es un principio que hay que sostener con toda firmeza; de suerte que, en caso negativo, incluso el individuo que desee abrirse no dejará por ello de ser esencialmente demoníaco. Pues tal individuo tiene dos voluntades: una inferior, impotente, que es la que busca la apertura, y otra mucho más fuerte que se aferra al ensimismamiento. El hecho de que la segunda sea la más fuerte muestra bien a las claras que el individuo en cuestión es esencialmente demoníaco.

Tratemos, por fin, del ensimismamiento que equivale a la apertura involuntaria. Un hombre dejará escapar tanto más fácilmente su secreto cuanto más débil sea originariamente su personalidad, o en la medida del agotamiento que la elasticidad de su libertad haya padecido al servicio de la reserva cerrada. El roce más insignificante, una mirada de soslayo o cualquier cosa parecida pueden ser harto suficientes para que se desate ese parloteo —trágico o cómico en conformidad con el contenido de la reserva misma— propio deventrílocuo. Semejante parloteo puede encerrar una expresión directa o indirecta, como en el caso del loco que traiciona su demencia señalando a otro hombre con el dedo y diciendo a la par: «¡Me resulta una persona muy antipática! ¡De seguro que está loco!». La apertura puede expresarse también en auténticas palabras, con lo que el desgraciado termina por confiarle su secreto ocultísimo al primero que se presente. O puede denunciarse en los gestos y en las miradas, pues hay miradas con las que el hombre revela involuntariamente lo que oculta en su interior. Hay miradas acusadoras que delatan algo que al espectador casi le da miedo llegarlo a comprender; hay miradas contritas y suplicantes que ciertamente no tientan nuestra curiosidad a que siga descifrando todo el contenido de los involuntarios signos telegráficos que aquéllas hacen. También puede ser verdad que, en relación con el contenido de la misma reserva, todo ello no sea de suyo más que una cosa casi cómica. Por ejemplo, cuando lo que de ese modo se revela en medio de la angustia de la involuntariedad no son más que ridiculeces, pequeñeces, mezquinas vanidades, puerilidades, alardes de una envidia mediocre, pamplinas médicas de maniático, etc., etc.

Lo demoníaco es lo súbito

Lo súbito es, desde otra perspectiva distinta, una nueva expresión para designar el fenómeno del ensimismamiento. Lo demoníaco se define como ensimismamiento cuando la reflexión correspondiente se hace sobre el contenido; en cambio, se define como lo súbito cuando se reflexiona sobre el tiempo. El ensimismamiento era el efecto de la negativa relación social de la personalidad. Con lo que aquél no hacía otra cosa sino cerrarse más y más a toda comunicación. Ahora bien, la comunicación es, a su vez, la expresión de la continuidad, y la negación de la continuidad es lo súbito. Podría pensarse que el ensimismamiento implicaba una extraordinaria continuidad, pero acontece exactamente lo contrario. Claro que, comparado con la insípida y sentimental dispersión de la personalidad —siempre a la caza o siempre presa de las impresiones pasajeras—, no deja aquél de tener una cierta apariencia de continuidad. Con lo que mejor puede ser comparada esta continuidad del ensimismamiento es con el vértigo característico de la peonza que, apoyada en su punta, no cesa de dar vueltas en torno de sí misma. La personalidad del ensimismado siempre mantendrá una cierta continuidad con el resto de la vida humana, a no ser que el ensimismamiento se dispare del todo por los derroteros de la completa locura, que es el lastimoso perpetuum mobile de la monotonía. Precisamente en relación a esta cierta continuidad del ensimismado con el resto de la vida humana se nos presenta ahora la aparente continuidad del ensimismamiento, antes mencionada, como lo súbito. En un momento la tenemos ahí y en el momento siguiente ya está lejos, y cuando la creímos desaparecida del todo hela de nuevo ahí íntegra y plenamente. No es posible incorporarla o transformarla en una auténtica continuidad. Ahora bien, tal manera de manifestarse es cabalmente típica de lo súbito.

Si lo demoníaco fuese algo somático, entonces nunca sería lo súbito. Cuando se repite la fiebre o los arrebatos de locura, etc., siempre se llega al final a descubrir la ley de semejante repetición, y esta ley elimina hasta cierto punto lo súbito. Sin embargo, lo súbito no conoce ninguna ley. No es algo que pertenezca a los fenómenos de la naturaleza, sino que es un fenómeno psíquico, una manifestación de la no-libertad.

Lo súbito es, como lo demoníaco en general, angustia ante el bien. El bien significa aquí continuidad, ya que la primera manifestación de la salvación es la continuidad. Pero mientras que la vida de la personalidad ensimismada transcurre en cierta continuidad limitada con el resto de la vida, consérvase el ensimismamiento en dicha personalidad como un abracadabra de la continuidad, comunicándose sólo consigo mismo y, en consecuencia, apareciendo siempre como lo súbito.

Lo súbito, atendiendo al contenido de la reserva, puede llegar a significar algo espantoso; pero también puede acaecer que el efecto de lo súbito resulte cómico a los ojos del espectador. En este sentido toda personalidad tiene un poco de subitaneidad, de la misma manera que no hay ninguna personalidad que no tenga un pequeño acopio de ideas fijas.

No es mi propósito el de seguir desarrollando este tema; solamente quisiera recordar una vez más, haciendo hincapié en mi categoría, que lo súbito siempre tiene su razón de ser en la angustia ante el bien, porque siempre se trata de ciertas cosas en las que la libertad no quiere internarse, penetrándolas. A lo súbito le correspondería propiamente, y dentro de los grupos en que se clasifican las diversas formas de la angustia ante el bien, el papel de la debilidad.

Tenemos también otra vía para esclarecer cómo lo demoníaco es lo súbito. Para ello bastará que se considere desde un ángulo puramente estético el problema de cuál sea la mejor manera de representar lo demoníaco. Si se desea representar a Mefistófeles, muy bien puede dársele el papel de la réplica. En este caso, lo que se pretende no es tanto encarnar la idea peculiar de Mefisto cuanto servirse de él como agente que pone en marcha la acción dramática. Lo que quiere decir que propiamente no se representa al mismo Mefistófeles, sino que se hace de él un bosquejo más o menos difuminado, convirtiéndole en una cabeza intrigante y llena de ingeniosa malignidad. De este modo, sin embargo, se volatiliza del todo su carácter; y a este propósito tenemos una leyenda popular que ha puesto el dedo en la llaga. Cuenta esta leyenda que el diablo estuvo sentado tres mil años cavilando cómo hacer caer al hombre…, hasta que, al fin, se le ocurrió el modo de hacerlo. El acento recae aquí en esos tres mil años, y la idea que sugiere este número esprecisamente la del ensimismamiento peculiar de lo demoníaco, que siempre está incubando. Si no se quiere, pues, volatilizar a Mefistófeles del modo indicado, hay que escoger necesariamente una forma distinta de representarlo. Entonces se verá que Mefistófeles es esencialmente mímico[ix]. Las palabras más terribles, alzándose desde el abismo de la maldad, no son capaces de producir el efecto que causa la subitaneidad del salto, que es uno de los factores de lo mímico. Por horribles que puedan ser las palabras —aunque sean un Shakespeare, un Byron, un Shelley quienes rompan el silencio—, siempre conservarán el poder liberador que les es propio. Porque sin duda que toda la desesperación y todos los horrores del mal reunidos en una sola palabra nunca llegarán a ser tan terribles como el silencio mismo. Por tanto, lo mímico puede expresar muy bien lo súbito, sin que esto signifique que lo mímico en cuanto tal sea lo súbito. En este sentido es bien meritoria la representación que nos ha hecho de Mefistófeles el maestro de ballet Bournonville. ¡Qué espanto no le sobrecoge a uno cuando ve que Mefistófeles entra saltando por la ventana y se queda enhiesto en la posición del salto! Este brío en el salto —que recuerda el brinco del ave de rapiña o de la fiera salvaje— es de un efecto extraordinario, porque nos causa un espanto reduplicado, una vez que por lo general siempre arranca de una perfecta inmovilidad. Por eso Mefistófeles tendrá que andar lo menos posible, pues el andar mismo es una especie de transición al salto y encierra como un barrunto de la posibilidad de éste. Y por esta misma razón la entrada en escena de Mefistófeles en el ballet aludido no hay que tomarla como un golpe de teatro, sino como una idea muy profunda. La palabra y el discurso, por breves que sean, siempre encierran una cierta continuidad. La razón de esto, vistas las cosas totalmente en abstracto, no es otra sino la de que aquéllos tienen su resonancia en el tiempo. Por contraste, lo súbito es la completa abstracción de la continuidad, de lo anterior y de lo siguiente. Otro tanto acontece con Mefisto. Todavía no se le ha visto y, sin embargo, ya está ahí, como un relámpago, con toda su figura, y la rapidez de su aparición no puede expresarse de un modo más enérgico que haciéndole permanecer en escena en la misma actitud del salto. El efecto se debilita si el salto se convierte en marcha. En cambio, representando así a Mefistófeles, su aparición en escena nos produce el efecto de lo demoníaco, que es algo que viene más súbitamente que el ladrón en la noche, ya que a éste nos lo figuramos viniendo a hurtadillas. Pero, además, Mefistófeles revela de esta manera su propia esencia, que cabalmente en cuanto demoníaca es lo súbito. Así, es como lo demoníaco es lo súbito avanzando hacia adelante, así es como ello aparece en el hombre, así es el hombre mismo en cuanto está endemoniado, ya sea que esté plena y totalmente poseído del demonio, ya sea que éste lo habite solamente en una mínima parte. Así es siempre lo demoníaco, así es como le entran angustias a la no-libertad, y así es como se mueve su angustia. De aquí nace su tendencia a la mímica, no en el sentido de la belleza, sino en el sentido de lo súbito y lo abrupto. Esto es algo que puede observarse con frecuencia en la vida misma.

Lo demoníaco es vacuidad y aburrimiento

De la misma manera que a propósito de lo súbito he llamado la atención sobre el problema estético de la forma concreta de representación de lo demoníaco, así también ahora volveré a plantear la misma cuestión para dilucidar lo que acabo de decir. Porque tan pronto como se le conceda la palabra a un demonio y se le quiera representar, se hace también evidente la necesidad de que el artista que haya de resolver semejante problema esté bien enterado de las categorías correspondientes. El artista sabe que lo demoníaco es de esencia mímica; sin embargo, no puede llegar a lo súbito, porque se lo impide la réplica. Pero no pretende sentar plaza de chapucero, como lo sería sin duda si se creyera capaz de producir un efecto auténtico profiriendo palabras en tromba o con otros recursos parecidos. Por eso, el verdadero artista elige exactamente lo contrario, es decir, el aburrimiento. A la continuidad que corresponde a lo súbito se la podría llamar muy bien «inanición». El aburrimiento y la inanición son concretamente una continuidad en la nada. Ahora podemos interpretar de un modo algo distinto la cifra que nos da la leyenda popular anteriormente citada. Los tres mil años ya no señalan la dirección de lo súbito, sino que ese tremendo espacio de tiempo nos evoca la idea del vacío y de la aterradora falta de contenido del mal. La libertad avanza tranquila siguiendo una línea de continuidad; lo contrario de esta marcha tranquila es lo súbito, pero también lo es ese señuelo de tranquilidad que se impone a nuestra imaginación cuando vemos a un hombre que da la impresión de estar muerto y enterrado en vida. Un artista que comprenda esto verá claramente que, al mismo tiempo de encontrar la forma concreta de la posible representación de lo demoníaco, ha encontrado también una forma de expresar lo cómico. El efecto cómico puede alcanzarse exactamente del mismo modo. Porque, dejando a un lado todas las peculiares notas éticas de la maldad y sirviéndose sólo de las notas metafísicas que caracterizan la vacuidad, se logra inevitablemente lo trivial, que es algo a lo que con toda facilidad se le puede arrancar un aspecto cómico[x][9].

La vacuidad y el aburrimiento significan a su vez ensimismamiento. En relación a lo súbito, la categoría del ensimismamiento hace hincapié en el contenido. En cambio, si se toma la categoría de «lo vacío», «lo aburrido», entonces es esta categoría la que hace hincapié en el contenido, y el ensimismamiento señala entonces el continente de ese contenido. De esta manera queda completa la cadena de todo este proceso en busca de la definición del concepto, ya que la forma de la vacuidad es cabalmente el ensimismamiento. Pero lo que no se debe olvidar nunca es que, con arreglo a mi terminología, no es posible estar herméticamente ensimismado en Dios o en el bien, puesto que tal ensimismamiento significa precisamente la más alta dilatación de la personalidad. Cuanto más se desarrolle la conciencia en el hombre de este modo concreto, tanto más dilatada será su personalidad, y esto aunque por lo demás se desentienda del mundo entero.

Si quisiera atenerme a las modernas terminologías filosóficas, podría afirmar que lo demoníaco es «lo negativo», es decir, una nada, como las sílfides, que por detrás están huecas. Pero no me gusta mucho usar esa expresión, ya que tal terminología está en todas las bocas y se ha hecho tan amable y fluida con semejante concurrencia que muy bien puede significar lo que a uno se le antoje. Para que yo emplease esta expresión con pleno consentimiento, tendría que significar la forma de la nada, de la misma manera que la vacuidad corresponde al ensimismamiento hermético. Con todo, lo negativo tiene el fallo de estar definido más bien hacia fuera, es decir, según la relación a la cosa que es negada; en cambio, el ensimismamiento nos define justamente la situación.

Por mi parte, y atendidas las advertencias anteriores, no tengo nada que objetar contra el que quiera tomar lo negativo como expresión de lo demoníaco. Pero dudo muchísimo que tal expresión pueda quitarse de la cabeza —si me es lícita la metáfora— todas las quimeras que le han metido en ella los adalides de la Filosofía de nuestra época. Lo negativo se ha ido convirtiendo poco a poco en una figura de vodevil. Es una palabra que siempre me hace reír, de la misma manera que uno no tiene más remedio que reírse cuando en la vida real o en una de las canciones de Bellmann[10] pongo por ejemplo, se encuentra con alguno de esos personajes bufos que primero ha sido trompetero, luego guarda de consumos, después tabernero, más adelante otra vez cartero, etc., etc. Así se ha explicado la ironía como lo negativo. El primer inventor de esta explicación ha sido Hegel. Lo curioso es que Hegel no entendía gran cosa en asunto de ironías. Nadie se preocupa ya de que fuera Sócrates el primero que introdujo la ironía en el mundo yle puso nombre a la criatura. La ironía de Sócrates era precisamente el ensimismamiento, un ensimismamiento que comenzaba por abstraerse de los hombres y encerrarse consigo mismo para dilatarse en lo divino…, un ensimismamiento que empezaba por cerrar todas sus puertas —y se burlaba de los que quedaban a la parte de fuera— para hablar con Dios en secreto. Todo el mundo, en cambio, emplea hoy esa palabra a propósito de uno u otro fenómeno casual, y así cualquier cosa es ironía. A renglón seguido, vienen los repetidores que, a pesar de sus balances de la historia universal, en los que desgraciadamente está ausente toda contemplación profunda, saben tanto de los conceptos que barajan como acerca de las uvas pasas sabía aquel estudiante bonachón que al hacerle en el examen de la Escuela de Comercio la difícil pregunta: «¿De dónde vienen las pasas?», ni corto ni perezoso respondió: «Nosotros vamos a buscarlas a la tienda de la esquina».

Volvamos otra vez a nuestra definición de lo demoníaco como angustia ante el bien. Sin duda que lo demoníaco no sería angustia del bien si, por una parte, la propia esclavitud no lograra plenamente cerrarse en símisma ehipostasiarse, y si, por otra parte, no fuese precisamente eso lo que aquélla busca de continuo[xi]. Claro que en esto último se da una enorme contradicción, a saber, que la propia esclavitud quiera algo cuando cabalmente ha perdido la voluntad. Por todas estas razones no es nada extraño que la angustia se manifieste en este caso con mayor nitidez que nunca en el mismo momento del contacto. Añadamos que el endemoniamiento total tiene la misma calificación que el parcial. En este sentido importa muy poco que el endemoniamiento de una personalidad concreta signifique algo terrible, o sea, tan pequeño como lo pueda ser una mancha en el sol o una insignificante pinta blancuzca en un ojo de gallo. Todos los endemoniados sienten la misma angustia ante el bien, tanto los que lo están en una parte pequeñísima como los que lo son de pies a cabeza. La servidumbre del pecado, desde luego, es también no-libertad, pero su dirección, según se expuso anteriormente, es bien distinta y su angustia lo es ante el mal. Si no se mantiene esto con ahínco, entonces no se puede explicar absolutamente nada.

La no-libertad o lo demoníaco es, pues, un estado. Así es considerado por la Psicología. La Ética, por el contrario, sólo atiende a cómo de ahí brota constantemente el nuevo pecado; pues solamente en el bien se da la unidad de la situación y del movimiento.

La libertad, sin embargo, puede perderse de diferentes maneras y, en consecuencia, lo demoníaco también será de diversa índole. Ahora pretendo considerar esta diversidad bajo las rúbricas siguientes. Primero: la pérdida somático-psíquica de la libertad. Segundo: la pérdida neumática de la libertad. El lector ya habrá visto bien claro, después de todo lo que he dicho, que tomo el concepto de «lo demoníaco» muy ampliamente, si bien esta amplitud no sea más vasta que la que el mismo concepto alcanza en la realidad. De poco sirve convertir lo demoníaco en una especie de monstruo prehistórico que nos llena de pavor y en seguida se echa en olvido…, puesto que ya hace muchos siglos que no ha vuelto a aparecer en el mundo. Esta suposición es una insensatez enorme, pues acaso nunca haya estado lo demoníaco tan extendido como en nuestros tiempos. ¡Sólo que en la actualidad aparece especialmente en las esferas espirituales!

3. La pérdida somático-psíquica de la libertad

No es mi propósito desarrollar aquí una pomposa investigación filosófica sobre la relación del alma y el cuerpo. No investigaré, por ejemplo, en qué sentido el alma misma llega a producir su propio cuerpo, ya se entienda esto a la manera helénica o a la alemana; o en qué sentido sea la libertad la que mediante un acto de corporización —evocando con ello una expresión de Schelling— pone su cuerpo. Todas estas cosas están aquí de más, y para cumplir mi cometido en el tema propuesto me basta decir, expresándome conforme a mis pobres medios, que el cuerpo es órgano del alma y, consiguientemente, también del espíritu. Tan pronto como cese esta relación de subordinación, tan pronto como el cuerpo se rebele y la libertad se confabule con él contra sí misma, ya tenemos que se ha introducido la no-libertad en calidad de lo demoníaco. Por si todavía hay alguno que no haya entendido con la debida exactitud la diferencia entre lo expuesto en este apartado y lo expuesto en el anterior, volveré a ponerla otra vez en claro. Supongamos que hay desorden, pero que la libertad no se ha pasado ella misma al campo de la insurrección. En este caso, naturalmente, habrá angustia, la angustia propia de toda situación revolucionaria, pero siempre —sin salirnos del caso— será una angustia del mal, no una angustia del bien.

Se comprenderá fácilmente que lo demoníaco en esta esfera está sujeto a una gama inmensa de matices y grados diversos. Algunos de estos matices son tan sutiles que solamente los descubrirá el enfoque de una observación microscópica, y algunos otros tan dialécticos que será menester una gran destreza en la aplicación de la categoría para ver que tales matices se inscriben en su peculiar dominio. Así son matices de lo demoníaco, o pueden serlo, algunos fenómenos psicológicos como, por ejemplo, la exagerada sensibilidad, la irritabilidad exagerada, la tensión nerviosa, el histerismo y la hipocondría. Esto es lo que hace tan difícil el hablar de ello in abstracto; es como si sólo se dieran fórmulas algebraicas. Sin embargo, esto es todo lo que puedo hacer aquí.

El caso más extremoso en esta esfera es aquel que también se suele denominar por lo común: descarrío bestial. Lo demoníaco de esta situación se revela en que respecto de la salvación se dicen las mismas palabras que dijo aquel endemoniado que aparece en el Nuevo Testamento: τί ἐμοὶ καὶ σοί. Por eso se evita cualquier contacto, ya sea que éste se presente realmente y a los ojos del individuo como una amenaza que viene a echarle una mano para que recupere la libertad, ya sea que ese contacto sea del todo fortuito. Esto último ya es bastante, pues la angustia tiene una agilidad extraordinaria. De esta manera no es extraño que la réplica —la cual delata bien a las claras el horror de toda esa situación— de semejante endemoniado sea casi siempre: «¡Ya sé que soy un desgraciado, pero déjame en paz!». Tampoco es raro oírle decir a uno de estos individuos, mientras saca a colación una determinada época de su vida pasada: «¡Ah, en aquel tiempo quizá hubiera podido ser salvado!». Indudablemente que no se puede imaginar una réplica más tremenda que ésta. A este individuo no le angustia el castigo, ni las palabras tronantes; angústiale, en cambio, cualquier palabra que pretenda ponerse en relación con la libertad totalmente hundida en la esclavitud. También existe otra forma típica de expresión para la angustia contenida en este fenómeno. Muchas veces se da entre semejantes endemoniados una compenetración en la que se asocian tan angustiosa e indisolublemente que no hay amistad comparable con su intimidad. El médico francés Duchatelet nos ofrece algunos ejemplos de esto en su obra[11]. Además, esta sociabilidad de la angustia se manifestará por todas partes dentro de esta esfera. La misma sociabilidad nos confiere una certeza de la presencia de lo demoníaco. Porque cuando nos encontramos con la situación análoga como expresión de la servidumbre del pecado, no se manifiesta la sociabilidad, ya que la angustia es entonces por el mal.

Y con esto doy por terminada mi investigación sobre el particular. La cosa principal para mí es en este caso tener en orden mi esquema.

4. La pérdida neumática de la libertad

a) Observaciones generales

Esta serie o forma de lo demoníaco está muy extendida, y en ella nos topamos con los más diversos fenómenos. Lo demoníaco, naturalmente, no depende del diverso contenido intelectual, sino de la relación de la libertad con el contenido dado[xii] y, también, con el contenido posible en relación con la intelectualidad. Y esto en virtud de que lo demoníaco puede manifestarse de muchas maneras. Citemos algunas nada más. Lo demoníaco puede manifestarse como indolencia que deja el pensar para otra vez; como curiosidad que es simplemente curiosidad; como innoble autoengaño; como voluptuosidad femenina que se abandona a los demás; como ignorancia distinguida; o, finalmente, como activismo estúpido.

Desde el punto de vista intelectual el contenido de la libertad es la verdad, y la verdad es la que hace al hombre libre. Por eso precisamente la verdad es obra de la libertad, de suerte que ésta nunca deja de producir la verdad. Es claro que ahora no estoy pensando en las agudezas típicas de la Filosofía novísima, la cual sabe a la perfección que la necesidad del pensamiento es también su libertad; y, en consecuencia, al mencionar la libertad del pensamiento, no hace más que hablar del movimiento inmanente del pensamiento eterno. Tales agudezas del ingenio sólo sirven para embrollar y dificultar la comunicación entre los hombres. Por el contrario, lo que yo digo es algo muy simple y sencillo, a saber, que la verdad solamente existe para el individuo en cuanto él mismo la produce actuando. Si la verdad existe de cualquier otro modo para el individuo y éste no hace más que impedir que ella exista para él del modo dicho, entonces es que tenemos delante un fenómeno peculiar de lo demoníaco. La verdad siempre ha tenido muchos anunciadores estentóreos, pero el problema está en saber si un hombre quiere reconocer la verdad profundamente —dejando que ella le penetre toda su esencia y sujetándose a todas sus consecuencias—, o si, en casos de apuro, no prefiere cualquier escapatoria o escondrijo, después de haberle dado un beso de Judas a la consecuencia.

Creo que en nuestro tiempo ya se ha hablado bastante de la verdad y ya va siendo hora de que se destaquen la certeza y la interioridad, no precisamente en un sentido abstracto —al modo de Fichte—, sino de un modo absolutamente concreto.

La certeza y la interioridad —que sólo se dan en la acción y sólo se obtienen por medio de la acción— son las que deciden si un individuo está o no está endemoniado. Todas las actitudes falsas quedarán desenmascaradas en cuanto quede bien fijada la categoría. Así, por ejemplo, resultará más claro que el agua que la arbitrariedad, la incredulidad, el burlarse de la religión y otras cosas por el estilo no carecen de contenido —como cree la opinión general—, sino que delatan carencia de certeza, exactamente en el mismo sentido que la superstición, el servilismo y la beatería. Los fenómenos negativos carecen justamente de certeza porque estriban en la angustia del contenido.

Para mí no es ningún placer proferir juicios sensacionales sobre toda nuestra época en bloque, pero quienquiera que haya observado un poco atentamente a la generación actual estará de acuerdo conmigo si afirmo que el desconcierto que en ella reina y la causa de su angustia y de su inquietud radican sin duda en el hecho de que la certeza esté disminuyendo constantemente, y esto al mismo tiempo que la verdad crece en volumen y en sentido masivo, e incluso en claridad abstracta. Pongamos algunos ejemplos. ¿Qué esfuerzos extraordinarios, tanto metafísicos como lógicos, no se han hecho en nuestros días para encontrar una nueva prueba de la inmortalidad del alma? ¿Una prueba definitiva y que combinara con absoluta justeza todas las anteriores? Y, cosa harto notable, mientras esto sucedía, la certeza no ha dejado de disminuir. Lo que pasa es que la idea de la inmortalidad encierra en sí misma tal poder, tiene en sus consecuencias tanta fuerza y comporta tanta responsabilidad el aceptarla, que casi de seguro transformaría la vida entera del hombre de un modo que se teme. Por eso quiere uno liberarse y tranquilizar su alma forzando el pensamiento para que encuentre una nueva prueba. Pero ¿qué otra cosa es semejante prueba, sino una buena obra en el sentido puramente católico de la expresión? Añadamos, sin salirnos del ejemplo, que toda individualidad de este tipo, que sólo sepa darnos pruebas de la inmortalidad del alma, mas sin que esté personalmente persuadida de la misma, experimentará siempre alguna angustia en cualquiera de los fenómenos aquí descritos. Por cierto que la conmoción del menor de estos fenómenos le impone ya de suyo a semejante individualidad una comprensión mucho más definitiva que la que tiene acerca de lo que significa el hecho de que el hombre sea inmortal. Pero no quiere dar su brazo a torcer; al revés, le saca de quicio y le descompone horriblemente el que un hombre del todo sencillo le venga hablando de un modo totalmente sencillo sobre la inmortalidad.

Claro que la interioridad puede faltar también en la dirección opuesta. Y así no es nada imposible que un partidario de la más rígida ortodoxia esté endemoniado. Este tal lo sabe todo, es sumiso ante lo santo, la verdad es para él un cúmulo de ceremonias, habla de que hay que acudir ante el altar de Dios y sabe muy bien las veces que hay que postrarse en el lugar sagrado. Sí, todo lo sabe como aquel que puede demostrar un teorema matemático usando las letras A B C, pero que no da pie con bola en cuanto use las letras D E F. Por eso siente angustias tan pronto como oye algo que no es literalmente idéntico. ¡Cuánto no se asemeja este tal a uno de esos especulativos modernos que han inventado una nueva prueba de la inmortalidad del alma, pero que habiendo caído en peligro de muerte ya no pudieron desarrollar el argumento porque no llevaban consigo sus famosos cuadernos! ¿Qué es lo que les falta a unos y a otros? Les falta la certeza.

Tanto la superstición como la incredulidad son formas de la no-libertad. En la superstición se le concede a la objetividad un poder similar al de la cabeza de Medusa, es decir, el poder de petrificar la subjetividad. En este caso, la propia esclavización no quiere que se deshaga el hechizo de la objetividad por nada del mundo. En cambio, la más alta y también, aparentemente, la más libre expresión de la incredulidad es la burla. Fáltale precisamente la certeza y por eso se burla. ¿Y no evocaría la existencia de muchos burlones, si fuese posible escudriñar sus entresijos, aquella angustia que hacía exclamar al endemoniado: τί ἐμοὶ καὶ σοί? De ahí el fenómeno curioso de que haya muy poca gente que sea tan vanidosa y tan ávida de los aplausos momentáneos como lo es el burlón.

Pongamos un segundo ejemplo. ¿Con qué celosa industria, con qué pérdida de tiempo, sudores y materiales de escritorio no se han esforzado los especulativos de nuestros días por encontrar una prueba definitiva de la existencia de Dios? Pero en el mismo grado en que aumentaba la excelencia del argumento parecía disminuir la certeza. Porque la idea de la existencia de un Dios, tan pronto como haya cobrado en cuanto tal una importancia concreta para la libertad del individuo, adquiere una omnipresencia que no puede por menos de representar algún embarazo para cualquier individualidad sinuosa, aunque ésta no desee precisamente hacer el mal. Se necesita, desde luego, una interioridad profunda para vivir en hermosa e íntima armonía con esa idea. Tal convivencia es una obra de arte todavía mayor que la de ser un modelo de maridos. Por eso no es nada extraño que las individualidades de ese tipo se sientan muy desagradablemente afectadas cuando oyen hablar sencilla y simplemente de que hay un Dios. La demostración de la existencia de Dios es algo que le tiene a uno ocupado, tanto metafísica como eruditamente, sólo en algunas ocasiones; en cambio, la idea de Dios trata de imponerse en todas las ocasiones. ¿Qué es, pues, lo que le falta a semejante individualidad? Le falta interioridad.

Claro que, también aquí, la interioridad puede faltar en la dirección opuesta. Los llamados devotos suelen ser con frecuencia un objeto de burla para el mundo. Ellos mismos lo explican diciendo que el mundo es malo. Sin embargo, esto no es del todo verdadero. Porque el «devoto», visto desde un ángulo puramente estético, resulta cómico cuando no es libre en relación con su vida piadosa, es decir, cuando le falta interioridad. En este sentido el mundo tiene derecho a mofarse de él. ¿No sería una cosa cómica que un patizambo, incapaz de iniciar ni siquiera un solo movimiento de danza, pretendiera presentarse como maestro de baile? Pues lo mismo acontece con lo religioso. Muchas veces seles ve a tales devotos en la actitud de estar como contando en voz baja, exactamente lo mismo que aquel individuo que no puede bailar, pero que sabe perfectamente marcar el ritmo con los labios, aunque desgraciadamente nunca lo haya podido marcar con los pies y tomado parte en la danza. De esta manera sabe el «devoto» que lo religioso es absolutamente conmensurable, que no es algo que pertenezca a ciertos momentos y ocasiones, sino algo que uno siempre lo puede tener consigo. ¡Ah, pero otra cosa es la realidad! Porque cuando el devoto aludido tiene que poner en práctica la conmensurabilidad de lo religioso, entonces ya no es libre, entonces se le ve cómo musita y cuenta muy suavemente por lo bajo, y cómo, a pesar de todos sus susurros, se arma un lío y todo lo precipita con sus miradas célicas, sus manos entrecruzadas, etc., etc. Ésta es la razón de que semejantes individuos se angustien tanto cuando chocan con cualquier otro individuo que no se ajuste a su misma pauta. Y entonces, para recobrar fuerzas, tienen que recurrir a consideraciones de tanto peso como la de que el mundo odia a la gente piadosa.

La certeza y la interioridad son, pues, la subjetividad, aunque no en un sentido completamente abstracto. En general, la desgracia del saber contemporáneo está en que todo se haya vuelto tan enormemente grandioso. La subjetividad abstracta es exactamente tan difusa e incierta como la objetividad abstracta, y a ambas les falta la interioridad en el mismo grado. Si se habla in abstracto de la cosa anterior, entonces no se la ve claramente, y en este caso es correcto afirmar que la subjetividad abstracta carece de contenido. Pero si se habla de ello in concreto, entonces la cosa es muy clara; pues a la individualidad que quiere hacer abstracción de sí misma le falta cabalmente interioridad, del mismo modo que le falta a la individualidad que se convierte en un simple maestro de ceremonias.

b) Esquema del fenómeno en que la interioridad está excluida o ausente

La ausencia de interioridad es siempre una categoría de la pura reflexión. Por esta razón será doble cualquiera de las formas de este fenómeno. Es probable que se esté poco inclinado a comprenderlo así, puesto que se ha hecho una costumbre tan inveterada el hablar de las categorías propias del espíritu de una manera completamente abstracta. De ordinario se suele poner la inmediatez frente a la reflexión —o interioridad—, y a renglón seguido viene la síntesis —o sustancialidad, subjetividad e identidad—, llamándose esta última, a su vez: razón, idea o espíritu. Pero en el dominio de la realidad misma no sucede así. En este dominio la inmediatez es también inmediatez de la interioridad. Por eso la falta de interioridad sólo sobreviene con la reflexión.

Por lo tanto, cualquier forma de falta de interioridad será o actividad-pasividad opasividad-actividad, y tanto en un caso como en el otro siempre radicará en la autorreflexión. La misma forma, a medida que se torne más y más concreta la determinación de la interioridad, recorrerá una considerable gama de matices. Un proverbio muy antiguo dice que entender y entender son dos cosas bien distintas. Y ésta es la pura verdad. La interioridad es un entender; pero, en concreto, se trata de cómo ha de entenderse este entender. Entender un discurso es una cosa, y otra muy distinta entender aquello en que el discurso hace hincapié; entender lo que uno mismo dice es una cosa y entenderse a sí mismo en lo dicho es otra bien distinta. Cuanto más concreto sea elcontenido de la conciencia, tanto más concreta será la comprensión, y tan pronto como ésta quede fuera en relación con la conciencia, estaremos ante un fenómeno de esclavitud en trance de acabar con la libertad. Tómese, por ejemplo, una conciencia religiosa bastante concreta, es decir, una conciencia que contenga además un momento histórico. En este caso la comprensión ha de responder a esa circunstancia señalada. De ahí que puedan darse en este punto ejemplos de dos formas análogas de lo demoníaco. Así, cuando un ortodoxo rígido emplea toda su diligencia y toda su erudición en demostrar que cada palabra del Nuevo Testamento proviene de tal o cual apóstol, da muestras con ello de que su interioridad va desapareciendo poco a poco, hasta que en definitiva acaba por entender algo completamente distinto de lo que quería entender. Cuando, por otra parte, un librepensador emplea toda su agudeza en mostrar que el Nuevo Testamento ha sido escrito lo más pronto en el siglo II, lo que demuestra con ello, sobre todo, es que tiene miedo de la interioridad; a esto se debe su tozudo empeño por catalogar el Nuevo Testamento entre todos los demás libros[xiii]. El contenido más

concreto de una conciencia es cabalmente la conciencia de sí, la conciencia del individuo mismo. Ésta no es la conciencia del yo puro, sino simplemente la conciencia del propio yo, el cual es tan concreto que ningún escritor, ni el del léxico más rico ni el que haya poseído la máxima fuerza en la expresión plástica, ha logrado jamás describir un solo yo semejante, y esto por la sencilla razón de que cada uno de los hombres es semejante yo de una manera exclusiva. Esta conciencia del propio yo no es una mera contemplación. Quien crea tal cosa muestra bien a las claras que no seha entendido a símismo. ¿No ha comprobado acaso que él mismo está, simultáneamente, en trance de devenir? ¿Cómo iba a ser entonces un objeto acabado de la contemplación? Por lo tanto, esta conciencia del yo es un acto, y este acto es a su vez la interioridad. Y tantas veces como la interioridad no responda a esa conciencia, otras tantas tendremos una forma de lo demoníaco, en cuanto que la falta de interioridad se manifieste como angustia de su adquisición.

Si la ausencia de interioridad ocurriese de un modo mecánico, entonces perderíamos el tiempo y las energías hablando de ella. Pero no es éste el caso, sino que en todo fenómeno correspondiente se da una actividad, aunque ésta empiece con una pasividad. Los fenómenos que comienzan con una actividad son los que saltan más a la vista y, como es natural, su comprensión es mucho más fácil. Lo grave aquí es que suele olvidarse que esta activi dad trae a la zaga una cierta pasividad, y que al hablar de lo demoníaco nunca se toma en consideración el fenómeno opuesto.

Ahora desarrollaré algunos ejemplos para mostrar que el esquema dado es correcto.

Incredulidad-superstición. Son dos formas absolutamente paralelas. Ambas carecen de interioridad, y la sola diferencia está en que la incredulidad se muestra pasiva en medio de una actividad y la superstición es activa dentro de una pasividad. Una de estas formas, si se quiere, es más masculina y la otra es más femenina, pero el contenido de ambas siempre será la autorreflexión. Desde un punto de vista esencial son totalmente idénticas. Tanto la incredulidad como la superstición son angustia por la fe. La incredulidad, sin embargo, comienza con la actividad propia de la no-libertad, mientras que la superstición tiene su comienzo en la pasividad de la misma. Por lo general, solamente se considera la pasividad de la superstición y por eso, según se apliquen categorías ético-estéticas o éticas, parece menos distinguida o más disculpable. En la superstición, desde luego, hay una debilidad que fácilmente puede llamar a engaño; no obstante, siempre ha de haber en ella toda la actividad que sea necesaria para que pueda conservar su pasividad. La superstición es incrédula consigo misma y, al revés, la incredulidad es supersticiosa en el mismo sentido. El contenido de ambas es la autorreflexión. La comodidad, la cobardía y la pusilanimidad de la superstición encuentran mejor permanecer en ella que abandonarla; la terquedad, el orgullo y el envalentonamiento de la incredulidad estiman, por su parte, que es más audaz permanecer en ella que abandonarla. La forma más refinada de semejante autorreflexión siempre será aquella que trate de hacerse interesante a sus mismos ojos, deseando salir de tal situación, aunque en realidad siga en ella con no poca satisfacción propia.

Hipocresía-escándalo. Son también dos formas paralelas. La hipocresía comienza con una actividad, el escándalo con una pasividad. Por lo general, al escándalo se le juzga con mayor suavidad; de hecho, si el individuo permanece en él, se necesita que ponga en juego una actividad tan grande que mantenga en vilo los sufrimientos del escándalo y no los suelte nunca. En el escándalo hay una receptividad —pues un árbol y una piedra no se escandalizan— que tiene que entrar en cuenta al abolir el escándalo. En cambio, la pasividad del escándalo se encuentra más a gusto permaneciendo tranquila donde está y dejando, por así decirlo, que las consecuencias del escándalo se vayan aumentando con los intereses simples y con los intereses compuestos de la misma cuenta. Por eso la hipocresía es escándalo de sí mismo, y el escándalo es hipocresía consigo mismo. A ambos les falta interioridad y no se atreven a entrar en símismos. Ésta es la razón de que toda hipocresía termine siendo hipocresía con uno mismo, ya que el hipócrita se escandaliza en definitiva de sí mismo o, dicho con otras palabras, se convierte a sí mismo en objeto de escándalo. Y ésta es también la razón de que todo escándalo —si no es eliminado— termine siendo hipocresía ante los demás, puesto que el escandalizado, mediante la profunda actividad con la que persevera en el escándalo, ha convertido en otra cosa muy distinta aquella receptividad de que hablábamos antes, y por eso ahora no tiene más remedio que ser hipócrita ante los demás. No es la primera vez que se ha dado en la vida el caso de un individuo escandalizado que al final empleó el escándalo como una hoja de parra para cubrir lo que hubiese estado mucho mejor tapado con un manto de hipocresía.

Orgullo-cobardía. El orgullo comienza con una actividad, la cobardía con una pasividad, pero por lo demás son idénticos. Efectivamente, en la cobardía hay toda la actividad que sea necesaria para que la angustia del bien pueda mantenerse. El orgullo es una profunda cobardía. Es tan cobarde que no quiere comprender la verdadera esencia del orgullo. Por eso, tan pronto como se le impone esa comprensión, se acobarda, se desvanece como un estampido y estalla como una pompa dejabón. La cobardía, por su parte, es un profundo orgullo. Pues es tan pusilánime que no quiere comprender ni siquiera las exigencias del orgullo mal entendido. Pero, cabalmente al encogerse de esa manera, muestra bien a las claras su orgullo, al mismo tiempo que no deja de anotar en su cuaderno que hasta la fecha no ha sufrido ninguna derrota. Esto significa que la cobardía se enorgullece según la expresión negativa del orgullo, es decir, en cuanto nunca ha sufrido todavía ninguna pérdida. En la vida, sin duda, se ha dado también el caso de un individuo muy soberbio que a la par era lo bastante pusilánime como para nunca atreverse a nada, como para querer ser lo menos posible, con el fin, claro está, de no ser herido en su orgullo. Aquí se podía hacer un experimento curioso. A saber, poner uno junto a otro a un individuo de carácter soberbio-activo y a un individuo de carácter soberbio-pasivo. ¡Entonces veríamos, precisamente en el momento en que el primero se hundía, cuán soberbio de raíz era el cobarde![xiv].

c) ¿Qué son la certeza y la interioridad?

Dar una definición sobre el particular es ciertamente muy difícil. No obstante he aquí mi respuesta: son seriedad. Ésta es una palabra que la entiende cualquiera. Pero, por otra parte, no deja de ser una cosa bastante curiosa que ésa sea precisamente una de las palabras en que menos se medita. Después de haber asesinado al rey, prorrumpe Macbeth en estas palabras:

Vonjetzt gibt es níchts Ernstes mehr im Leben:

Alles ist Tand, gestorben Ruhm und Ghade!

Der Lebenswein íst ausgeschenkt![12].

Macbeth, desde luego, era un asesino, y por eso tienen estas palabras en su boca una verdad que sobrecoge de espanto. Pero no sólo Macbeth, sino cualquier individuo que haya perdido la interioridad puede afirmar también con toda razón: «der Lebenswein ist ausgeschenkt», sin dejar de añadir por los mismos motivos: «Jetzt gibt es nichts Ernstes mehr im Leben, alles ist Tand». Porque la interioridad es cabalmente el manantial que salta hasta la vida eterna, y lo que brota de este manantial es precisamente seriedad. Cuando el Eclesiastés dice que «todo es vanidad», está pensando concretamente en la seriedad. Por el contrario, cuando después de haber perdido la seriedad se afirma que todo es vanidad, tal afirmación puede representar a su vez: o bien una expresión activo-pasiva de aquella pérdida —caso de la obstinación en la melancolía— o bien una expresión pasivo-activa de la misma —caso dela frivolidad y dela chocarrería—. Ambos casos nos ofrecen sobrada oportunidad tanto para llorar como para reír, pero la seriedad se ha perdido.

No existe, que yo sepa, ninguna definición de la seriedad. Esto me alegra, no precisamente porque sea un entusiasta del pensar moderno que ha abolido la definición y en el que todo se escurre y precipita, sino porque respecto de los conceptos existenciales siempre denota buen tacto el abstenerse de las definiciones. En efecto, ¿cómo podría recogerse dentro de la forma de la definición lo que cada uno ha entendido de una manera completamente distinta y lo que cada uno ha amado de un modo absolutamente peculiar? ¿Y quién no experimentará una marcada repugnancia a encerrar todo esto en unas definiciones que tan fácilmente nos lo convierten en algo extraño y muy diverso? Al hombre que ama de veras no le proporcionará apenas ningún placer ni satisfacción, y mucho menos ningún provecho, el andar ocupado con la definición de la esencia del amor. Quien viva todos los días, y con más razón los festivos, en trato íntimo con la idea de que existe un Dios difícilmente consentirá en echar a perder ese contacto diario —o tenerlo que dar por perdido— so pretexto de haber logrado pergeñar una definición de la esencia divina. Pues bien, lo mismo ocurre con la seriedad…, es una cosa tan seria que cualquier definición de la misma ya representa por sí sola una enorme ligereza. Y no digo esto porque mis ideas sean oscuras o porque tema caer en sospechas —de no saber a punto fijo de lo que estoy hablando— por parte de uno que otro especulativo superinteligente, es decir, uno de esos cerebros empeñados en seguir la evolución de los conceptos como el matemático sigue la de sus demostraciones y que, en consecuencia, acaban preguntándose como el matemático, aunque a propósito de cosas completamente distintas: ¿qué demuestra todo esto? No, no temo tales sospechas, pues a mi entender lo que estoy diciendo aquí demuestra cabalmente, mejor que cualquier evolución conceptual, que yo sé con toda seriedad de lo que se trata. Aunque en definitiva no me sienta inclinado a dar una definición de la seriedad o hablar de ella en el tono bromista de la abstracción, añadiré con todo algunas observaciones orientadoras. En la Psicología de Rosenkrantz[xv] encontramos una definición del talante. En la página 322 se dice que el talante es la síntesis del sentimiento y de la conciencia del yo. En la exposición anterior explica Rosenkrantz de un modo excelente: «dass das Gefühl zum Selbstbewusstsein sich aufschliesse, und umgekehrt, dass der Inhalt des Selbstbewusstseins von dem Subject als der seinige gefühlt wird. Erst diese Einheit kann man Gemüht nennen. Denn fehlt die Klarheit der Erkenntniss, das Wissen vom Gefühl, so existiert nur der Drang des Naturgeistes, der Turgor der Unmittelbarkeit. Fehlt aber das Gefühl, so existiert nur ein abstracter Begriff, der nicht die letzte Innigkeit des geistigen Daseins erreicht hat, der nicht mit dem Selbst des Geistes Eines geworden ist» —pp. 320 y 321-[13] Si ahora retrocedemos en busca de la definición que el autor nos da del sentimiento como unidad inmediata del espíritu, es decir, «seiner Seelenhaftigkeit und seines Bewusstseins»[14] según se afirma en la página 242; y se recuerda además que en la definición de la Seetenhaftigkeit está apuntada la unidad con la determinación natural inmediata, entonces tendremos, reuniéndolo todo, una representación cabal de la personalidad concreta.

Ahora bien, la seriedad y el talante se corresponden entre sí de tal manera que la seriedad es una expresión más alta y al mismo tiempo la más profunda que se pueda dar de lo que es el talante. Éste es una determinación de la inmediatez; la seriedad, en cambio, es la originalidad adquirida del talante, su originalidad defendida en la responsabilidad de la libertad, su originalidad reafirmada en el goce de la felicidad beatífica. Esta originalidad del talante a través de su desarrollo histórico manifiesta precisamente lo eterno de la seriedad, y es también la razón de que la seriedad nunca pueda convertirse en hábito. Rosenkrantz trata de los hábitos solamente en la Fenomenología, no en la Neumatología; pero también en ésta han de tratarse aquéllos, pudiendo afirmar que el hábito hace su aparición en el mismo momento en que lo eterno desaparece de la repetición. Porque siempre tendremos una sucesión y una repetición mientras se adquiera y se conserve la originalidad propia dela seriedad; por el contrario, no tendremos más que un simple hábito desde el momento en que falte la originalidad en la repetición. El hombre serio lo es cabalmente por la originalidad con que se reincorpora a la repetición. Es verdad que se suele hablar acerca de que un sentimiento vivo e íntimo conserva esa originalidad, pero no es menos verdad que la intimidad del sentimiento es como un fuego capaz de enfriarse en cuanto la seriedad no lo sostenga; y, por otra parte, la intimidad del sentimiento es insegura en cuanto al estado de ánimo, es decir, que unas veces es más íntima que otras. Pongamos un ejemplo para hacerlo todo lo más concreto posible. Un párroco tiene que rezar todos los domingos y en voz alta las plegarias imperadas por la Iglesia, o tiene que bautizar cada domingo a varios niños. Supongamos que el párroco se entusiasma…, mas el fuego se irá extinguiendo poco a poco por este camino; supongamos que al ejercitar esa tarea quiera conmover a todos, estremecerlos…, pero unas veces más y otras veces menos. Solamente la seriedad es capaz de repetir lo mismo cada domingo de una manera regular y con la misma originalidad[xvi].

Pero eso mismo, a lo que la seriedad tiene que retornar con idéntica seriedad, no puede ser otra cosa que la seriedad misma; delo contrario, elresultado será la pedantería. La seriedad significa en este sentido la misma personalidad, y sólo una personalidad seria es una personalidad real, y sólo ella puede hacer algo con seriedad, puesto que para hacer algo con seriedad es necesario, sobre todo, que se sepa cuál es el objeto dela seriedad.

En la vida se suele hablar con bastante frecuencia en torno a la seriedad. De fulano, por ejemplo, se dice que se ha vuelto serio considerando la cuantía de la deuda pública, y mengano tratando de las categorías, y zutano a propósito de una simple representación teatral. La ironía es la que descubre tanta seriedad por todas partes, encontrando suficiente campo para su faena; pues todo el que se torna serio a destiempo es eo ipso cómico, y esto por más que los contemporáneos —disfrazados de un modo igualmente cómico— y la opinión general de los mismos le tomen a uno muy en serio. Por eso no existe ningún criterio más seguro para medir la profundidad de la valía de un determinado individuo que el de averiguar, por sus propias manifestaciones indiscretas o sonsacándole el secreto, qué es lo que le hizo tornarse serio en la vida. Pues sin duda que todo hombre nace con talante, pero nadie nace teniendo ya seriedad. Esa expresión: «qué es lo que le hizo tornarse serio en la vida», ha de entenderse, naturalmente, en el sentido más riguroso, aplicándola a aquello que para el individuo constituya de la manera más honda el punto de arranque de su seriedad. Porque muy bien puede suceder que un individuo, después de haberse tornado serio a causa del objeto de la seriedad, trate diversas cosas de un modo evidentemente grave, pero la cuestión capital siempre será aquí si se hizo serio a propósito del objeto mismo de la seriedad. Este objeto lo tenemos todos bien a mano, puesto que tal objeto lo somos nosotros mismos. De ahí que siempre será un bufón, a pesar de toda su seriedad, el hombre que no se hizo serio respecto de sí mismo, sino respecto de otras cosas, todas quizá muy grandes y estruendosas. Ese hombre podrá engañar a la ironía durante algún tiempo, pero al final, volente Deo, acabará siendo cómico; ya que la ironía tiene celos de la seriedad. En cambio, el hombre que se hizo serio de la manera adecuada demostrará cabalmente la robustez de su espíritu cuando trate todas las demás cosas de un modo ligero, es decir, apelando unas veces al sentimiento y otras a la broma. En este caso, ¡no faltaba más!, a los bufones mistureros de la seriedad les correrá por toda la espalda un escalofrío alver que nuestro hombre toma a broma las cosas que a ellos les tornan tremendamente serios. Lo que nunca debe ignorar el hombre es que la seriedad misma no tolera ninguna broma. Si olvida esto, puede acontecerle lo que le aconteció a Alberto Magno, a saber, que se tornó de repente estúpido al pretender orgullosamente que su especulación prevaleciese sobre el misterio de la divinidad[xvii][15] O también le puede acontecer lo que le sucedió a Belerofonte, quien al servicio de la idea cabalgó seguramente en su Pegaso, pero cayó a tierra (o al mar, según otra leyenda) cuando quiso abusar de Pegaso para que éste le llevara a una cita con una mujer terrestre.

La interioridad, la certeza, son seriedad. Esto tiene un aspecto un poco pobre. Si, al menos, hubiera afirmado que la seriedad es la subjetividad, la pura subjetividad o la subjetividad trascendental…, ¡entonces, desde luego, habría dicho algo con el suficiente empaque como para poner serio a más de uno! Claro que también puedo expresar lo que es la seriedad de otro modo un poco distinto. Tan pronto como falta la interioridad, cae el espíritu en lo finito. Por eso la interioridad es la eternidad o, dicho con otras palabras, es la determinación de lo eterno en el hombre.

En definitiva, si de veras se quiere estudiar lo demoníaco, bastará con que se atienda solamente a las diversas maneras habituales de concebir lo eterno dentro de la individualidad. Por este camino, prontamente, se tendrá noticia cabal del fenómeno. En este sentido nos ofrece nuestra época un ancho campo para la observación. Porque hoy se habla muchísimo de lo eterno; unos lo rechazan y otros lo admiten, pero tanto los unos como los otros —atendiendo a la forma de sus negaciones o de sus afirmaciones— delatan con ello una enorme falta de interioridad. Pues carece de interioridad y de seriedad todo el que no haya entendido lo eterno de una manera adecuada, es decir, de una forma absolutamente concreta[xviii].

No es mi deseo extenderme mucho sobre este tema, pero voy a poner de relieve algunos puntos:

1. Se niega lo eterno en el hombre. En el mismo instante de negarlo ya se «ha vertido el vino de la vida», y cualquier individuo que lo niegue será un endemoniado. En cuanto se afirme lo eterno, empezará a ser lo presente una cosa distinta de lo que se quiere que sea. Se teme esta transmutación, y así es como le entran a uno angustias por el bien. Un hombre puede negar lo eterno cuantas veces quiera, incluso en la misma hora de la muerte, pero no logrará con ello quitarle totalmente su vida. A veces se admite lo eterno en un cierto sentido y hasta cierto grado, pero es temido en su otro sentido y en su grado superior. Tampoco esto sirve de nada, pues mientras selo niegue, sea poco o mucho, nunca quedará uno liberado de ello. Por cierto que en nuestros días seteme muchísimo lo eterno, y esto a pesar de que se lo reconoce con fórmulas abstractas y lisonjeras para lo eterno. De la misma manera que los distintos gobiernos viven hoy en día cohibidos por el temor a ciertas cabezas inquietas, así también no son pocos los individuos que en la actualidad viven temerosos ante una determinada cabeza inquieta que, no obstante, representa la auténtica seguridad… a los ojos de la eternidad, se entiende. En estas circunstancias no es extraño que se vocee el instante y se escamotee bonitamente la eternidad, destruyéndola, con el recurso de una vida desparramada en el mero instante. Con lo que, analógicamente, se hace bueno el dicho de que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero, ¿por qué esa prisa tan espantosa? Pues si no hay eternidad, entonces el instante será ciertamente tan largo como si hubiera eternidad. Sin embargo, la angustia de la eternidad convierte el instante en una pura abstracción.

Por otra parte, esa negación de la eternidad puede expresarse directa e indirectamente de muy diversas maneras. Por ejemplo, como burla, como una prosaica borrachera de sensatez, como activismo irreflexivo, como entusiasmo por lo temporal, etc., etc.

2. Se concibe lo eterno de una manera completamente abstracta. Lo eterno es como la frontera de montañas azules que limita con lo temporal, de tal suerte que el que vive con todas sus fuerzas afincado en la temporalidad nunca llega a la frontera. El individuo que otea en tal dirección es sin duda un soldado fronterizo, un soldado que está fuera del tiempo.

3. Se introduce la eternidad en el tiempo, doblegándola por medio de la fantasía. Así interpretada produce un efecto mágico. No se sabe si es un sueño o una realidad, y se tiene la impresión de que ella misma se ha puesto a jugar dentro del instante, clavándole sus ojos de una manera melancólica y soñadora, algo así como el rayo de luna que flota tembloroso en el bosque o la sala por ella iluminados. De este modo, la idea de lo eterno resulta un pasatiempo quimérico y el correspondiente estado de ánimo siempre será: ¿soy yo el que sueña, o es la eternidad la que sueña en mí?

O quizá la fantasía tome la eternidad pura y simplemente como objeto suyo, sin esa ambigüedad coqueta de antes. Esta interpretación ha encontrado una expresión determinada en la tesis de que «el arte es una anticipación de la vida eterna»[16] Sin embargo, la poesía y el arte son tan sólo una reconciliación de la fantasía, de tal manera que muy bien pueden tener el acierto de la intuición, pero en modo alguno la profundidad de la seriedad[17]. Lo que se hace es acicalar la eternidad con los oropeles de la fantasía… y a renglón seguido empieza uno a tener nostalgias de aquélla. Se contempla la eternidad con unos ojos apocalípticos y se quiere hacer como de Dante, si bien el Dante, por grandes que fueran las concesiones que hizo a la fantasía, nunca suspendió la efectividad del veredicto ético.

4. La eternidad, finalmente, se concibe de un modo metafísico. Tantas veces se repite el sonsonete del yo-yo, que al fin se convierte uno mismo en lo más ridículo de todo: en el yo puro, en la conciencia eterna del yo. Tantas veces se habla de la inmortalidad, que uno termina siendo no precisamente inmortal, sino la inmortalidad misma. Pero a pesar de todo esto, se cae en la cuenta de repente de que no se ha logrado introducir la inmortalidad en el sistema y, entonces, se decide dedicarle un sitio en los apéndices. Respecto de esta ridiculez podemos recordar aquella sentencia verdadera de Poul M. Moller, según la cual la inmortalidad tiene que estar presente en todas partes. Ahora bien, si la eternidad es omnipresente, entonces la temporalidad se convierte en algo por completo distinto de aquello que desearíamos que fuese.

O quizá se conciba la eternidad de un modo tan metafísico que la temporalidad quede conservada cómicamente en ella. Desde un punto de vista puramente estéticometafísico la temporalidad siempre es cómica, pues se trata de una contradicción y lo cómico radica de suyo en esta categoría. Mas si se interpreta la eternidad de un modo puramente metafísico y, a pesar de ello, se le quiere incorporar por uno o por otro motivo la temporalidad, entonces nos encontramos con no pocas cosas bastante cómicas, por ejemplo, la de que el espíritu eterno conserve el recuerdo de haber estado más de una vez en apuros económicos. Claro que todo este trabajo que se ha llevado a cabo para mantener en pie la eternidad no es más que una pena perdida y una falsa alarma. Porque ningún hombre es inmortal de un modo puramente metafísico, ni tampoco es ése el camino de que ningún hombre se llegue a convencer de su inmortalidad. En cambio si el hombre se torna inmortal de un modo completamente distinto, nunca se impondrá lo cómico. Por más que el cristianismo enseñe que el hombre ha de dar cuenta de cualquier palabra ociosa que haya dicho, y nosotros lo entendamos esto simplemente, refiriéndolo al recuerdo total de lo que hicimos —cosa de la que ya en esta vida se presentan a veces algunos síntomas clarísimos—, por más que la doctrina del cristianismo no pueda esclarecerse por contraste con nada mejor que aquella idea helénica de los «inmortales» que tenían que empezar bebiendo de las aguas del río Leteo para olvidar…, de todo esto, sin embargo, no se sigue en absoluto que el recuerdo tenga que resultar cómico, ni de una manera directa, ni tampoco indirecta. No directamente, acordándose de las ridiculeces que hicimos en la vida; ni tampoco indirectamente, como si aquellas ridiculeces debieran convertirse en decisiones esenciales. Precisamente porque dar cuenta de lo que hicimos y el juicio correspondiente son lo esencial, obrará este elemento esencial con todo lo que no lo sea como lo hacían las aguas del Leteo, es decir, borrándolo.

¡Claro que entonces también se mostrarán como esenciales muchas de las cosas que se creyeron de poca monta! Pero podemos afirmar que elalma no estuvo esencialmente presente en las bufonadas de la vida, en sus incidencias y tortuosidades. Por eso quedará todo estoborrado. ¡Desgraciada el alma que estuvo esencialmente metida en todo ello! ¡A buen seguro que para ella no tendrán todas estas cosas un significado cómico! Cuando se ha meditado a fondo en lo cómico, cuando se lo ha estudiado activamente y siempre sehan tenido ideas claras de su categoría, compréndese con facilidad que lo cómico pertenece cabalmente a la temporalidad, que es el teatro de la contradicción. Metafísica y estéticamente no es posible frenar lo cómico e impedir que acabe tragándose toda la temporalidad. Y la misma suerte correrá todo aquel que esté lo bastante desarrollado como para usarlo, pero no lo bastante maduro como para distinguir claramente una cosa de otra. En cambio, en la eternidad queda eliminada toda contradicción y lo temporal es traspasado y conservado por la eternidad. Pero en ella no hay ninguna huella delo cómico.

No obstante, no se quiere meditar seriamente en la eternidad, sino que se siente angustia ante ella y la angustia busca cien escapatorias. Mas esto es cabalmente lo demoníaco.