III. La angustia como consecuencia de ese pecado que consiste en la ausencia de la conciencia del pecado

En los dos capítulos anteriores hemos dejado bien asentado que el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, constituida y sostenida por el espíritu. La angustia era —para emplear una nueva expresión, si bien dice lo mismo que se ha dicho en lo precedente y, por otra parte, alude a lo que va a seguir—, la angustia, repito, era el instante en la vida del individuo.

Hay una categoría que los filósofos modernos están empleando a cada paso, tanto en las investigaciones lógicas como en las concernientes a la Filosofía de la Historia, a saber, la categoría de transición. Sin embargo, todavía no nos han explicado nunca y a fondo el contenido de la misma. Se la usa de buenas a primeras, y mientras Hegel y su escuela han llenado de asombro al mundo entero con la idea genial de que la filosofía debe comenzar sin ningún supuesto —o, lo que es lo mismo, que a la Filosofía no debe preceder nada fuera de esa total ausencia de supuestos—, todos ellos siguen usando impertérritos la transición, la negación y la mediación —es decir, los principios del movimiento en el pensamiento hegeliano— sin molestarse lo más mínimo en

señalarles a su vez un lugar correspondiente dentro del desarrollo sistemático. Si esto no es un supuesto, ¡que venga Dios y lo vea! Pues, ¿quién dirá que no es un supuesto colosal el emplear ciertas cosas que no se explican en ninguna parte? Pero se pretende que el sistema sea un prodigio de transparencia e introspección, que, de tanto mirar de hito en hito y de una manera onfálico-psíquica a la nada central, termine esclareciéndose entero y creando todos sus contenidos en virtud de su misma fuerza interior. Esta íntima diafanidad sería cabalmente la del sistema. No obstante, la cosa no es así, y el pensamiento sistemático parece rendir homenaje a la misteriosidad en todo lo que atañe a sus más íntimas conmociones. La negación, la transición y la mediación son tres agentes —agentia— camuflados, sospechosos y secretos que vienen a poner en marcha todos los movimientos. Con todo, Hegel no consentiría jamás que se designase a estos tres agentes con el nombre de cabezas inquietas, al revés, ellos cuentan con el permiso soberano del colosal suabo para intervenir tan desembarazadamente que incluso en la Lógica se encuentran expresiones y giros tomados de la temporalidad de la transición, por ejemplo: «luego»; «cuándo»; «como existente esto es esto»; «en cuanto deviene es tal cosa», y así sucesivamente.

Pero que sea de esto lo que quiera. ¡Que la Lógica se las entienda como pueda para salir de los apuros en que se ha metido! La palabra «transición» es, y siempre lo será dentro dela Lógica, una pura ingeniosidad. Su propio lugar está en la esfera de la libertad histórica, ya que la transición es una situación y, además, es real[i]. Platón vio muy bien la dificultad de incorporar la transición a la metafísica pura, por lo cual no tiene nada extraño que le haya costado tantos esfuerzos la categoría del instante[ii]. Ignorar la dificultad no significa en modo alguno «ir más allá» que el mismo Platón; ignorarla, engañando piadosamente al pensamiento para poner a flote la especulación y en marcha el movimiento dentro de la Lógica, equivale a tratar la especulación como si ésta fuera un asunto bastante limitado. A este propósito y como cosa bien curiosa, recuerdo que en cierta ocasión le oí decir a uno de esos especuladores que no se debía prestar de antemano demasiada atención a las dificultades, pues en tal caso nunca sería posible arribar a la especulación. Si lo único que importa es arribar a la especulación y no que la especulación que uno lleva a cabo sea una verdadera especulación, entonces, naturalmente, hay que afirmar con toda la resolución del mundo que sólo nos tenemos que cuidar de especular. Esta resolución es tan digna de alabanza como la del hombre, que, no teniendo oportunidad ninguna de ir en coche propio hasta el parque de atracciones, nos dijese: «¡No os preocupéis, amigos, que en el ómnibus podemos ir perfectamente!». Claro que al parque de atracciones se puede ir con coche propio y también es muy probable que se llegue en el ómnibus. En cambio, difícilmente llegará a la especulación el que quiere hacerlo tan pronto que ni siquiera pierda un minuto en resolver el problema de las exigencias previas.

La transición es un estado en la esfera de la libertad histórica. Sin embargo, para entenderlo con rectitud, es menester no olvidar que lo nuevo surge con el salto. Porque, de no tenerse esto muy en cuenta, la transición alcanzaría una preponderancia de tipo cuantitativo sobre la elasticidad del salto.

El hombre, según queda dicho, es una síntesis de alma y cuerpo, pero también es una síntesis de lo temporal y lo eterno. Esto ya se ha dicho bastantes veces y no seré yo el que objete nada en contra. Mi deseo, en verdad, no es el de descubrir novedades; al revés, mi mayor alegría y ocupación favorita siempre será la de meditar en aquellas cosas que parecen completamente sencillas.

Por lo que atañe a la segunda de esas síntesis, en seguida se echa de ver que está formada de una manera distinta que la primera. En esta primera constituían el alma y el cuerpo los dos momentos de la síntesis y el espíritu era lo tercero, con la particularidad de que sólo se podía hablar propiamente de síntesis en cuanto el espíritu quedaba puesto. La segunda síntesis tiene exclusivamente dos momentos: lo temporal y lo eterno. ¿Dónde está aquí lo tercero? Y si no hay ninguna tercera cosa, entonces tampoco hay realmente síntesis, ya que una síntesis que encierra una contradicción nunca puede llegar a ser perfecta sin un tercero. En este caso, afirmar que la síntesis encierra una contradicción es exactamente lo mismo que decir que no hay tal síntesis. Esto nos obliga a hacernos la siguiente pregunta: ¿qué es lo temporal?

Si el tiempo se define justamente como la sucesión infinita, entonces es claro que también hay que definirlo como presente, pasado y futuro. Esta última definición será, con todo, inexacta tan pronto como se estime que radica en eltiempo mismo, ya que sólo aparece en cuanto el tiempo se relaciona con la eternidad y en cuanto ésta se refleja en el tiempo[1] Si en la sucesión infinita del tiempo se pudiera encontrar un punto de apoyo firme, es decir, un presente que nos sirviese como fundamento divisorio, entonces sin duda que aquella división sería totalmente exacta. Pero no tenemos ningún momento que sea ese presente que se busca, ya que precisamente cada momento no es más que la suma de todos los momentos, un proceso, un pasar de largo y, por consiguiente, no hay en el tiempo ni presente, ni pasado, ni futuro. Si algunos creen en la posibilidad de mantener esa división es porque —sin caer en la cuenta de que con ello queda frenada la sucesión infinita— no hacen más que espaciar un momento, o porque solamente ponen en juego la fuerza de la representación y, en consecuencia, convierten el tiempo en un objeto de la representación y no del pensamiento. Pero incluso obrando así no se logra salir del error, pues hasta para la representación es la infinita sucesión del tiempo un presente infinitamente vacío. Esto es una parodia de lo eterno. Los indios hablan de una dinastía que reinó setenta mil años. De los distintos reyes no se sabe nada, ni siquiera, según supongo, sus mismos nombres. Si tomamos este ejemplo como un símbolo del tiempo, esos setenta mil años son para el pensamiento un infinito desaparecer; para la representación, en cambio, se extienden y se dilatan hasta convertirse en la ilusoria intuición de una nada infinitamente vacía[iii]. Por el contrario, tan pronto como se haga que lo uno suceda a lo otro, quedará puesto el presente.

No obstante, el presente no es el concepto del tiempo, a no ser que se lo piense como infinitamente vacío y, por añadidura, como típico e infinito desaparecer. Si no se tiene esto en cuenta, y por muy rápidamente que se lo haga desaparecer, quedará puesto el presente, y una vez puesto, se le hará entrar también en las definiciones del pasado y del futuro. Lo eterno, en cambio, es el presente. Para el pensamiento lo eterno es el presente en cuanto sucesión abolida —el tiempo era la sucesión que pasa—. Para la representación lo eterno es un avanzar que a pesar de todo no se mueve del sitio, ya que lo eterno equivale para ella a lo infinitamente lleno. En lo eterno tampoco se da ninguna discriminación del pasado y futuro, pues el presente está puesto como la sucesión abolida.

Por lo tanto, el tiempo es la sucesión infinita. La vida que es en el tiempo y que sólo pertenezca al tiempo no tiene ningún presente. A veces, desde luego, se tiene la costumbre de definir la vida sensible diciendo que es en el instante y sólo en el instante. En este caso se entiende por instante la abstracción de lo eterno, convirtiéndolo en una parodia de la eternidad, en cuanto se pretende hacer lo presente. El presente es lo eterno o, mejor dicho, lo eterno es el presente y éste es la plenitud. Éste es el sentido en que los latinos afirmaban la presencia de la divinidad —praesentes dii—, y con esa misma palabra, aplicada a la divinidad, designaban también su poderosa asistencia. El instante viene a designar lo presente como algo que no tiene ningún pasado ni futuro; y en esto radica cabalmente la imperfección de la vida sensible. Lo eterno también viene a designar lo presente que no tiene ningún pasado ni futuro, pero ésta es la perfección de la eternidad.

Si, en definitiva, se pretende emplear el instante para designar el tiempo, haciendo que el primero signifique la eliminación puramente abstracta del pasado y del futuro y que así sea el presente, entonces hemos de afirmar taxativamente que el instante no es en modo alguno el presente, por la sencilla razón de que semejante intermediario entre el pasado y el futuro, concebido de un modo meramente abstracto, no existe en absoluto. Esto manifiesta bien a las claras que el instante no es una mera determinación temporal, ya que ésta sólo consiste en pasar, de tal suerte que el tiempo no será más que tiempo pasado si para definirlo no tenemos otras categorías que las que se descubren inmediatamente en él. En cambio, si el tiempo y la eternidad se ponen en contacto, ello tiene que acontecer en el tiempo, y henos aquí ante el instante.

La palabra «instante» —en danés, se entiende[2] es una expresión figurada y, por consiguiente, no es tan fácil habérselas con ella. Con todo, se trata de una hermosa palabra, digna de nuestra atención. Nada hay tan rápido como la mirada y, sin embargo, es conmensurable con el contenido de lo eterno. Así, cuando Ingeborga mira hacia Frithjof por encima del mar, nos ofrece con ello una imagen de lo que esa palabra figurada significa[3]. Una explosión de sus sentimientos, un sollozo, una palabra de ella, encerrarían sin duda con su sonoridad una mayor determinación temporal; estarían más cerca de ser lo presente a punto de desaparecer y no significarían tan acentuadamente la presencia de lo eterno…, aunque también es verdad que un sollozo, una palabra, etc., tienen la virtualidad de aligerar la carga que pesa sobre el alma, precisamente porque basta que se mencione la pena que a uno le oprime para que sólo con eso ya empiece a ser una cosa del pasado. Por eso una mirada es algo que sirve para designar el tiempo; pero, entiéndase bien, en cuanto el tiempo se halla en ese conflicto fatal que provoca el entrar en contacto con la eternidad[iv]. Lo que nosotros llamamos el instante, lo llama Platón τὸ ἐξαίφνης. Cualquiera que sea la clave etimológica de esta expresión, sin embargo, siempre estará en relación con la categoría de lo invisible. Para el griego no podía ser de otra manera, ya que concebía de un modo igualmente abstracto el tiempo y la eternidad, una vez que le faltaba el concepto de la temporalidad y, en última instancia, le faltaba el concepto de espíritu. En latín se dice momentus, que en cuanto derivado del verbo movere no expresa de suyo otra cosa que el mero desaparecer[v].

El instante, así entendido, no es en realidad un átomo del tiempo, sino un átomo de la eternidad. Es el primer reflejo de la eternidad en el tiempo. Pudiéramos decir que es como el primer intento de la eternidad para frenar el tiempo. Por eso el helenismo no llegó a entender el instante, pues, si bien concibió el átomo de la eternidad, no llegó a comprender que este átomo era el instante. Los griegos no lo definían mirando hacia adelante, sino hacia atrás; porque el átomo de la eternidad era esencialmente para ellos la eternidad misma, con lo que, naturalmente, ni el tiempo ni la eternidad llegaron a gozar de sus legítimos derechos. La síntesis de lo temporal y de lo eterno no es una segunda síntesis, sino la expresión de aquella misma síntesis en virtud de la cual el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, sostenida por el espíritu. El instante existe tan pronto como queda puesto el espíritu. Por eso se puede decir con toda razón, censurándolo, que fulano o mengano sólo viven en el instante, ya que esto acontece a causa de una arbitraria abstracción. La naturaleza no radica en el instante.

Con la temporalidad sucede lo mismo que con la sensibilidad; ya que la temporalidad parece ser mucho más imperfecta y el instante mucho menos significativo quela aparentemente segura persistencia de la naturaleza en el tiempo. Y, sin embargo, acontece todo lo contrario, pues la seguridad de la naturaleza se funda en que el tiempo no tiene absolutamente ninguna importancia para ella. Sólo con el instante comienza la historia. Por el pecado se convirtió la sensibilidad del hombre en pecaminosidad, al mismo tiempo que se hizo inferior a la del bruto y, no obstante, esto se debe cabalmente al hecho de que aquí comienza lo superior, es decir, que ahora comienza el espíritu.

El instante es esa cosa ambigua en la que entran en contacto el tiempo y la eternidad —con lo que queda puesto el concepto de temporalidad—, y donde el tiempo está continuamente seccionando la eternidad y ésta continuamente traspasando el tiempo. Sólo ahora empieza a tener sentido la división aludida: el tiempo presente, el tiempo pasado y el tiempo futuro.

En seguida nos damos cuenta con esta división de que el futuro significa en cierto modo mucho más que el presente y que el pasado, puesto que el futuro es en cierto sentido la totalidad de la que el pasado no es más que una parte; y además, el futuro puede significar, también en cierto sentido, la misma totalidad. Esto se debe a que lo eterno significa primariamente lo futuro; o, dicho con otras palabras, a que lo futuro es el incógnito en que lo eterno, inconmensurable con lo temporal, quiere mantener a pesar de ello sus relaciones con el tiempo. El lenguaje vulgar suele identificar a veces lo futuro y lo eterno, y así se dice «la vida futura» en el sentido de «la vida eterna». No es extraño que los griegos, al carecer en un sentido hondo del concepto de lo eterno, tampoco tuvieran el concepto del futuro. Por esta razón no se les puede echar en cara a los griegos que su vida estuviese perdida en el instante y, más exactamente, ni siquiera se puede afirmar que estuviese perdida. La realidad es que los griegos, al faltarles la categoría del espíritu, tomaban la temporalidad tan ingenuamente como la sensibilidad.

El instante y el futuro ponen a su vez el pasado. Si la vida helénica ha encarnado en general alguna categoría temporal, ésta no ha sido otra sino la del pasado; pero, bien entendido, no en cuanto éste se define en relación con el presente y el futuro, sino definido como simple pasar, que es de suyo la definición general del tiempo. Aquí nos revela todo su significado la reminiscencia platónica. La eternidad de los griegos es algo que está a las espaldas como lo pasado, ingresándose en ello exclusivamente en el sentido regresivo[vi][4] Sin embargo, esto de hacer de la eternidad lo pasado no es más que un concepto totalmente abstracto, y esto tanto si la definición anterior queda delimitada más próximamente con perfiles filosóficos —es el caso de ese «morir al mundo» en cuanto hablan de ello los filósofos— como si se la delimita con perfiles históricos.

Por lo general, en las mismas definiciones conceptuales del pasado, del futuro y dela eternidad puede aparecer bien clara la manera de definir el instante. Si no existe el instante, entonces lo eterno viene avanzando por detrás como lo pasado. Es como si hiciéramos avanzar a un hombre por un camino, pero sin que diese un paso. ¿Cuál sería el resultado? Que el mismo camino, en cuanto recorrido, vendría como avanzando detrás de nuestro hombre. En cambio, si se da positivamente el instante, aunque sólo sea como discrimen, entonces lo futuro es lo eterno.

Por fin, si se da positivamente el instante, entonces hay eternidad, y también hay futuro, el cual vuelve otra vez como el pasado. Esto se ve con toda claridad en la concepción griega, judía y cristiana. El concepto en torno al cual gira todo en el cristianismo —aquello que lo renovó todo es la plenitud de los tiempos. Ahora bien, esta plenitud es el instante en cuanto eternidad; y, sin embargo, esta eternidad es también el futuro y el pasado. Si no se atiende a esto, ni siquiera un solo concepto se podrá librar de ciertos aditamentos heréticos y traidores, los cuales acabarán por anular el concepto. De esta manera, si no sacamos al futuro de su estrecho cerco y sólo lo consideramos como una mera continuación del pasado, podemos estar seguros de que los conceptos de conversión, redención y salvación perderán el significado que encierran para la historia del mundo y para el desarrollo histórico de cada individuo. Y, por su parte, si no sacamos al pasado de su estrecho cerco y sólo lo consideramos en una misma línea de continuidad con el presente, entonces quedarán arrumbados los conceptos de resurrección y juicio.

Pensemos otra vez en Adán y recordemos de paso que todo individuo posterior comienza de un modo completamente idéntico a como lo hizo Adán, si bien aquél lo haga dentro de la diferencia cuantitativa, la cual es consecuencia tanto de la relación generacional como de la relación histórica. Por consiguiente, el instante existe para Adán lo mismo que para todo individuo posterior. La síntesis de lo anímico y de lo corporal tiene que ser puesta por el espíritu; ahora bien, el espíritu es lo eterno, y por eso existe tan sólo cuando el mismo espíritu pone la primera síntesis a la par que la segunda, es decir, la síntesis de lo temporal y lo eterno. El instante no existe mientras no sea puesto lo eterno, o a lo sumo existe como discrimen. De esta manera —y una vez que el espíritu se define dentro del estado de inocencia como un espíritu que está soñando— lo eterno se manifiesta como lo futuro, ya que ésta, según dijimos, es la primera expresión de lo eterno, su incógnito. Por eso —según vimos en el capítulo anterior— del mismo modo que el espíritu, en cuanto era posibilidad del espíritu —es decir, de la libertad—, se expresaba en la individualidad como angustia al tener que ser puesto con la síntesis o, dicho con mayor exactitud, al tener él mismo que poner la síntesis…, así también ahora el futuro, en cuanto posibilidad de lo eterno —es decir, de la libertad—, es a su vez angustia en el individuo. Ésta es la razón de que la libertad se llene deescalofríos al manifestarse la posibilidad de la misma ante sus propios ojos, apareciendo en ese momento la temporalidad con el mismo atuendo que lo hacía la sensibilidad, esto es, en el sentido de la pecaminosidad. Volvamos a indicar aquí que ésta no es más que la última expresión psicológica de la última aproximación, del mismo tipo, al salto cualitativo. La diferencia entre Adán y el individuo posterior consiste en que el futuro es más reflexivo para el segundo que para Adán. Este «más» —hablando en términos psicológicos— puede significar algo espantoso, pero respecto del salto cualitativo su significado es el de una cosa inesencial. La más alta diferencia con relación a Adán estriba ahora en que el futuro parece anticipado por el pasado; o en que se tiene la angustia de haber perdido la posibilidad antes de que ésta haya existido.

Lo posible corresponde por completo al futuro. Lo posible es para la libertad lo futuro, y lo futuro es para el tiempo lo posible. A ambas cosas corresponde en la vida individual la angustia. De ahí que con un lenguaje exacto y correcto se enlace la angustia con el futuro. A veces, desde luego, solemos decir que nos angustiamos del pasado. Esto parece que contradice lo anterior. Pero si se mira mejor, veremos que al hablar así lo único que hacemos es enfocar de uno u otro modo el futuro. Porque para que el pasado me cause angustia es necesario que esté en una relación de posibilidad conmigo. Si me angustio por una desgracia pasada no es precisamente en cuanto pasada, sino en cuanto puede repetirse, es decir, hacerse futura. Si tengo angustia por una mala acción pasada, entonces es que no la he relacionado esencialmente conmigo en cuanto pasado, sino que hay algo en mi vida que de una manera más o menos subrepticia le impide ser pasada. Pues si realmente fuese pasada, entonces no podría angustiarme, sino sólo arrepentirme. Si no lo hago, es precisamente porque con anterioridad me he permitido convertir en dialéctica mi relación con ella, y así aquella mala acción se ha tornado en sí misma una posibilidad y no algo pasado. Si me angustio por el castigo es porque éste ha sido puesto inmediatamente en una relación dialéctica con la culpa —de lo contrario soportaría mi castigo—, lo que significa que me angustio por algo posible y futuro.

Con esto hemos vuelto adonde nos encontrábamos en el capítulo primero. La angustia es el estado psicológico que precede al pecado, hallándose tan cerca de él, tan angustiosamente cerca de él, que ya no puede estarlo más. Esto no quiere decir que la angustia explique el pecado, pues éste brota cabalmente con el salto cualitativo.

La temporalidad es pecaminosidad[vii] desde el momento en que el pecado queda puesto. No decimos que la temporalidad sea pecaminosidad, como tampoco decíamos que lo fuese la sensibilidad. Sin embargo, con la introducción del pecado empieza la temporalidad a significar pecaminosidad. Por eso peca todo aquel que, haciendo abstracción de lo eterno, sólo vive en el instante. Si Adán no hubiera pecado —permitiéndome otra vez y sólo por unos instantes el empleo de un lenguaje acomodaticio y mediocre—, sin duda que habría pasado instantáneamente a la eternidad. Por el contrario, una vez introducido el pecado, de nada sirve el que se quiera hacer abstracción de la temporalidad, como tampoco vale de nada abstraer de la sensibilidad[viii].

1. La angustia de la falta de espiritualidad

A pesar de ser tan verdadero lo que hemos expuesto anteriormente —a saber, que la angustia es el último estado psicológico del que irrumpe el pecado mediante el salto cualitativo—, sin embargo, basta echar una mirada a la vida de los hombres para persuadirnos de que todo el paganismo, así como la repetición de éste dentro del cristianismo, se mueve en unas determinaciones de tipo meramente cuantitativo de las que no llega a despegarse el salto cualitativo del pecado. Este estado, no obstante, no es un estado de inocencia, sino que, considerado desde el punto de vista del espíritu, es cabalmente un estado de pecaminosidad.

Es bastante curioso —supuesto que la conciencia del pecado apareció por primera vez, formalmente, con el cristianismo— que la ortodoxia cristiana siempre haya enseñado que el paganismo estaba en pecado. La ortodoxia, sin embargo, tiene razón al afirmarlo; si bien es necesario que se explique un poco más exactamente. En una palabra, que con esas determinaciones de tipo cuantitativo el paganismo no hace otra cosa, por así decirlo, que dar largas al tiempo, sin llegar nunca al pecado en su sentido más profundo…, pero esto es precisamente el pecado.

Es fácil demostrar que lo anterior tiene validez respecto del paganismo. La cosa cambia bastante cuando se trata del paganismo dentro del cristianismo. Porque la vida de los paganocristianos no es ni culpable ni tampoco inocente, es una vida que en realidad desconoce toda diferencia entre el presente, el pasado, el futuro y la eternidad. La vida y la historia de estos cristianos lleva el sesgo típico de la escritura antigua, cuando las letras se precipitaban sobre el papel sin conocer ningún signo de puntuación y garrapateando todas las palabras y todas las frases unas con otras. Si lo miramos con ojos estéticos, todo esto resulta eminentemente cómico. Porque, la verdad, es una cosa hermosa oír el murmullo de un riachuelo que acompaña el curso de la vida, pero ¡qué cosa más cómica que el espectáculo de una suma de criaturas racionales convertidas en un murmullo sempiterno y sin sentido! Yo no sé si la Filosofía podrá hacer uso de esta plebe como de una categoría que le sirva de substrato para una grandeza superior, como es el caso, por ejemplo, de ese batiborrillo vegetal encharcado que va convirtiéndose poco a poco en tierra y en seguida empieza a ser turba y luego otras cosas. En cambio, mirándolo con los ojos del espíritu, toda esa existencia es pecado, y esto es lo menos que podemos hacer por ella, ya que con tal afirmación le estamos exigiendo que tenga la debida espiritualidad.

Esto que acabamos de decir no es válido acerca del paganismo. Porque semejante existencia sólo puede encontrarse dentro del cristianismo. Ello es debido a que cuanto más en alto se emplaza el espíritu, tanto más profunda se manifiesta su pérdida, y cuanto más encumbrados estaban los que se han perdido, tanto más desgraciados son en su contentamiento οἱ ἀπηλγηκότες[ix][5] Si comparamos esta beatitud peculiar de la falta de espíritu con la situación de los esclavos en el paganismo, bien podemos afirmar que la esclavitud, a pesar de todo, tiene sentido, pues no es de suyo absolutamente nada. Por el contrario, la perdición propia de la inespiritualidad es lo más espantoso de todo; ya que la desdicha del hombre sin espiritualidad consiste cabalmente en que mantenga una relación con el espíritu…, relación que en sí misma no es nada. Por eso la inespiritualidad de que estamos hablando puede poseer hasta cierto punto todo el contenido de la espiritualidad, pero —¡nótese bien!— no como cosa espiritual, sino como broma, galimatías, frases hechas, etc. También puede poseer la verdad, pero —¡nótese bien!— no como verdad, sino en cuanto rumor y comadreo. Esto es, a los ojos de la Estética, lo infinitamente cómico de la falta de espíritu; pero en general no se suele fijar la atención en ello, pues los mismos que tendrían que hacer el balance correspondiente, unos más y otros menos, no están bien seguros en todo lo que concierne al espíritu. Por eso cuando se trata de exponer la falta de espiritualidad se le hacen decir con gusto puras chácharas, y esto porque no se tiene el coraje de permitir que la falta de espíritu se exprese en su propio lenguaje. Esto no es, ni más ni menos, que inseguridad. El hombre sin espiritualidad puede decir absolutamente lo mismo que haya dicho el espíritu más rico, con la sola diferencia de que el primero no lo dice en virtud del espíritu. El hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina parlante. Por eso no tiene nada de extraño que pueda aprender de memoria una retahíla de textos filosóficos tan bien como una confesión de fe o un recital político. ¿Acaso no es muy curioso que el único ironista de la historia y el mayor de todos los humoristas[6] coincidan en afirmar —una cosa que, por otra parte, parece ser la más sencilla de todas— que se debe distinguir entre lo que se entiende y lo que no se entiende? Claro que también cabe aquí la pregunta: ¿qué dificultad hay en que el hombre más falto de espíritu llegue a hacer esa misma afirmación al pie de la letra? Porque sólo hay una prueba de la espiritualidad, y esta prueba es la del espíritu mismo en cada uno de nosotros. El que quiera otras pruebas quizá logre hacer un acopio enorme de ellas, pero le servirán de poco, pues ya esta catalogado como «falto de espíritu».

En el hombre sin espiritualidad no hay ninguna angustia; es un hombre demasiado feliz y está demasiado satisfecho y falto de espíritu como para poder angustiarse. Con todo, ésta es una razón bien triste, y podemos asegurar que la diferencia entre el paganismo y la inespiritualidad estriba en que el primero caminaba hacia el espíritu y la segunda, en cambio, ya esta de vuelta, alejándose constantemente del espíritu. Por esta razón, si así se quiere, el paganismo es simple ausencia del espíritu y en este sentido es muy distinto de la positiva falta de espíritu. Y por eso mismo es aquél infinitamente preferible. La falta de espíritu es un estancamiento de la espiritualidad y una caricatura de la idealidad. De ahí que la falta de espíritu no sea precisamente necia cuando nos viene con todas sus retahílas, sino que lo es, sobre todo, en el sentido en que de la sal se dice en la Sagrada Escritura: «si la sal se vuelve insípida[7], ¿con qué se salará?». Su extravío total, pero también su seguridad satisfecha, consisten cabalmente en ese no entender nada en el sentido espiritual ni tomar nada a pecho como auténtica tarea, sin que por eso deje de rozarlo todo con su lívido chismorreo. Si alguna vez es tocada por el espíritu e instantáneamente empieza a tener convulsiones como una rana galvanizada, entonces aparece un fenómeno que corresponde por completo al fetichismo pagano. Para los faltos de espíritu no hay ninguna autoridad, pues saben muy bien que para el espíritu no la hay; pero como ellos, desgraciadamente, no tienen ninguna espiritualidad, helos ahí convertidos en unos perfectos idólatras, y esto a pesar de todo su saber. Con la misma veneración adoran a un tonto de capirote que a un héroe, pero, sobre todo, su auténtico fetiche será siempre el charlatán.

Hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna angustia, ya que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el espíritu. Sin embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un deudor cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo alejado con muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó corto, y este acreedor es el espíritu. Por eso, considerando las cosas desde el punto de vista del espíritu, la angustia también se halla presente en la falta de espíritu, aunque oculta y enmascarada. Solamente el tener que contemplar este espectáculo le llena a uno de escalofríos. Porque sin duda que ya sería una cosa espantosa el imaginarse la propia figura de la angustia sin ningún atuendo que la camuflara, pero esta figura nos espanta todavía más cuando, por necesidad, viene disfrazada para no presentarse como lo que en realidad es. Es verdad que no se contempla a la muerte sin un escalofrío cuando ésta se presenta en su auténtica figura, es decir, como el siniestro esqueleto armado con la guadaña, pero al que la observa entre bastidores le causa todavía mucho más pavor verla entrar disfrazada en escena —como una desconocida que se ha puesto el disfraz para burlarse de los hombres que se imaginan poderse burlar de ella— y comprobar cómo los encadila a todos con sus buenas maneras y los arrastra a la loca algazara del placer sin freno.

2. La angustia dialécticamente definida en el sentido del destino

Por lo general, suele decirse que el paganismo yace en el pecado; acaso fuera más exacto decir que yace en la angustia. El paganismo, sobre todo, es sensibilidad, pero una sensibilidad que tiene cierta relación con el espíritu, sin que éste haya sido todavía puesto como espíritu en el sentido más profundo de la palabra. No obstante, esa posibilidad es cabalmente la angustia.

Si ahora, concretando más, preguntamos cuál es el objeto de la angustia, la respuesta no puede ser otra que la de siempre: ese objeto es la nada. Porque la angustia y la nada son siempre correspondientes entre sí. La angustia queda eliminada tan pronto como aparece de veras la realidad de la libertad y del espíritu. Esto supuesto, cabe hacer otra pregunta: ¿Qué significa más próximamente la nada de la angustia dentro del paganismo? Respuesta: esa nada es el destino.

El destino es una relación cabalmente externa con el espíritu, una relación entre el espíritu y algo que no es espíritu, pero con lo que el espíritu mantiene a pesar de todo una relación espiritual. El destino puede significar las cosas más opuestas, puesto que es la unidad de la necesidad y de la casualidad. No siempre se ha tenido esto en cuenta. Con frecuencia se ha hablado del fatum pagano —al mismo tiempo que se distinguían dos modalidades, la de la concepción oriental y la de la concepción griega— como si éste fuera la necesidad. Incluso se ha conservado un resto de esta necesidad en la misma concepción cristiana, entendiendo por destino lo casual, lo inconmensurable con la idea de la Providencia. Las cosas, sin embargo, no son así, puesto que el destino es precisamente unidad de necesidad y casualidad. Esto se suele expresar de una manera muy significativa diciendo que el destino es ciego. En efecto, quien avanza a ciegas se mueve tanto necesaria como casualmente. Una necesidad que no esté consciente de sí misma es eo ipso pura casualidad en relación con el momento siguiente. Por tanto, el destino es la nada de la angustia. Es una nada, ya que la angustia desaparece tan pronto como entra en escena el espíritu, pero entonces también desaparece el destino, pues su lugar lo viene a ocupar la Providencia. Acerca del destino se puede muy bien afirmar lo que san Pablo dice acerca de los ídolos: «no hay ningún ídolo en el mundo»[8] pero, a pesar de todo, los ídolos son objeto de la religiosidad de los paganos.

En el destino, pues, encuentra la angustia del pagano su objeto, su nada. El pagano no puede entrar en relación con el destino, pues éste tan pronto es lo necesario como es lo casual. Y, sin embargo, está en relación con él, y esta relación es la angustia. El pagano ya no puede estar más cerca del destino. Los intentos que el paganismo ha hecho en este sentido son lo bastante profundos como para arrojar una nueva luz sobre el particular. Quien nos venga a descubrir el destino tendrá que ser tan ambiguo como el propio destino. Esto era, precisamente, lo que ocurría con el oráculo. Éste podía dar a entender también las cosas más opuestas. Por eso, la relación del pagano con el oráculo vuelve a ser la de la angustia. Tal es el motivo del tragicismo profundamente misterioso en que está envuelto el paganismo. La tragedia en este caso no consiste en que la sentencia del oráculo sea ambigua, sino en el hecho de que el pagano no tenga la valentía necesaria para dejar de aconsejarse por él. El pagano se halla en relación con el oráculo, no se atreve a dejar de pedirle consejo e incluso en el momento de la consulta se encuentra en una relación ambigua —de simpatía y antipatía— con él. Y ahora, para colmo, piénsese en las explicaciones del oráculo.

El concepto de culpa y de pecado no llega a aparecer, en el sentido más profundo, dentro del paganismo. Si hubiese aparecido, el paganismo se habría hundido bajo el peso que encierra la contradicción de que un hombre se torne culpable por obra del destino. Porque ésta es, en realidad, la suprema contradicción, y en medio de ella irrumpe precisamente el cristianismo. El paganismo no alcanza a comprender semejante contradicción, pues procedía con demasiada ligereza en la determinación del concepto de culpa.

El concepto de pecado y de culpa pone cabalmente al individuo en cuanto individuo. Entonces ya no se habla de ninguna relación con el resto del mundo ni con todo lo pasado. Entonces sólo se habla de que el individuo es culpable y de que, a pesar de todo, llega a serlo por obra del destino, es decir, por obra de todo aquello de lo que no se habla. De esta manera el individuo llega a ser algo que pone en entredicho el concepto de destino, y, no obstante, lo llega a ser por obra del destino.

Cuando se entiende esta contradicción de un modo erróneo, el resultado es también un concepto equivocado del pecado original. En cambio, bien entendida, nos proporciona el verdadero concepto; a saber, un concepto tal que deje bien a salvo la proposición de que el individuo es a la vez sí mismo y la especie, y además, que el individuo posterior no es esencialmente distinto del primero. En la posibilidad de la angustia, la libertad se desvanece dominada por el destino; en el momento inmediato se reincorpora la libertad en su realidad, pero sabiendo muy bien que se ha hecho culpable. La angustia en su punto más álgido —donde es como si el individuo se hubiese tornado ya culpable— no es todavía la culpa. El pecado no sobreviene, pues, ni como una necesidad ni como una casualidad, y ésta es la razón de que al concepto del pecado corresponda: la Providencia.

La angustia pagana relativa al destino se da también dentro del cristianismo dondequiera que el espíritu esté presente, pero sin que todavía haya sido esencialmente puesto en cuanto espíritu. Este fenómeno nunca es más claro que cuando se analiza el caso de un genio. Por lo pronto, el genio es en cuanto tal una preponderante subjetividad. Pero todavía no ha sido puesto en cuanto espíritu, sino que es precisamente el espíritu quien ha puesto al genio en cuanto tal. En el sentido de la inmediatez puede ser espíritu —y esto es lo que nos llama a error, como si sus dotes excepcionales fuesen espíritu formalmente tal—, pero en todo caso tiene delante y fuera de sí otra cosa que no es espíritu y él mismo mantiene una relación exterior con el espíritu. Por eso el genio está descubriendo constantemente el destino, y cuanto mayor sea el genio, más lo descubrirá. Para la falta de espíritu, naturalmente, todo esto no es más que una insensatez, pero en realidad es algo grande. Y lo es, porque ningún hombre nace con la idea de la Providencia, y está en un craso error el que crea que la va adquiriendo con la educación —sin que por eso vaya yo a negar la importancia de la educación—. El genio demuestra su enorme poderío, primitivo y casi cósmico, cabalmente al descubrir el destino…, aunque entonces también demuestra su impotencia. El destino es el límite de todo espíritu inmediato, cosa que siempre es el genio, y por cierto que en un sentido eminente con respecto a todos los demás espíritus de esa categoría. Bien distinta del destino es la Providencia, pero ésta sólo aparece, formalmente, en el horizonte del pecado. Ésta es la razón de que el genio tenga que sostener una lucha gigantesca antes de alcanzar ese nivel. Si, en definitiva, no lo alcanza, entonces podemos estudiar muy bien en su caso todo lo que concierne al destino.

El genio es como una omnipotencia aparte que, en cuanto tal, querría hacer tambalear al mundo entero. Por eso, para que haya cierto orden, aparece juntamente con el genio otra figura, a saber, la del destino. Éste no es nada, es el genio mismo el que lo descubre, y cuanto mayor sea el genio, más lo descubrirá; pues esa figura no es más que una anticipación de la Providencia. Ahora bien, si el genio se reduce a ser meramente un genio y se vuelve hacia fuera, llevará entonces a cabo las hazañas más asombrosas y, sin embargo, continuamente estará sucumbiendo al destino, si no externa, palpable y visiblemente para los demás, al menos interiormente. De ahí que la existencia de un genio sea siempre como una aventura, y nunca dejará de serlo mientras no retorne a sí mismo, interiorizándose profundamente. El genio lo puede todo y, sin embargo, está pendiente de una bagatela, de una bagatela que nadie llega a ver, pero a la que el mismo genio le confiere con su impotencia un poderoso significado. Ésta es la razón de que un subteniente, cuando es un genio, pueda llegar a emperador y dominar a todo el mundo, de suerte que no haya más que un solo imperio bajo un solo emperador. Pero, también, ésta es la razón de que estando todo un ejército formado en orden de batalla —con todas las condiciones a su favor, condiciones que quizá ya no existan un momento después— y tan ansioso de entrar en combate que un nutrido y glorioso grupo de sus héroes le va a pedir de rodillas al emperador que dé cuanto antes la voz de mando…, ¡ay, él no pueda darla, pues tiene que esperar hasta el 14 de junio! Y ¿por qué? Porque éste era el día de la batalla de Marengo. Ésta es la razón de que estando todo preparado y el mismo emperador al frente de sus legiones, esperando sólo a que salga el sol y con ello sentirse enardecido para pronunciar la arenga que ha de electrizar a los soldados, e incluso habiendo salido el sol más espléndido que nunca y constituyendo un espectáculo que los llenaba a todos de entusiasmo y enardecimiento…, ¡ay, les llene a todos menos a él, pues el sol no amaneció para él tan espléndido aquel día de Austerlitz y solamente este sol de Austerlitz da la victoria y el entusiasmo! De ahí la inexplicable pasión con que un hombre semejante puede enfurecerse muchas veces contra un pobre hombre cualquiera, con la particularidad de que ordinariamente aquél es un modelo de amabilidad y humanidad incluso con sus enemigos. Pero, ¡ay del hombre, ay de la mujer, ay del niño inocente, ay del animalito de la tierra, ay del pájaro con su vuelo, ay del árbol con sus ramas, ay de todos éstos en cuanto le estorben lo más mínimo en el momento en que él está recibiendo sus augurios!

Las cosas exteriores en sí mismas no significan nada para el genio; por eso no puede ser comprendido por nadie. Todo depende de cómo el mismo genio lo entienda en la proximidad de su amigo secreto el destino. Todo puede estar perdido; y tanto el hombre más simple como el más inteligente pueden estar de acuerdo en disuadirle de sus infructuosos intentos. Pero el genio sabe que él es más fuerte que el mundo entero, lo único que necesita en este sentido es haber descubierto un comentario que no encierre ninguna duda en torno al texto invisible en que lee la voluntad del destino. Si lo que lee es a la medida de sus deseos, entonces el genio le dice al patrón de la nave con su omnipotente voz: «¡Avante, patrón, que llevas al César y toda su fortuna!». Y puede ser que el genio triunfe en todos los campos, pero en el mismo momento en que recibe tan faustas noticias, quizá suene también una palabra simultánea cuya significación no entienda ninguna de las criaturas, ni siquiera Dios de los cielos —ya que en cierto sentido ni Dios mismo entiende al genio—, y esta palabra baste para que el genio caiga completamente desarmado.

Así está situado el genio fuera de lo común. Es grande gracias a su fe en el destino, y lo es tanto al triunfar como al hundirse; porque tanto si triunfa como si sucumbe se lo debe a sí mismo, o, mejor dicho, le debe ambas cosas al destino. Por lo general, solamente se suele admirar su grandeza cuando triunfa, pero en realidad nunca es más grande que cuando cae delante de sí mismo. Esto hay que entenderlo en el sentido de que el destino no se anuncia de una manera externa. Al revés, precisamente en el momento en que, hablando humanamente, todo está ganado, es cuando el genio descubre el texto sospechoso y fatal, cayendo completamente vencido. Viéndole caído, uno no tiene más remedio que exclamar: «¡Qué gigante ha tenido que ser el que lo ha derrumbado!». Por eso ningún otro pudo hacer esto fuera del genio mismo. Aquella fe que puso a sus pies reinos y países, de suerte que los hombres creían estar viendo el desarrollo de un cuento…, esa misma fe lo llegó a derribar y su caída fue un cuento todavía mucho más legendario e insondable.

Por esta razón el genio siente angustia en horas bien distintas a aquellas en que se sienten angustiados los hombres corrientes. Éstos empiezan a descubrir el peligro en el mismo momento del peligro; hasta ese momento están seguros, y una vez pasado el peligro, vuelven a estarlo. El genio nunca es más fuerte que en el momento del peligro; en cambio, la angustia le sobrecoge en un momento antes y un momento después, es decir, en esos dos momentos de fluctuación en que tiene que habérselas con ese gran desconocido que es el destino. Quizá su angustia sea mayor exactamente en el momento después, ya que la impaciencia de la certeza crece en razón inversa a la parvedad de la distancia, puesto que siempre hay más que perder a medida que se acerca la victoria, y más que nunca en el mismo momento de la victoria. Pero el motivo decisivo de tal angustia está en que la consecuencia del destino es precisamente su inconsecuencia.

El genio en cuanto tal es incapaz de tomarse a sí mismo en cuenta religiosamente, y por eso nunca llega al pecado ni a la Providencia. Por la misma razón permanece siempre en esa relación de angustia con el destino. Jamás ha existido un genio sin esta angustia, a menos que no haya sido también religioso.

Si el genio se mantiene fijo en los límites de su propia inmediatez y de su dirección centrífuga, será entonces grande y sus hazañas asombrosas, pero nunca se alcanzará a sí mismo ni será grande para sí mismo. Todas sus empresas se polarizarán hacia fuera, pero el núcleo planetario de las irradiaciones peculiares del genio —si me es lícito emplear este lenguaje— no tendrá nunca existencia propia. La importancia que el genio tenga para sí mismo siempre será nula o, a lo sumo, tan sospechosamente nostálgica como el júbilo popular con que toda la población de las islas Feroe iba a recibir la noticia de que vivía en las islas un nativo de tales méritos, verdaderamente inmortales, que había escrito en varias lenguas europeas algunas obras que llenaban de asombro a Europa entera y con las que confería una nueva estructura a todas las ciencias, pero con la particularidad de que este feroano insigne no tenía nada escrito en el idioma isleño, e incluso lo había olvidado del todo con el de curso de los tiempos y en medio de tan enormes empresas. El genio nunca llega a ser significativo para sí mismo en el sentido más profundo de la palabra y, en todo caso, su significación nunca rebasará los límites que el destino tenga señalados en la esfera de la dicha, la desgracia, la gloria, el honor, el poder y la fama imperecedera. Como se ve, todas éstas son categorías temporales; y es inútil que se busquen otras categorías de más profundo porte dialéctico para delimitar la angustia que sobrecoge al genio. En este orden, el último motivo de su angustia sería el que se le tuviese por culpable, pero de tal suerte que la angustia no se refiera entonces a la misma culpa, sino a una apariencia de ella, como una mera cuestión de honor. Este estado de alma sería un asunto muy apropiado para una obra poética. Cosas semejantes le pueden suceder a cualquier hombre, pero el genio las tomaría en seguida tan a pecho que ya no le tendríamos luchando con los hombres, sino con los misterios más hondos de la existencia.

Hace falta tener coraje, desde luego, para entender que semejante existencia genial es, a pesar de todo su brillo y su gloria y su importancia, un pecado. Difícilmente lo comprenderá así quien no haya aprendido con anterioridad a acallar el hambre del alma llena de nostalgias. Y, sin embargo, es así. Y no es ninguna demostración en contra, el hecho posible de que tal existencia sea dichosa hasta cierto punto. En realidad, se pueden considerar sus dotes excepcionales como un medio de distracción, sin que en ningún momento de su empleo lleguen a elevarse por encima de las categorías en que radica lo temporal. El genio y el talento sólo se legitiman en su sentido más profundo cuando uno reflexiona religiosamente sobre sí mismo. Consideremos, por ejemplo, un genio como Talleyrand; en él se daba sin duda alguna la posibilidad de reflexionar profundamente sobre la vida. Pero Talleyrand no quiso seguir este camino, prefirió seguir aquellos impulsos que le volcaban hacia fuera. Su admirado genio de la intriga se desplegó de una manera extraordinaria; la fuerza de su elasticidad y el grado de saturación de su genio —para usar una expresión que los químicos emplean en el caso de los ácidos corrosivos— han llenado de asombro a todo el mundo. Pero, con todo esto, nunca dejó de pertenecer a la temporalidad. ¡Qué gran genio religioso podía haber sido Talleyrand si hubiera desdeñado la temporalidad como pura inmediatez y se hubiese vuelto hacia sí mismo y hacia lo divino! Mas también, de haberlo sido, ¡qué tormentos no habría tenido que soportar! Seguir las categorías de la pura inmediatez siempre es una cosa fácil en la vida, séase grande o pequeño; claro que la recompensa también es proporcionada, lo mismo para el grande que para el pequeño. Y el hombre que, falto de la suficiente madurez espiritual, no comprenda que incluso una gloria inmortal a través de todas las generaciones de la historia no es más que un valor temporal; ni comprenda que tales cosas —cuya búsqueda mantiene a tantas almas humanas sin poder conciliar el sueño, acuciadas por el deseo y por el ansia de ellas— son bien míseras en comparación con la verdadera inmortalidad que está destinada a todo hombre, y que si solamente estuviese reservada a uno solo sería lo bastante como para que todos los demás sintiéramos razonablemente una auténtica envidia…, ese hombre, desde luego, no llegará muy lejos en su explicación del espíritu y de la inmortalidad.

3. La angustia dialécticamente definida en el sentido de la culpa

Se ha dicho con no poca frecuencia que el judaísmo es el punto de vista de la ley. También podríamos expresar esto mismo diciendo que el judaísmo se halla hundido en la angustia. Pero la nada de la angustia significa en este caso algo bien distinto del destino. En esta nueva esfera resulta mucho más paradójica la verificación de aquella formula: «angustiarse por nada», puesto que la culpa es ciertamente algo. Y, sin embargo, es exacto que la culpa no es nada mientras sólo sea objeto de la angustia. Esta ambigüedad se funda en la índole misma de la relación correspondiente; ya que una vez que aparezca la culpa como lo que formalmente es, desaparecerá la angustia para dar lugar al arrepentimiento. De lo contrario, la relación siempre será —como es propio de la angustia— tanto de simpatía como de antipatía. Esto podrá parecer otra paradoja, pero no lo es; porque la angustia, a la par que se siente amedrentada, sigue manteniendo una comunicación astuta con su propio objeto y no puede ni quiere apartar la vista de él —pues en cuanto el individuo quisiera hacerlo, surgiría el arrepentimiento—. A no pocos les parecerá muy difícil de entender lo que estamos diciendo.

¡Qué le vamos a hacer! En cambio, la cosa no será nada oscura para aquellos que con la debida imperturbabilidad de ánimo hayan sido capaces de fiscalizar divinamente —si es que puedo expresarme así— no tanto el comportamiento de los demás cuanto el suyo propio. Aparte de esto, la misma vida presenta bastantes casos en los que el individuo que es presa de la angustia aparece mirando fijamente a la culpa, con unos ojos que delatan poco menos que un ferviente anhelo, y sin que por eso la deje de temer. La culpa tiene sobre los ojos del espíritu ese poder de encantamiento que es tan característico de la mirada de la serpiente. En este punto está la verdad parcial de la concepción de los carpocracianos[9] según los cuales sólo se alcanza la perfección a través del pecado. Esto puede ser verdad en el momento mismo de la decisión, cuando el espíritu inmediato se pone como espíritu mediante el espíritu; en cambio, sería una blasfemia afirmar que es preciso realizarlo in concreto.

Precisamente ésta es la razón de que el judaísmo aventaje al helenismo, y también puede verse en ello el papel que juega la simpatía en la relación de la angustia judía con respecto a la culpa, hasta tal punto que por nada del mundo suprimiría el judaísmo esa relación con el fin de hacer suyas las expresiones más leves del helenismo, tales como la de destino, suerte y desgracia.

La angustia que habita en el judaísmo es la de la culpa. La culpa es un poder que se expande por todas partes y que, sin embargo, nadie es capaz de comprender en su sentido más profundo, a pesar de que ese poder envuelve a la existencia misma. La explicación correspondiente solamente la dará una cosa que sea de idéntica naturaleza, de igual modo que el oráculo correspondía al destino. El puesto del oráculo en el paganismo equivale al del sacrificio protocolaria la que impone que dentro del judaísmo. Por eso, nadie puede entender tampoco el sacrificio. Éste es el motivo de ese profundo tragicismo peculiar del judaísmo, que guarda cierta analogía con la relación del paganismo frente al oráculo. El judío se refugia en el sacrificio, pero no le sirve de nada, ya que el verdadero recurso en este caso sería la desaparición de la relación de la angustia con la culpa, quedando remplazada por una relación real. Como no sucede así, es muy natural que el sacrificio resulte ambiguo, según nos lo pone de manifiesto su misma repetición. La consecuencia última de todo esto sería un escepticismo absoluto en cuanto se tratase de reflexionar sobre el acto mismo del sacrificio.

De ahí que vuelva a tener ahora plena vigencia aquella afirmación defendida con ahínco en las páginas anteriores, a saber, que sólo con el pecado se da la Providencia; sí, sólo con el pecado aparece la Redención, y su sacrificio no se repite. Esto no tiene su fundamento en lo que conciertos reparos podríamos llamar la perfección externa del sacrificio, sino que cabalmente la perfección del sacrificio corresponde al hecho de que haya quedado establecida la relación real del pecado. El sacrificio siempre tendrá que repetirse mientras no se establezca la relación real del pecado. Digamos entre paréntesis que así es como el sacrificio se repite indudablemente dentro del catolicismo, si bien se reconoce por otra parte la perfección absoluta de aquél.

Nuestras breves indicaciones en lo que atañe al campo dela historia universal se reiteran dentro del cristianismo en los distintos individuos. El caso del genio nos revelará también aquí con claridad meridiana algo que no deja de darse en los individuos de menor originalidad, pero se da de tal manera que ya no es tan fácil cifrarlo en una categoría. El genio sólo se distingue en general de cualquier otro hombre en cuanto que dentro de sus supuestos históricos empieza a conciencia de un modo tan primitivo como Adán. Podemos decir que la existencia es puesta a prueba cada vez que nace un genio, ya que éste recorre y revive todo lo que ha quedado atrás, hasta que al fin se consigue a sí mismo. Por esta razón el saber que un genio tiene del pasado es completamente distinto del que nos ofrecen los panoramas histórico-universales.

En las páginas anteriores hemos indicado cómo el genio puede quedar varado dentro de los límites de su peculiar inmediatez. La explicación emparejada de que tal estancamiento constituye un pecado representa también de nuestra parte una auténtica deferencia cortés para con el genio. Toda vida humana está religiosamente dispuesta. Pretender negarlo es confundirlo todo y sin remedio, al mismo tiempo que quedan abolidos los conceptos de individuo, especie e inmortalidad. Sería muy de desear que los hombres empleasen su sagacidad precisamente en este punto, pues en él radican problemas dificilísimos. Decir de un hombre que es un sujeto intrigante que debería hacerse diplomático o agente de policía, y de otro que tiene tal talento mímico para lo cómico que debería hacerse actor, y de un tercero que no tiene en absoluto ningún talento y que debiera solicitar del Ayuntamiento el cuidado de las estufas municipales…, decir todo esto es dar muestras de una bien anodina concepción de la vida, aunque mejor sería afirmar que en ese caso no se posee absolutamente concepción alguna, ya que meramente se dice lo que se cae de su peso. En cambio, el gran problema está en explicar cómo mi existencia religiosa entra en relación y se expresa en mi existencia exterior. Pero ¿quién se molesta en nuestro tiempo con semejantes meditaciones? Y esto teniendo en cuenta que nunca se ha manifestado la vida terrena con mayor fuerza que hoy lo hace como un instante pasajero y fugaz. Sin embargo, en vez de sacar partido de esto y aferrarse a lo eterno, lo único que hacen los hombres, precisamente con tan alocada búsqueda del instante, no es otra cosa sino echar a perder la propia vida y la del prójimo, e incluso la del instante mismo. Lo único que importa es no quedarse atrás y poder siquiera una vez tomar parte en el espléndido vals del instante. ¡Entonces ya se ha vivido! Y le tienen a uno envidia todos aquellos desdichados que, si bien no hayan nacido para eso, no hacen más que estar precipitándose constantemente en la vida, sin nunca alcanzar lo que anhelan. ¡Entonces ya se ha vivido! Pues, se dice, ¿qué hay más valioso en una vida humana que la corta belleza de una muchacha en flor? ¡Una belleza que ya ha brillado extraordinariamente si antes de caer marchita al amanecer fue capaz de tener encandilados durante una noche a los corros de los bailarines! En cambio, los hombres no tienen tiempo para meditar cómo una existencia religiosa penetra y transforma una existencia exterior. Por eso, caso de no perderse en el torbellino de la desesperación, los hombres suelen aferrarse con todas sus fuerzas a lo que tienen más a mano. De esta manera quizá lleguen a ser algo grande en el mundo; y si de vez en cuando van a la iglesia, entonces ya no cabe pedir más. Lo que parece indicar que lo religioso es para algunos individuos lo absoluto y para otros no lo es[x]. Si esto fuera cierto, la vida no tendría ningún sentido. Aquella meditación se hará, naturalmente, tanto más difícil cuanto más alejadas estén las tareas externas de lo religioso en cuanto tal. Un actor cómico, por ejemplo, necesitaría una enorme capacidad de concentración religiosa para asumir en este sentido semejante tarea exterior. Por mi parte no niego que tal asunción sea realizable, pues quien es algo entendido en la esfera de lo religioso sabe muy bien que esto es más maleable que el oro y encierra una conmensurabilidad absoluta con todas las cosas. El fallo de la Edad Media no fue precisamente la falta de concentración religiosa, sino el haberse parado demasiado pronto. Aquí vuelve a aparecer otra vez el problema de la repetición: ¿hasta qué punto puede adueñarse de nuevo de sí misma, incluso en el más insignificante detalle, aquella personalidad que ha empezado a concentrarse religiosamente? En la Edad Medía se cortaba este movimiento. Cuando una personalidad, en el intento de conquistarse de nuevo a sí misma, tropezaba, pongamos por ejemplo, con su talento humorístico, con cierto sentido para lo cómico, etc., etc., empezaba por destruir todo esto como si se tratara de una imperfección. En nuestros días se piensa con demasiada ligereza que semejante comportamiento era una insensatez. Porque, ¿qué más se podía pedir si se tenía talento humorístico y sentido de lo cómico? ¿Acaso no se era entonces un niño mimado de la fortuna? Semejantes explicaciones, desde luego, no encierran ni la más remota sospecha acerca del problema en cuestión. Sin duda que los hombres nacen hoy con la inteligencia mucho más despejada que en los tiempos pasados, pero también son, en su gran mayoría, ciegos de nacimiento respecto de lo religioso. No obstante lo que dijimos antes, encuéntranse también en la Edad Media algunos ejemplos en los que la consideración aludida fue desarrollada con mayor alcance. Así, por ejemplo, cuando un pintor tenía religiosamente una idea cabal de su talento, y no podía ejercitarlo en obras destinadas al templo, no por eso se amilanaba, sino que como todos sabemos semejante artista concentraba con la misma devoción todo su espíritu para pintar una Venus, y realizaba su vocación artística con la misma devoción que aquel que prestando sus servicios a la Iglesia lograba cautivar la mirada de los fieles con la representación de la belleza celestial. Sin embargo, en lo que concierne a todo este capítulo, habrá que esperar todavía bastante hasta que aparezcan aquellos individuos que, a pesar de sus dotes externas, no escojan el camino ancho, sino el camino del dolor y la estrechez y la angustia, tratando de encontrarse religiosamente en ellos y experimentando mientras tanto como la pérdida de algo cuya posesión nos seduce enormemente. No se puede negar que tal lucha exige un esfuerzo descomunal, ya que en algunos momentos casi se sentirán arrepentidos por haber ingresado en ese camino y pensarán con melancolía, hasta llegar casi a desesperarse algunas veces, en aquella vida sonriente que hubiera sido la suya de haber seguido el impulso inmediato de su talento. No obstante, el que esté atento oirá sin duda alguna —cabalmente en el momento más terrible de su agobio, cuando todas las cosas estén como perdidas para él porque el camino que ha escogido resulta intransitable y, por otra parte, el camino sonriente del talento ha sido desechado por propia iniciativa— una voz que le dice: «¡Adelante, hijo mío! Levanta el ánimo, porque el que lo pierde todo lo ganará todo».

Ahora quisiéramos considerar el caso de un genio religioso, es decir, un genio que no quiere estancarse dentro de los límites de su propia inmediatez. Este genio aplaza para más adelante la cuestión de si llegará algún día a volverse hacia fuera. Lo que hace, por lo pronto, es volverse hacia sí mismo. En este proceso de interiorización la figura que le sigue los pasos es la de la culpa, de la misma manera que el destino es la figura que acompaña al genio inmediato. Porque cuando aquél se vuelve hacia sí mismo, eo ipso se vuelve hacia Dios, y en definitiva es una regla protocolaria la que impone que todo espíritu finito que quiera ver a Dios ha de empezar sintiéndose culpable. Al volverse, pues, hacia sí mismo, ya está descubriendo la culpa. Cuanto mayor sea el genio, con tanta mayor profundidad descubrirá la culpa. Para mí es una alegría y una señal gozosa el hecho de que todo esto se les antoje una insensatez a los faltos de espíritu. El genio no es como la mayoría de la gente, ni tampoco le satisface la idea de llegar a ser uno de tantos. Esto no es debido a que el genio desprecie a los hombres, sino a que se siente atareado consigo mismo de una manera original, en tanto que todos los demás hombres y sus explicaciones acostumbradas le traen sin cuidado.

El que el genio descubra tan profundamente la culpa, demuestra bien a las claras que este concepto está muy presente en su mente in sensu eminentiori, lo mismo que lo está el concepto contrario, o sea, el de la inocencia. Otro tanto acontecía con el genio inmediato en relación con el destino; la verdad es que todo hombre mantiene una pequeña relación con el destino, pero no pasa de ahí, se queda en la charlatanería, no notando lo que Talleyrand —cosa que ya había dicho antes Young— descubrió, si bien no lo llevara a la práctica con tanta perfección como lo hacen los propios charlatanes: que el lenguaje existe para ocultar las ideas, es decir, que no se tiene ninguna.

Al interiorizarse, el genio descubre la libertad. No teme al destino, puesto que para él no existen tareas en la dirección de la exterioridad, constituyendo la libertad su bienaventuranza. Claro que aquí no se trata de una libertad para hacer esto o aquello en el mundo, para llegar a ser rey y emperador o el candidato de la rufianesca electoral, sino que se trata de la libertad de saber a conciencia que él es libertad. Sin embargo, cuanto más alto se eleva un individuo, tanto mas caro tiene que comprarlo todo, y así el orden de las cosas reclama que junto con esta libertad esencial aparezca una segunda figura, es decir, la de la culpa. Esto es lo único que teme el genio. En el caso anterior lo que se temía era al destino. No obstante el temor del genio no es aquí —en el caso precedente era cabalmente el motivo decisivo— un temor de ser considerado a los ojos de los demás como culpable, sino que lo que se teme es serlo.

En el mismo grado en que el genio descubre la libertad, en el mismo grado pesa sobre él, en el estado de la posibilidad, la angustia del pecado. Solamente teme la culpa, pues ésta es lo único que le puede robar la libertad. Se echa de ver con facilidad que aquí la libertad no es en modo alguno obstinación o libertad egoísta en el sentido finito. Sobre esta base se ha pretendido con demasiada frecuencia explicar el origen del pecado. Pero por este camino se pierde miserablemente el tiempo, ya que partiendo de esa base se multiplican las dificultades y no se explica nada. Interpretando así la libertad, ésta se opondría a la necesidad, lo cual demuestra que se ha concebido la libertad dentro de una categoría puramente mental. No, lo opuesto de la libertad es la culpa; y esto es lo supremo en la esfera de la libertad, que es precisamente ella la que tiene que habérselas consigo misma de un modo constante y exclusivo, al mismo tiempo que en su posibilidad proyecta la culpa y, por consiguiente, la pone por sí misma; incluso cuando la culpa queda realmente puesta, la pone la libertad por sí misma. Si no se atiende a esto es porque con cierta sutileza se ha confundido la libertad con algo completamente distinto, a saber, con la fuerza. La libertad, desde luego, teme la culpa, pero esto no quiere decir que tema reconocerse culpable cuando lo es, sino que lo que teme es hacerse culpable. De ahí que la libertad, una vez puesta la culpa, retorne en seguida como arrepentimiento. Con todo, la relación de la libertad con la culpa es por lo pronto una posibilidad. Aquí se revela de nuevo el genio, precisamente porque no se aparta de su primitiva resolución, ni va a buscar otra nueva fuera de sí mismo y en medio de todo el mundo, ni tampoco se contenta con los habituales regateos. Sólo dentro de sí misma puede la libertad llegar a saber si es libertad o si ha sido puesta la culpa. Por eso no hay nada más ridículo que suponer que la pregunta de si se es un pecador o se es culpable pertenece, como una más, a aquellas cuestiones de las que se dice: «Apréndanse de memoria».

La relación de la libertad con la culpa es la angustia, ya que la libertad y la culpa son todavía una posibilidad. Pero en el momento en que la libertad clava los ojos en sí misma de ese modo tan característico suyo, es decir, con toda su pasión y ardiendo en deseos, no queriendo por nada del mundo que se le acerque la culpa, de suerte que ni siquiera la empañe un polvillo de ésta…, en ese mismo momento y sin que lo pueda evitar la encontramos mirando también de hito en hito a la misma culpa, y este su mirar fijo constituye la ambigüedad de la angustia. Exactamente de la misma manera que la renuncia de una cosa representa dentro de la posibilidad la apetencia correspondiente.

Ahora es cuando se nos revela con toda claridad en qué sentido existe para el individuo posterior un plus en la angustia que lo domina y que no existía en la de Adán[xi]. La culpa es una representación mucho más concreta y en la relación de la posibilidad con la libertad se va tornando cada vez más posible. Finalmente parece como si las culpas del mundo entero se reunieran en torno del individuo posterior haciéndole culpable, y como si él —cosa que viene a ser lo mismo— al hacerse culpable lo llegase a ser en las culpas del mundo entero. Porque la culpa tiene la peculiaridad dialéctica de no ser transferible. El que se hace culpable llega a serlo también en aquello que ocasionó la culpa, ya que ésta propiamente nunca tiene un motivo externo, de suerte que el que cae en la tentación es personalmente culpable de la misma tentación.

En la relación de la posibilidad todo esto se muestra todavía de un modo engañoso. En cambio, tan pronto como con el pecado real surge el arrepentimiento, éste ya nunca deja de tener como objeto propio el pecado real. En la posibilidad de la libertad tiene validez el siguiente principio: cuanto con mayor fuerza se descubra la culpa, tanto más grande será el genio, pues la grandeza del hombre depende única y exclusivamente de la energía con que mantenga la relación con Dios. Y esto ocurre incluso si en esta relación con Dios se da una expresión totalmente incorrecta como la del destino.

Cerremos este capítulo comparando al genio inmediato con el genio religioso. El destino se apodera al final, aprisionándolo, del genio inmediato, y podemos afirmar que éste es su momento culminante. Porque sin duda este momento no es propiamente el de su más espléndida realización exterior, cuando todos los hombres contemplan su hazaña llenos de asombro e incluso a los peones se les caen las herramientas de la mano para quedarse boquiabiertos y como en éxtasis, sino que el mometo culminante es aquel en que tal genio se derrumba íntimamente por obra del destino y ante sus propios ojos. Pues bien, del mismo modo es como la culpa se adueña, aprisionándolo también, del genio religioso. Éste es su momento culminante, el momento de su mayor grandeza. No precisamente el momento en que el espectáculo de su piedad es como la solemnidad de un extraordinario día de fiesta, sino aquel en que este genio se hunde por sí mismo y ante sus propios ojos en el abismo de la conciencia del pecado.