Con la pecaminosidad quedó puesta la sexualidad. En ese mismo instante comienza la historia de la especie humana. La angustia progresa del mismo modo que lo hace la pecaminosidad dentro de la especie, es decir, según determinaciones cuantitativas. La consecuencia del pecado original o, dicho con otras palabras, la presencia del pecado original en el individuo… es una angustia sólo cuantitativamente diferente de la de Adán. En el estado de inocencia —y, desde luego, es necesario que también podamos hablar de un estado semejante en el hombre posterior a Adán— el pecado original ha de contar con la ambigüedad dialéctica de la que surge la culpa en virtud del salto cualitativo. En cambio, no hay ninguna dificultad en que la angustia sea más refleja en un individuo posterior que en el mismo Adán, por la sencilla razón de que en el primero se hará sentir el peso del incremento cuantitativo que va aumentando a medida que la especie avanza. Sin embargo, la angustia de suyo no representa jamás, ni ahora ni al principio, una imperfección en el hombre; al revés, es menester afirmar que la angustia es tanto más profunda cuanto más original sea el hombre, una vez que el individuo, al ingresar en la historia de la especie, tiene la obligación de apropiarse ese supuesto de la pecaminosidad en el que está implicada su propia vida individual. En este sentido se puede decir que la pecaminosidad ha adquirido un mayor dominio y que el pecado original se halla en período de crecimiento. El que se den hombres que no sientan en absoluto ninguna angustia es un hecho que hay que interpretar partiendo de la idea de que tampoco Adán habría experimentado ninguna angustia si hubiera sido meramente un animal.
El individuo posterior lo mismo que Adán es una síntesis que tiene que ser sostenida por el espíritu. Pero se trata de una síntesis derivada y, por consiguiente, queda establecida con ella la historia de la especie. Aquí radica el más o el menos de la angustia que haya en el individuo posterior. No obstante, la angustia correspondiente no es angustia por el pecado, puesto que todavía no existe la distinción entre el bien y el mal, distinción que sólo aparece con la realidad de la libertad. Si tal distinción ya existe antes de que la libertad se haga real, entonces no pasará de ser algo así como una idea presentida, que a su vez muy bien puede significar un más o menos dentro de la historia de la especie.
El que la angustia sea más refleja en el individuo posterior como consecuencia de su participación en la historia de la especie —historia comparable con un hábito, que indudablemente equivale a una segunda naturaleza en nosotros, pero que a pesar de todo no es una nueva cualidad, sino solamente un progreso cuantitativo— es un hecho que dimana de que la misma angustia entre ahora en el mundo con un segundo significado, además del que ya tenía. El pecado apareció en medio de la angustia, pero también nos trajo una angustia consigo. Porque la realidad del pecado es tal que no tiene consistencia. De un lado, la continuidad del pecado es aquella posibilidad que causa angustias; de otro, la posibilidad de una salvación es a su turno una nada que el individuo ama y teme al mismo tiempo, ya que siempre es ésta la relación que media entre la posibilidad y la individualidad. Esta angustia sólo queda superada en el momento en que la salvación sea realmente establecida. La nostalgia del hombre y de la criatura no es —según se ha solido afirmar con no poco sentimentalismo— un dulce anhelo. Para esto sería necesario que el pecado estuviese desarmado del todo. Sin duda que me darán la razón en lo que estoy diciendo todos aquellos que intenten situarse de verdad en el estado de pecado, al mismo tiempo que toman nota del modo de manifestarse en sus almas la correspondiente esperanza de salvación. Por cierto que todos éstos se sentirán bastante cohibidos ante el desparpajo estético de semejante sentimentalismo. Pues, mientras sólo hablemos de esperanzas, el pecado seguirá conservando la hegemonía dentro del hombre y no podrá por menos de mirar con malos ojos todo lo que se refiera a la esperanza —de esto trataremos más adelante—. Baste decir ahora que cuando la salvación queda establecida, la angustia pasa a ocupar un puesto de retaguardia, lo mismo que la posibilidad. Esto no significa que la angustia quede aniquilada, al revés, si se la utiliza rectamente, entonces empieza a hacer un nuevo papel[i].
La angustia que el pecado trae consigo llega a alcanzar una proximidad acuciante cuando el individuo mismo comete personalmente un pecado, pero en todo caso también está presente de una manera oscura como un más o menos dentro de la historia cuantitativa de la especie. Por esa razón no es nada difícil tropezarse aquí con el fenómeno de que a alguno le parezca que se hace culpable meramente en virtud de la angustia que le acecha tan de cerca, cosa que no se puede afirmar que le ocurriera a Adán. Sin embargo, lo cierto es que todo individuo sólo se hace culpable por sí mismo. Claro que también es verdad que lo cuantitativo dentro de la relación generacional ha alcanzado aquí su punto álgido y causará no pequeño desconcierto en cualquiera de las perspectivas en que no se mantenga firmemente la indicada diferencia entre lo cuantitativo y el salto cualitativo. De este fenómeno se hablará más adelante. Por lo general es algo que suele ignorarse; y no cabe duda de que esto es lo más cómodo. Otras veces se suele considerar de una forma sentimental y conmovedora, no sin cierta simpatía cobarde, dando gracias a Dios por no haber llegado a ser uno de ésos. ¡Ay, no caen en la cuenta de que semejante acción de gracias constituye una traición contra Dios y contra uno mismo! Y también se les pasa por alto que la vida siempre oculta fenómenos análogos en los que no es nada improbable que uno sevea comprometido. Desde luego, hemos de tener simpatía con todo el mundo, pero ésta sólo será verdadera cuando estemos profundamente convencidos de que lo que le ha sucedido a un hombre determinado nos puede acontecer a todos. Sólo así seremos de provecho para los demás y también para nosotros mismos. Es bien imbécil el médico de un manicomio que se crea en posesión de una cordura vitalicia y piense que su pequeña inteligencia no sufrirá ningún daño por muchos años que viva. Indudablemente que este médico es en cierto sentido más cuerdo que los locos que están a su cuidado, pero por otra parte es mucho más imbécil que todos ellos y de seguro que no curará apenas a nadie.
Por lo tanto, la angustia significa ahora dos cosas. En primer lugar, la angustia dentro de la cual el individuo pone personalmente el pecado por medio del salto cualitativo. Y, en segundo lugar, la angustia que ha venido y sigue viniendo con el pecado; esta angustia, consiguientemente, también viene al mundo —si bien de un modo cuantitativo— cada vez que un individuo peca.
* * *
No es mi propósito escribir una obra erudita, ni tampoco perder el tiempo buscando pruebas de confrontación literaria. Los ejemplos que se aducen en los libros de Psicología carecen con frecuencia de la debida autoridad psicológico-poética. Son traídos a colación como hechos aislados, como simples pruebas notariales. Precisamente por esta razón, uno no sabe a qué carta quedarse, es decir, si llorar oponerse a reír viendo los enormes esfuerzos que el pedante solitario de turno realiza por lograr sacar de tales ejemplos una especie de regla general.
En cambio, el que se ha ocupado de una manera metódica con la Psicología y con la observación psicológica llega a adquirir al final una flexibilidad típicamente humana que le capacita para improvisar en seguida suspropios ejemplos. Seguramente que estos ejemplos no comportan la autoridad de lo fáctico, pero no por eso dejan de gozar de otra clase de autoridad muy peculiar. Sin embargo, esa flexibilidad no se alcanza sin ciertas condiciones. Por lo pronto, el observador psicológico ha de tener más agilidad que un acróbata para poder deslizarse por los repliegues más hondos del alma humana y remedar las diversas posturas que allá en el fondo adoptan los hombres. Después, a la hora de confidencias, su silencio ha de encerrar algo de seductor y voluptuoso, de tal suerte que los secretos confidenciales encuentran agradable eso de salir a la superficie y ponerse a charlar entre ellos en un ambiente de soledad y calma artificialmente conseguidas. Y, finalmente, aquél también ha de poseer en su alma la suficiente originalidad poética para hacer en seguida un resumen total y sacar una regla general de aquellas cosas que en el individuo nunca se dan sino de un modo fragmentario e irregular. Una vez que el observador se halla perfeccionado de esta manera, ya no necesita ir a buscar sus ejemplos en los repertorios literarios ni exhumar viejas reminiscencias, sino sólo sacar del agua, como quien dice, todas sus observaciones, que se mantienen bien frescas y todavía vivas y coleando en medio de una maravillosa gama de colores. Ni siquiera necesita complicarse la vida yendo de acá para allá con el afán de fijar su atención en esto o aquello. Al revés, lo único que tiene que hacer es quedarse tranquilo en su misma habitación, como un agente de policía que, sin embargo, sabe todo lo que pasa. Lo que necesita puede modelarlo en seguida; lo tiene inmediatamente a mano en virtud de su experiencia general, del mismo modo que en una casa bien instalada no es necesario ir a la calle a buscar agua, sino que la tiene uno en el piso gracias a la alta presión.
Si, a pesar de todo esto, nuestro observador tiene alguna duda ocasionalmente, no tardará mucho tiempo en salir de la misma, pues está tan bien orientado en lo concerniente a la vida humana y posee una mirada tan agudamente inquisitiva que pronto sabrá adónde dirigirse para encontrar con facilidad una determinada individualidad que sirva al experimento. Sus observaciones serán más fidedignas que las de ningún otro, aunque no las apoye con nombres y citas eruditas, por ejemplo: que en Sajonia había en cierta ocasión una muchacha aldeana en la que un médico observó…,o que en Roma hubo un emperador del que tal historiador nos cuenta, etc., etc. —como si hechos semejantes no ocurrieran más que una sola vez cada mil años—. ¿Qué interés tendría entonces la Psicología? Por eso, nosotros tratamos de las cosas que suceden todos los días, suponiendo que el observador esté allí. Sus observaciones han de tener un sello de frescura y el interés de la realidad; para ello basta que él tenga la precaución de controlarlas. Con este fin procura imitar en sí mismo cualquier talante y cualquier estado de alma que haya descubierto en otra persona. Luego mira si puede engañar con la imitación a la otra persona, arrastrándola a una ejecución tan extremosa que ya no sea más que su propia creación en fuerza de la idea. Así, cuando se quiere observar una pasión, se empieza por elegir el individuo adecuado. Éste es el momento de conseguir artificialmente aquel ambiente de calma, silencio y soledad que es preciso para sonsacarle el secreto. Después se ejercita uno mismo en lo que acaba de llegar a conocer, hasta estar en condiciones de poder engañarlo. A continuación se trazan los rasgos esenciales de la pasión observada y se le presenta al sujeto del experimento en toda su grandeza sobrenatural. Si este juego ha sido bien llevado, entonces el individuo correspondiente no podrá por menos de sentir un alivio y una satisfacción indescriptibles, algo así como los que experimenta un loco cuando alguien logra apresar y poner al aire de un modo poético, impulsándola aún más lejos, la idea fija que tiene embargado al primero. Si no se tiene éxito en la empresa, entonces hay que buscar la causa en algún que otro error dentro de la ope ración misma o quizá en el hecho de que el individuo experimentado era un ejemplar mediocre.
1. La angustia objetiva
El empleo de esta fórmula de «angustia objetiva» podría llevarnos a pensar, en primer lugar, en aquella angustia peculiar de la inocencia, que por cierto no es otra cosa que la reflexión de la libertad en sí misma y sin salirse de su posibilidad. A este propósito sería bien pobre la réplica de quien nos objetase el haber olvidado con ello que ahora nos encontramos ya en otro punto distinto de nuestra misma investigación. En cambio, representaría una gran oportunidad el recordar que la distinción de angustia objetiva cobra su auténtico significado al discriminarla de la angustia subjetiva. Tal distinción, así entendida, no cabe mencionarse en el estado de inocencia de Adán. La angustia subjetiva, entendida en el sentido más estricto, es la angustia instalada en el individuo como consecuencia de su propio pecado.
De la angustia en este sentido se tratará más adelante, en otro capítulo. Entendiendo así los términos, cae por tierra esa contradicción que parece encerrar la fórmula de «angustia objetiva» y, al mismo tiempo, la angustia aparece cabalmente como lo que es, es decir, como algo subjetivo. Por eso, la distinción entre angustia objetiva y subjetiva pertenece a una nueva consideración, en la que precisamente se tiene en cuenta el mundo y el estado de inocencia del individuo posterior. Con esta división que hacemos aquí, queremos designar como angustia subjetiva aquella que acompaña la inocencia del individuo y que corresponde a la angustia adamítica, pero con la particularidad de que se diferencia cuantitativamente de ella en virtud de las determinaciones cuánticas de la generación. En cambio, por angustia objetiva entendemos el reflejo de esa pecaminosidad de la generación en todo el ámbito del mundo.
En el apartado 2 del capítulo anterior indicábamos que la expresión «con el pecado de Adán vino la pecaminosidad al mundo» entrañaba una reflexión muy superficial. Éste es el lugar apropiado para retornar a esa expresión y desvelar la verdad que ella encierra a pesar de todas las confusiones. Nuestra consideración deja a Adán en el mismo momento en que ha pecado y queda enfocada hacia el punto de partida del pecado de cualquier individuo posterior. Este cambio de perspectiva es necesario una vez que ha sido puesta la generación. Porque el concepto del individuo quedaría eliminado si la pecaminosidad de la especie hubiese sido introducida con el pecado de Adán en el mismo sentido que lo fue, por ejemplo, el modo erecto de andar de los hombres. Todo esto ya quedó expuesto en las páginas anteriores, a la par que protestábamos contra ese prurito experimental que pretende tratar del pecado como si fuera una curiosidad más. En este punto se estableció además el siguiente dilema: o se empezaba suponiendo un interrogador que no sabía lo que preguntaba, o se suponía otro interrogador que sabiendo el alcance de la pregunta, no obstante, hacía que su presuntuosa ignorancia se convirtiera en un nuevo pecado.
Sólo si tenemos muy en cuenta todo esto nos revelará aquella expresión su verdad limitada. «Lo primero» pone la cualidad. Esto supuesto, Adán pone el pecado en sí mismo, pero también para toda la especie. Sin embargo, el concepto de la especie es demasiado abstracto como para que pueda poner una categoría tan concreta como la del pecado, que cabalmente es puesto en cuanto el mismo individuo como tal lo pone. Por esta razón, la pecaminosidad en la especie nunca pasará de ser una aproximación cuantitativa, la cual, desde luego, comienza con Adán. Aquí radica la enorme significación, mayor que la de ningún otro individuo, que Adán representa dentro de la especie humana; y, también, en esto consiste la verdad que hay encerrada en aquella expresión. Esto tiene que concederlo cualquier ortodoxia que busque comprender bien su propio cometido, ya que la ortodoxia enseña que tanto la especie humana como toda la naturaleza han caído bajo el pecado en virtud del pecado de Adán. Con todo, hay que hacer la salvedad que con respecto a la naturaleza el pecado no ha podido entrar en ella en calidad de pecado.
Por lo tanto, al venir el pecado al mundo, aquél alcanzó esta importancia para la creación entera. Esa efectividad del pecado en la existencia no humana es la que yo he designado con el nombre de angustia objetiva.
Muy bien puedo señalar lo que se quiere decir con esa fórmula recurriendo a unas palabras de la Sagrada Escritura, a saber: ἀπολκαραδοκία τῆς[ii]. Si aquí se habla de un «anhelar de las criaturas», entonces es más claro que el agua que éstas se encuentran en un estado de imperfección. Cuando se emplean expresiones y conceptos como deseo, anhelo, espera y otros similares, se suele pasar por alto que todos ellos implican un estado anterior y que éste, por consiguiente, no deja de estar presente y de hacerse valer mientras la nostalgia se desarrolla. El estado en que se encuentra el que está a la espera no es un estado en que aquél se halle metido por casualidad o algo por el estilo, de suerte que el que espera lo encuentre completamente extraño; no, es un estado que él mismo produce en tanto espera. La expresión de una nostalgia semejante es la angustia; pues en la angustia se anuncia aquel estado del cual el individuo desea salir, y precisamente se anuncia porque el solo deseo no basta para salvarlo.
En qué sentido la creación se hundió en la ruina con el pecado de Adán; de qué forma la libertad —en cuanto fue puesta justamente por el abuso que se hizo de ella— haya proyectado un reflejo de la posibilidad y un temblor de coparticipación sobre las criaturas; hasta qué punto tiene que suceder esto por cuanto el hombre es una síntesis cuyos contrastes extremos quedaron establecidos desde el principio y que después, cabalmente por el pecado del hombre, llegaron a oponerse entre sí de una manera aún mucho más acentuada…, todas éstas son cuestiones que desbordan el campo de la investigación psicológica y pertenecen propiamente a la Dogmática, en concreto a la doctrina de la redención, en cuyo esclarecimiento esa ciencia explica el supuesto dela pecaminosidad[iii].
Esta angustia desparramada en la creación puede llamarse con todo derecho angustia objetiva. No la produjo la misma creación, sino el hecho de que sobre ésta viniera a reflejarse el resplandor de una luz muy distinta, precisamente porque con el pecado de Adán —y otro tanto acontece siempre que el pecado se introduce en el mundo quedó degradada la sensibilidad hasta convertirse en pecaminosidad. Fácilmente se echa de ver que este modo de concebir la cosa incluye también una negación palmaria de los puntos de vista racionalistas, según los cuales la sensualidad en sí misma es pecaminosidad. La sensibilidad se hace pecaminosidad una vez que el pecado vino al mundo y cada vez que el pecado viene al mundo, pero lo que aquélla llega a ser no lo fue de antemano. Franz von Baader ha protestado con mucha frecuencia contra la tesis de que la pobreza o la sensualidad en cuanto tal sea la pecaminosidad. Mas si aquí no se anda con mucho cuidado, se incurre desde otro lado muy distinto en el pelagianismo. En realidad, el propio Baader no ha tenido en cuenta la historia de la especie humana al fijar sus ideas características. En la progresión cuantitativa de la especie —es decir, de una manera que no toca a la esencia misma— la sensibilidad es pecaminosidad; en cambio, no lo es en relación al individuo, sino hasta el momento en que éste, pecando personalmente, vuelve a hacer de la sensibilidad pecaminosidad.
Algunos pensadores de la escuela de Schelling[iv] han prestado una atención especial a la alteración[v] que ha sufrido la creación con el pecado. Aquí se ha hablado también dela angustia que tiene que haber en la naturaleza inanimada. Pero en seguida ha quedado debilitada toda la efectividad de este gran pensamiento, ya que esa escuela tan pronto nos lo presenta como un problema de la filosofía de la naturaleza, que es tratado ingeniosamente con ayuda de la Dogmática, como tan pronto nos lo ofrece a guisa de un concepto dogmático que se solaza con el resplandor de la mágica esplendidez de la consideración naturalista.
Creo que ya es hora de cortar por lo sano una digresión que solamente inicié con el afán de traspasar por unos instantes los límites de la presente investigación. La angustia nunca jamás volverá a ser lo que fue en Adán, puesto que por él entró la pecaminosidad en el mundo. Aquella angustia ha llegado a tener hoy una doble analogía en virtud del último hecho señalado: la de la angustia objetiva en la naturaleza y la de la angustia subjetiva en el individuo, de las cuales esta segunda contiene «un más» con respecto a aquella angustia adamítica y la primera «un menos».
2. La angustia subjetiva
Cuanto más profunda es la reflexión con que uno se atreva a poner la angustia, tanto más fácil podría parecer el conseguir transformarla en culpa. Una buena advertencia, sin embargo, es la de que no nos dejemos engañar por determinaciones aproximativas, porque ningún «más» produce el salto, ni ningún «más fácil» facilita en verdad la explicación. Si no se hace hincapié en esto, entonces se corre el riesgo de chocar de repente con el curioso fenómeno de que todo vaya saliendo tan fácilmente que el tránsito no sea más que una simple transición…, o el riesgo de que uno nunca pueda poner fin al curso de sus propias ideas, ya que la observación puramente empírica nunca puede darse tampoco por acabada. Por más que la angustia se torne cada vez más reflexiva, no por eso deja de conservar la culpa —que brota en medio de la angustia con el salto cualitativo— el mismo grado de responsabilidad que la de Adán, continuando la angustia en el mismo grado de ambigüedad que la caracteriza desde el principio.
El pretender negar que todo individuo posterior tiene o ha de suponerse que tuvo alguna vez un estado de inocencia análogo al que disfrutó Adán sería algo como para sublevar a cualquiera, y con el mismo motivo, como paralizar todo pensamiento. Porque, en ese caso, tendríamos un individuo que no era un individuo, sino que se relacionaba a su especie como un mero ejemplar, y esto a pesar de que al mismo tiempo debería ser considerado bajo la determinación propia del individuo, es decir, de la culpabilidad.
La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quien se pone a mirar con los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero, ¿dónde está la causa de tales vértigos? La causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado hacia abajo! Así es la angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando, al querer el espíritu poner la síntesis, la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose entonces a la finitud para sostenerse. En este vértigo la libertad cae desmayada. La Psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto, que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar. La culpabilidad del que se hace culpable en medio de la angustia es ambigua hasta más no poder. La angustia es una impotencia femenina en la que se desvanece la libertad. La caída, hablando en términos psicológicos, siempre acontece en medio de una gran impotencia. Y, además, la angustia es una de las cosas que mayor egotismo encierra. En este sentido ninguna manifestación concreta de la libertad es tan egotista como la posibilidad de cualquier concreción. Ésta es, una vez más, la opresión que trae consigo el comportamiento ambiguo del individuo, su situación de simpatía y antipatía simultáneas. En la angustia reside la infinitud egotista de la posibilidad, la cual no le tienta a uno como una elección que haya que hacer, sino que le angustia seduciendo con su dulce ansiedad.
En el individuo posterior a Adán la angustia es más refleja. Esto se puede expresar de otro modo, diciendo que la nada —que es el objeto de la angustia— parece que se torna más y más un algo. No decimos que de hecho se torne algo, o que realmente signifique algo; ni tampoco afirmamos que el puesto de la nada lo haya venido a ocupar el pecado u otra cosa cualquiera. Porque aquí, respecto de la inocencia del individuo postadamítico, sigue estando en vigor lo que se afirmaba acerca de la inocencia del mismo Adán. Todo esto sólo existe para la libertad, y sólo existe en cuanto el propio individuo pone el pecado mediante el salto cualitativo. Por lo tanto, la nada de la angustia es aquí un complejo de presentimientos que se autorreflejan y aproximan insistentemente al individuo, si bien considerados de una manera esencial todavía siguen significando una nada dentro de la angustia. Naturalmente que no se trata de una nada con la que el individuo no tenga nada que hacer, sino de una nada que está en comunicación vital con la ignorancia de la inocencia. Estos reflejos constituyen una predisposición que esencialmente no significa nada antes de que el individuo se haya hecho culpable; en cambio, al hacerse culpable el individuo mediante el salto cualitativo, constituyen el supuesto desde el cual el individuo se remonta más allá de él mismo, una vez que el pecado se presupone a sí mismo. Claro que éste no se presupone con anterioridad a haber sido puesto, lo que sería una predestinación…, sino solamente en cuanto es puesto.
Ahora analizaremos más de cerca qué es ese algo que la nada de la angustia pueda significar en el individuo posterior. Para el análisis psicológico representa verdaderamente el valor de algo. Pero este análisis no olvidará en ningún momento que quedarían invalidadas todas las consideraciones sobre el tema en cuanto se supusiera que elindividuo se hacía culpable, sin más, con ese algo.
Este algo —que significa, por consiguiente, el pecado original tomado en el sentido estricto— es:
a) La consecuencia de la relación generacional
Es evidente que aquí no se trata de lo que muy bien podría traer ocupados a los médicos, por ejemplo, que un ser humano ha nacido con tal o cual deformidad. Tampoco nos es lícito hablar de obtener un resultado por medio de cuadros estadísticos. Lo único importante, aquí como en todas partes, es la autenticidad del talante correspondiente. Cuando, concretamente, se enseña que el granizo y la mala cosecha hay que atribuirlos al diablo, es probable que el que lo dice tenga una intención bonísima, pero lo dicho no pasa de ser en realidad una pura ingeniosidad que debilita el concepto del mal y lo adereza con unos tonos casi humorísticos; lo mismo que es una broma estética hablar de las imbecilidades del diablo… O cuando, de esta manera, en el concepto de «la fe» se hace valer lo histórico de una forma tan exclusiva que se olvide su primitiva originalidad en el individuo mismo, con lo que la fe, en lugar de ser una infinitud libre, se convierte en una pequeñez finita. La consecuencia de semejante trastrueque es que se acaba hablando de la fe como el Jerónimo de Holberg[1] el cual le reprocha a Erasmo el haber incurrido en no pocos errores heréticos a propósito de la fe, precisamente porque éste admitía que la tierra es redonda y no plana, poniéndose así en contradicción con lo que las generaciones, unas tras otras y sin salir de su paz bucólica, han venido creyendo a pies juntillas. De este modo también se puede errar en la fe llevando pantalón bombacho, siendo así que todas las gentes del lugar llevan pantalones vaqueros… O, finalmente, cuando se hacen cuadros estadísticos sobre la situación de la pecaminosidad en el mundo, trazando sobre el mapa el coeficiente de la misma y ayudándose con diversos colores y escalas superpuestos para lograr en un momento dado una fácil vista panorámica. En este último caso tenemos un intento de tratar el pecado como si fuera una notable curiosidad de la naturaleza, que, como es obvio, no habría por qué eliminarla, sino sólo tomar nota de ella del mismo modo que se hace con la presión atmosférica o con la cantidad de lluvia caída. Es claro que la media así obtenida vendría a representar un contrasentido muy diferente que el que encierran los datos de esas ciencias puramente empíricas. Y no cabe duda de que sería de un efecto mágico enorme, aunque también muy ridículo, el que alguien nos viniera diciendo con la mayor seriedad del mundo que la media de pecaminosidad correspondía en pulgadas a 3⅜ por cada hombre…, esto, ya se entiende, hablando en general, porque luego tenemos determinadas marcas regionales: en el Languedoc, por ejemplo, esa media es de 2¼, en cambio en la Bretaña es de 3⅞.
Estos ejemplos no son más superfluos que los de la introducción, puesto que están sacados de la esfera concreta en la cual se moverá lo que sigue en este mismo capítulo.
Por el pecado se convirtió la sensibilidad en pecaminosidad. Esta proposición encierra un doble significado. Con el pecado se torna pecaminosidad la sensibilidad, y con Adán vino el pecado al mundo. Ambas afirmaciones deben equilibrarse mutuamente en todo momento, pues de lo contrario se expresa algo que no es verdad. El que de hecho la sensibilidad se convirtiera un día en pecaminosidad constituye la historia de la generación; pero el que hoy la sensibilidad se torne pecaminosidad, esto es el salto cualitativo del individuo.
Hemos llamado la atención[vi] acerca de que la creación de Eva prefiguraba ya, simbólicamente, las consecuencias de la relación generacional. Ella era en algún modo la señal de lo derivado. Y lo derivado nunca es tan perfecto como lo original[vii]. Sin embargo, la diferencia es aquí solamente cuantitativa. El individuo posterior es esencialmente tan original como el primero. La diferencia está para todos los individuos posteriores en bloque, en la derivación, con la particularidad de que ésta puede significar a su vez un más o un menos para el individuo.
Esa derivación de la mujer contiene además la explicación de en qué sentido ella sea más débil que el varón. Esto es algo que se ha admitido en todos los tiempos con una plena unanimidad por parte de los varones, siendo lo mismo a este respecto el discurso de un «pachá» que el de cualquiera de los caballeros románticos. Sin embargo, por muchas que sean las diferencias, nunca podrá discutirse la esencial igualdad del hombre y de la mujer. La expresión de tales diferencias consiste en que la angustia se refleja más en Eva que en Adán. Y esto se debe al hecho de que la mujer sea más sensible que el hombre. Aquí no se trata, naturalmente, de una situación empírica o de un promedio, sino de la diversidad de la síntesis. Porque, al ponerse el espíritu, inevitablemente será mayor la divergencia mutua si hay «Un más» en una de las partes de la síntesis; y, entonces, la angustia también encontrará, dentro de la posibilidad de la libertad, un mayor campo de acción. En el relato del Génesis es Eva la que seduce a Adán. Pero de esto no se sigue en modo alguno que su culpa sea mayor que la de Adán, y todavía menos que la angustia sea una imperfección, puesto que, bien al contrario, su grandeza es un presagio de la perfección.
Nuestra investigación nos ha dado ya ocasión de ver que existe una correspondencia entre la sensibilidad y la angustia. Tan pronto como aparece la relación generacional queda también de manifiesto cómo lo que se dijo acerca de Eva no pasaba de ser un indicio de la propia relación con Adán de todos sus descendientes en esta esfera, a saber, que la angustia va aumentando a medida que la sensualidad aumenta con la generación. Por lo tanto, la consecuencia de la relación generacional significa «Un más» de que no se puede eximir ningún individuo. Esto es el «plus» de todos los descendientes con respecto a Adán, pero de tal suerte que ello nunca pueda constituir por sí solo una diferencia esencial entre el individuo posterior y el mismo Adán.
Antes de pasar a otra materia trataré de aclarar un poco más de cerca la afirmación de que la mujer tiene más sensibilidad y siente más angustia que el varón.
La mujer es más sensible que el varón. Nos lo demuestra, por lo pronto, su propia constitución física. Nuestro cometido, sin embargo, no es seguir por estos rumbos propios de la Fisiología. Lo que sí haré, en cambio, es demostrar mi afirmación por otro camino, considerando a la mujer estéticamente bajo su punto de vista ideal, que es, en concreto, el de la belleza. Precisamente esta circunstancia de que ése sea su punto de vista ideal es la que pone de manifiesto que ella tenga más sensibilidad que el varón. Un poco más adelante la consideraré a la luz ética de su punto de vista ideal correspondiente, es decir, el de la procreación. Y, entonces, tal circunstancia de que ése sea su nuevo punto de vista ideal que mostrará cabalmente que ella es más sensible que el varón.
Cuando la belleza es lo decisivo, produce una síntesis de la que el espíritu queda excluido. Éste es el secreto de todo el helenismo. De ahí esa seguridad y apacible gravedad que reina en el ámbito de la belleza griega, pero también esa especie de angustia en que flota estremeciéndose —por más que el hombre helénico no lo notara— toda su belleza plástica. La exclusión del espíritu es la que explica esa despreocupación característica de la belleza griega, pero también es el motivo de su honda pena inexplicable. Esto no quiere decir que la sensibilidad sea pecaminosidad, pero sí un cierto enigma insondable que nos llena de angustia. Y, por eso mismo, la ingenuidad siempre va acompañada de una nada inextricable como es la de la angustia.
Sin duda la belleza griega concibe al hombre y a la mujer de un modo esencialmente idéntico, esto es, no los concibe espiritualmente; y, sin embargo, se puede afirmar que dentro de esa igualdad de la concepción griega subsiste todavía una diferencia. Lo espiritual encuentra su expresión en el rostro. Y así, a pesar de todo, en la belleza masculina el rostro y la fisonomía representan un papel más esencial que en la belleza femenina, si bien la eterna juventud de lo plástico impide constantemente que aparezca lo más profundo de la espiritualidad. No entra en mis propósitos el exponer esto con más detalle, por eso me conformo con señalar la diversidad aludida con una única referencia. Venus sigue siendo igualmente hermosa aunque se la represente durmiendo, incluso sea así más hermosa que nunca, y, no obstante, es cabalmente el sueño la expresión de la ausencia del espíritu. A esto se debe el que el hombre dormido sea tanto menos bello cuanto más vieja y espiritualmente desarrollada se halle su individualidad. El niño, en cambio, nunca es más bello que cuando está dormido. Venus emerge de las aguas marinas y es representada en una actitud de reposo, o en una actitud que precisamente sirva para relegar a un plano de ínesencialidad la importancia de la expresión de su rostro. Sí, por el contrario, se trata de representar un Apolo —o lo mismo diera un Júpiter—, a nadie se le ocurriría representarlo durmiendo. En este caso Apolo resultaría feo, y Júpiter ridículo. Con Baco pudiera hacerse una excepción, pero éste constituye justamente dentro del arte griego la indiferencia entre la belleza masculina y la femenina, y por esta razón sus formas son también femeninas. En un Ganimedes, en cambio, es ya mucho más esencial la expresión del rostro.
Cuando se tuvo otra imagen de la belleza, en el romanticismo, se volvió a repetir con todo la misma diversidad y, nuevamente, dentro de la esencial igualdad. En tanto que la historia del espíritu —y éste es justamente el secreto del espíritu que nunca carezca de historia— no teme manifestarse en la faz del varón, de tal suerte que se olvide todo lo demás en favor de la claridad y nobleza de sus rasgos…, por lo que respecta a la mujer, ésta causará un efecto estético de una manera distinta, concretamente como totalidad, si bien la importancia del rostro sea ahora mayor que en el clasicismo. La expresión, pues, de lo femenino ha de ser una totalidad que no tenga ninguna historia. Por eso, el silencio no es solamente la más alta sabiduría de la mujer, sino también su belleza suprema.
Considerada a la luz de la Ética, la mujer culmina en la procreación. Por eso afirma la Sagrada Escritura que el deseo de la mujer tiene que polarizarse en el hombre. Claro que también el deseo del hombre está dirigido hacia la mujer, pero la vida de aquél no culmina en este deseo, fuera de los casos en que el hombre lleve una vida mediocre o perdida. Ahora bien, el hecho de que la mujer culmine en este orden de cosas demuestra bien a las claras que la mujer es más sensible.
La mujer siente más angustia que el varón. Esto no se debe a que ella tenga menos fuerzas físicas, etc., ya que aquí no se trata en absoluto de semejante angustia. Esto, de suyo, se debe a que la mujer es más sensible, al mismo tiempo que está tan esencialmente determinada por la espiritualidad como pueda estarlo el hombre. Para mí, situado en esta perspectiva, es por completo indiferente todo lo que los hombres digan a propósito de que la mujer sea el sexo débil; en este sentido, como es obvio, no habría mayor dificultad en que ella experimentase menos angustia que el varón. Pero aquí siempre tratamos de la angustia en la dirección de la libertad. Y así, cuando contra toda analogía la historia genesíaca nos presenta a la mujer seduciendo al hombre, no hemos de ver en ello, precipitadamente, una pura arbitrariedad, puesto que meditándolo a fondo se nos revela como lo más normal del caso. En definitiva, aquella seducción fue justamente una seducción femenina en cuanto Adán de hecho sólo por la intervención de Eva se dejó seducir por la serpiente. En los demás casos, siempre que se habla de seducción, el mismo lenguaje —encantar, persuadir, etc.— concede sin excepción la iniciativa al varón.
Voy a mostrar con una observación experimental lo que, por lo demás, es un hecho que se puede dar por reconocido en todo el ámbito de la experiencia. Supongamos una muchachita inocente a quien un hombre al pasar le lanza una mirada anhelante. La muchachita, desde luego, se llenará de angustia. También puede suceder que se llene de indignación y otros sentimientos parecidos, pero por lo pronto se llenará de angustia. En cambio, si nos imaginamos a una mujer que lanza una anhelosa mirada sobre un jovencito inocente, entonces la reacción de éste no será la de la angustia, sino a lo sumo una cierta vergüenza teñida de repugnancia, precisamente porque él está más determinado en cuanto espíritu.
Con el pecado de Adán vino la pecaminosidad al mundo, y también la sexualidad, de suerte que ésta tomó entonces para él la significación de pecaminosidad. Lo sexual quedó así puesto. En el mundo se han escrito y se han dicho de viva voz muchísimas cosas al tuntún en torno a la ingenuidad. Sin embargo, sólo la inocencia es ingenua, y a la par ignorante. Hablar de ingenuidad cuando ya se tiene conciencia de lo sexual equivale a irreflexión o afectación, y a veces a algo todavía mucho peor, a un encubrimiento de los placeres correspondientes. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que el hombre peque porque haya dejado de ser ingenuo. Éstos no son más que insípidos galanteos con los que se pretende embaucar a los hombres, apartando su atención de lo verdadero y de lo moral.
Es innegable que hasta ahora no se ha dado todavía una respuesta suficiente y, sobre todo, muy pocas veces con la debida disposición de ánimo, a toda la magna cuestión de la importancia de lo sexual y su significación en las diversas esferas particulares. Salir con chistes sobre este asunto representa un arte bien mediocre; hacer advertencias tampoco resulta difícil; ni tampoco es tan arduo predicar sobre ello dejando la dificultad fuera; eso sí, lo que es un verdadero arte es hablar de ello de una manera auténticamente humana. En este punto no ganamos nada con que el teatro y el púlpito se encarguen de darnos la respuesta, pero de tal modo que en una de esas plataformas se sienta enojo por decir lo que en la otra se afirma y, en consecuencia, resultando una y otra explicación clamorosamente diversas. Con esto, como es bien patente, lo único que se hace es dejar el tema como estaba y echar sobre las espaldas de los hombres —sin que uno por su parte ni siquiera ponga un dedo para ayudar a levantarla— la pesada carga de tener que buscar por sí mismos el sentido de ambas explicaciones mientras los respectivos maestros nunca cesan de exponer cada uno la suya. Este abuso ya sehabría notado hace muchísimo tiempo si los hombres de nuestra época no se hubieran perfeccionado tanto en el arte irreflexivo de malbaratar la vida que de raíz era tan hermosa. Lo que los hombres ahora quieren, en medio de esa frivolidad, es apretar rabiosamente sus filas en cuanto se oye hablar a un charlatán cualquiera sobre una que otra idea grandiosa y genial, cuya ejecución exige a su vez que todos se unan con una fe inquebrantable en el poder de la asociación. Esta fe, naturalmente, no es menos admirable que la de aquel cervecero que vendía su cerveza unos céntimos más barata que el precio de costo, contando, sin embargo, que esto le traería pingües ganancias…, «pues —según decía el cervecero— en estas ocasiones no es la calidad la que cuenta, sino la cantidad enorme de las masas». Estando así las cosas, no me extraña nada que en nuestros tiempos ya nadie se preocupe de semejante problema. Pero tengo la seguridad de que si Sócrates viviera hoy no habría dejado de meditarlo a fondo y, a la par, estoy convencidísimo de que en tal caso —aunque él podía hacerlo mucho mejor que yo y, por así decirlo, de una manera mucho más divina— me habría dicho: «¡Oh, amigo mío, qué bien haces en pensar en estas cosas tan dignas de ser meditadas! Sí, uno podría pasar las noches enteras en diálogo y, no obstante, sin llegar nunca a penetrar del todo el admirable portento de la naturaleza humana». Esta convicción es para mí de un valor infinitamente más alto que todos los «hurras» de la contemporaneidad; pues tal convicción me convierte el alma en una roca inquebrantable, mientras los aplausos la harían vacilar.
Lo sexual en cuanto tal no es lo pecaminoso. La propia ignorancia de lo sexual —entendiendo con ello una ignorancia realmente presente— sólo está reservada al animal y, por eso mismo, éste siempre se encuentra atado a la ceguedad del instinto y siempre marcha a ciegas. Una ignorancia peculiar, porque implica también un ignorar lo que no es, es la del niño. La inocencia es un saber que equivale a ignorancia. Su diferencia de la ignorancia moral es bien notoria, ya que aquélla está determinada en la dirección de un cierto saber. Con la ignorancia[2] empieza un saber cuya primera determinación es la ignorancia. Éste es el concepto del pudor —Schaam—. El pudor entraña angustia precisamente porque en el ápice de la diferencia de la síntesis que es el hombre, el espíritu no sólo se encuentra determinado como perteneciendo al cuerpo, sino como cuerpo con determinada diferencia sexual. El pudor, desde luego, es un saber acerca de la diferencia de los sexos, pero no implica una relación con esa diferencia sexual. Lo que significa que el impulso no ha hecho, en cuanto tal, acto de presencia. El auténtico significado del pudor está en que el espíritu, por así decirlo, no las tiene todas consigo en ese ápice extremo dela síntesis. Por eso es tan enormemente ambigua la angustia del pudor. Por lo pronto, no hay en ello ni la más mínima huella de placer sensual; y, sin embargo, impera una cierta vergüenza. ¿De qué? ¡Denada! Y, sin embargo, el individuo puede morirse de vergüenza; y el pudor herido es el más hondo delos dolores, precisamente porque es el más inexplicable de todos. Éste es el motivo de que la angustia del pudor sea capaz de despertarse por sí misma. No obstante, aquí importa mucho, como es natural, que no sea el placer el que pretenda desempeñar ese papel. Un ejemplo de este cambio de papeles lo encontramos en uno de los cuentos de F. Schlegel[viii].
En el pudor queda puesta la diferencia sexual, pero sin la orientación correspondiente del uno al otro sexo. Esto acontece con el impulso. Mas como el impulso no es lo mismo que el instinto o no es sólo instinto, tenemos que aquél siempre encierra un determinado telos, el de la propagación, que es hacia lo que se mueve. En cambio, lo estático es el amor[3] lo puramente erótico. El espíritu no está todavía continua y conjuntamente puesto. El erotismo cesa tan pronto como el espíritu es puesto en cuanto tal, no como mero constitutivo de la síntesis. La más alta expresión pagana de esto mismo nos la da la afirmación clásica de que lo erótico es lo cómico. Esto, naturalmente, no hay que entenderlo en el sentido de la interpretación que le dé un libertino cualquiera, confundiendo lo erótico y lo cómico y empleándolo como materia estupenda de sus bromas lascivas; al revés, lo que aquí decide es la fuerza y preponderancia de la inteligencia, neutralizando tanto lo erótico como la correspondiente relación moral en la indiferencia del espíritu. Por cierto que ésta es una consideración de muy hondo calado. La angustia del pudor consistía en que el espíritu se sentía extraño, pero ahora el espíritu ya ha vencido totalmente y mira lo sexual como algo extraño y cómico. El pudor, como es obvio, no podía tener esta libertad de espíritu. Lo sexual es la expresión de esa enorme contradicción que radica en el hecho de que el espíritu inmortal esté determinado como genus. Esta contradicción se manifiesta como un pudor profundo que oculta ese hecho y no se atreve a comprenderlo. En lo erótico se llega a comprender esta contradicción gracias a la belleza; pues la belleza es cabalmente la unidad de lo psíquico y lo corporal. Mas esta contradicción que el erotismo llega a esclarecer en medio de la belleza representa para el espíritu dos cosas a lavez: la belleza y lo cómico. Por eso la expresión que el espíritu nos da de lo erótico es la de que esto último es al mismo tiempo lo bello y lo cómico. A esta altura ya no hay ningún reflejo sensual sobre lo erótico —pues ello sería voluptuosidad y, en tal caso, el individuo seguiría estando muy por debajo de la belleza del erotismo—, sino que ha empezado a dominar la madurez del espíritu. Sólo muy pocos hombres, naturalmente, han llegado a comprender esto en toda su pureza. Sócrates, en cambio, sí que llegó a comprenderlo. Y así, cuando Jenofonte le hace decir a Sócrates que se debe amar a las mujeres feas, hemos de ver en esta afirmación —como en todas las de Jenofonte con respecto a la vida de Sócrates— un caso de filisteísmo estrecho y abominable, que se parece a cualquier cosa menos a Sócrates. El sentido de esa frase está en que Sócrates ha relegado el erotismo a una zona de indiferencia y ha expresado correctamente la contradicción que hay en el fondo de lo cómico por medio de la correspondiente contradicción irónica: que se debe amar a las feas[ix][4]. Con todo, muy pocas veces se da una concepción semejante conservando toda su belleza sublime. Para eso sería menester que coincidieran de un modo admirable tanto una feliz evolución histórica como unas extraordinarias dotes originales. Porque en este punto, tan pronto como aparecen las objeciones, por muy lejanas que sean, nos encontramos eo ipso metidos en una concepción repugnante y afectada.
En el cristianismo, lo religioso ha suspendido el erotismo, no precisamente en virtud de una incomprensión ética, como si fuera lo pecaminoso, sino considerándolo como algo indiferente, ya que en cuanto al espíritu no hay ninguna diferencia entre el hombre y la mujer. Aquí no queda lo erótico irónicamente neutralizado, sino suspendido, por cuanto la tendencia cristiana es hacer que el espíritu avance. Mientras que en medio del pudor el espíritu sentía angustia y miedo al apropiarse la diferencia sexual, ahora, en cambio, la individualidad salta de pronto fuera de la misma y, en vez de profundizar éticamente en ella, la sujeta a una explicación tomada de las más altas esferas espirituales. Éste es uno de los aspectos peculiares de la concepción monacal, importando muy poco, al fin de cuentas, que se la considere dentro de un rigorismo ético o como una contemplación meditativa[x].
Y del mismo modo que la angustia está puesta en medio del pudor, así también está presente en todo goce erótico. No porque este goce sea pecaminoso, ¡de ninguna manera! Por esto mismo, tampoco sirve de nada —en este sentido, se entiende— que el párroco bendiga diez veces seguidas a la pareja recién casada. Incluso cuando lo erótico se exprese de la manera más bella y pura y moral que sea posible, sin el menor rastro de reflexión voluptuosa que empañe su alegría…, incluso entonces estará presente la angustia, aunque no perturbando la alegría del goce, sino como formando parte integrante con todo ello.
Es muy difícil hacer observaciones a este respecto. Ante todo hay que tener aquí la precaución, como hacen los médicos, de no tomar nunca el pulso sin haberse asegurado de antemano que no es el de uno mismo el que se observa, sino el del propio paciente. Así hay que tener mucho cuidado de que el movimiento que aquí se observa no sea el de esa típica intranquilidad que no es más que la pura reacción del observador ante sus propias observaciones. Una cosa, sin embargo, hay del todo cierta, y es la de que los poetas, al describir el amor —por muy puro e inocente que nos lo representen—, nunca dejan de hacerlo sin que la angustia entre también en juego. Analizar esto con más detalle es asunto de un «esteta». Nosotros nos contentamos con preguntar: ¿Y por qué esa angustia? Porque el espíritu no puede estar presente en el momento culminante de lo erótico. Hablo, claro está, como podría hacerlo un griego. Porque sin duda que el espíritu está allí presente, ya que es él quien constituye la síntesis; pero, a pesar de ello, no puede expresarse en lo erótico y se siente extraño. Es como si el espíritu le dijera al erotismo: «¡Amigo mío, yo no puedo representar aquí el papel del tercer hombre y por lo mismo me ocultaré mientras eso dure!». Esto es cabalmente la angustia y lo que, en definitiva, también constituye el pudor, pues no puede caber duda de que supone una solemne estupidez el creer que
en este punto ya está todo arreglado con la bendición de la Iglesia o con que el marido se mantenga fiel a su esposa. Más de un matrimonio ha sido ya profanado sin que se mezclase ningún extraño en el asunto. Esto no significa que la angustia simultánea no pueda ser a veces una amistosa y dulce compañía, que es precisamente lo que acontece cuando el erotismo es puro, inocente y bello. Por eso los poetas tienen razón que les sobra cuando hablan de una dulce ansiedad. Por lo demás, se cae de su peso que la angustia tiene que ser en este punto mucho mayor en la mujer que en el hombre.
Retornemos ahora a una de nuestras afirmaciones anteriores, en concreto a lo que dijimos acerca dela consecuencia de la relación generacional en el individuo, que es «lo más» que hay que poner a cuenta de cualquiera de los individuos posteriores al compararlos con Adán. En el momento de engendrar es cuando el espíritu está como más lejos y, en consecuencia, cuando la angustia es máxima. En medio de esta angustia se crea el nuevo individuo. En el instante del nacimiento culmina la angustia por segunda vez en la mujer, y en ese mismo instante viene al mundo un nuevo individuo. Al dar a luz, como es bien sabido, la mujer está llena de angustia. Ello tiene su explicación fisiológica, pero la Psicología también ha de darnos una explicación propia. La mujer, al dar a luz, vuelve a estar en ese punto álgido de uno de los extremos de la síntesis, y ésta es la razón de que el espíritu tiemble. Es natural, ya que en ese instante el espíritu no ejerce ninguna de sus funciones y ha quedado como en suspenso. La angustia, sin embargo, es una expresión de la perfección de la naturaleza humana y es por eso por lo que solamente en las razas humanas inferiores encontramos analogías de un alumbramiento tan fácil como el que se da en los animales.
Pero cuanto más haya de angustia, tanto más habrá de sensibilidad. El individuo procreado es más sensible que el primitivo, y este «más» es cabalmente el plus común de la generación que hay que poner a cuenta de todos los individuos posteriores al compararlos con Adán.
Ahora bien, este «plus» de angustia y sensibilidad que todos los individuos posteriores tienen con respecto a Adán puede significar, a su vez, como es lógico, un más o menos en el individuo particular. Aquí hay diferencias, las cuales son de veras tan terribles que nadie, ciertamente, se atreve a meditar en ellas en el sentido más profundo, es decir, con una auténtica simpatía humana —simpatía que necesariamente implica que el meditador profundo esté convencido, con una seguridad inquebrantable, de que nunca se ha dado ni se dará en el mundo «un más» de tal naturaleza que por simple transición llegue a convertir lo cuantitativo en cualitativo. Fuera ya del paréntesis, digamos que, a pesar de todo, la misma vida proclama bien en alto cuán verdaderas son aquellas palabras de la Sagrada Escritura en las que se nos enseña que Dios castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generaciones[5]. De nada sirve querer soslayar lo espantoso de esta declaración descolgándose con la sugerencia de que esas palabras encierran una doctrina judía. El cristianismo, por su parte, nunca ha reconocido en ningún individuo particular el privilegio de que éste comenzara desde un principio en el sentido de la exterioridad. Porque todo individuo empieza en realidad dentro de un nexo histórico y, en este aspecto, las consecuencias naturales siguen teniendo hoy el mismo valor que siempre tuvieron. La única diferencia está en que el cristianismo nos enseña a elevarnos por encima de ese «más» y juzga que quien no lo hace así es porque no quiere hacerlo.
Ahora la angustia del espíritu —al tener que asumir la sensibilidad— es mayor que nunca, precisamente porque la sensibilidad viene definida como «un más». El máximum reside aquí en esa cosa terrible de que la angustia ante el pecado engendre el pecado. En cambio, si se empieza suponiendo que en el individuo son innatos los malos apetitos, la concupiscencia, etc., entonces no se obtiene esa ambigüedad en la que el individuo se hace a la vez culpable e inocente. El individuo se desvanece en medio de la peculiar impotencia de la angustia, y cabalmente por eso es tanto culpable como inocente.
No entra en mis propósitos el aducir aquí ejemplos detallados de este «más y menos» infinitamente fluctuante. Para que tales ejemplos tuvieran algún significado, sería necesaria una prolija y cuidadosa exposición psicológicoestética de los mismos.
b) La consecuencia de la relación histórica
Si tuviera que expresar con una sola frase ese «plus» que hay que poner a cuenta de todos los individuos posteriores al compararlos con Adán, diría que consiste en que la sensibilidad pueda significar pecaminosidad. Este hecho encierra simultáneamente tres cosas: en primer lugar, el oscuro saber de que ése sea el significado de la sensibilidad; en segundo lugar, un oscuro saber de lo que el pecado pueda significar por otra parte; y, finalmente, una apropiación históricamente descabellada de los datos históricos encerrados en el de te fabula narratur, con lo que quedan soslayados tanto el aspecto principal del asunto como la originalidad del individuo, al mismo tiempo que éste queda sin más confundido con la especie y la correspondiente historia. Nosotros no decimos que la sensibilidad sea pecaminosidad, sino que es el pecado lo que la convierte en tal cosa. Ahora bien, pensando en los individuos posteriores a Adán, no cabe duda de que cada uno de ellos se encuentra en un contorno histórico dentro del cual es notorio que la sensibilidad puede significar pecaminosidad. Es claro que no lo significa para el individuo mismo, pero con todo está por medio ese saber que acrecienta la angustia. En este caso el espíritu no sólo tiene que hacer frente a la oposición de la sensibilidad, sino también a la de la pecaminosidad. También es una cosa clara que el individuo inocente no llega aún a comprender ese saber, pues esto sólo sucede cuando se lo comprende cualitativamente. No obstante, dicho saber representa por su parte una nueva posibilidad, de suerte que la libertad —que en su respectiva posibilidad se relaciona con lo sensible— llega a experimentar una angustia todavía mayor.
Es evidente que este «plus» común puede significar un más o menos para el individuo particular. Así, para llamar la atención prontamente sobre una diferencia colosal: desde que el cristianismo ha venido al mundo y con él se nos ha ofrecido para siempre la redención, ha quedado también como difundida una luz de mayores contrastes —desconocidos en el paganismo— por todo el ámbito de la sensibilidad. Esa luz, en definitiva, viene a robustecer la afirmación de que la sensibilidad es pecaminosidad.
Dentro de la diferencia cristiana aquel «plus» puede tener otra vez el significado de un más o menos. Esto dependerá de la relación de cada individuo inocente con su contorno histórico. En este aspecto las causas más diversas son capaces de provocar el mismo fenómeno. La posibilidad de la libertad se anuncia en la angustia. Ahora una simple advertencia puede hacer que el individuo se desvanezca en la angustia —no ha de olvidarse que yo siempre hablo en términos de pura Psicología y que jamás prescindo del salto cualitativo—, y eso por más que la advertencia estuviera calculada para producir precisamente el efecto contrario. Porque el espectáculo de lo pecaminoso muy bien puede salvar a un individuo y hundir a otro. Como un chiste también puede provocar el mismo efecto que la seriedad, y viceversa. O el hablar y el callar pueden producir el efecto contrario al que se esperaba. En este sentido no hay límites, lo que patentiza una vez más la exactitud definitiva de que se trata de «Un más o menos» cuantitativos, ya que lo cuantitativo es cabalmente un límite infinito.
Nos atrasaría mucho, desde luego, el meternos ahora a comprobar lo dicho, recurriendo a diversas observaciones de tipo experimental. Sin embargo, ¡la vida es tan rica para el que sabe contemplarla con los ojos bien abiertos! En este caso no es nada necesario emprender largos viajes, por ejemplo, a París o a Londres. Y, si no se tienen aquellos ojos, de nada sirve viajar mucho.
La angustia, por lo demás, vuelve a tener aquí la misma ambigüedad de siempre. En este punto puede producirse el máximum que corresponda a aquel de que hablábamos antes, a saber, que el individuo en la angustia ante el pecado llegue efectivamente a pecar. En este último caso concreto, el máximum consiste en que el individuo se hace culpable no precisamente al estar angustiado por llegar a serlo, sino en cuanto es tenido por culpable.
Fuera de esto, el supremo «plus» en esta dirección consiste en que el individuo, ya desde los primeros brotes de su uso de razón, se encuentre instalado e influido de tal manera que la sensibilidad forme para él un todo compacto con la pecaminosidad. Este supremo «plus» revestirá para él la forma del choque más penoso cuando no encuentre en todo el ambiente ni siquiera un solo punto de apoyo. Y, por último, este «plus» alcanzará el ápice sumo con su presencia en el individuo cuando éste, embrollándolo todo, se confunda a sí mismo con su propio saber histórico acerca de la pecaminosidad y en medio de los sudores lívidos de la angustia, olvidando la reclamación de la libertad —«si tú obras así…»—, termine bonitamente por subsumirse en cuanto tal individuo en semejante categoría.
Lo que hemos indicado aquí tan brevemente que sólo una experiencia lo bastante rica sea capaz de comprender que se ha dicho mucho, y esto con precisión y claridad, ya ha sido objeto muchas veces de no pocas consideraciones. Estas consideraciones suelen llevar casi siempre por título: sobre el poder del ejemplo. Es innegable q ue se han dicho —aunque no precisamente en estos últimos tiempos superfilosóficos— cosas muy buenas sobre el particular, pero con frecuencia se echan también de menos las categorías psicológicas intermedias que sirvan de enlace para explicarnos cómo el ejemplo llega a producir su efecto. Por otra parte, no suele ser nada infrecuente que en estas esferas se trate del asunto con no poca negligencia y sin notar que un mínimo error en el más pequeño detalle puede embrollar toda la enorme contabilidad de la vida. La atención psicológica se fija exclusivamente en el fenómeno aislado y al mismo tiempo no tiene del todo dispuestas sus categorías eternas, como tampoco cuida lo suficiente de salvar a la humanidad entera en el momento en que está dedicada a salvar a cada individuo particular —y esto cueste lo que cueste— dentro de la especie. El ejemplo, según se dice, no ha dejado de tener influencia incluso en los niños. De esta manera se empieza por suponer que el niño era en realidad un angelito, pero que el ambiente corrompido lo ha precipitado en la corrupción. Se sigue hablando, sin acabar nunca, de lo enormemente corrompido que está el ambiente…, y así, sin que haya otra cosa por medio, ya tenemos al niño corrompido. Sin embargo, ¿quién podrá poner en duda que el concepto queda anulado si se llega a tal corrupción por un simple proceso cuantitativo? Lo que pasa es que la gente no suele atender a estas cosas. Eso sí, lo que no deja de suponerse es que el niño está tan degenerado de raíz que no saca en absoluto ningún provecho de los buenos ejemplos. Claro que, esto supuesto, se tiene muy buena cuenta de que el niño no alcance tal degeneración que a la postre se crea con el perfecto derecho no sólo de mofarse de sus progenitores, sino también de todos los discursos y pensamientos verdaderamente humanos, algo así como la rana paradoxa no puede por menos de reírse y desafiar la clasificación que los naturalistas hacen de las ranas. Hay muchos hombres que saben considerar una determinada parcela, pero no son capaces al mismo tiempo de tener la totalidad in mente. Semejantes consideraciones, por muy meritorias que sean en otros aspectos, no hacen más que fomentar la confusión.
Sin salirnos del último tema, tampoco es raro que se empiece por suponer que el niño era como la mayoría de los niños, es decir, ni bueno ni malo, pero se encontró con buenas compañías y resultó bueno, o se juntó con malas compañías y resultó malo. ¿Qué se ha hecho de las categorías intermedias? ¿Dónde están las categorías de enlace? Porque es imprescindible echar mano de una categoría intermedia que tenga la ambigüedad suficiente para poder abrigar la idea —sin esto, desde luego, la salvación del niño es una ilusión— de que el niño, en cualesquiera circunstancias, siempre es capaz de hacerse tanto culpable como inocente. Si no se tienen a mano y con la debida claridad estas categorías de enlace, entonces se pueden dar por perdidos —y con ellos al mismo niño— los conceptos de pecado original, pecado, especie humana e individuo.
* * *
Por lo tanto, la sensibilidad no es pecaminosidad; pero siempre que se pone el pecado, tanto al principio como en lo sucesivo, éste nunca deja de convertir la sensibilidad en pecaminosidad. Es claro que hoy la pecaminosidad significa además otra cosa. Nosotros, sin embargo, no tenemos aquí nada que hacer con los demás significados que el pecado pueda encerrar, ya que lo único que nos interesa ahora es profundizar mediante el análisis psicológico en ese estado que precede al pecado y que, psicológicamente, predispone más o menos al pecado.
La diferencia entre el bien y el mal surgió en el mismo momento de comer el fruto del árbol prohibido; y junto con esa diferencia apareció también la diversidad sexual en cuanto impulso. Ninguna ciencia puede explicar cómo sucedió tal cosa. Por cierto que es la Psicología precisamente la que más se acerca en este punto y la que explica la última aproximación, a saber, la aparición de la libertad ante sí misma en medio de la angustia de la posibilidad, o en medio de la nada de la posibilidad, o en medio de la nada de la angustia. Si el objeto de la angustia fuese un algo, entonces no tendríamos ningún salto, sino una mera transición cuantitativa. El individuo posterior tiene en su haber un determinado plus con respecto a Adán y, a su vez, cuenta dentro de ese plus con un más o menos con respecto a los otros individuos, pero en todo caso sigue teniendo valor de verdad esencial el principio de que el objeto de la angustia es una nada. Insistiendo, si su objeto fuese un determinado algo, un algo que esencialmente considerado —es decir, en la dirección de la libertad— significase algo, entonces no tendríamos un salto, sino una mera transición cuantitativa que confundiría todos nuestros conceptos. Incluso cuando afirmo que para un individuo está puesta antes del salto la sensibilidad como pecaminosidad, hay que tener muy en cuenta que tal posición no es todavía esencial, ya que dicho individuo no lo supone y entiende esencialmente así. E incluso cuando yo digo que en el individuo procreado hay puesto un plus de sensibilidad, no hay que olvidar nunca que en relación al salto se trata de un plus sin importancia.
Por nuestra parte, desde luego, no hay ninguna dificultad en que se prefiera alguna otra categoría psicológica intermedia si es que la ciencia dispone de una tal categoría dotada de las mismas ventajas que la angustia encierra, tanto desde el punto de vista dogmático como ético y psicológico.
Tampoco hay que tener los ojos de lince para comprender que lo aquí expuesto viene a concordar admirablemente con la habitual explicación que se da del pecado, diciendo que es «lo egoísta». Pero el que se mete de lleno en esta ultima definición no encuentra por ninguna parte la oportunidad de explicar la anterior dificultad psicológica, a la par que nos define el pecado de una manera demasiado «pneumática», no advirtiendo suficientemente que al cometer el pecado éste trae consigo tanto una consecuencia sensible como una consecuencia espiritual.
A este propósito es inconcebible que, después de haberse declarado tantas veces en la ciencia más reciente que el pecado es egoísmo, nadie haya reparado en que cabalmente por eso mismo no existe la posibilidad de que su explicación encuentre sitio en ninguna ciencia. Es una cosa obvia, ya que el egoísmo es precisamente el dominio de lo particular y, en consecuencia, solamente el individuo en cuanto tal puede saber lo que ello significa. En cambio, visto el egoísmo bajo categorías universales, éste puede significar un sinnúmero de cosas, de tal suerte que todas ellas no signifiquen absolutamente nada. Esto quiere decir que la definición del pecado como egoísmo puede ser muy exacta, especialmente si desde el punto de vista de la ciencia no dejamos de sostener al mismo tiempo que esa definición es tan sin contenido que no significa absolutamente nada. Por último, en esta definición de «lo egoísta» no se tiene en cuenta para nada la distinción entre pecado y pecado original, ni tampoco se tiene la preocupación de en qué sentido el uno explique al otro, el pecado al pecado original y el pecado original al pecado.
Todo se reduce a tautologías tan pronto como se intente hablar científicamente acerca de este egoísmo; o, a lo más, se darán muestras de mucha ingeniosidad, embrollándolo todo. ¿Quién olvida que la Filosofía natural[6] ha encontrado este egoísmo expandido por toda la creación? ¿Que incluso lo encontró en el movimiento de las estrellas, aunque nunca dejen de estar sujetas a la obediencia bajo la ley del universo? ¿O que lo centrífugo de la naturaleza venía a ser lo egoísta reinando en ella? Cuando se ha llevado un concepto tan lejos, lo mejor sería que uno se marchara con aquél a un paraje no menos lejano y procurase dormir allí tamaña borrachera, sin que se le ocurra volver hasta que haya recobrado la sobriedad. En este sentido, nuestro tiempo se ha mostrado incansable en eso de hacer que cada cosa lo signifique todo. ¡Cuántas veces no hemos visto ya a uno que otro mistagogo ingenioso dedicándose con un celo y diligencia enormes a prostituir toda una mitología con el solo fin de transformar, gracias a su mirada de águila, cada uno de los mitos en un capricho de su chirimía! ¿Y acaso no hemos visto también muchas veces cómo toda una terminología cristiana quedó plenamente corrompida al caer en las manos de algunos especulativos llenos depretensiones?
Si no se empieza por poner en claro qué significa «ego», de poco o nada sirve el afirmar que el pecado es lo egoísta. «Ego» significa precisamente la contradicción de que lo universal sea puesto como lo individual. Por eso, solamente se podrá hablar de egoísmo cuando se haya alcanzado el concepto de lo individual. Ahora bien, aunque para estas fechas hayan vivido ya millones y millones de semejantes «egos», ninguna ciencia será con todo capaz de enunciar lo que ellos representan, a no ser que caiga de nuevo en sus típicas afirmaciones, completamente generales[xi]. Esto es lo maravilloso de la vida, que cualquier hombre —con tal de que sepreste atención— sabelo que las ciencias ignoran, puesto que sabe quién es él mismo. Y esto es también lo más profundo de aquella famosa sentencia helénica γνῶϑι σαυτόν[xii][7] que desde ya hace de masiado tiempo viene entendiéndose a la alemana, es decir, a propósito de la conciencia pura del yo, que es lo que constituye la vacuidad del idealismo. Ésta es, pues, la razón pintiparada para tratar de entender helénicamente esa sentencia y, sobre todo, llegarla a entender tal como la habrían entendido los griegos si hubieran conocido los supuestos cristianos. En todo caso, el auténtico «yo» sólo es puesto mediante el salto cualitativo. En el estado anterior no se puede hablar de semejante cosa. Por eso, al pre tender explicar el pecado por el egoísmo, uno no hace más que complicarse en oscuridades cada vez mayores, dado que, contrariamente, el egoísmo sólo surge con el pecado y en el pecado. Los que afirman que el egoísmo fue la ocasión del pecado de Adán nos ofrecen una explicación que no es más que un juego al escondite, algo así como si el intérprete hallase lo que él mismo había escondido con anterioridad en un rincón cualquiera. Si se dice que el egoísmo fue la causa del pecado de Adán, se traspasa con ello el estado intermedio y la explicación correspondiente gana a su vez una sospechosa facilidad. A esto hay que añadir que por ese camino no se llega a saber nada acerca del significado de la sexualidad. Aquí vuelvo a estar otra vez en mi antigua trinchera. Lo sexual, desde luego, no es la pecaminosidad, pero si Adán —permitiéndome sólo por unos instantes emplear un lenguaje acomodaticio y mediocre— no hubiese pecado, entonces lo sexual nunca habría existido en cuanto impulso. No se puede pensar que un espíritu perfecto esté determinado sexualmente. Esto concuerda con la doctrina de la Iglesia sobre la forma de vida después de la resurrección de la carne, concuerda con las representaciones que la Iglesia se hace acerca de los ángeles y, finalmente, concuerda con las categorías dogmáticas en torno a la persona de Cristo. De esta manera, mientras que Cristo —y con esto sólo intentamos hacer una leve indicación— es tentado en toda clase de pruebas por las que tenemos que pasar los hombres, con todo no se menciona jamás ni siquiera una sola tentación en este sentido; cosa que se explica precisamente por haber Él resistido todas las tentaciones.
La sensibilidad no es pecaminosidad. La sensibilidad en el estado de inocencia no es tampoco pecaminosidad y, sin embargo, en ese estado hay sensibilidad, puesto que Adán sin duda tuvo necesidad de la comida y de la bebida, etc. En la inocencia está ya puesta la diferencial sexual, pero no en cuanto tal. Sólo en el momento de cometer el pecado queda también puesta la diferencia sexual en cuanto impulso.
Aquí, como en todas partes, debo prohibirme el sacar cualquier consecuencia sin sentido, como, por ejemplo, la de que la verdadera tarea en este punto consistiría en hacer abstracción de todo eso, es decir, en eliminar todo lo sexual en el sentido externo. La verdad es que de nada sirven todas las abstracciones una vez que lo sexual ha sido puesto como punto culminante de la síntesis. La tarea consiste, naturalmente, en incorporarlo a la esfera del espíritu. Afirmemos, entre paréntesis, que aquí radican todos los problemas morales que plantea lo erótico. La realización de esa tarea representa la victoria del amor en el hombre, y con esta victoria el espíritu llega a triunfar de tal suerte que se ha olvidado lo sexual y sólo se recuerda como olvidado. Cuando esto acontece, la sensibilidad ha quedado transfigurada en el espíritu y con ello disipada la angustia.
Si ahora comparamos esta concepción —llamémosla cristiana o como se quiera— con la concepción griega, se ha ganado con ella, creo yo, mucho más que lo que se ha perdido. Porque, ciertamente, se ha perdido una parte de la melancólica jovialidad[8] erótica; pero, en contrapartida, se ha alcanzado una categoría espiritual que el helenismo no conoció. En realidad, los únicos que pierden son todos esos que todavía siguen viviendo como si hiciera ya seis mil años que el pecado vino al mundo y no fuese más que una mera curiosidad que no les afectaba para nada. Que éstos pierden es indudable, puesto que, de una parte, no llegan a conquistar la jovialidad griega, que justamente no se puede conquistar, sino sólo perder; y de otra parte, tampoco consiguen la categoría eterna del espíritu.