1. Indicaciones históricas relativas al concepto del «pecado original»
¿Se identifica acaso este concepto con el del primer pecado, con el pecado de Adán, con la caída? Es indudable que la Teología ha dado por buena muchas veces semejante identificación y que, en consecuencia, la tarea propuesta de esclarecer el pecado original ha venido a coincidir dentro de la misma Teología con la tarea de explicar el pecado de Adán. Y como por este camino el pensamiento se tropezaba con no pocas dificultades, no se ha dudado en buscar expeditamente una salida. Al fin de cuentas se pretendía esclarecer algo en torno al asunto, y para ello se ha introducido un supuesto fantástico, declarando de seguida que la pérdida del mismo venía a constituir las consecuencias de la caída. De esta manera se logró la ventaja de que todo el mundo concediese de buen grado que el estado descrito en tal suposición no se encontraba en la tierra, pero así se pasaba por alto otra duda no menos embarazosa, a saber, la de si tal estado había existido alguna vez en el mundo, cosa bastante necesaria por cierto en el caso de afirmar su pérdida. Con todo esto la historia de la humanidad llegó a alcanzar unos comienzos fantásticos, Adán quedó situado fantásticamente aparte y el sentimiento religioso y la imaginación obtuvieron lo que deseaban, es decir, un prólogo divino…, en tanto que el pensamiento no obtuvo nada. A Adán se le mantenía fantásticamente aparte de dos maneras: o el supuesto era dialéctico-fantástico, en especial dentro del catolicismo, según el cual Adán perdía el donum divinitus datum, supranaturale et admirabile; o era histórico-fantástico, en especial dentro de la Dogmática Federal[1] la cual se perdió dramáticamente a sí misma en una imaginaria perspectiva de la conducta de Adán como mandatario de toda la humanidad. Ambas explicaciones, como es obvio, no esclarecen nada, ya que la primera no hace más que eludir con explicaciones expeditas lo que ella misma se ha inventado y la segunda solamente inventa algo que no explica nada.
¿Consistirá, pues, la diferencia entre el concepto del pecado original y el concepto del primer pecado en que el individuo sólo tiene parte en aquél por su relación con Adán y no por su relación primitiva con el pecado? En este caso se vuelve a situar a Adán, fantásticamente, fuera de la historia. Entonces el pecado de Adán es algo más que pasado, es un plus quam perfectum. El pecado original es lo presente, es la pecaminosidad, y Adán sería el único hombre en que no hubo pecaminosidad puesto que ésta fue introducida por él. En una palabra, que la Teología no ha demostrado así el menor empeño por esclarecer el pecado de Adán, sino que ha pretendido explicar el pecado original en sus consecuencias. Pero esta explicación es como si no existiera para el pensamiento. Por eso es bien comprensible que un libro simbólico afirme la imposibilidad de la explicación y que al mismo tiempo esa afirmación no esté en contradicción con la explicación dada. Los artículos de Esmalcalda enseñan expresamente: peccatum haereditarium tamprofunda et tetra est corruptio naturae, ut nullius hominis ratione intelligipossit, sed ex scripturae patefactione agnoscenda et credenda sit[2] Esta declaración se concilia a la perfección con las explicaciones dadas, pues en éstas no hemos de ver determinaciones teoréticas propiamente tales, sino más bien la expresión del sentimiento religioso —de dirección marcadamente ética— que se desahoga en su indignación a causa del pecado original, asumiendo el papel del que acusa y que en definitiva, con un apasionamiento casi femenino y con la exaltación propia de una muchacha enamorada, sólo se preocupa en hacer más y más repugnante la pecaminosidad y a sí mismo dentro de ella, de suerte que no haya palabras suficientemente duras como para designar el horror de la participación del individuo en la pecaminosidad. Un somero balance de las diversas confesiones nos pondrá de manifiesto una gradación ascendente en este sentido, verificando cómo al final se alza aquí con la victoria la profunda piedad protestante.
La Iglesia griega llama al pecado original: ἁμάρτημα προτοπατορικόν[3] Esto significa que aquella Teología no cuenta en modo alguno con un concepto, ya que esas palabras no encierran más que una simple etiqueta histórica, una etiqueta que no señala lo presente como hace el concepto, sino sólo lo históricamente concluido. Tertuliano lo llama vitium originis, lo cual es sin duda un concepto, pero con la dificultad de que esa forma de expresión permite que lo histórico pueda seguir considerándose en última instancia como lo decisivo. San Agustín lo llama peccatum originale —quia originaliter traditur—, y esto supone el concepto, el cual queda todavía mucho más claramente definido mediante la distinción agustiniana del peccatum originans y el originatum. El protestantismo rechaza las definiciones escolásticas, por ejemplo, las de carentia imaginis Dei o defectus justitiae originalis; a la par que también rechaza la afirmación de que el pecado original sea una pena, según lo declara la Apología de la Conf. Augustana: concupiscentiam poenam esse non peccatum, disputant adversarii. Rechazadas ambas cosas, el protestantismo empieza a avanzar por ese clímax entusiástico que se cifra en palabras como vitíum, peccatum, reatus, culpa. Aquí lo único que importa es dejar que se desborde la elocuencia del alma destrozada, con lo que no es nada extraño que más de una vez irrumpan algunas ideas totalmente contradictorias en medio del discurso acerca del pecado original, como cuando se dice: nunc quoque afferens iram Dei iis, qui secundum exemplum Adami peccarunt[4] Otras veces, a aquella elocuencia dolorida no le interesa lo más mínimo nada que tenga relación con el pensamiento y se despacha a su gusto afirmando cosas espantosas en torno al pecado original, como es el caso de la Formula Concordiae cuando declara lo siguiente: quofit, ut omnes propter inobedientiam Adae et Hevae in odio apud Deum simus[5]. Sin embargo, dicha fórmula es lo bastante precavida como para no dejar de protestar en contra de que se piense tal cosa, pues de pensarlo así el pecado se convertiría de seguro en la sustancia misma del hombre[i]. Tan pronto como desaparece el entusiasmo dela fe y dela contrición, ya nadie echa mano de semejantes categorías, las cuales sólo sirven para que la ingeniosidad intelectual soslaye el conocimiento del pecado. Claro que el hecho de que hoy se necesiten otras categorías no es un indicio fehaciente de la perfección de nuestro tiempo, exactamente en el mismo sentido que tampoco lo es el que hoy estén de más las leyes draconianas.
Todo este palmarés fantástico que acabamos de contemplar vuelve a desplegarse con cabal consecuencia en otro punto dela Dogmática, a saber, en la doctrina dela reconciliación. Esta doctrina enseña que Cristo ha dado plena satisfacción por el pecado original. Pero ¿qué pasa entonces con Adán? Él trajo, desde luego, el pecado original al mundo. ¿Acaso no fue éste un pecado actual en él? O ¿tendremos que afirmar que el pecado original significa lo mismo para Adán que para cualquier otro miembro de la raza? En este caso quedaría anulado el concepto. Y de no ser así, ¿fue acaso pecado original toda la vida de Adán? ¿No engendró en él este primer pecado otros pecados, es decir, pecados actuales? El yerro de la anterior perspectiva se pone aquí de manifiesto con una claridad meridiana, puesto que se ha situado a Adán tan fantásticamente fuera dela historia que viene a ser el único que se halla excluido dela redención.
Mientras mantengamos a Adán situado aparte de un modo fantástico, siempre estaremos en una confusión total respecto de este gran problema, y esto cualquiera que sea la forma de plantearlo. Por tanto, la explicación del pecado de Adán será la misma del pecado original y no podrá valer para nada toda otra explicación que pretenda esclarecer el caso de Adán, pero no el pecado original; o, al revés, que pretenda explicar el pecado original, pero no lo que a Adán atañe. La razón de esto es muy honda y constituye nada menos que la esencia de la existencia humana. Esta razón no es otra que la de que el hombre es individuo y en cuanto tal consiste en ser a la par sí mismo y la especie entera, de tal suerte que toda la especie participa en el individuo y el individuo en toda la especie[ii]. Si no se hace hincapié en esto, entonces o caemos en la singularización numérica del pelagianismo, el socinianismo y la escuela filantrópica[6] o nos perdemos en lo fantástico. El prosaísmo de la razón consiste en hacer que la especie se disuelva numéricamente en un singular irrevocable. Por contraste, la fantasización consiste en hacer gozar a Adán el bien intencionado honor de ser más que la especie entera, o el dudoso honor de estar situado fuera de la especie. En todo momento, pues, el individuo es sí mismo y la especie. Ésta es la perfección del hombre vista como estado. Aquí tenemos además una contradicción; pero una contradicción es siempre la expresión de un problema; ahora bien, un problema es un movimiento, y un movimiento que va a parar al mismo problema de que partió es un movimiento histórico. Por lo tanto, el individuo tiene historia, y si la tiene el individuo también la tiene la especie. Todos los individuos tienen la misma perfección, y cabalmente por eso jamás podrán quedar separados los individuos unos de otros como meros números, cosa esta tan imposible como la de que el concepto de la especie se convierta en un fantasma. Todo individuo está esencialmente interesado en la historia de todos los demás individuos, sí, tan esencialmente como en la suya propia. Por eso la perfección intrínsecamente consiste en la plena participación de la totalidad. Ningún individuo puede estar de suyo indiferente a la historia de la raza humana, de la misma manera que tampoco ésta puede estarlo respecto de ningún individuo. De aquí se deduce que míentras que la historia de la raza no cesa de progresar, el individuo comienza sin cesar desde el principio, precisamente por ser sí mismo y la especie, y por ello el motor constante de la misma historia dela raza.
Adán es el primer hombre, él es a la vez él mismo y la especie. Nosotros no nos vinculamos a él en virtud de la belleza estética; ni nos asociamos con él en virtud de un sentimiento valeroso que, por así decirlo, no nos permita dejarlo en la estacada como el culpable de todo; ni tampoco es la fuerza del entusiasmo de la simpatía y la persuasión de la piedad la que nos decide a participar la culpa con él, algo así como el niño que desea ser culpable juntamente con su padre; ni tampoco, finalmente, es la fuerza de una compasión obligada la que nos enseña a tolerar lo que no tenemos más remedio que tolerar. No, nada de eso, sino que es la fuerza del pensamiento la que nos impele a no separarnos de él. Por esta razón, todo intento de es clarecer el significado de Adán para toda la raza como caput generis humaní naturale, seminale, foederale —para no recordar más que algunas expresiones dogmáticas— es un intento confusivo. Adán no es esencialmente distinto de la especie, pues en este caso no existiría la especie; ni tampoco es la especie, ya que también en este caso dejaría de existir la especie: él es sí mismo y la especie. Por eso lo que explica a Adán explica a la especie, y viceversa.
2. El concepto del «primer pecado»
Según los conceptos tradicionales, la diferencia entre el primer pecado de Adán y el primer pecado de cualquier otro hombre es la siguiente: que el pecado de Adán tiene como consecuencia la pecaminosidad y cualquier otro primer pecado la supone como condición. De ser esto así, Adán quedaría realmente fuera de la especie humana y ésta no comenzaría con él, sino que tendría un comienzo fuera de sí misma, lo que es contrario a todos los conceptos.
No hace falta poseer ojos de lince para ver que el primer pecado es algo distinto de un pecado cualquiera, es decir, de un pecado como muchos otros; y también se ve con toda facilidad que es algo distinto de un pecado, en el sentido de relacionar un pecado con otro como el número 1 con el número 2. El primer pecado es una determinación cualitativa, el primer pecado es el pecado. Éste es el misterio de lo primero y algo que constituye un escándalo para el pensamiento abstracto, el cual opina que una vez no es ninguna vez y que muchas veces ya son algo. Claro que semejante cosa no tiene ni pies ni cabeza, puesto que en tal caso: o esas varias veces significan cada una por su parte tanto como la primera, o todas juntas significan muchísimo menos. Por este motivo nos enfrentamos con una superstición cuando en la Lógica se intenta hacernos creer que mediante un continuo determinar cuantitativo se logra hacer surgir una nueva cualidad; y, por otra parte, representa una reticencia imperdonable que, después de no ocultar ciertamente que tal cosa no sucede así en absoluto, se encubran con todo las consecuencias que de ello se siguen para toda la inmanencia lógica, ya que no por eso se lo deja de incorporar, afirmándolo, dentro del movimiento lógico. Esto último es lo que hace Hegel[iii]. Sin embargo, la nueva cualidad aparece con lo primero, con el salto y con el carácter súbito de lo enigmático.
Si el primer pecado significase numéricamente un pecado, entonces no habría historia correspondiente y el pecado no tendría historia ni en el individuo ni en la especie. Porque la condición para ello siempre es la misma, aunque no por eso la historia de la especie sea en cuanto tal la del individuo, ni la del individuo la de la especie, a no ser en la medida en que la contradicción nunca deja expresar el problema.
El pecado vino al mundo por el primer pecado. Esto se ha de afirmar cabalmente de la misma manera del primer pecado de cualquier hombre posterior a Adán, es decir, que por él viene el pecado al mundo. Afirmar que éste no existía antes del primer pecado de Adán equivale en relación con el pecado mismo a hacer una reflexión completamente incidental e impertinente, que no puede arrogarse en modo alguno la significación o el derecho de engrandecer el pecado de Adán o empequeñecer el primer pecado de cualquier otro hombre. Sin duda que representa una herejía lógica y ética elhecho de que se quiera como defender que la pecaminosidad en un hombre se va determinando cuantitativamente durante un cierto período, hasta que al final, en un momento dado y mediante una generación espontánea, llega a engendrar el primer pecado en un hombre. Pero esto no sucede así, de la misma manera que tampoco el estudiante Trop, que no obstante era maestro en eso delas determinaciones cuantitativas, llegó nunca por este camino a obtener la licenciatura en Derecho[7] Dejemos que los matemáticos y los astrónomos se sirvan, en cuanto ello sea posible, de magnitudes infinitamente pequeñas, pero esto no le sirve a uno en la vida para aprobar un examen y mucho menos para explicar lo que sea el espíritu. Si el primer pecado de cualquier otro hombre posterior a Adán brotase de ese modo de la pecaminosidad, entonces habría que afirmar que definirlo como el primero no pasaba de ser una definición inesencial y que, en cambio —si se puede concebir semejante cosa—, la definición esencial sería la de su número corriente en el fondo común, siempre en baja, de la especie humana. Sin embargo, esto no es así; y además, en este punto, lo de aspirar al honor de ser el primer inventor es tan mezquino, ilógico, inmoral y anticristiano como pretender, no pensando lo que se dice, eludir la propia responsabilidad con el pretexto de no haber hecho nada que no hayan hecho también los demás. La existencia de la pecaminosidad en el hombre, el poder del ejemplo, etc., etc., no son más que determinaciones cuantitativas que no explican nada[iv], a no ser que se suponga que un solo individuo es la especie entera, en vez de admitir que cada individuo es él mismo y la especie.
La narración que el Génesis hace del primer pecado ha sido considerada con no poca insolencia como un mito, sobre todo en nuestros días. Para ello, naturalmente, no deja de haber sus buenas razones, puesto que en su lugar se ha puesto cabalmente un mito, por cierto un mito bien mediocre, ya que cuando la inteligencia cae en lo mítico difícilmente se puede esperar otra cosa fuera de la charlatanería. Aquella narración genesíaca es la única concepción del asunto que encierra consecuencia dialéctica. En realidad todo su contenido se concentra en esta proposición: el pecado vino al mundo por medio de un pecado. De no ser así, el pecado habría aparecido como algo fortuito, que no admitía ninguna explicación. Sin embargo, la dificultad para la inteligencia la constituye justamente el triunfo de la explicación, esa su profunda consecuencia, según la cual el pecado se presupone a sí mismo y viene al mundo de tal manera que ya está supuesto en cuanto existe. El pecado, pues, entra al mundo súbitamente, es decir, mediante un salto; ahora bien, este salto pone además la cualidad, y en el mismo momento de ser puesta la cualidad tiene lugar el salto en la cualidad, de suerte que la cualidad supone el salto y el salto supone la cualidad. Esto representa un escándalo para la inteligencia, que con la mayor rapidez se apresura a concluir que eso es un mito. En compensación, la misma inteligencia inventa un nuevo mito, negando el salto y haciendo del círculo una línea recta, y así todo marcha a las mil maravillas. Siguiendo este procedimiento, la inteligencia empieza por fantasear un poco sobre cómo sería el hombre antes de la caída, y a medida que aquélla más se desata a hablar sobre el particular sin ton ni son, insensiblemente se va convirtiendo la supuesta inocencia en pecaminosidad…, y así hela ahí en escena. La argumentación dela inteligencia en esta ocasión podría compararse muy bien con una cháchara infantil que hiciese las delicias de unos cuantos niños jugando al corro, por ejemplo: un león, dos leones, tres leones… Pantaleón…, ahí lo tenéis, no puede caber duda, porque se sigue con toda consecuencia de lo procedente. De haber algo en el mito de la inteligencia, ello sería lo siguiente: que la pecaminosidad antecede al pecado. Pero si esto es verdad, es decir, que la pecaminosidad ha aparecido en el mundo mediante una cosa distinta del pecado, entonces queda anulado ipso facto el concepto. En cambio, si ha aparecido mediante el pecado, entonces es éste el que la ha precedido. Esta contradicción es la única que revela consecuencia dialéctica y guarda las riendas tanto en lo que se refiere al salto como en lo que se refiere a la inmanencia —queremos decir: la inmanencia posterior.
Por lo tanto, el pecado ha venido al mundo por medio del primer pecado de Adán. Sin embargo, esta afirmación en la forma corrientemente empleada suele implicar una reflexión por completo superficial y que sin duda ninguna ha contribuido muchísimo a aumentar el caudal de las incomprensiones en que flota todo este asunto. Es una verdad como un templo que el pecado ha entrado en la escena del mundo, pero expresado esto así es algo que no afecta a Adán. Si deseamos expresarnos con todo rigor y exactitud, deberíamos decir que por el primer pecado entró la pecaminosidad en Adán. De ningún hombre posterior se nos ocurre afirmar que por su primer pecado haya venido la pecaminosidad al mundo, si bien ésta, a pesar de todo, viene de un modo análogo por medio de este primer pecado, de un modo que no es esencialmente distinto. Por eso, lo exacto y riguroso sería afirmar que solamente hay pecaminosidad en el mundo en cuanto es introducida por el pecado.
El hecho de haberse expresado de otra forma respecto de Adán no tiene otro motivo que el prurito de que aparezca bien patente en todas partes la consecuencia de la fantástica relación entre Adán y la especie. Su pecado es el pecado original. Fuera de esto no se sabe nada de él. Ahora bien, el pecado original visto en Adán es con exclusividad aquel primer pecado. ¿Será acaso Adán el único individuo que no tiene historia? Entonces la especie comenzaría con un individuo que no es un individuo, con lo cual quedaría anulado tanto el concepto de la especie como el del individuo. Pero si cualquier otro individuo de la especie puede significar con su historia algo para la historia de la raza humana, entonces también Adán puede hacerlo; claro que si Adán sólo significase algo para la historia en virtud de aquel primer pecado, entonces quedaría anulado el concepto de la historia, o, lo que es lo mismo, la historia habría pasado en el mismo momento de iniciarse[v].
Como, en definitiva, la especie no comienza de nuevo con cada individuo[vi], es claro que la pecaminosidad de la especie tiene una historia. Sin embargo, esta historia va avanzando según determinaciones cuantitativas, en tanto que el individuo participa en ella con el salto de la cualidad. Ésta es la razón de que la especie no comience de nuevo con cada individuo, pues en este caso no existiría la especie; en cambio, cada individuo comienza de nuevo con la especie.
Por eso, cuando se pretende afirmar que el pecado de Adán trajo al mundo el pecado de la especie, entonces una de dos: o esta opinión se apoya en supuestos fantásticos, con lo que quedaría anulado todo concepto, o se puede afirmar con igual derecho lo mismo acerca de cualquier individuo que por medio de su primer pecado introduce la pecaminosidad. Hacer empezar la especie humana con un individuo que esté fuera de la especie es un mito de la inteligencia, un mito parecido al que hace que la pecaminosidad comience de otro modo que con el pecado. Lo único que se consigue con eso es retardar el problema, pues éste queda como es natural referido al hombre número 2 en busca de una explicación, o mejor dicho, al hombre número 1, ya que el supuesto número 1 quedó realmente convertido en cero.
La relación de generación suele ser la que con más frecuencia engaña y ayuda a poner en marcha toda clase de representaciones fantasmagóricas. ¡Como si el hombre posterior fuera esencialmente distinto del primero en virtud de la descendencia! La descendencia no es más que la expresión de la continuidad dentro de la historia de la especie, la cual nunca deja de moverse según determinaciones cuantitativas, y por lo mismo de ningún modo es capaz de producir un individuo. Una especie animal jamás producirá un individuo, por más que aquélla se conserve durante miles y miles de generaciones. Si el segundo hombre no descendiese de Adán, no sería el segundo hombre, sino una repetición vacía y, en consecuencia, tampoco de ahí habría surgido la especie ni el individuo. De este modo, cada Adán particular no hubiera pasado de ser una estatua aislada, sin más definición que la de la indiferente categoría del número, y esto en un sentido todavía menos profundo que el que significa la habitual designación por números de los niños de un hospicio, todos ellos vestidos con blusitas azules. En este caso, cada individuo habría sido a lo sumo sí mismo, no sí mismo y la especie; ni tampoco habría llegado a tener historia, como no la tiene un ángel, pues el ángel solamente es sí mismo y no participa en ninguna historia.
Apenas necesito insinuar que en esta interpretación no me hago reo de ningún pelagianismo, ya que éste deja que cada individuo, sin preocuparse para nada de la especie, juegue su pequeña historia dentro de su propio teatro privado. En cambio, según nuestra concepción, la historia de la especie va siguiendo tranquilamente su camino y dentro de ella ningún individuo viene a comenzar en el mismo sitio de otro, sino que cada individuo comienza de nuevo y, no obstante, en el mismo momento se encuentra precisamente allí donde debía empezar dentro de la historia.
3. El concepto de «la inocencia»
En este punto —como en general en todos, caso de que en nuestros días se quiera trabajar por alcanzar algunas categorías dogmáticas— hemos de empezar olvidando lo que Hegel nos ha descubierto con el afán de ayudar a la Dogmática. En este sentido, uno se siente extrañamente contrariado al ver cómo algunos teólogos dogmáticos que de ordinario dan pruebas de que su deseo es no salirse de la ortodoxia han hecho suya a este propósito la advertencia favorita de Hegel, según la cual el destino de lo inmediato consiste en que sea abolido. ¡Como si la inmediatez y la inocencia fueran completamente idénticas! Hegel, consecuente hasta más no poder, ha volatilizado tantísimo todos los conceptos dogmáticos, que al final éstos sólo cuentan con la existencia reducida de meras expresiones lógicamente ingeniosas. No se necesitaba que Hegel hubiese venido para decirnos que lo inmediato ha de ser abolido, ni tampoco representa un mérito inmortal para aquél el haberlo dicho, ya que ni siquiera en el sentido del pensamiento lógico es ello exacto, puesto que lo inmediato, una vez que nunca ha existido, no tiene por qué ser abolido. El concepto de la inmediatez pertenece propiamente a la Lógica; por el contrario, el concepto de la inocencia pertenece a la Ética. Y, claro está, todo concepto ha de ser tratado en conexión con la ciencia a la que pertenece, ya sea que pertenezca a ella de tal manera que allí se lo desarrolle del todo, ya sea que se haga esto presuponiéndolo.
En una palabra, que es inmoral afirmar que la inocencia tiene que ser abolida. Aunque fuera cierto que también ella quedaba anulada en el mismo momento de nombrarla, sin embargo, la Ética siempre nos prohibiría el que olvidásemos que la inocencia no puede ser anulada más que por una culpa. Por eso mismo da muestras de demasiada ingeniosidad, al mismo tiempo que coge el rábano por las hojas, el que habla de la inocencia como si se tratara de la inmediatez. Esto suele hacerse de dos maneras: o bien, haciendo desaparecer con lógica resolución impertinente lo que de suyo es lo más fugaz de todo; o bien, lamentándose con una profunda emoción estética de aquella inocencia que ya no se tiene.
Todo hombre, en realidad, pierde la inocencia del mismo modo que la perdió Adán, es decir, mediante una culpa. Porque si no la perdiera por medio de una culpa tampoco sería la inocencia lo que se había perdido; y, por otra parte, el hombre jamás habría llegado a ser culpable si no hubiera sido inocente antes que culpable.
En lo que se refiere a la inocencia de Adán, no han solido faltar las más varias representaciones fantasmagóricas. En algún tiempo, estas representaciones alcanzaron una enorme dignidad simbólica, por ejemplo, en aquella época en que no estaba tan gastado como ahora el terciopelo que cubre los púlpitos de las iglesias, ni tampoco el que servía de alfombra para que la humanidad diera los primeros pasos. Otras veces, tales representaciones han llegado a tener una existencia más nómada y aventurera, sólo como invenciones sospechosas de la poesía. Así, a medida que se le iba adornando a Adán con mayor fantasmagoría, tanto más inexplicable se hacía el que pudiera pecar y tanto más horrendo resultaba su pecado. Lo cierto es que Adán había desbaratado para siempre toda aquella gloria y con ello se convirtió a los ojos delos hombres y por turnos en una figura sentimental o chistosa, melancólica o frívola, históricamente destrozada o fantásticamente jovial…, todo, menos una consideración ética que comprendiese lo esencial de la trama.
En cambio, por lo que toca a la inocencia de los hombres posteriores —es decir, de todos a excepción de Adán y Eva—, las representaciones correspondientes no fueron de tanto vuelo. El rigorismo moral no tuvo ojos para ver los límites que imponía la Ética, pero con todo fue lo bastante noble como para creer que los hombres no aprovecharían la ocasión de una desbandada total, sobre todo siendo tan fácil escabullirse; por su parte, la frivolidad no tuvo ojos absolutamente para nada. Contra ambos, digamos que la inocencia sólo se pierde por medio de la culpa y que todos los hombres la pierden de un modo esencialmente idéntico a como la perdió Adán. Para la Ética no tiene ningún interés el hacer que todos los hombres fuera de Adán sean espectadores conmovidos e interesados por la culpabilidad pero no culpables; ni tampoco para la Dogmática tiene ningún interés el hacer que todos sean espectadores interesados y simpatizantes de la reconciliación, pero no reconciliados.
El que con tanta frecuencia se haya perdido el tiempo —tanto el de uno mismo como el destinado a los estudios de la Dogmática y de la Ética— en considerar qué hubiese sido de no haber pecado Adán es sin duda un hecho que evidencia que no se ha entrado en el asunto con el debido ánimo, ni tampoco, consiguientemente, con un concepto adecuado. Al inocente jamás se le hubiese ocurrido preguntar de esa manera, pero el culpable peca cuando pregunta de ese modo. Porque este último, en su curiosidad meramente estética, pretende ignorar que él mismo ha traído la pecaminosidad al mundo y ha perdido la inocencia mediante una culpa.
De ahí que la inocencia no sea, como sucede con lo inmediato, algo que ha de ser abolido y cuya definición es serlo; no, la inocencia no es algo que en realidad no existe, algo que incluso al ser abolido, cabalmente al serlo y por ello mismo, aparece existiendo como lo que era antes del hecho de su abolición, si bien ahora ya está suprimido. La inmediatez no queda suprimida por la mediación con cierta posteridad, sino que la segunda ya en el mismo momento de su propia aparición empieza por suprimir a la primera. Por eso la supresión de la inmediatez es un movimiento inmanente dentro de la misma inmediatez; o, si se quiere, un movimiento inmanente dentro de la mediación, pero con sentido contrario y mediante el cual la segunda presupone a la primera. En cambio, la inocencia es algo que queda suprimido por una trascendencia, precisamente porque la inocencia es algo…, mientras que la expresión más apropiada para designar la inmediatez es la que Hegel emplea acerca del ser puro, es decir, nada. A esto se debe también el que cuando la inocencia queda anulada por una trascendencia nos encontremos con otra cosa completamente distinta de la primera, en tanto que la mediación es precisamente la inmediatez. La inocencia es una cualidad, es un estado que de suyo muy bien puede existir. Por eso no tiene ningún sentido la prisa lógica por abolirlo. Lo que debiera hacer la Lógica era guardarse la prisa para sí misma e incluso procurar aumentarla, ya que por mucho que corra en su propio terreno siempre llegará demasiado tarde. La inocencia no es una perfección que haya que echar de menos, pues el que tiene deseos de inocencia demuestra bien a las claras que la ha perdido y con ello comete un nuevo pecado, a saber, el pecado de perder el tiempo en vanos anhelos. La inocencia tampoco es una imperfección de la que deba uno apartarse más tarde o más temprano, puesto que la inocencia se basta siempre a sí misma y el que la pierde —de la única manera que se puede perder, es decir, mediante una culpa, no como él quisiera acaso haberla perdido— no ha de ser tan insensato que se le ocurra hacer elogios de su perfección a costa de la inocencia.
También en este caso la narración del Génesis viene a darnos la explicación adecuada de la inocencia. La inocencia es ignorancia. La inocencia no es en modo alguno el puro ser de lo inmediato, sino que es ignorancia. Desde una perspectiva foránea se suele considerar la ignorancia como destinada al saber, pero éste es un asunto que en nada afecta a la ignorancia.
Es evidente que con esta interpretación no me hago reo de ningún pelagianismo. La especie tiene su historia y en ella la pecaminosidad continuamente progresa según sus propias determinaciones cuantitativas, pero la inocencia siempre y solamente se pierde por medio del salto cualitativo del individuo. Es indudable que esta pecaminosidad que representa el progreso de la especie puede manifestarse más o menos influyente en el individuo que la asume dentro de sus actos, pero esto siempre será un más o menos, una determinación cuantitativa que no constituye nunca el concepto de la culpa.
4. El concepto de «la caída»
Aquí nos tropezamos de entrada con un gran problema. Si la inocencia —como se acaba de afirmar— es la ignorancia y, por otra parte, la pecaminosidad de la especie no deja de estar presente con sus determinaciones cuantitativas en la ignorancia del individuo y mediante el acto de éste viene a manifestarse aquélla como culpabilidad personal del individuo, ¿no tendremos entonces una diferencia entre la inocencia de Adán y la de cualquier otro hombre posterior? Ya hemos dado la respuesta a este problema, pues dijimos que un simple «plus» no constituye una cualidad.
También podría parecer que era mucho más fácil explicar cómo pierden la inocencia los hombres que siguen a Adán. Sin embargo, esto sólo es una apariencia. Las meras determinaciones cuánticas, tanto las más elevadas como las inferiores, no sirven de nada en la explicación propia del salto cualitativo; por esta razón, si yo puedo explicar la culpa en un hombre posterior, puedo explicarla igualmente bien en Adán. Solamente la costumbre y, sobre todo, la irreflexión y la estupidez ética han podido dárselas de que era más fácil explicar lo primero que lo segundo. De esta manera se quiere escapar a la meridiana luz solar de la consecuencia, que le cae a uno a plomo sobre la cabeza. Y lo que se pretende en definitiva es encontrar halladera la pecaminosidad, formar parte de ella como un pelotón, etc., etc. Pero todo esto es una molestia inútil, porque la pecaminosidad no es una epidemia que se propague como la viruela, «y toda boca ha de ser tapada»[8]. Es verdad que un hombre puede afirmar con la mayor seriedad del mundo que ha nacido en la miseria y que su madre lo engendró en pecado, pero no es esto lo que en realidad debe preocuparle en primer término. Lo terrible para un hombre empieza en el momento en que él mismo introduce el pecado en el mundo y se echa toda esa carga sobre sus espaldas. En cambio, es un contrasentido el pretender afligirse estéticamente por la pecaminosidad. El único que inocentemente se afligía por la pecaminosidad fue Cristo, mas esta su aflicción no era por la pecaminosidad como un destino al que no tuviera más remedio que acomodarse, sino que se afligía por ella habiendo elegido libremente el portar sobre sus hombros todos los pecados del mundo y sufrir su castigo. Todo esto cae fuera de las definiciones estéticas, porque Cristo era más que un individuo.
Por lo tanto, la inocencia es la ignorancia. Pero ¿cómo se pierde? No es mi propósito hacer recuento aquí de todas las hipótesis ingeniosas y absurdas con que los pensadores y los proyectistas, que sólo por curiosidad estaban interesados en este gran asunto humano que se llama pecado, han sobrecargado los comienzos de la historia. Por una parte, no deseo que los demás pierdan su tiempo escuchando la narración del tiempo que yo he perdido adentrándome en el montón de esas doctrinas; y, por otra, quiero que sepan que todas esas doctrinas vagan fuera de la historia, por unas regiones nebulosas en que las brujas y los proyectistas luchan a porfía por ver quién cabalga mejor en los palos de escoba o en los mangos de las sartenes.
La ciencia que tiene algo que ver con la explicación es la Psicología, que ha de tener muy buen cuidado de no traspasar con sus análisis los umbrales de la misma explicación y, sobre todo, de no querer aparentar que ha llegado a explicar lo que ninguna ciencia explica, si no es la Ética, que alcanza en este asunto los límites más avanzados, gracias a los supuestos que se le ofrecen a través de la Dogmática. Sin embargo, no hay que hacerse demasiadas ilusiones con la explicación psicológica, de suerte que de tanto hacer hincapié en ella lleguemos a opinar que no es inverosímil que el pecado viniese de esa manera al mundo. Con esto la confusión sería total. La Psicología tiene que mantenerse dentro de sus límites, entonces su explicación no carecerá nunca de una peculiar importancia.
En la exposición de la doctrina paulina hecha por Usteri[9] podemos encontrar una explicación psicológica de la caída desarrollada con toda corrección y claridad. Pero al presente la Teología se ha tornado tan especulativa que desprecia semejantes cosas. Es mucho más cómodo, naturalmente, el esclarecer el asunto diciendo que lo inmediato tiene que ser abolido; y todavía es más cómodo lo que a veces hace la Teología, a saber, eclipsarse a los ojos de los adoradores especulativos en el momento decisivo de la explicación. La exposición de Usteri tiende a demostrar que fue cabalmente la prohibición de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal la que motivó el pecado de Adán. En esta exposición no se pasa por alto lo ético, al revés, se concede que su propio cometido se circunscribe a tratar de los dispositivos previos a aquello que brota con el salto cualitativo de Adán. Por lo demás, mi intención no es la de seguir desarrollando aquí todo el contenido de dicha exposición tal como se nos ha dado. Todo el mundo lo conoce o, al menos, puede conocerlo muy bien recurriendo al mismo autor[vii].
Lo que le falta a la explicación aludida es que no quiere pasar por ser justamente una explicación psicológica. Esto no es en realidad ningún reproche; ya que, intencionadamente, no ha sido ésa la tarea que el autor se ha propuesto, sino la de exponer la doctrina de san Pablo y ajustarse a lo bíblico. Sin embargo, hemos de advertir a este propósito que la influencia de la Biblia ha resultado perjudicial con no poca frecuencia. Porque cuando se emprende una investigación determinada se suelen llevar muy metidos en la cabeza ciertos pasajes clásicos y de esa manera la propia explicación y saber determinan muchas veces no siendo más que un arreglo fácil de esos pasajes, como si el verdadero conjunto le fuese a uno totalmente extraño. Lo mejor será seguir en todo un rumbo más natural, todo lo que se pueda; eso sí, estando siempre muy dispuestos y con el mayor respeto a referir la propia explicación a los criterios de la Biblia, de suerte que si no confronta con ellos se procure encontrar una nueva explicación que sea satisfactoria en este sentido. De esta manera nunca se llegará a la absurda posición de tener que entender una explicación antes de entender lo que se trata de explicar; ni tampoco se llegará a ocupar una posición tan astuta que se aprovechen los lugares escriturísticos de un modo similar al de aquel monarca persa que empleaba el toro sagrado para protegerse en su lucha contra los egipcios.
Si se hace que la prohibición motive la caída, entonces es aquélla la que despierta la concupiscencia. Aquí la Psicología ya se ha salido de su propio terreno. La concupiscencia es una determinación del pecado y de la culpa, antes del pecado y de la culpa, no siendo, sin embargo, ni culpa ni pecado, es decir, puesta por ellos. Con esto se enerva el salto cualitativo y se hace de la caída algo sucesivo. En este caso, tampoco se entiende cómo la prohibición despierta la concupiscencia, y esto por más que tanto la experiencia pagana como la cristiana nos constaten que el hombre siente atracción por lo prohibido. Porque la experiencia no es algo de lo que nos podamos aconsejar sin más, pues está todavía por resolver en qué período de la vida humana se experimenta tal cosa. Por otra parte, esta categoría intermedia de la concupiscencia no es ambigua, con lo que en seguida se echa de ver que no puede ser la base de una explicación psicológica. La expresión más enérgica —y realmente la más positiva— acerca de la presencia del pecado original en el hombre es la que emplea la Iglesia protestante precisamente al afirmar que los hombres nacen con la concupiscencia —«omnes homines secundum naturam propagati nascuntur cum peccato, h. e., sine metu Dei, sine fiducia erga Deum et cum concupiscentia»[10]—. Y, sin embargo, la doctrina protestante establece una diferencia esencial entre la inocencia de Adán y la del hombre posterior…, si es que se puede hablar de inocencia en este último caso.
La explicación psicológica no debe escamotear con palabras el aspecto principal del asunto de que se trata. Lo que tiene que hacer es mantenerse en su elástica ambigüedad, que es como la plataforma en que aparece la culpa a través del salto cualitativo.
5. El concepto de «la angustia»
La inocencia es ignorancia. En la inocencia no está el hombre determinado como espíritu, sino sólo anímicamente determinado en unidad inmediata con su naturalidad. El espíritu está entonces en el hombre como soñando. Esta concepción concuerda perfectamente con la de la Biblia, la cual, al negarle al hombre en el estado de inocencia el conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, condena todas las meritorias fantasías católicas.
En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra la angustia. Éste es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada, y esta nada está viendo constantemente en torno a sí a la inocencia.
La angustia es una categoría del espíritu que sueña, y en cuanto tal pertenece, en propiedad temática, a la Psicología. En el estado de vigilia aparece la diferencia entre yo mismo y todo lo demás mío; al dormirse, esa diferencia queda suspendida; y, soñando, se convierte en una sugerencia de la nada. Así, la realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar la mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar. Éste es su límite, mientras no haga más que mostrarse. Casi nunca se ve tratado el concepto de la angustia dentro de la Psicología; por eso mismo debo llamar la atención sobre la total diferencia que intercede entre este concepto y el del miedo, u otros similares. Todos estos conceptos se refieren a algo concreto, en tanto que la angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad. Ésta es la razón de que no se encuentre ninguna angustia en el bruto, precisamente porque éste, en su naturalidad, no está determinado como espíritu.
Cuando consideramos los caracteres dialécticos de la angustia, no podemos por menos de verificar que están cabalmente dotados de la ambigüedad psicológica. La angustia es una antipatía simpática y una simpatía antipática. Pienso que no hay que tener ojos de lince para ver que ésta es una definición psicológica en un sentido completamente distinto que el que entrañaba la definición de la concupiscencia. Por cierto que el lenguaje corriente nos viene a confirmar lo mismo de un modo perfecto, ya que suele decirse: una angustia suave, una dulce ansiedad…, y también se dice: una angustia extraña, una angustia tímida, etc.
La angustia que hay en la inocencia no es, por lo pronto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia de la inocencia. Por ejemplo, observando a los niños atentamente, nos encontraremos esta angustia señalada de la forma más precisa como una búsqueda de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas. El hecho de que se den niños en los que no se encuentra esta angustia no prueba nada; tampoco se da en los animales, y cuanto menos espíritu, menos angustia. Esta angustia pertenece tan esencialmente al niño, que éste no quiere verse privado de ella; aunque le angustie, la verdad es que también le encadena con su dulce ansiedad. Esta angustia existe en todas aquellas naciones que han conservado los rasgos de la infancia como típicos de la ensoñación del espíritu; y las naciones serán tanto más profundas cuanto con mayor ahínco conserven ese tesoro. El creer que esto es una desorganización no pasa de ser una burda tontería. La angustia tiene aquí el mismo significado que el que encierra la melancolía en un momento muy posterior, a saber, cuando la libertad, una vez que ha recorrido las formas imperfectas de su historia, está a punto de alcanzarse a sí misma en el sentido más profundo[viii].
Del mismo modo que es totalmente ambigua la relación de la angustia con su objeto, es decir, con algo que no es nada —cosa que el propio lenguaje corriente tampoco deja de destacar con mucha exactitud: angustiarse por nada—, así también el tránsito que aquí pueda tener lugar entre la inocencia y la culpa ha de ser dialéctico, tan dialéctico que ponga de manifiesto que la explicación es, ineludiblemente, psicológica. El salto cualitativo está fuera de toda ambigüedad, pero el que se hace culpable a través de la angustia es sin duda inocente. Porque no fue él mismo, sino que fue la angustia, es decir, un poder extraño el que hizo presa en él; no fue él mismo, fue un poder que él no amaba, un poder que le llenaba de angustia… y, no obstante, él es indudablemente culpable, pues sucumbió a la angustia, amándola al mismo tiempo que la temía. En el mundo no hay nada más ambiguo que esto. Por eso mismo es ésta la única explicación psicológica, que por cierto —para repetirlo una vez más— no trata de explicar el salto cualitativo. Cualquier representación del asunto sobre la base de que la prohibición incitó al hombre a pecar o que eltentador le engañó no encerrará la suficiente ambigüedad sino para aquellos que lo estudien con una aplicación superficial. En realidad, semejantes representaciones tergiversan la Ética, introducen una mera determinación cuantitativa como factor decisivo y pretenden halagar a los hombres con ayuda de la Psicología y a costa de la Ética; sin embargo, todos los que lleven una vida seriamente moral han de rechazar tales halagos, convencidos de que representan una nueva y más profunda tentación.
El hecho de la aparición de la angustia es la clave de todo este problema. El hombre es una síntesis de alma y cuerpo. Ahora bien, una síntesis es inconcebible silos dos extremos no se unen mutuamente en un tercero. Este tercero es el espíritu. En el estado de inocencia no es el hombre meramente un animal; porque si el hombre fuera meramente un animal en algún momento de su vida, no importa cuándo, entonces jamás llegaría a ser hombre. Por lo tanto, el espíritu está presente en la síntesis, pero como algo inmediato, como algo que está soñando. En la medida de su presencia indudable, el espíritu es en cierto modo un poder hostil, puesto que continuamente perturba la relación entre el alma y el cuerpo. Esta relación, desde luego, es subsistente, pero en realidad no alcanza la subsistencia sino en cuanto el espíritu se la confiere. Por otra parte, el espíritu es un poder amigo, ya que cabalmente quiere constituir la relación. Ahora salta la pregunta: ¿Cuál es la relación del hombre con este poder ambiguo? ¿Cómo se relaciona el espíritu consigo mismo y con su condición? Respuesta: esta relación es la dela angustia. El espíritu no puede librarse de sí mismo; tampoco puede aferrarse a sí mismo mientras se tenga a sí mismo fuera de sí mismo; el hombre tampoco puede hundirse en lo vegetativo, ya que está determinado como espíritu; tampoco puede ahuyentar la angustia, porque la ama; y propiamente no la puede amar, porque la huye. Aquí nos encontramos con la inocencia en su misma cúspide. Es ignorancia, pero no una brutalidad animalesca, sino una ignorancia que viene determinada por el espíritu, aunque en realidad es angustia, pues su ignorancia gira en torno a la nada. Aquí no hay ningún saber acerca del bien o del mal y todas las demás secuelas; aquí, por el contrario, toda la realidad del saber se proyecta en la angustia como fondo inmenso de la nada correspondiente a la ignorancia.
Todavía reina la inocencia en este momento, pero basta el sonido de una sola palabra para que se concentre inmediatamente la ignorancia. La inocencia, como es obvio, no puede entender esa palabra, mas la angustia ha hecho con ello, por así decirlo, su primera presa y ya posee en lugar de la nada una palabra enigmática. En este sentido, cuando en el Génesis se afirma que Dios dijo a Adán: «pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal», es claro de todo punto que Adán no comprendió lo que significaban esas palabras. Pues, ¿cómo podía entender la distinción del bien y del mal, si tal distinción no existía para él antes de haber gustado el fruto del árbol prohibido?
Si se supone, pues, que la prohibición es la que despierta el deseo, entonces tenemos ahí un saber en vez de la ignorancia, ya que Adán, necesariamente, tuvo que poseer un saber acerca de la libertad desde el momento en que había experimentado el deseo de usarla. Por consiguiente, ésta es una explicación a destiempo. No, la prohibición le angustia en cuanto despierta en él la posibilidad de la libertad. Lo que antes pasaba por delante de la inocencia como nada de la angustia se le ha metido ahora dentro de él mismo y ahí, en su interior, vuelve a ser una nada, esto es, la angustiosa posibilidad de poder. Por lo pronto, Adán no tiene ni idea de qué es lo que puede; en otro caso se supondría ciertamente —cosa que sucede con harta frecuencia— lo que viene después, a saber, la distinción entre el bien y el mal. Sin embargo, en tal estado primitivo sólo existe la posibilidad de poder como una forma superior de ignorancia y como una forma superior de angustia, ya que en cierto sentido más eminente cabe afirmar que en Adán hay y no hay esa posibilidad y que, en el mismo sentido, él la ama y la huye.
Después de las palabras de la prohibición siguen las palabras de la sanción: «ciertamente morirás». Adán, naturalmente, no comprende en absoluto lo que significa eso de tener que morir; sin embargo, dando por supuesto que esas palabras le fueron dirigidas a él, nada impide que desde el primer momento se hiciese una idea del espanto que encerraban. A este respecto digamos que incluso el animal puede entender muy bien la expresión mímica y el movimiento en la voz del que habla, sin que por ello haya entendido las palabras. Si se admite que la prohibición es la que llegó a despertar el deseo, entonces también tenemos que admitir que las palabras del castigo dieron lugar a una representación terrorífica. He aquí otro motivo de embrollo. Pero no, este espanto no es más que angustia, porque Adán no ha entendido lo que se le ha dicho y, por ende, es otra vez la ambigüedad de la angustia la única que domina la situación. Ahora se acerca todavía más aquella posibilidad de poder que la prohibición puso en vela, pues tal posibilidad pone de manifiesto una nueva posibilidad como consecuencia suya.
De esta manera la inocencia ha sido conducida hasta sus linderos extremos. La inocencia dentro dela angustia está en relación con lo prohibido y con el castigo. No es culpable, y, sin embargo, hay ahí una angustia, algo así como si la inocencia estuviera perdida.
La Psicología ya no puede avanzar más, pero hasta aquí sí que puede llegar; y, sobre todo, ella siempre tiene en su mano, observando la vida humana, la posibilidad de mostrar eso mismo una y mil veces.
En los últimos párrafos anteriores me he ajustado a la narración bíblica. He dejado que la prohibición y la amenaza del castigo viniesen de fuera. Con esto, naturalmente, se habrán mosqueado no pocos pensadores. Pero no importa, ello sólo representa una dificultad que provoca la risa. La inocencia es la que puede hablar muy bien aquí. ¿Acaso no está lleno el idioma de expresiones para todo lo espiritual, expresiones que son propiedad de la inocencia? En este punto lo único que se necesita es suponer que Adán habló consigo mismo. Con esto desaparecerá la imperfección que hay en la narración, a saber, que otro hable a Adán de lo que éste no entiende. Porque del hecho de que Adán pudiese hablar no se sigue estrictamente el que también pudiera comprender lo dicho. Esto hay que tenerlo muy en cuenta a propósito de la distinción entre el bien y el mal: sin duda que esta distinción se asienta en el mismo lenguaje, pero sólo existe para la libertad. La inocencia puede muy bien tener en sus labios tal distinción, mas en realidad ésta no existe para ella, o no encierra otro significado que el que acabamos de señalar en lo que precede.
6. La angustia como supuesto del pecado original y como medio de su esclarecimiento, precisamente retrocediendo en la dirección de su origen
Permítasenos ahora repasar con todo detalle y exactitud la narración del Génesis. Además, al hacer este ensayo, procuremos desechar la idea fija de que esa narración es un mito, recordando al mismo tiempo que ninguna época ha sido tan diligente como la nuestra en eso de fabricar mitos de la inteligencia, hasta tal punto que incluso produce mitos en el momento mismo en que intenta exterminarlos todos.
Adán, según la narración genesíaca, fue creado por Dios, dio nombres a los animales —ya tenemos aquí el lenguaje, aunque de un modo todavía tan imperfecto como el de los niños, que lo aprenden conociendo los diversos animales en su abecedario ilustrado—, pero no contaba con una compañía adecuada. Entonces fue creada Eva, siendo formada de una de sus costillas. Eva entabló con él una relación todo lo íntima que pudo, pero, a pesar de ello, se trataba todavía de una relación externa. Adán y Eva constituyen solamente una repetición numérica. En este sentido, lo mismo daba que hubiese un solo Adán o mil Adanes. Esto por lo que respecta a la descendencia de la especie humana de una sola pareja. A la naturaleza no le gusta la superfluidad sin sentido. Por eso, si se admite que la humanidad desciende de muchas parejas, entonces ha habido un determinado momento en que la naturaleza estuvo en condiciones de absoluta superfluidad. Pero tan pronto como es puesta la relación de la generación, ya no hay ni siquiera un solo hombre que esté de sobra, pues cada individuo es sí mismo y la especie.
Siguen luego la prohibición y la sanción. La serpiente, sin embargo, era más astuta que todos los animales de la tierra y sedujo a la mujer. No pocos sentirán aquí el afán de llamar a esto un mito. ¡Sea!, pero sin olvidar en todo caso que éste es un mito que no perturba para nada el pensamientos ni tampoco embrolla el concepto como lo hacen los mitos de la inteligencia. El mito exterioriza siempre lo que es interior.
Aquí hay que empezar por prestar atención al hecho de que la mujer es tentada primero, y que luego ella tienta al varón. Más adelante, en otro capítulo, intentaré desarrollar en qué sentido es la mujer el sexo débil, según se dice; y además, trataré de cómo la angustia es más propia de la mujer que del varón[ix].
En las páginas anteriores hemos recordado con insistencia que la interpretación expuesta en esta obra no viene a negar la propagación de la pecaminosidad a través de la generación; o, dicho con otras palabras, que la pecaminosidad en la generación tiene su historia. Lo único que no deja nunca de afirmarse es que aquélla progresa continuamente según determinaciones cuantitativas, en tanto que el pecado siempre seintroduce mediante el salto cualitativo del individuo. En este mismo punto en que estamos, podemos descubrir muy bien ese progreso cuantitativo de la generación. Eva es lo derivado. Sin duda que ha sido creada de la misma manera que Adán, pero partiendo de una creatura anterior. Sin duda que es inocente del mismo modo que Adán, mas hay en ella como la sombra de una disposición. Esta disposición, desde luego, no existe todavía, pero con todo puede interpretarse como un guiño de la pecaminosidad puesta por la procreación. Y esta pecaminosidad, a su vez, es lo derivado que predispone al individuo, por más que no le haga culpable.
Recuérdese aquí lo dicho en el apartado 5 acerca de las palabras de la prohibición y de la sanción. La imperfección que hay en la narración —a saber, de qué modo se le ha podido ocurrir a nadie el decirle a Adán lo que éste era absolutamente incapaz de comprender— cae por tierra con sólo pensar que el que habla es el lenguaje y, en consecuencia, es Adán mismo el que está hablando[x].
Ahora hay que retroceder un poco, pues nos hemos olvidado de la serpiente apenas mencionarla. Que conste que no soy amigo de ingeniosidades. En este sentido, Deo volente, no me cansaré nunca de hacer frente a las tentaciones de la serpiente infernal, que así como al principio se dedicó a echar lazos a Adán y Eva, con el de curso de los tiempos se ha puesto a tentar a los escritores para que sean ingeniosos. Y dicho esto, tampoco dejaré de confesar lisa y llanamente que no me es posible enlazar ninguna de mis ideas concretas con la serpiente del relato bíblico. Por otra parte, con lo de la serpiente está ligada una dificultad
completamente distinta, a saber, que de ese modo se hace que la tentación venga de fuera. Esto está en total contradicción con la misma enseñanza de la Biblia, en concreto contra el conocido texto clásico de Santiago, según el cual«Dios no tienta a nadie ni puede ser tentado por nadie», sino que «cada uno es tentado por sí mismo»[11] Por lo tanto, quien haciendo que el hombre sea tentado por la serpiente crea haber prestado un servicio a Dios y con ello estime estar de acuerdo con la afirmación de Santiago: «que Dios no tienta a nadie»…, ese tal choca inmediatamente con la afirmación adjunta: «que Dios no es tentado por nadie». Es una cosa evidente, puesto que al inmiscuirse la serpiente en la relación entre Dios y el hombre, el atentado de aquélla contra el hombre se convertirá también en una tentación indirecta contra Dios. Y, como si esto fuera poco, se choca además contra lo tercero, «que cada uno es tentado por sí mismo».
En este momento sobreviene la caída. La Psicología no puede explicar la caída, ya que es el salto cualitativo. Sin embargo, vamos a considerar por unos instantes las consecuencias, tal como se nos exponen en ese relato. De este modo fijamos los ojos una vez más en la angustia como supuesto del pecado original.
Las consecuencias fueron dos: que el pecado vino al mundo y que quedó establecida la sexualidad, sin que lo uno pueda separarse de lo otro. Esta dualidad es de la mayor importancia para esclarecer el estado primitivo del hombre. Porque si el hombre no fuese una síntesis que descansaba en un tercero, ¿cómo una sola cosa habría tenido dos consecuencias? Y, además, si no fuera una síntesis de alma y cuerpo sustentada por el espíritu, tampoco habría sido posible que la sexualidad quedase introducida juntamente con la pecaminosidad.
Dejemos a un lado las fantasmagorías de los proyectistas y admitamos simplemente la existencia de la diferencia sexual con anterioridad a la caída, haciendo con todo la salvedad de que en realidad no existía, ya que no se da en la inocencia. En este respecto la misma Escritura está de nuestra parte.
En la inocencia era Adán en cuanto espíritu un espíritu que estaba soñando. Por consiguiente, la síntesis no es real, pues lo que une es cabalmente el espíritu, y éste todavía no está puesto en cuanto tal. En los brutos puede desarrollarse la diferencia sexual de una manera instintiva, pero el hombre, precisamente por ser una síntesis, no puede tenerla así. Cuando el espíritu se pone a sí mismo, pone también la síntesis, pero no sin antes haberla traspasado por separado. Ahora bien, el ápice de lo sensible es exactamente lo sexual. El hombre sólo puede alcanzar este ápice en el momento en que el espíritu se hace real. Antes de este momento el hombre no es animal, pero tampoco es propiamente hombre, y al hacerse hombre no resulta tal sino en la medida en que también es animal.
Por lo tanto, la pecaminosidad no es la sensibilidad[12] De ninguna manera; pero sin el pecado ninguna sexualidad, y sin la sexualidad ninguna historia. Un espíritu perfecto no tiene ni la una ni la otra. Ésta es la razón de que la diferencia sexual quede abolida con la resurrección de la carne; y por esa misma razón no tienen historia los ángeles. Aunque el arcángel San Miguel hubiese consignado todas las hazañas en las que estuvo presente como mensajero de Dios, incluso llevándolas a cabo…, sin embargo, hemos de afirmar que todo eso no sería su historia. Sólo con la sexualidad está puesta la síntesis en cuanto contradicción, pero también —cosa que acontece con todas las contradicciones— como tarea cuya historia comienza en el mismo momento. Ésta es la realidad, que viene precedida por la posibilidad de la libertad. Por cierto que esta posibilidad no consiste en poder elegir lo bueno o lo malo. Semejante desatino no tiene nada que ver ni con la Sagrada Escritura ni con la verdadera filosofía. La posibilidad de la libertad consiste en que se puede. En un sistema lógico es demasiado fácil decir que la posibilidad pasa a ser la realidad. En cambio, en la misma realidad ya no es tan fácil y necesitamos echar mano de una categoría intermedia. Esta categoría es la angustia, la cual está tan lejos de explicar el salto cualitativo como de justificarlo éticamente. La angustia no es una categoría de la necesidad, pero tampoco lo es de la libertad. La angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas por sí misma. No habría ninguna angustia si el pecado hubiese venido al mundo por necesidad —lo que es una contradicción—. Ni tampoco la habría si el pecado hubiera entrado al mundo mediante el acto de un liberum arbitrium abstracto —el cual no ha existido nunca en el mundo, ni al principio ni después, puesto que no es más que una absurdidad de la mente—. Es una insensatez el que se pretenda explicar lógicamente el ingreso del pecado en el mundo. Esta insensatez solamente les puede caber en la cabeza a los que de una manera ridícula se despepitan por conseguir una explicación.
Si se me permitiera expresar un deseo, pediría que ningún lector fuese tan caviloso como para preguntar: y ¿qué si Adán no hubiera pecado? Desde el instante en que queda puesta la realidad, empieza la posibilidad a caminar a su lado como una nada que tienta a los hombres insensatos. ¡Ah, cuándo podrá la ciencia traer a mandamiento a los hombres y echarse un freno a sí misma! A quien haga una pregunta tonta, hay que procurar no responderle, pues de lo contrario uno será tan imbécil como el que interroga. La insensatez de la pregunta no está tanto en ella misma como en el hecho de dirigírsela a la ciencia. A pesar de todo lo dicho, bien podríamos rastrear un cierto rasgo de cordura en medio de tanta necedad silos interrogadores, imitando a la lista Elsa[13] llena de cavilaciones, se quedaran en casa con su pregunta y convocaran en ella a todos los amigos de idéntico caletre. La ciencia, en cambio, no puede esclarecer semejantes problemas. Porque toda ciencia radica o en una inmanencia lógica, o en la inmanencia dentro de una trascendencia, trascendencia que aquélla no puede explicar. El pecado es cabalmente esa trascendencia, ese discrimen rerum en que el pecado entra en el individuo en cuanto individuo.
El pecado no entra de otra manera en el mundo, ni nunca jamás ha entrado de otro modo. Por eso hace el payaso el individuo que es tan estúpido como para preguntar por el pecado como algo que no le concierne. Porque una de dos: o ese individuo ignora en absoluto de qué se habla, y es imposible que nunca lo llegue a saber; o lo sabe y lo comprende, al mismo tiempo que no ignora que ninguna ciencia es capaz de esclarecérselo. No obstante, la ciencia ha estado a veces demasiado inclinada a acceder con hipótesis cavilosas a todos esos deseos sentimentales, si bien al final terminaba concediendo que semejantes hipótesis no aportaban una explicación suficiente. Esto es, por lo demás, completamente cierto; pero la confusión está en que la ciencia no sea lo bastante enérgica como para rechazar de plano tales cuestiones insensatas, sino que, al revés, les ha dado a entender a los supersticiosos, confirmándolos en sus esperanzas, que muy bien podría surgir sin tardar mucho uno de esos proyectistas científicos que fuese el hombre que diera en el blanco. Se comenta que el pecado vino al mundo hace seis mil años, y se dice esto exactamente con el mismo énfasis que se pone al afirmar que ya hace cuatro mil que Nabucodonosor se convirtió en buey[14]. Así no es de extrañar que la explicación resulte a tono con lo dicho. Con todo esto lo que se logra es convertir en la cosa más difícil aquello que en cierto sentido es lo más sencillo del mundo. Lo que el hombre más simple comprende muy bien a su manera —porque entiende que no hace justamente seis mil años que el pecado ha venido al mundo—, eso mismo, recurriendo al arte de los proyectistas, lo ha lanzado la ciencia al aire como si fuera una pregunta de concurso, una pregunta que nunca ha sido todavía respondida satisfactoriamente. El hombre, cualquiera que sea, no tiene otra manera de llegar a comprender cómo ha entrado el pecado en el mundo si no es partiendo única y exclusivamente de su misma interioridad. El que pretenda aprenderlo de otro hombre, eo ipso lo entenderá mal. La única ciencia que tiene algo que hacer aquí es la Psicología, la cual, sin embargo, nunca dejará de confesar que su explicación es muy limitada y que no puede ni quiere explicar más, de tal suerte que no se trata de una explicación. Porque todo quedaría embrollado en cuanto una ciencia, cualquiera que sea, estuviese en condiciones de explicarlo. Es ciertísimo que todo hombre de ciencia debe olvidarse de sí mismo. Pero, en este sentido, también es una suerte que el pecado no sea un problema científico; y, consiguientemente, ningún hombre de ciencia ni tampoco ningún proyectista pueden sentirse de veras obligados a olvidar cómo vino el pecado al mundo. Si ellos lo quieren, si quieren olvidarse tan generosamente de sí mismos, entonces, con su celo enorme por esclarecer todos los asuntos de la humanidad, resultarán tan cómicos como aquel consejero áulico que de tanto dar a propios y extraños sus tarjetas de visita se le llegó a olvidar al fin su propio nombre. O también puede suceder que su entusiasmo filosófico les haga tan olvidadizos de su propia persona que necesiten a su lado una esposa de buena pasta y sobria a quien puedan hacerle sus preguntas decisivas, como en el caso de Soldino[15], el cual, estando también en cierta ocasión entusiásticamente olvidado de sí mismo y perdido en la objetividad de la charla, le preguntaba a Rebeca: «¡Rebeca, soy yo el que está hablando!».
Es muy lógico que las ideas que he expuesto les parezcan altamente acientíficas a los hombres de ciencia que son la admiración de mis muy respetados contemporáneos. No podía ser de otra manera, puesto que esos hombres, al manifestar ante sus huestes una preocupación y un afán tan extraordinarios por el sistema, de seguro que también tienen que estar muy preocupados por encontrar un sitio para el pecado dentro del sistema. Por su parte, esas huestes comunitarias pueden muy bien afanarse, y si lo desean con carácter exclusivo, por incluir en sus piadosas oraciones a tan profundos investigadores, los cuales encuentran sitio tan ciertamente como encuentra sus gafas el que las busca no notando que las tiene puestas.