Il ritorno in patria
Después de haber estado durante los últimos meses de verano en Verona ocupado en mis diferentes quehaceres, si bien, como ya no podía seguir aguardando al invierno, las semanas de octubre estuve alojado en un hotel emplazado mucho más allá de Bruneck, al final de la vegetación, una tarde de noviembre de 1987, cuando el monte Grossvenediger emergió de una nube gris de nieve de un modo especialmente misterioso, decidí volver a Inglaterra, no sin antes pasar un tiempo en W., adonde no había vuelto desde niño. Puesto que de Innsbruck sólo sale un único autobús que, además, según averigüé, parte a las siete de la mañana con dirección a Schattwald, no tenía otra opción que coger el expreso nocturno, para mí asociado a un mal recuerdo, que pasa por el Brenner y llega a Innsbruck a eso de las cuatro y media. En Innsbruck, como cada vez que llego, independientemente de la estación del año, reinaba un tiempo horrible. Seguramente no haría más de cinco o seis grados, y las nubes pendían tan profundas que las casas desaparecían en su interior y el crepúsculo del amanecer no podía elevarse. A ello se le añadía que llovía sin interrupción. De modo que ir al centro de la ciudad o pasear un trecho a orillas del Inn quedaba descartado. Miré hacia afuera, a la plaza de la estación abandonada. De cuando en cuando, algún vehículo se movía con lentitud por las calles que relucían en tonos negros. Últimos ejemplares de una especie anfibia en vías de extinción ahora replegada a las profundidades del agua. También la sala de la estación estaba vacía menos una persona de corta estatura y con bocio envuelta en una capa de lluvia. El paraguas empapado, plegado, con la punta hacia arriba, como sujetando una carabina apoyada contra los hombros, caminaba a paso solemne de arriba abajo y ejecutaba unos giros hasta tal punto precisos que parecía estar custodiando la tumba del soldado desconocido. Uno tras otro iban apareciendo los vagabundos; apenas se hubiera podido decir por dónde. Al final en total había una docena de vagabundos y una vagabunda. Formaban un grupo animado alrededor de una caja de cerveza Gösser que, como por arte de magia, y hasta cierto punto surgida de la nada por encantamiento, de pronto se encontraba en el centro de todos ellos. Unidos por el alcoholismo tirolés conocido mucho más allá de las fronteras del país por su extremosidad, se han propagado estos vagabundos de Innsbruck, unos apenas recién separados de la vida burguesa y otros completamente perturbados, todos ellos con un cierto toque filosófico e incluso teológico que trataba tanto los acontecimientos del día como la razón de todas las cosas, a pesar de que justo a quienes tomaban la palabra a voz en grito se les solía atascar el discurso a mitad de la oración. Con la mayor teatralidad y determinación de las que eran capaces, los vagabundos acentuaban sus aclaraciones de turno en cuanto a lo que en ese preciso momento constituyera un tema de debate, e incluso cuando uno de ellos denegaba algo que se había dicho, gesticulando con la cabeza rebosante de desprecio porque la idea que tenía en ese preciso instante no podía expresarla con palabras, parecían proceder sus gestos del repertorio de un arte de representación particular, completamente desconocido en nuestros escenarios. Es posible que esto se debiera a que los vagabundos, quienes, en su totalidad, sostenían una botella de cerveza en la mano derecha, actuaran mancos y con la izquierda. Y posiblemente, deduje sobre la base de esta observación, fuese oportuno que a todos los estudiantes de arte dramático, al inicio de su carrera, a lo largo de un año se les atara la mano derecha a la espalda. El tiempo se me pasó con este tipo de observaciones hasta que un grupo de aquellos que se desplazan a otra ciudad para acudir a sus puestos de trabajo empezó a atravesar el vestíbulo en número creciente y los vagabundos se disiparon. A las seis en punto abrían lo que se conoce como bares tiroleses. Me senté en el interior de la cafetería de la estación, que en desconsuelo superaba con mucho a todos los otros locales de estaciones de trenes que conozco, me pedí mi café de por la mañana y estuve hojeando el Noticias del Tirol. Ambos, tanto el café tirolés como el Noticias del Tirol, tuvieron consecuencias en mi estado de ánimo más bien desfavorables. Por eso no me sorprendió en absoluto que las cosas tomaran un giro a peor cuando la camarera, a la que había dejado caer una observación, a mi modo de ver en absoluto desagradable, sobre el café de achicoria tirolés, empezó a insultarme de la forma más malvada que uno se pueda imaginar.
Aterido y trasnochado, como estaba, la desvergüenza de esta camarera de Innsbruck me afectó como una neurotoxina. Las letras temblaban y se volvían borrosas ante mis ojos, y varias veces tuve la sensación de que todo iba a paralizarse en el interior de mi cuerpo. No comencé a sentirme algo mejor hasta que el autobús no rodaba ya fuera de la ciudad. La lluvia seguía cayendo de un modo torrencial, de tal forma que incluso las casas que no quedaban lejos de la carretera sólo podían reconocerse vagamente y las montañas ni siquiera intuirse. De vez en cuando el autobús se detenía, permitiendo montarse a una de las mujeres ya mayores que a ciertos intervalos aguardaban junto a la carretera bajo sus paraguas negros. Así se reunió pronto un buen número de este tipo de mujeres tirolesas. En un dialecto que me era conocido desde la niñez y que se articula en la parte posterior de la garganta, como si fuera una lengua de pájaros, conversaban sobre todo o casi exclusivamente sobre la lluvia que parecía no querer cesar y que en muchos lugares había movido faldas enteras de montañas. Del heno que se pudría en los campos, y de las patatas que se pudrían en el suelo, y de las grosellas de las que por tercer año consecutivo no habían podido sacar nada, del saúco que este año no había florecido hasta principios de agosto y que estando aún en flor se había echado a perder por la lluvia, y de que, en muchos kilómetros a la redonda, no se había podido cosechar una sola manzana comestible. Conforme seguían discutiendo los efectos de un clima evidentemente menos favorable con el paso del tiempo, sobre la falta de calor y la falta de luz, fuera empezaba a clarear, primero un poco, luego cada vez más. Se podía ver el Inn, sus aguas formando meandros a través de vastos pedregales, y al poco se veían también hermosas praderas verdes. Apareció el sol, el paisaje entero resplandecía, las tirolesas fueron enmudeciendo una por una, solamente observando lo que se sucedía afuera, como un milagro. A mí también me sucedía algo parecido. La comarca, recién barnizada —ahora salíamos del valle del Inn con dirección al puerto del Fernpass—, los bosques vaporosos, la bóveda celeste azul, incluso para mí, que venía del sur y no había tenido que soportar la oscuridad tirolesa más de un par de horas, eran como una revelación. De pronto me sorprendió la presencia de un par de gallinas en medio de un campo verde, que, aunque todavía no había dejado de llover, se habían alejado de la casa a la que pertenecían en lo que me pareció ser un trecho interminable para aquellos diminutos animales blancos. Por un motivo que todavía no he podido comprender, la imagen que ofrecía ese pequeño grupo de gallinas que se había atrevido a salir tan lejos, al campo abierto, conmovió mi corazón. En términos generales, no sé qué es lo que a veces me conmueve tanto de determinadas cosas o seres vivos. Poco a poco íbamos alcanzando más altura. Los espacios de rojo encendido en los que se erguían los alerces brillaban en las laderas de las montañas, y se veía que la nieve había alcanzado cotas muy bajas. Atravesamos el Fernpass. Me quedé maravillado con el espectáculo que ofrecían los escoriales que, bajando de las montañas, se introducían en los bosques como dedos en el cabello, y de nuevo me volvió a sorprender la velada ralentización de los arroyos que, inalterables, por lo menos en tanto alcanza mi memoria, se precipitan sobre las peñas. En uno de los recodos del camino, dirigí la mirada hacia el abismo desde el autobús que no hacía sino girar, y divisé las superficies de oscuro verde turquesa de los lagos Ferstein y Samaranger, que, ya en mi infancia, cuando hicimos la primera excursión al Tirol en el diesel 170 de Göhl, el chófer, me parecieron quintaesencia de toda belleza imaginable.
Hacia eso del mediodía, ya hacía tiempo que las mujeres tirolesas se habían apeado en Reutte, en Weißenbach, en Haller, Tannheim y Schattwald, el autobús llegó conmigo como último pasajero a la aduana de Oberjoch. Entretanto, el tiempo había vuelto a dar un cambio brusco. Una capa de nubes que transformaba en negro su tonalidad oscura se recostaba sobre todo el valle de Tannheimer, causando un efecto de opresión, lobreguez y abandono absoluto. Por ninguna parte se percibía el más mínimo movimiento. Ni siquiera se podía ver un solo automóvil en el trayecto que se perdía mucho más atrás, en las profundidades del valle. A un lado se alzaban las montañas adentrándose en la niebla, al otro se extendía una húmeda pradera encenagada, y, en la parte posterior, desde el valle del Vilsgrund, se elevaba el bosque conoidal de Pfrontner, compuesto únicamente por abetos negroazulados. El aduanero que estaba de guardia y que, me dijo, vivía en María Rain, prometió descargar mi bolsa de viaje en el Engelwirt, cuando, una vez concluida la jornada, pasara de vuelta a casa por W. De modo que, después de haber intercambiado un par de palabras más con él sobre aquella estación infernal del año, podía, con sólo la pequeña mochila de piel sobre los hombros, atravesar las húmedas praderas encenagadas que lindaban con tierra de nadie y bajar por la ladera del cañón hacia Krummenbach, y desde allí salir a W. pasando por Unterjoch, por el molino de Pfeiffer y por el Enge Plätt. El cañón rebosaba de una oscuridad como yo no la hubiera tenido por posible a mitad del día. Sólo a mi izquierda, por encima del curso del arroyo que no se veía desde el camino, oscilaba un poco de luz esparcida. Abetos sin ramas, de más de setenta u ochenta años, se erguían en la pendiente. Incluso aquellos que se enderezaban desde la parte más baja del cañón no lucían copas de un color negro verdoso hasta, como poco, haber superado con creces la parte superior del nivel en el que discurría el camino. Cada vez que el aire ponía algo en movimiento en las zonas más altas, gotas de agua llovían a chorros. Esporádicamente, donde la claridad era mayor, crecían hayas solitarias, deshojadas desde hacía ya tiempo con ramaje y troncos ennegrecidos a causa de la humedad constante. En el cañón no se escuchaba ningún sonido más que el del agua fluyendo por el valle, ningún canto de pájaro, nada. Tenía una sensación de angustia en mi pecho que se iba intensificando, y también sentía como si hiciera más frío y más oscuro se tornase todo cuanto más bajaba. En uno de los pocos trechos algo más claros, desde una especie de púlpito donde se podía mirar tanto hacia abajo, a una cascada y a una poza, como también hacia arriba, hacia el cielo, sin que se hubiera podido decir cuál de ambas perspectivas era más misteriosa, vi, a través de los árboles que parecían querer sobresalir infinitamente hacia el firmamento, que en las alturas plomizas se había desencadenado un torbellino de nieve, del que, no obstante, no llegaba nada al cañón. Cuando tras media hora más de camino el cañón se iba acercando a su fin y se abría la pradera de Krummenbach, permanecí un buen rato bajo los últimos árboles, contemplando, desde la oscuridad, cuan maravillosamente cae la nieve gris blanquecina, con qué mutismo el poco color macilento se diluía en los campos húmedos y abandonados. No lejos de la linde del bosque se erige la capilla de Krummenbach, tan pequeña, que seguramente más de una docena de personas al mismo tiempo no habían podido cumplir con sus oficios divinos o ejercer su devoción. Me senté unos minutos en el interior de aquel estuche amurallado. Fuera, por delante de una ventana diminuta, se deslizaban los copos de nieve, y pronto tuve la impresión de encontrarme viajando en una balsa, cruzando un gran océano. El olor a cal húmeda se transformó en brisa marina, sentía el empuje del viento favorable en la frente y el balanceo del suelo bajo mis pies, y me abandoné a la ilusión de un viaje en barco saliendo de montañas anegadas por las aguas. Pero lo que mejor se me ha grabado en la memoria, además de la transformación del muro en una pequeña embarcación de madera, son las estaciones del viacrucis que debieron de haber sido pintadas por una mano torpe a mitad del siglo XVIII y de las cuales la mitad ya está recubierta de moho y carcomida. Incluso en los que presentaban cierto grado de conservación era imposible reconocer más que poca cosa con alguna exactitud —rostros deformados por el dolor y por la rabia, partes del cuerpo contusionadas, un brazo levantado para asestar un golpe—. Las ropas que se habían conservado en tonos oscuros se habían transformado hasta la desfiguración sobre un fondo igualmente desfigurado. De forma que de todo aquello que se podía ver aún uno podía imaginarse tener ante sí una especie de lucha espiritual protagonizada por diferentes rostros y manos que pendían libres en la lobreguez de la desintegración. En aquel momento fui incapaz de recordar y sigo sin poder acordarme de si yo, cuando era niño, había estado alguna vez en la capilla de Krummenbach con mi abuelo, que me llevaba a todas partes. Pero en los alrededores de W. había numerosas capillas como la de Krummenbach, y supongo que mucho de aquello que entonces vi o sentí en su interior habrá permanecido en mí, como el temor a las atrocidades que allí se representan, o el deseo imposible de que la perfecta quietud que reina en su interior se produzca de nuevo. Cuando la nevada hubo amainado me volví a poner en camino a través de la Brante, a lo largo del arroyo Krummenbach, hasta llegar a Unterjoch, donde en Hirschwirt, el restaurante, para entrar en calor y pertrecharme para el próximo trayecto, que era el doble de largo, me tomé unas sopas de pan y me bebí medio litro de vino tirolés. Mientras, probablemente suscitado por las infortunadas imágenes de la capilla de Krummenbach, me volvió a venir Tiépolo a la memoria y la idea que había abrigado hacía tiempo de que, cuando, desde Venecia, cruzó el Brenner con sus hijos Doménico y Lorenzo en otoño de 1750, decidió en Zirl no salir del Tirol por Seefeld, como le habían aconsejado, sino, hacia el oeste, más allá de Telfs, coger el camino que discurre por detrás de los carros de sal y por los puertos del Fernpass, Gaichtpass, atravesando los valles de Tannheim, Oberjoch e Iller para adentrarse en la parte baja. Y yo me imaginaba a Tiépolo, que en esa época debía de andarse por los sesenta y ya padecía gravemente de gota, tumbado, en el frío de los meses de invierno, en lo más alto del andamiaje, a medio metro debajo del techo de la escalera del palacio de Wurzburgo, con la cara salpicada de cal y de pintura, y pese a los dolores en el brazo derecho, aplicar esmalte con mano segura en la octava maravilla del mundo, y el enorme cuadro surgía poco a poco del revoque húmedo. Con este tipo de fantasías en la cabeza y recordando también al pintor de Krummenbach, quien quizá en la época de invierno del mismo año no se esforzaba menos en sus catorce pequeñas estaciones del viacrucis que Tiépolo en su gran mural, caminaba, serían eso de las tres, a través de las praderas al pie del Sorgschrofen y del Sorgalpe, hasta alcanzar la carretera poco antes del molino de Pfeiffer. Desde aquí todavía quedaba una hora para W. La última luz del día estaba a punto de desaparecer cuando llegué a Enge Plätt. A mano izquierda el río, a la derecha las pendientes escarpadas que habían volado alrededor del cambio de siglo para construir la carretera. Encima, delante, y, al cabo de poco tiempo, también detrás de mí no había sino abetales negros, inmóviles. El último trecho del camino se prolongaba en la realidad con la misma infinitud que recordaba. En Enge Plätt se había producido una de las batallas llamadas definitivas en abril de 1945, en la que Alois Thimet, de Rosenheim, 24 años; Erich Daimler, 41 años, de Stuttgart; Rudolf Leitenstorfer, de 17 años, origen desconocido y Werner Hempel, de Borneke (año de nacimiento desconocido), cayeron por la patria, como reza la cruz de hierro de la tumba que sigue existiendo en W. hasta el día de hoy.
En el transcurso de mi corta infancia en W. he oído hablar de formas muy diversas sobre esta última batalla, y me había imaginado a los combatientes, con las caras ennegrecidas por el hollín y fusil preparado, en cuclillas, agachados detrás de un tronco o, saltando de roca en roca sobre los abismos más profundos, suspendidos en el aire, inmóviles, por lo menos durante los instantes en los que contenía el aliento o no abría los ojos.
Cuando salí del cañón del Enge Plätt, también afuera se había hecho casi de noche. De los prados ascendían la nieblas blanquecinas y por debajo, a las orillas del cauce del río que en adelante se alejaba un buen trecho, se erigía el aserradero negro que en los años cincuenta, justo después de mi escolarización, había ardido con todo su almacenaje de maderas en un gran fuego que iluminó todo el valle. Ahora también la oscuridad había caído sobre la carretera. Se me pasó por la cabeza la idea de que antes, cuando sólo estaba pavimentada con fino macadán blanco, era más fácil caminar por ella. Como una cinta blanca, así se extendía incluso en la oscuridad de una noche sin estrellas, pensé, y de pronto me di cuenta de que apenas podía levantar más los pies de cansancio. Además me afectaba de un modo extraño que en todo el camino, desde que había salido de Unterjoch, no me había rebasado ni un solo vehículo y ninguno me había salido al encuentro. Sobre el puente de piedra, poco antes de las primeras casas de W., me quedé detenido un buen rato, escuchando el murmullo uniforme del río Ach y mirando hacia el interior de una oscuridad que ahora envolvía todo. Sobre un escorial que se extendía junto al puente en el que crecían sauces, arbustos de belladonas, candelarias, verbenas y artemisas, siempre hubo aquí, en los meses de verano de posguerra, un campamento de gitanos. Cuando íbamos a la piscina que la comunidad había construido en el año 36 con el propósito de fomentar la salud pública, teníamos que pasar por delante de su campamento, y cada vez que llegábamos a este mismo sitio mi madre me cogía en brazos. Por encima de sus hombros los veía levantar brevemente la mirada de las diferentes tareas que siempre estaban desempeñando, para y después volver a hundirla rápidamente, como si les diera asco. Dudo que ningún vecino les haya dirigido alguna vez la palabra y, por lo que sé, tampoco los gitanos venían al pueblo a vender baratijas o predecir la buena ventura. De dónde eran, de qué forma habían conseguido resistir la guerra y por qué habían escogido precisamente este lugar desierto junto al puente del Ach como residencia de verano, eran preguntas que no se me ocurrieron hasta el momento en el que estuve hojeando el álbum de fotos que mi padre había traído de regalo a mi madre en las llamadas primeras Navidades de guerra. Contiene imágenes de la llamada campaña de Polonia, todas pulcramente rotuladas con tinta blanca. En algunas de las fotografías pueden verse gitanos que han sido hechos prisioneros. Miran con amabilidad a través de la alambrada de púas, en algún lugar muy alejado de Eslovaquia, donde padre ya estaba estacionado en su tren-taller semanas antes del llamado estallido de la guerra.
Hacía más de treinta años que no había estado en W. A pesar de que durante este largo tiempo —en mi caso no había una extensión de tiempo más larga— muchas de las localidades vinculadas a W. tales como Altachmoos, el bosque parroquial, la avenida que sale con dirección a Haslach, el servicio de distribución de aguas, el cementerio para los muertos de peste en Petershal, o la casa de Dopfer, el jorobado, en Schray, volvían constantemente a mis sueños de día y de noche y me resultaban ahora más familiares de cuanto me habían sido nunca, el pueblo, para mí, pensé a mi llegada a horas algo tardías, seguía emplazado en el extranjero más que cualquier otro lugar imaginable. Hasta cierto punto me tranquilizaba que ahora, durante mi primer paseo por las calles envueltas en una luz pálida, lo encontraba todo transformado de raíz. La casa del administrador forestal, una pequeña villa cubierta con ripias y adornada con una cornamenta de ciervo y número del año 1913 sobre la entrada, había procurado, junto con su pequeño huerto, el espacio necesario para una colonia de vacaciones; ya no existía la Casa del Servicio Voluntario de Bomberos, con su torre bellamente decorada, en donde las mangueras colgaban a la espera silenciosa del próximo incendio; todas las granjas, sin excepción, habían sido reformadas y en todas se había levantado un piso más; la casa del cura, la del capellán, la escuela, la alcaldía, en la que Fürgut, el escribiente manco, entraba y salía con una regularidad tal que el abuelo podía poner los relojes en hora, la quesería, la casa de los pobres, las tiendas de mercería y de ultramarinos de Michael Meyer, todo ello se había renovado a conciencia, cuando no desaparecido por completo. Ni siquiera al entrar en el Engelwirt tuve la sensación de conocer el lugar en el que estaba, puesto que también en el Engelwirt, en cuyo primer piso habíamos estado viviendo de alquiler varios años, habían reconstruido el interior desde los cimientos hasta el entramado del tejado, por no mencionar, evidentemente, la decoración. Lo que ahora, pulcramente engalanado al estilo alpino de la nueva Alemania que se había extendido por toda la república, se ofrecía en calidad de lo que denominaban un lugar de hospitalidad esmerada, fue en su época una taberna de mala reputación donde los campesinos permanecían hasta muy entrada la noche y, sobre todo en invierno, a menudo bebían hasta perder el sentido. El Engelwirt debía su posición en el pueblo, a pesar de todo inquebrantable, al hecho de que, además de la taberna velada por el humo bajo cuyo techo corría el tubo de calefacción más entrelazado que he visto nunca en ninguna parte, disponía de una enorme sala en la que se podían poner largas mesas para bodas y banquetes de funeral en las que cabía medio pueblo. También en la sala del Engelwirt se echaban sonoros noticieros semanales y películas como Amor de piratas, Niccolò Paganini, Tomahawk o Monjes, mujeres y panduros cada catorce días. Se veía a estos panduros galopar a toda velocidad a través de un luminoso bosque de abedules y a los indios cazar en una llanura infinita, se veía al violinista mutilado arrancando una cadencia a su instrumento al pie del muro de la prisión mientras su compañero segaba los barrotes de hierro de su celda, al general Eisenhower, regresando de Corea, bajar de un avión cuyas hélices aún continuaban girando lentamente, al cazador del convento, a quien un oso había desgarrado el pecho de un zarpazo, caminar a trompicones hacia el valle, y se veía a políticos, delante del edificio del parlamento, apearse con torpeza del asiento trasero de un Volkswagen, y en casi todos los noticieros semanales se veían también los montones de ruinas de ciudades como Berlín y Hamburgo, a los que durante mucho tiempo no pude relacionar con la destrucción que se había sucedido en los últimos años de una guerra de la que no sabía nada, muy al contrario, era algo que tenía por una peculiaridad natural, por decirlo de alguna manera, propia de todas las ciudades más grandes. Pero de todas las actividades de la sala del Engelwirt, la impresión más profunda me la dejó la representación de Los bandidos de Schiller que debió de tener lugar en el año 48 o 49 y que fue repetida varias veces a lo largo de todo el invierno. Con toda seguridad habré estado sentado media docena de veces entre el auditorio de la sala oscurecida del Engelwirt, en parte venida incluso de pueblos vecinos. Apenas algo de lo que más tarde vería en el teatro desataría en mí una conmoción parecida a Los bandidos, a saber, la imagen del viejo Moor en su desierto gélido, el espantoso Franz, deambulando con sus hombros tan altos, el retorno del hijo pródigo a los bosques de Bohemia o el extraño e ínfimo giro del cuerpo, que cada vez me producía una sensación de desasosiego tan intensa, con el que Amalia, lívida como la muerte, decía: ¡Escucha!
¿Acaso no ha chirriado la puerta? Y ya había aparecido delante de ella Moor, el bandido, y él podía hablarle de cómo su amor hacía reverdecer el ardiente desierto de arena y florecer los arbustos silvestres, pero sin reconocer a aquel que en persona estaba frente a ella y del que aún se creía separada por montañas, mares y horizontes. En este momento siempre quise intervenir en la acción y explicar a Amalia con una sola palabra que para trasladarse de la cárcel polvorienta al paraíso del amor, tal y como deseaba, no hubiese tenido más que extender la mano. Pero como no me resolvía a intervenir de esta manera, el otro giro que posiblemente hubieran podido tomar los acontecimientos del escenario permaneció oculto para mí. Una vez, hacia el final de la temporada artística, a principios del mes de febrero, representaron Los bandidos al aire libre, en el césped que crecía junto a la casa del jefe de correos, sobre todo para que se pudiera hacer una serie de tomas fotográficas. El cuento de Navidad, que se realizó de esta guisa, no fue digno de verse sólo a causa de la nieve que cubría el suelo durante esta representación al aire libre incluso en las escenas que se desarrollaban en el interior, sino sobre todo porque el bandido Moor aparecía montado a caballo, lo cual no hubiera sido posible en la sala del Engelwirt. Creo que en esta ocasión me llamó la atención por vez primera la frecuencia con la que los caballos tienen una expresión de cierta locura.
Por lo demás, la representación de Los bandidos en el prado del jefe de correos fue la última, incluso creo que fue la última representación teatral en W. Sólo por carnaval los actores se volvieron a poner sus trajes, al parecer para acompañar a las comparsas de carnaval y posar junto con los bomberos y los bufones para la foto de grupo.
Detrás de la recepción del Engelwirt, después de que, durante un buen rato, no se hubiera producido ningún movimiento a mi llamada, apareció una dama muy parca en palabras. No había oído por ninguna parte que se abriera ninguna puerta y por ninguna parte la había visto entrar; sin embargo, ahí estaba de pronto. Me examinaba con franca reprobación, ya fuera por mi apariencia externa, que después de larga marcha movía a la conmiseración, ya por el hecho de que mi actitud distraída le hubiera podido parecer incomprensible. Pedí una habitación del primer piso que diese a la calle, en principio por un tiempo indefinido. Aunque debía de ser posible corresponder a mis deseos sin la menor dificultad dado que también para la industria hotelera noviembre es un mes muerto en el que el reducido personal que se había quedado en la casa vacía añora a los huéspedes que se habían marchado como si en efecto se hubieran marchado para siempre, aunque, entonces, sin duda tenía disponible una habitación del primer piso que diese a la calle, la señora de la recepción estuvo hojeando en su registro hacia adelante y hacia atrás antes de hacerme entrega de la llave. Mientras, como si tuviese frío, juntaba con la mano izquierda las dos partes delanteras de su chaqueta de punto, despachando de un modo complicado y torpe sólo con la otra mano, con lo que, me pareció, quería ganarse un tiempo de reflexión frente a este singular huésped de noviembre. Atentamente y con las cejas arqueadas, estudió el papel de inscripción ya relleno, en el que, bajo profesión, me había inscrito como «corresponsal en el extranjero» y había puesto mi complicada dirección inglesa, pues cuándo y por qué motivo habría de venir a W. un corresponsal de extranjero inglés, en noviembre, a pie y ¡sin afeitar!, y querría ocupar una habitación en el Engelwirt por una temporada que no había especificado. La dama, de quien, estoy convencido, en caso contrario administra con gran competencia, producía una sensación de absoluta inseguridad cuando, al preguntarme por el equipaje, le respondí que me lo traería esa misma noche un aduanero del puesto de Oberjoch.
Pese a los cambios arquitectónicos que se habían llevado a cabo en el Engelwirt podía constatar con exactitud que la habitación que me había sido asignada se encontraba en el mismo lugar en el que había estado nuestro salón y con la misma decoración que mis padres habían ido adquiriendo cuando, después de dos, tres años de rápido ascenso, ya podía considerarse libre de toda incertidumbre el hecho de que mi padre, admitido en el llamado ejército de los cien mil hombres durante la república agonizante y por aquel tiempo en vísperas de ser ascendido a jilmaestre, con la llegada del nuevo Reich podía contar no sólo con un futuro asegurado, sino con tener algún tipo de representación. Es probable que la adquisición de una decoración de salón adecuada al cargo que, según una prescripción tácita, correspondía con exactitud al concepto del buen gusto de una pareja media representativa de la sociedad sin clases que en aquel tiempo se estaba configurando, haya supuesto para mis padres, ambos de la provincia más recóndita, esto es, de W. y del bosque bávaro, y después de una juventud que en muchos sentidos no había sido fácil, el momento en el que empezaron a creer que había una justicia superior. Así pues, este salón consistía en un armario de pared de madera maciza en el que se guardaban los manteles, las servilletas, la cubertería de plata, los adornos navideños, y, detrás de las puertas de cristal de la vitrina, el servicio de té de porcelana china que, si no me equivoco, no se había utilizado ni una sola vez; en un aparador sobre el que, en un orden simétrico, estaban colocados una sopera de loza vidriada en unos tonos extraños y dos floreros de cristal sobre pequeños mantelitos bordados; en la mesa de comedor extensible con las seis sillas; en un sofá con un surtido de cojines hechos a mano; en dos pequeños paisajes alpinos en marcos lacados en negro que colgaban de la pared a una altura diferente; en una pequeña mesa de fumador con cajas de puros y pitilleras y un candelabro de cerámica de varios colores, un cenicero de cuerno de ciervo y latón y un fumívoro eléctrico con la figura de un búho. De la decoración del salón también formaban parte, además de las cortinas y de los estores, la lámpara del techo y la lámpara de pie, una jardinera de caña de bambú, en cuyos diferentes niveles, un tilo de interior, un abeto blanco, un cactus de Navidad y una espina de Cristo llevaban su existencia de vegetal manteniendo un orden estricto. Cabe señalar que, sobre el armario de salón, el reloj de salón contaba las horas a su modo despiadado y que en la vitrina, al lado del servicio de té chino, había un espacio dedicado a una serie de escritos dramáticos encuadernados en lino, los de Shakespeare, Schiller, Hebbel y Sudermann. Eran unas ediciones económicas de la Asociación de Teatro Popular que un buen día mi padre, a quien jamás se le hubiese pasado por la cabeza ir al teatro y aún mucho menos leer una obra, había comprado a un vendedor ambulante en un arrebato de conciencia cultural. La habitación de los huéspedes, a través de cuyas ventanas ahora estaba yo mirando a la callejuela, se encontraba a una distancia considerable de todo ello; a mí mismo, no obstante, en aquel momento no me separaba más que un suspiro, y no me hubiera sorprendido lo más mínimo que el reloj de salón se hubiera colado en mis sueños dando las horas.
Al igual que en la mayoría de las casas en W., un pasillo dividía en dos partes el entresuelo y el primer piso del Engelwirt en sentido longitudinal. En el entresuelo, a un lado, se encontraba el salón, al otro la taberna, la cocina, la cámara frigorífica y el urinario. En el piso de arriba, Sallaba, el arrendatario cojo que después de la guerra había aparecido en W., tenía una casa con su hermosa mujer quien a todas luces parecía despreciar el pueblo. Sallaba poseía un gran número de trajes elegantes y corbatas con alfileres. Pero era menos su vestuario en verdad extraordinario para W. que el hecho de tener una sola pierna y la asombrosa rapidez y virtuosidad con la que se movía con las muletas lo que a mis ojos le confería ese toque de hombre de mundo. De Sallaba se decía que era renano, designación que durante mucho tiempo ha perdurado en mí como un enigma y a la que he tenido por un rasgo de su carácter. Además de los Sallaba y de nosotros, en el primer piso vivía la dueña del Engelwirt, Rosina Zobel, que hacía algunos años había abandonado la regencia de la taberna y desde entonces permanecía el día entero en su cuarto, sumido en la penumbra. Se quedaba sentada en su sillón orejero, iba de un lado a otro, o estaba tumbada en el canapé. Nadie sabía si el vino tinto la había hecho melancólica o si por melancolía se había dado al vino tinto. Nunca se la veía trabajando; ni iba de compras, ni guisaba, ni se la veía lavar la ropa o limpiar la habitación. Una única vez la vi en el jardín, con un cuchillo en la mano y un manojo de cebollinos, mirando el peral recién cubierto de hojas. La puerta de la habitación de la dueña del Engelwirt no solía estar más que entornada, y a menudo entraba en su cuarto y me pasaba horas mirando la colección de postales que tenía dispuesta en tres grandes infolios. La tabernera que, con el vaso de vino en la mano, alguna vez se sentaba conmigo, de cada postal no decía más que el nombre de la ciudad que yo estaba señalando. Con el paso del tiempo esto derivó en una larga letanía topográfica de nombres de localidades como Coira, Bregenz, Innsbruck, Altaussee, Hallstatt, Salzburgo, Viena, Pilsen, Marienbad, Bad Kissingen, Wurzburgo, Bad Homburg y Francfort del Meno. También había muchas postales italianas de Merano, Bolzano, Riva, Verona, Milán, Ferrara, Roma y Nápoles. Una de ellas, que muestra el cono humeante del Vesubio, no sé cómo ni de qué manera, fue a parar al álbum de mis padres y de ahí a mi propiedad.
El tercer tomo contenía fotografías de ultramar, en particular del Lejano Oriente, de la Indochina holandesa, de China y de Japón. Esta colección de tarjetas postales, que alcanzaba varios cientos de piezas, había sido reunida por el marido de Rosina Zobel, el viejo tabernero, quien antes de su matrimonio con Rosina había gastado la mayor parte de una herencia considerable viajando por casi todos los escenarios de la historia universal, y ahora llevaba ya unos cuantos años postrado en la cama. Contaban que yacía en el cuarto contiguo a la habitación de Rosina, y que tenía en la cadera una herida enorme que no acababa de cicatrizar. Parece ser que, cuando era joven, había querido esconder a su padre un puro, que había estado fumando a escondidas, metiéndolo en el bolsillo del pantalón. Que la quemadura contraída de esta forma había mejorado al cabo de poco tiempo, pero que sin embargo más adelante, cuando el tabernero iba camino de los cincuenta, se le había abierto una y otra vez y ya no se le había vuelto a cerrar, incluso se hacía más grande de un año para otro, y por eso, decían, podía ocurrir perfectamente que pronto muriera de la gangrena que le había producido. Este juicio que yo no podía comprender lo acogí como una especie de sentencia, y me figuraba la escena del martirio del dueño del Engelwirt con todos los colores del fuego. Pero nunca llegué a ver en persona al tabernero del Engelwirt, y la tabernera, que así y todo apenas decía nada, tampoco le ha mencionado jamás, creo yo. Sin embargo me pareció haberle escuchado resollar un par de veces en la otra habitación. Más tarde, conforme iba aumentando la distancia, tenía por un hecho cada vez más improbable que hubiese existido el tabernero del Engelwirt y no hubiera sido un mero producto de mi imaginación. En cualquier caso, pesquisas más rigurosas realizadas en W. no han dejado ninguna duda. Arrojaron también como resultado que los hijos de los taberneros, Johannes y Magdalena, no mucho más mayores que yo, se habían criado fuera, en casa de una tía, porque la tabernera, tras el nacimiento de Magdalena, ya empezaba a tener serios problemas con el alcoholismo y no era capaz de seguir ocupándose de los niños. Conmigo, la tabernera, tal vez porque por lo demás no tenía que hacerse cargo de mí, mostraba una paciencia infinita. No fueron raras las ocasiones en las que me sentaba a su lado, ella en el cabecero y yo al pie de la cama, y le recitaba todo lo que me sabía de memoria, no en último lugar el padrenuestro, el ángelus y otras oraciones que ella, casi en su mayor parte, no era ya capaz de proferir. Aún la estoy viendo cómo me escucha, la cabeza, con los ojos cerrados, apoyada en el armazón de la cama, y a su lado, sobre la plancha de mármol de la mesilla de noche, el vino y la botella de Kalterer, y cómo a intervalos expresiones de dolor y de alivio cubrían su rostro. Por cierto que también he aprendido de la tabernera cómo se anuda un lazo y siempre, cuando salía de la habitación, me imponía las manos. A veces aún puedo sentir su pulgar en la frente.
Al otro lado de la calle, enfrente del Engelwirt, se encontraba la casa de los Seelos, en donde vivían los Ambroser, de cuya casa mi madre entraba y salía con mucha frecuencia por estar muy unida a los niños de los Ambroser, más o menos unos diez años menores que ella y a los que había tenido que cuidar muchas veces cuando crecieron. Los Ambroser habían llegado el siglo pasado a W. procedentes de Imst, el Tirol, y siempre que había algo que censurarles se les seguía llamando los tiroleses. Por lo demás se llamaban según la casa de la que se habían hecho cargo, de modo que no se les llamaba Ambroser, sino Seelos Maria, Seelos Lena, Seelos Benedikt, Seelos Lukas y Seelos Regina. Seelos Maria era una mujer pesada y lenta quien desde la muerte de su marido, Baptist, que ya había acaecido hacía unos cuantos años, vestía de negro y se pasaba los días hirviendo café, lo que hacía a la usanza turca quizá en memoria de Baptist, que había sido maestro de obra sin título y que como tal había estado trabajando en Constantinopla durante dieciocho meses antes de la Primera Guerra Mundial, de donde se supone había traído el arte de cocer café. Casi todas las obras de cierta envergadura de W. y de los alrededores, la escuela, el edificio de la estación de Haslach y la presa de agua, que surtía de corriente eléctrica a todo el distrito, habían sido proyectadas en el tablero de dibujo del maestro de construcción Ambroser, y ejecutadas bajo su dirección. Murió, demasiado pronto, como siempre se ha dicho, el día de la fiesta de mayo del año 33 de un derrame cerebral. Fue encontrado en su oficina, desplomado bajo el aparato heliográfico, con el lapicero detrás de la oreja y el compás aún en la mano. Los Seelos vivían de la herencia de Baptist y de las rentas de los campos y de las dos casas que éste había adquirido en vida. El estudio de Baptist estaba alquilado, curiosamente, a un turco de unos veinticinco años llamado Ekrem, que, a causa de la caída del régimen, como se solía decir, había llegado a parar a W. de sólo Dios sabe dónde, y confeccionaba en la cocina grandes cantidades de un dulce llamado miel turca que después vendía en las ferias. Es posible que también haya sido Ekrem quien le haya enseñado a Seelos Maria cómo hervir el café, reuniendo en sus viajes el café negro del que siempre disponía Maria incluso en los tiempos de mayor necesidad. Un día la Seelos Lena dio a luz un niño de Ekrem, que por suerte, como he oído decir, no alcanzó a vivir más de una semana. Puedo acordarme perfectamente de cómo el ataúd diminuto, blanco, fue subido al cementerio sobre el coche fúnebre, grande y negro, tirado por los caballos negros de Erd, el granjero, y cómo, durante el entierro, el agua de la lluvia chorreaba del montón de barro que había junto a la pequeña fosa. Ekrem desapareció poco después de W., si es que no había desaparecido ya, decían que a Múnich, donde debió de abrir un comercio de frutas del sur, y Lena emigró a California, donde se casó con un ingeniero de telefonía con el que se mató en un accidente de coche.
A la familia de los Seelos también pertenecían las tres hermanas solteras de Baptist, las tías Babett, Bina y Mathild, que vivían en la casa vecina, y Peter, el tío también soltero, que había sido constructor de coches y había tenido su taller en la parte trasera de la casa. En la posguerra, en la que debía de andar ya por los sesenta años, solía estar casi siempre deambulando por la parte inferior del pueblo mirando cómo trabajaba la gente. Sólo en casos excepcionales cogía él mismo una herramienta con la mano y escarboteaba un poco en el patio o en el jardín. No he conocido a Peter de otra forma, pues ya quedaban muy atrás los años en los que había ido perdiendo poco a poco la razón. Había empezado por descuidar cada vez más su oficio, pues a pesar de seguir admitiendo encargos, los dejaba a la mitad en caso de que hubiera emprendido su realización, y por dedicarse a llevar a cabo planos pseudoarquitectónicos, como por ejemplo el de una casa de aguas levantada sobre el Ach o el de un púlpito de bosque que, sostenido por una construcción en forma de escalera de caracol, había de rodear la copa de uno de los abetos más altos del bosque parroquial, desde el cual el cura, todos los años, tendría que pronunciar un discurso a su bosque en una fecha determinada. Es una verdadera lástima que haya desaparecido la mayoría de estos planos para los que Peter había delineado un pliego de papel tras otro y cuya ejecución nunca llegó a acometer en serio. Lo único que sí llevó a cabo fue lo que él llamaba el pabellón que construyó en el interior del entramado de la cubierta de la casa de los Seelos, introduciendo aproximadamente un metro de tarima debajo de la cresta del tejado sobre el que después, una vez retiradas las tejas, se pudo instalar, a través de la cresta y sobresaliendo hacia el exterior, el armazón de madera de un observatorio acristalado a la redonda. Desde este observatorio, la mirada, por encima de los tejados del pueblo, lograba adentrarse en los terrenos tapizados de musgo y en los campos, y mucho más lejos aún llegar hasta las sombras de los bosques de las montañas que ascendían desde el fondo del valle. La construcción del pabellón le llevó bastante tiempo y Peter, tras haber celebrado completamente solo la fiesta de cubrir aguas, se pasó semanas sin bajar de su puesto de observación. Parece que pasó allí arriba una gran parte de los primeros años de la guerra, durmiendo durante el día y estudiando las estrellas durante la noche, registrando sus constelaciones en grandes pliegos de cartón azul oscuro, es decir, marcándolas con buriles de diferente grado de forma que cuando sujetaba los pliegos azules en los marcos de madera de su cápsula de cristal podía tener la ilusión, igual que en un planetario, de que sobre su cabeza se arqueaba el firmamento cubierto de estrellas. Hacia el final de la guerra, cuando al Seelos Benedikt, que siempre había sido un niño miedoso, se le envió a Rastatt, a una academia de suboficiales, el estado de Peter empeoró a ojos vistas. De vez en cuando vagaba por el pueblo con un capote recortado de su mapa celeste, diciendo que, incluso durante el día, se podían ver las estrellas tanto desde lo hondo de un pozo como desde la cumbre de las montañas más altas, con lo que es probable que se consolara del miedo que ahora, cada vez que irrumpía la oscuridad que antes siempre había esperado con tanta impaciencia, le asaltaba hasta tal punto que se tapaba los oídos y daba golpes como un loco en torno a sí. Por eso en el primer rellano de la escalera le construyeron un pequeño habitáculo de madera iluminado desde el exterior en el que se le puso la cama y adonde iba por su propio pie a últimas horas de la tarde. El pabellón no se volvió a utilizar desde entonces. Sólo cuando se incendió el aserradero se acordaron otra vez de la atalaya. Todos, como entonces, subimos al pabellón, el clan de los Seelos y media vecindad, y todos estuvimos contemplando al enorme tizón llamear hacia el cielo e iluminar desde abajo la nube de humo que pasaba a lo lejos. Pero el tío Peter no estaba con nosotros. Aquel mismo año en el que se quemó el aserradero fue ingresado en el hospital de Pfronten, porque de pronto nadie, ni siquiera Regina, la más hermosa de los hijos de los Seelos y quien le inspiraba mayor confianza, podía lograr que se metiese algo de comida al cuerpo. Peter no dejó que le retuvieran en el hospital, sino que durante la primera noche se levantó y se marchó de allí dejando un papel en el que se dice que ponía: «Estimado señor Doctor: Me voy al Tirol. Afectuosamente, Peter Ambroser». La búsqueda que a continuación se inició tras él no tuvo ningún éxito, y hasta el día de hoy no han conseguido dar con la más mínima huella suya.
Los primeros días de mi estancia en W. no abandoné el Engelwirt. Atormentado de noche por los sueños y sin lograr descansar hasta la llegada del alba, me quedaba dormido, cosa que de lo contrario nunca me es posible, hasta el mediodía. Durante las horas siguientes, sentado en la taberna, vacía, me mantenía ocupado con mis notas y con las reflexiones que éstas traen consigo, y cuando, al anochecer, llegaban los campesinos a los que sin excepción conocía de vista de mis tiempos de colegio, por lo que todos me parecían haber envejecido de golpe, no me cansaba de escucharles con atención desde el otro lado de mi aparente lectura de periódico mientras pedía un vaso tras otro de Lagreiner. Los campesinos, la mayoría con el sombrero puesto, estaban acurrucados como antaño, bajo el enorme cuadro de leñadores. El cuadro, que ya colgaba en el antiguo Engelwirt en el mismo lugar, se había oscurecido a lo largo de todos estos años de tal forma que de inmediato no se podía saber con seguridad qué es lo que representaba. Hasta que uno no llevara un buen rato observándolo con atención, en la superficie del cuadro no emergían los fantasmas de los leñadores. Estaban descortezando y poniendo garfios de hierro a los troncos caídos, y se les había retratado en poses poderosas, tales como levantar el brazo y preparar el golpe, características de la heroificación del trabajo y de la guerra. Hengge, el pintor, de quien sin duda procedía el cuadro, había confeccionado muchas de estas estampas de leñadores. El momento cumbre de su fama había tenido lugar en los años treinta, y había llegado a ser famoso incluso en Múnich. En las paredes de las casas de W. y demás alrededores podían verse murales suyos, fieles a sus tonalidades marrones de siempre, que sólo diferían de sus motivos principales, entre los que, junto a los leñadores, figuraban los cazadores furtivos y los campesinos insurrectos bajo su bandera, cuando expresamente se le había dado un motivo determinado. En la casa de los Seefelder, por ejemplo, en la que el abuelo tenía la buhardilla en la que nací, se había reproducido una carrera de coches porque a Ure Seefelder, herrero de oficio, le había parecido adecuada a la tienda de maquinaria que había abierto en el pueblo unos cuantos años antes de la guerra y a la nueva era que ahora también había comenzado en W., y, en la pequeña casa de los transformadores, a las afueras del pueblo, había incluso una representación alegórica de la energía hidroeléctrica. Todos esos cuadros de Hengge tenían para mí algo que me intranquilizaba sobremanera. Uno en particular, el fresco situado en la Caja de Ahorros Rural que representaba una segadora erguida, puesta en pie frente a un campo en época de siega, que a mí siempre me había parecido un terrible campo de batalla, me inspiraba tal temor que cada vez que pasaba por delante tenía que apartar los ojos. De modo que Hengge, el pintor, era capaz de ampliar su repertorio. No obstante, cuando podía abandonarse por completo a su propio sentido artístico, no pintaba más que cuadros de leñadores Incluso después de la guerra, cuando, por diferentes motivos, su monumental obra ya no se cotizaba mucho, no desistió de su empeño A lo último su casa debió de estar repleta de cuadros de leñadores, tanto, que él mismo apenas tenía sitio dentro, y la muerte, como rezaba la necrológica, le sorprendió trabajando de lleno en un cuadro que representaba un leñador sobre un trineo de madera en un descenso peligrosísimo. Reflexionando sobre los cuadros de Hengge, el pintor, se me ha ocurrido que estos cuadros, a excepción de los de la iglesia parroquial, han sido más o menos los únicos que habré visto hasta mi séptimo u octavo año de vida, y ahora me parece como si estas imágenes de leñadores y crucifixiones y la gran pintura de la batalla de Lechfeld, donde Ulrich, el príncipe obispo, pasa con su caballo blanco por encima de un huno que yace en el suelo y en el que también los ojos de todos los caballos tienen cierta expresión de locura, me hubiesen causado un efecto demoledor. Por ello, cuando mis notas llegaron a un punto concreto, abandoné mi puesto en la taberna del Engelwirt para volver a examinar estos cuadros, si es que seguían estando en el mismo sitio. No podría decir si, a causa del reencuentro, estos cuadros me resultaban más o menos demoledores. Más bien me causaban el efecto contrario. Sea como fuere, ir de un cuadro a otro me animó a seguir caminando; salí a los campos y subí a los caseríos que se yerguen en los cerros de los alrededores, subí a Bichl y a Adelharz, llegué a Enthalb der Ach, a Bärenwinkel y a Jungholz, a Reutte de arriba y Reutte de abajo, a Haslach y saliendo a Oy, a Schrey y a Elleg, caminos, todos ellos, que había recorrido con mi abuelo en mi infancia y que tanto habían supuesto en mis recuerdos, pero que ahora, en la realidad, como hube de constatar en aquel momento, carecían de todo significado. De cada una de estas excursiones regresaba abatido al Engelwirt y a los dispares apuntes en los que últimamente había encontrado un cierto apoyo, incluso cuando en aquellos instantes siempre tenía ante mí, en señal de advertencia, el ejemplo de Hengge, el pintor, y la cuestionabilidad de la pintura artística.
Mis indagaciones dieron como resultado que Lukas era el único de los Seelos que seguía viviendo en W. La casa de los Seelos había quedado abandonada y Lukas vivía en la casa contigua, más pequeña, que antiguamente habían administrado Babett, Bina y Mathild. Llevaría ya unos diez días en W. cuando por fin me decidí a visitar a Lukas. Inmediatamente me dijo que me había visto salir varias veces del Engelwirt, pero que no había sabido dónde encasillarme. Pensándolo bien ahora, por supuesto que no le recordaba al niño, sino al abuelo, que, según él, tenía el mismo andar que yo y que, cuando salía por la puerta de una casa, primero se quedaba parado un momento, como yo, para mirar qué tiempo hacía. Creí advertir que mi visita alegraba a Lukas, ya que, después de haber estado trabajando en una fábrica de planchas de hojalata de construcción hasta cumplir la edad de cincuenta años, se había acogido, como se suele decir, a la jubilación anticipada a causa de una artritis que paulatinamente le había ido deformando, y ahora se pasaba los días en casa, en el sofá, mientras su mujer seguía llevando la papelería del viejo Specht. Nunca, dijo al cabo de muy poco tiempo, hubiera creído que los días, el tiempo y la vida se le pueden hacer a uno tan largos cuando le dejan aparcado en la vía muerta. Le apesadumbraba además que, dejando a un lado a Regina, que se había casado en el norte de Alemania con un empresario, él era el único Ambroser que quedaba. Me contó la historia de la desaparición del tío Peter en el Tirol, de la muerte de la madre que aconteció poco después, la cual, en las últimas semanas de su vida, había perdido tanto de su mucho peso que nadie la hubiera podido reconocer, y durante mucho tiempo se estuvo comentando la extraña circunstancia de que las tías Babett y Bina, quienes habían hecho todo juntas desde la infancia, habían muerto el mismo día, una del corazón y la otra por el horror que le había supuesto la muerte de la hermana. Del accidente de coche en América en el que perdieron la vida Lena y su marido, continuó, nunca se ha podido averiguar gran cosa. Por lo visto, lo único que había ocurrido es que se habían salido de la carretera con su nuevo Oldsmobile, el cual tenía unos neumáticos blanquísimos, como había visto en una foto, precipitándose al fondo de un barranco. Mathild había vivido mucho tiempo, hasta bien entrados los ochenta, tal vez porque de todos era la que había tenido la cabeza más despierta, dijo Lukas. Había tenido una muerte dulce, en su propia cama, en mitad de la noche. Exactamente de la misma forma en la que se acostaba todas las noches se la había encontrado su mujer a la mañana siguiente. Por el contrario, con Benedikt, dijo sin querer entrar en más detalles, se había cebado la mala suerte antes de acabar con él, y ahora, remató, había llegado su turno. Después del punto final que con aquella observación había puesto Lukas a la historia de la familia de los Ambroser, me pareció que no sin un atisbo de estar en cierto modo satisfecho, quiso saber qué es lo que me había vuelto a llevar a W. después de tantos años y precisamente en noviembre. Mis explicaciones, complicadas y en parte contradictorias, le parecieron, para mi asombro, convincentes, sin necesidad de añadir nada más. En especial se adhirió a cuanto dije respecto a que, en mi cabeza, había muchas cosas que con el tiempo habían logrado concordar a la perfección sin que por ello estuviesen más claras, muy al contrario, se habían tornado más enigmáticas. Cuantas más imágenes del pasado reunía, le dije, más improbable me parecía que el pasado se hubiera desarrollado de esta forma, pues no había nada en él que se pudiera denominar normal, sino que la mayor parte era ridículo, y si no era ridículo era algo espantoso. Lukas dijo que ahora, que se pasaba el día entero tumbado en el sofá o como mucho ocupado con pequeños trabajos de la casa que no tenían utilidad alguna, le resultaba incomprensible haber sido una vez un buen portero de fútbol, y que en su época, él, cada vez más atormentado por graves depresiones, había hecho de payaso en el pueblo e incluso, como quizá yo recuerde, en carnaval había desempeñado durante varios años el cargo honorífico de payaso, porque en ninguna parte se había podido encontrar un sucesor que le llegase a la suela de los zapatos. Recordando aquella época gloriosa, a la mano gotosa de Lukas llegó actividad mientras me enseñaba el movimiento de cómo había manejado las tijeras de carnaval, para lo que se necesitaba, decía, una fuerza y un equilibrio únicos, o cómo había acercado la palmeta a las mujeres desde atrás, levantándoles la falda cuando menos se lo esperaban. Y es que mientras se pensaban que estaban seguras, con las puertas cerradas en el piso más alto y asomadas a las ventanas para ver pasar las comparsas de carnaval, él estaba detrás, subido a un henil o a un emparrado, y sembraba el pánico entre ellas, lo que, aunque no lo quisieran reconocer, estaban esperando. Lukas contaba que a menudo no había estado más que en la cocina para llevarse las berlinesas recién hechas que después repartía por la calle, cosa que las mujeres siempre observaban con entusiasmo y aplausos de aprobación hasta que, al ver vaciarse los platos, se daban cuenta de que eran sus propias berlinesas las que se estaban repartiendo.
En relación con el carnaval acabamos hablando de Specht, el tipógrafo, cuya papelería administraba ahora la mujer de Lukas. Specht, dijo, por carnavales seguía teniendo el árbol de Navidad en el escaparate de la tienda, y el árbol, adornado en la última semana de Adviento y ya completamente deshojado, no sólo había estado en el escaparate en carnaval, sino que con frecuencia llegaba a Semana Santa, teniendo incluso que apremiar a Specht para que por lo menos lo quitase a tiempo para la procesión del Corpus. Specht, que desde los años veinte escribía, editaba, ponía en cajas e imprimía el periódico de cuatro hojas cada catorce días y sin ningún tipo de ayuda, era, como no es extraño en el caso de los tipógrafos, un tipo extremadamente ensimismado. A ello se le añadía que de tanto manejar las oraciones de plomo se había vuelto cada vez más pequeño y más gris. Yo me acordaba muy bien de Specht, a quien primero le había tenido que comprar los lapiceros y después las plumas y los cuadernos de escuela de papel lleno de restos de madera en los que las plumas siempre se quedaban clavadas al escribir. A lo largo de todos esos años gastaba un abrigo de cotón gris que le llegaba casi hasta el suelo, llevaba unas gafas redondas de metal y, cuando alguien entraba en la tienda bajo el campanilleo de la esquila, salía siempre del taller de impresión con un trapo aceitoso en la mano. Por la noche, en cambio, se le veía, envuelto en el resplandor de la lámpara, sentado a la mesa de la cocina y escribiendo los artículos e informes que habían de ser acogidos en el «Landbote». Lukas creía saber que Specht, en la redacción, rechazaba mucho de aquello de lo que semana tras semana escribía para el «Landbote» porque no era suficiente para las exigencias del periódico. Como se nos había hecho tarde y se nos había acabado el Kalterer, Lukas me llevó por toda la casa, me enseñó dónde había estado el Café Alpenrose que habían regentado Babett y Bina, dónde había tenido su consulta el doctor Rambousek y dónde habían estado los dormitorios y el cuarto de estar de las tres hermanas. Al despedirnos le dije a Lukas, que con su garra de dedos gotosos, semejante a la de un pájaro, sostuvo mi mano empuñada durante largo tiempo, que con mucho gusto, si no le importaba, le iría a visitar para hablar más de aquello que tan atrás quedaba en el pasado. Sí, dijo Lukas, eso de los recuerdos es algo realmente extraño. Que él, cuando está tumbado en el sofá pensando en el pasado, a veces tenía la sensación de ir a tener que operarse de cataratas.
Aquella misma noche, en el Engelwirt, pude reconstruir en cierta medida el Café Alpenrose con la ayuda de una segunda botella de Kalterer. Si Babett y Bina tuvieron la idea de abrir el café, o si Baptist creía saber colocadas con ello a las hermanas solteras, son incógnitas que pertenecen a la prehistoria de la que ya nadie puede acordarse. En cualquier caso, el Café Alpenrose había estado allí y había subsistido hasta la muerte de Babett y Bina aunque jamás entrara nadie. En el jardín de la parte delantera, en verano, debajo de un tilo ahorquillado que procuraba un hermoso techo de hojas aliviando su carga, había una mesa verde de hojalata y tres sillas verdes de jardín. La puerta de la casa siempre estaba abierta, y a cada pocos minutos aparecía Bina en el umbral, montando guardia a la espera de clientes que habrían de llegar alguna vez. No sé puede decir con seguridad qué es lo que mantenía a los clientes a distancia. Probablemente no se debiera sólo al hecho de que en aquella época no existían los llamados extranjeros que vinieran a veranear a W., sino que la situación era tan desesperada ante todo porque, en el café-bar, Babett y Bina llevaban una especie de local para solteronas del que no había nada que hubiese podido atraer a los hombres. No sé y tampoco Lukas sabía qué tipo de imagen suscitarían ambas hermanas al principio de su trayectoria comercial. Con cierta seguridad no se podía constatar más que, debido a las sucesivas decepciones sufridas a lo largo de los años y a las esperanzas renovadas constantemente, aquello que una vez habían sido o lo que hubieran querido ser había quedado destruido por completo. Después de todo, el menoscabo de todo su ser, vinculado a esta destrucción y originado por la eterna dependencia mutua, tuvo como consecuencia que nadie las considerara dos viejas solteronas a medio hacer. Evidentemente no servía de nada que Bina diese una y otra vuelta alrededor del edificio y del jardín delantero alisándose el mandil con las manos, mientras Babett se quedaba todo el día sentada en la cocina doblando paños de secar los cubiertos, para, inmediatamente, volverlos a desdoblar y volver a doblarlos de nuevo. Sólo gracias a un esfuerzo descomunal consiguieron mantener su propia economía mínima, y qué es lo que hubieran hecho de haberse presentado un cliente es algo inimaginable. Ya para hacer la sopa se estorbaban más de lo que se ayudaban, y la confección semanal del pastel de los domingos era, como me contó Lukas, un asunto de estado mayor que cada vez les llevaba el sábado entero. No obstante, cuando la semana iba tocando a su fin, Babett siempre insistía a Bina y Bina a Babett en hacer el pastel también en esta ocasión, alternando un pastel de manzana con un bizcocho de Saboya. Cada vez, al haber concluido su elaboración, el pastel era llevado con cierta ceremoniosidad a lo que las dos llamaban el salón de café, y allí, recién espolvoreado e íntegro, como estaba, era colocado debajo de la campana de cristal del aparador junto al pastel de manzana o el bizcocho de Saboya hecho el sábado anterior, de forma que un cliente que hubiese llegado el sábado por la tarde hubiera podido escoger entre dos pasteles, entre un pastel de manzana revenido o un bizcocho de Saboya recién hecho, o entre un pastel de manzana recién hecho y un bizcocho de Saboya revenido. El domingo por la tarde ya no hubiese existido esta posibilidad, pues el domingo por la tarde Babett y Bina consumían o el pastel de manzana revenido o el bizcocho de Saboya revenido en el café del domingo por la tarde, Babett comiendo el pastel con un tenedor de postre mientras Bina lo mojaba en el café, de lo que Babett, muy a pesar suyo, nunca la había podido desacostumbrar. Después de consumir el pastel revenido se quedaban sentadas una, dos horas, ahitas y silenciosas, en el salón de café. En la pared, sobre el aparador, colgaba el cuadro que representaba el suicidio de una pareja de enamorados. Era una noche de invierno y la luna sólo era visible por entre grandes nubes para este último instante. Los dos estaban en el extremo de un pequeño desembarcadero de madera y justo en ese momento estaban dando el paso decisivo. Los pies de la chica y del hombre tendían a la profundidad al unísono y, conteniendo la respiración, se sentía cómo ambos eran ya presa de la gravedad. Sólo recuerdo que la chica tenía un velo fino, verde claro, enrollado alrededor de la cabeza descubierta, mientras el viento tensaba el abrigo oscuro del hombre. Debajo de este cuadro estaba el pastel pensado para la semana venidera, el reloj de pared hacía tictac, y antes de que comenzase a dar las campanadas, gemía siempre un buen rato como si todo en él se negara a anunciar la pérdida de otro cuarto de hora más. A través de las cortinas caía en verano la última luz de la tarde, el primer crepúsculo en invierno y, sobre la mesa del centro, estaba, inmóvil, como siempre, la enorme sansevieria, por la que pasaba un año tras otro sin dejar rastro y en torno a la que, de una forma misteriosa, todo parecía girar en el Alpenrose.
Mi abuelo solía pasar una vez a la semana por el Alpenrose para hacer una visita a Mathild. Estas visitas semanales consistían en que los dos echaban un par de partidas a las cartas y mantenían despaciosas conversaciones para las que al parecer nunca les faltaba tema. Entonces se sentaban en el salón de café porque Mathild no permitía que nadie subiera a su habitación, tampoco al abuelo, y por así decirlo se había convertido en una costumbre que Babett y Bina, quienes respetaban a Mathild como a una instancia superior, se quedaran en la cocina a estas horas de visita. A veces yo acompañaba al abuelo al Alpenrose, como a casi todas partes, y me sentaba junto a ellos con un vaso de zumo de frambuesa mientras las cartas se barajaban, se cortaban, se repartían, se jugaban, se echaban a un lado, se contaban y se volvían a barajar de nuevo. Según una vieja costumbre, el abuelo se dejaba el sombrero puesto siempre que jugaba a las cartas. Cuando habían acabado de jugar y Mathild se iba a la cocina, el abuelo se quitaba por fin el sombrero y con un pañuelo se secaba el sudor de la frente. Yo no podía hacerme una idea de la mayor parte de las cosas que se hablaban durante el café, y por eso, cuando empezaban a hablar, acostumbraba a irme afuera, me sentaba en una de las sillas del jardín a la mesa verde de hojalata y miraba el viejo atlas que Mathild siempre me tenía preparado. En este atlas había una hoja en la que estaban ordenadas las mayores corrientes y las elevaciones más altas de la tierra según su longitud o su altura, y había maravillosos mapas coloreados incluso de las partes más alejadas del mundo, apenas recién descubiertas, cuya diminuta inscripción, que, de forma semejante a los primeros cartógrafos de la tierra, en un principio no podía descifrar más que en parte, me parecía contener todos los secretos imaginables. En la mala estación del año me sentaba con el atlas sobre las rodillas en el escalón más alto, allí donde, desde la ventana del hueco de la escalera, penetraba la luz hacia el interior y en la pared colgaba una oleografía que mostraba un jabalí, el cual, dando un enorme salto desde la oscuridad del bosque, importunaba el almuerzo en un claro de un grupo de cazadores. La escena que además del jabalí y de los cazadores aterrados en sus trajes verdes de etiqueta representaba platos y viandas volando por el aire con una gran fidelidad al pormenor, llevaba el título de En el bosque de las Ardenas, y este título, en sí completamente inofensivo, me evocaba algo mucho más peligroso, desconocido y profundo de lo que el mismo cuadro era capaz de reproducir. Lo misterioso que rezumaban las palabras «Bosque de las Ardenas» se intensificaba gracias a que Mathild me había prohibido expresamente abrir cualquiera de las puertas del piso de arriba. Pero en particular me había prohibido subir al desván, donde, como Mathild me había enseñado con la capacidad de convicción que le era característica, se alojaba el cazador gris, de quien no me dio ningún otro dato más preciso. Así que, sentado en el escalón del último piso, me encontraba, en cierta medida, en el límite de lo permitido, allí donde la inquietud de la tentación se siente con mayor fuerza. Por eso siempre me sentía cercano a la redención cuando el abuelo volvía a salir del salón de café, se ponía el sombrero y le daba la mano a Mathild en señal de despedida.
Con ocasión de una de las siguientes visitas que hice a Lukas, subimos al desván. Probablemente fuera yo quien condujo la conversación hacia esta parte de la casa. En opinión de Lukas no había podido cambiar mucho en todo este tiempo. Lo cierto es que él, me dijo, cuando se hizo cargo de la casa a la muerte de las tías, nunca había vaciado el desván porque con todos los utensilios que habían almacenado y todos los cachivaches en general, aquello era ya algo superior a sus fuerzas. Efectivamente, el desván ofrecía un aspecto sobrecogedor. Había cajas y cestos apilados, sacos, correajes, cencerros, cuerdas, trampas para ratones, marcos de panales de miel y de las vigas colgaba todo tipo de envoltorios. En una esquina asomaba el reflejo de un bombardino, mate bajo la capa de polvo que lo cubría y, a su lado, sobre una cama de muelles que una vez había sido roja, un nido de avispas monstruosamente grande, olvidado desde hace mucho tiempo; ambos, la tuba de latón y la casa de papel de miles de hojas, como símbolos de una disolución paulatina en la perfecta quietud reinante del desván. Y dicha quietud, sin embargo, no era de fiar. De arcas, cómodas y cajas con tapas en parte abiertas, cajones y puertas brotaba todo lo imaginable en cuanto a objetos de uso diario y prendas de vestir. Se podía imaginar fácilmente que toda esta colección de los objetos más dispares había estado en movimiento, en una especie de evolución, hasta el instante en el que habíamos entrado, y que ahora, a causa de nuestra presencia, permanecía muda, como si nada hubiera pasado. En una estantería, que de inmediato me llamó la atención, se sostenía, con el aspecto de estar desplomada sobre sí misma, la biblioteca de Mathild, la cual comprende cerca de cien volúmenes y entretanto se encuentra en mi posesión, y, conforme transcurre el tiempo, adquiere una mayor importancia para mí. Además de obras literarias del último siglo, de relatos de viajes al norte más lejano, además de manuales de geometría y de estática de construcción, y de un diccionario de turco situado al lado de un pequeño manual sobre cómo escribir cartas que en su día pertenecieron a Baptist, había numerosas obras religiosas de índole especulativo y devocionarios del siglo XVII y de principios del XVIII con imágenes en parte drásticas de los suplicios que nos esperan a todos.
Por otra parte, para mi sorpresa, mezclados con los escritos espirituales, había varios tratados de Bakunin, Fourier, Bebel, Eisner, Landauer y la novela autobiográfica de Lily von Braun. A mi pregunta en cuanto al origen de esta biblioteca, Lukas sólo supo decirme que Mathild siempre había estado estudiando algo, y que por eso, como tal vez recordaba, se la había tenido en el pueblo por una excéntrica. Inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial había ingresado en el Convento de Señoritas Inglesas de Ratisbona, pero, decía Lukas, aun antes de terminar la guerra había abandonado el convento, en circunstancias extrañas que le eran desconocidas, y había permanecido en Múnich unos cuantos meses, en la época roja, de donde volvió a casa, a W., en un grave estado de perturbación y casi sin habla. Lukas dijo que él, evidentemente, todavía no había venido al mundo, sin embargo su madre, como recordaba con toda claridad, se había extendido largo y tendido sobre Mathild: que había vuelto a casa, a W., después de salir del convento y del Múnich comunista completamente trastornada. Lukas continuó diciendo que su madre, en ocasiones, cuando estaba de mal humor, llamaba a Mathild la beata roja. Mathild, por su parte, después de haber recuperado cierto grado de su equilibrio, no había permitido que bajo ningún concepto la confundieran con este tipo de observaciones. Muy al contrario, afirmaba Lukas, se había sentido bien en su recogimiento, cada vez más, según parecía obvio; incluso la forma en la que año tras año anduvo deambulando por entre los habitantes del pueblo, a quienes despreciaba, ataviada infaliblemente con su vestido o su abrigo negros, siempre bajo la protección de un sombrero y nunca sin su paraguas, tampoco con el tiempo más hermoso, tenía, como quizá recordara de mi propia infancia, algo así como cierta alegría.
Seguíamos investigando en el desván, cogiendo esto o aquello, una muñeca de porcelana sin pelo, una jaula de jilguero o un viejo hierro para marcar la piel de los terneros, y debatiendo mientras la posible procedencia e historia de estas cosas, cuando de pronto me sentí inmediatamente atraído por una aparición que, ahora con una claridad mayor, ahora más débilmente detrás de una luz que oblicua penetraba por la ventana del desván, se daba a conocer como una figura uniformada. Era, en efecto, como se hizo patente después de una observación más detallada, una vieja marioneta de sastrería ataviada con pantalones cenicientos y chaqueta cenicienta, cuyos cuellos, solapas y jaretas un día debieron de ser verdes como la hierba y sus botones de un color dorado. Sobre la cabeza de madera, el maniquí llevaba un sombrero igualmente ceniciento con un penacho verde de plumas de gallo. Tal vez porque había estado oculta tras el velo de luz, que caía en la oscuridad del desván a través de la claraboya, en el que se arremolinaban sin descanso las partículas relucientes de una materia que se diluye en la ingravidez, la figura gris me causó de inmediato un impresión extremadamente misteriosa, acrecentada por el manso olor alcanforado que desprendía. Pero cuando, sin fiarme demasiado de las apariencias, me acerqué más y toqué una de las mangas del uniforme que colgaba vacía, ésta, ante mi más puro espanto, se desintegró en polvo. De las averiguaciones que he llevado a cabo desde entonces se infiere que el traje ceniciento con adornos grises era con gran probabilidad el de uno de aquellos cazadores austríacos que por el 1800 fueron al campo de batalla como tropas voluntarias contra los franceses, suposición que ganaba en probabilidad por una historia que contó Lukas y que, dijo, aún remitía a Mathild, según la cual uno de los antepasados lejanos de los Seelos había marchado al frente de una tropa de mil soldados reclutados en el Tirol pasando por el Brenner, bajando el Adigio y a orillas del lago de Garda hacia el interior de la llanura del norte de Italia, donde debió de perder la vida junto a todos aquellos reclutados en la terrible batalla de Marengo. El significado de la historia del cazador tirolés, caído en la batalla de Marengo, residía para mí, no en último lugar, en el hecho de que en el desván del café-bar Alpenrose, adonde se me había prohibido subir durante las visitas de mi infancia con la alusión al cazador que se encontraba allí arriba, había existido uno de verdad incluso a pesar de que éste no correspondiera en todo a la imagen que yo, sentado en la escalera del desván, me había hecho de él. Lo que me había imaginado entonces y lo que después me había seguido apareciendo en sueños aún con cierta frecuencia era un hombre extraño y grande, con una gorra alta y redonda de piel de Crimea calada en la frente, y vestido con un amplio abrigo marrón ceñido por un formidable correaje que recordaba a los arreos de un caballo. Tendido sobre el regazo tenía un pequeño sable curvo con una vaina que relumbraba lánguida. Los pies estaban encajados en botas altas con espuelas. Un pie descansaba sobre una botella de vino caída, el otro, apoyado en el suelo, levemente incorporado, con el talón y la espuela hundidos en la madera. Una y otra vez he soñado y aún en ocasiones sigo soñando que este hombre extraño extiende su mano hacia mí, y yo, pese a todo mi miedo, me atrevo a aproximarme más y más a él, hasta tan cerca que por fin puedo tocarle con la mano. Y, cada vez, ante mí tengo, por el contacto, los dedos de la mano derecha polvorientos, e incluso ennegrecidos, como signo de una desgracia sin parangón en el mundo.
Hasta el final de los años cuarenta el doctor Rudolf Rambousek estuvo ejerciendo en la casa Alpenrose, en la habitación situada en la planta baja, frente al café-bar. El doctor Rambousek había venido a W., no mucho después del final de la guerra, de una ciudad morava, creo que de Nikolsburg, en compañía de su pálida mujer y sus dos hijas adolescentes, Felicia y Amalia, lo que para él, y no menos para sus mujeres, supondría probablemente un destierro en el fin del mundo. No era extraño que aquel hombre pequeño, corpulento, siempre arreglado al estilo de la gran ciudad, fuese incapaz de establecerse en W. Los rasgos de su rostro, velados, que parecían extranjeros y que con mucho como mejor se podían designar era con la palabra levantino, los párpados siempre hundidos a la mitad de sus grandes ojos oscuros, y todo su porte, que de algún modo reflejaba distanciamiento, dejaban pocas dudas de que era un ser desconsolado por naturaleza. Por lo que yo sé, el doctor Rambousek, en todos los años que pasó en W., no logró trabar amistad con una sola persona. De él se decía que rehuía a la gente, y yo tampoco recuerdo haberle visto una sola vez en la calle aunque no viviera en el Alpenrose sino en la casa del maestro, de modo que de vez en cuando tenía que estar de paso entre la casa del maestro y el Alpenrose, o lo que es lo mismo, entre el Alpenrose y la casa del maestro. Esta ausencia verdaderamente llamativa era uno de los factores que con más persistencia le diferenciaban del doctor Piazolo, que ya rondaría los setenta años, a quien se podía ver a todas las horas del día y de la noche por el pueblo en su Zündapp de setecientos cincuenta centímetros cúbicos, o bien subiendo y bajando montañas entre las localidades adyacentes de uno u otro lado. Tanto en invierno como en verano, el doctor Piazolo, quien en casos de urgencia también estaba dispuesto a desempeñar tareas propias del oficio de un veterinario y al parecer con el propósito de morir con las botas puestas, llevaba una vieja gorra de aviador con orejeras, unas gafas enormes de motorista, un uniforme de cuero y unas polainas de cuero. Por cierto que el doctor Piazolo tenía otro doble o una segunda sombra en Wurmser, el párroco, del que tampoco se podía decir que fuese un chaval, el cual llevaba ya mucho tiempo administrando sus últimos sacramentos en moto, cargando consigo los útiles de los sacramentos, los santos óleos, el agua bendita, la sal, un pequeño crucifijo de plata, y el Santísimo Sacramento en una vieja mochila parecida a la del doctor Piazolo hasta en el blanco de los ojos, si es que cabe decirlo así, por lo que ambos, el párroco Wurmser y el doctor Piazolo, en una ocasión que estuvieron juntos sentados en la taberna del Adlerwirt, confundieron sus mochilas, de tal suerte que al parecer el doctor Piazolo fue con los útiles de los últimos sacramentos a ver a su próximo paciente y Wurmser, el párroco, con los utensilios de médico a atender al siguiente miembro de la comunidad que yacía al borde de la extinción. No sólo era grande la semejanza entre las mochilas de Wurmser, el párroco, y del doctor Piazolo, sino también la de su total aspecto externo, hasta tal punto que, cuando en alguna parte, en el pueblo o en los caminos fuera de él, se veía a una persona en moto, hubiera sido imposible decir si se trataba del doctor o del cura, de no ser porque el doctor tenía la costumbre de poner los pies, embutidos en las botas claveteadas, no sobre los apoyapiés de la máquina, sino que, por seguridad, los dejaba arrastrar por la grava de los caminos o por la nieve, por lo que su figura, cuando menos vista desde delante o desde detrás, se diferenciaba de la del cura. Es fácil pensar lo difícil que habrá tenido que ser para el doctor Rambousek rivalizar con esta competencia tan arraigada en el pueblo, y por qué habrá preferido, al contrario que estos dos emisarios en cierta medida omnipresentes, el padre espiritual y el médico de cabecera, no salir de casa en tanto le fuera posible. No obstante, no se hubiera podido afirmar que el doctor Rambousek no disfrutaba del aprecio de aquellos que iban a visitarle. A fin de cuentas yo mismo había sido testigo a menudo de cómo madre ensalzaba las artes medicinales del doctor Rambousek con los mayores elogios, en particular charlando con la modista que vivía en casa del maestro de postas, Valerie Schwarz, que, aunque no fuese de Moravia, como el doctor Rambousek, procedía de Bohemia, y, pese a su diminuto tamaño corporal, poseía un pecho de tal desmesura como no he vuelto a ver más que en una ocasión, en la estanquera de Amarcord, la película de Fellini. Pero mientras que madre y Valerie alababan hasta más no poder al doctor Rambousek, al resto de los habitantes del pueblo nunca se les hubiera ocurrido ir a su consulta. Si a alguien le dolía algo, se mandaba a buscar al doctor Piazolo, y por eso el doctor Rambousek, día tras día, un mes tras otro y año tras año pasaba la mayor parte del tiempo solo, sentado en su consultorio de la Alpenrose. Sea como fuere, siempre le veía, cuando iba con el abuelo a ver a Mathild a la Alpenrose, a través de la puerta entreabierta, en la habitación amueblada con austeridad, sentado en su sillón giratorio escribiendo, leyendo o simplemente mirando por la ventana. Un par de veces me acerqué hasta situarme bajo el marco de la puerta y estuve esperando a que mirase hacia mí o bien me invitara a acercarme un poco más, pero o nunca se percató de mi presencia o bien le resultaba imposible dirigir la palabra a un niño desconocido. Sucedió un día extraordinariamente caluroso, de mitad del verano del año 49, en el que, mientras mi abuelo y Mathild charlaban en la cafetería, estuve mucho tiempo sentado en el escalón más alto de la escalera del desván, escuchando el crujido de la madera de la armazón del tejado y otros pocos ruidos que desde fuera penetraban en la casa, como el silbido que se hinchaba y deshinchaba de las sierras circulares o el cacareo solitario de un gallo. Aun antes de que hubiese concluido la hora de visita del abuelo, bajé al vestíbulo con la firme decisión de preguntarle al doctor Rambousek si no estaría dispuesto a curar la quemadura cada vez mayor del viejo tabernero del Engelwirt. Pero para mi sorpresa la puerta del consultorio estaba cerrada. Sin embargo me atreví a entrar. En el interior todo estaba impregnado de la luz de verano, de un verde profundo que caía al interior a través del tilo que se erguía delante de la ventana. Me pareció que reinaba una quietud ilimitada. El doctor Rambousek estaba sentado, como siempre, en su sillón giratorio, con la única diferencia de que la parte superior de su cuerpo, hundida hacia adelante, reposaba sobre el escritorio. La manga izquierda estaba recogida hasta la mitad, y en el pliegue del codo descansaba, torcida de una extraña forma, la cabeza del doctor, que me pareció monstruosamente grande, con los ojos oscuros mirando fijamente a un punto, inmóviles, algo prominentes, pero todavía muy hermosos. Abandoné el consultorio con gran cautela y de nuevo subí a mi sitio, en la parte superior de la escalera del desván, donde estuve esperando a oír salir a mi abuelo de la cafetería con Mathild. De aquello que vi en el consultorio no le dije a mi abuelo ni una sola palabra, tanto por el miedo como porque yo ya tampoco me lo podía creer. En el camino de vuelta a casa teníamos que recoger el reloj de bolsillo que el abuelo le había dado a Ebentheuer, el relojero, para que lo arreglara. La campanilla de la entrada tintineó e inmediatamente después estábamos en el interior de la pequeña tienda, en la que un sinnúmero de relojes de antesala, relojes de pared, relojes de salón y de cocina, despertadores, relojes de bolsillo y de pulsera formaban tal revuelo de tictacs como si un único mecanismo de relojería no pudiera aniquilar suficiente tiempo. Mientras el abuelo y Ebentheuer, como siempre con la lupa sujeta en el ojo izquierdo, conversaban sobre qué es lo que le había pasado a su reloj de bolsillo, yo miraba por encima del mostrador hacia el interior del sombrío cuarto donde estaba el menor de los hijos de Ebentheuer, que se llamaba Eustach y tenía hidrocefalia, balanceándose con lentitud en una sillita alta de un lado a otro. En lo que concernía al doctor Rambousek, fue hallado efectivamente aquella misma tarde por su mujer, quien poco después abandonaría W. con sus hijas, en el consultorio de la Alpenrose, sin vida y frígido. Más adelante, en cierta ocasión escuché decir a Valerie Schwarz, en una conversación susurrada que mantuvo con mi madre, que el doctor Rambousek había sido morfinómano y que por eso tenía casi siempre esa piel amarillenta. De ahí que durante mucho tiempo tuviera la convicción de que a los oriundos de Moravia se les llamaba morfinómanos y de que su patria no estuviera más cerca que Mongolia o China.
En los años en los que estuvimos viviendo en el piso superior del Engelwirt, infaliblemente al atardecer me acometía el deseo de ir a la posada para ayudar a la Romana a pasar un trapo por las mesas y por los bancos, barrer el suelo o secar los vasos. Por supuesto que no eran estas labores las que me atraían sino la Romana misma, en cuya proximidad quería estar el mayor tiempo posible. La Romana era la mayor de las dos hermanas de una de las familias de minifundistas de Bärenwinkel, que tenía una propiedad del tamaño de un juguete, en comparación con otras fincas, la cual estaba situada en una colina de poca altura y siempre me recordó al Arca de la Alianza porque en ella parecía haber dos de cada especie. Además de los padres y las dos hermanas, la Romana y la Lisabeth, había una vaca y un buey, dos cabras, dos cerdos, dos gansos y así sucesivamente. Sólo tenían un número mayor de gatos y gallinas, y estas últimas estaban sentadas o correteaban hasta muy lejos por las tierras colindantes. También había un buen número de palomas blancas que, cuando no estaban encaramadas al tejado, recorriendo la cresta de un lado a otro, volaban alrededor de la pequeña casa que con su techo holandés cubierto de ripias, reparado de varias formas y muy poco común en la comarca, se asemejaba a un pequeño barco varado en la cima de la colina. Y cada vez que pasaba por allí, el padre de la Romana, que había sido un hombre picaro, estaba mirando, como Noé desde el arca, por una de las ventanas diminutas de la casa, fumando un cigarro en su cuerno de caza. Todas las tardes, la Romana venía a las cinco de Bärenwinkel, y yo a menudo iba a su encuentro hasta llegar al puente. Por aquel entonces tendría como mucho veinticinco años, y todo en ella me parecía de una belleza sin par. Era alta, tenía una cara ancha, abierta, con ojos de color gris agua y gran cantidad de pelo pajizo, como un pequeño caballo Haflinger. En todos los aspectos se diferenciaba de todo el mujerío de W., casi sin excepción integrado por pequeñas criadas y campesinas, oscuras, de trenza rala y maliciosas. Parecía estar hecha de tal forma que nadie, pese a su llamativa hermosura, había pedido jamás su mano. Cuando, más avanzada la tarde, tenía permiso para volver a bajar a la taberna e ir por una cajetilla de cigarros Zuban para mi padre, la Romana flotaba con la misma facilidad que si fuese de otra galaxia por entre el grupo de campesinos y leñadores, quienes a eso de las nueve de la noche, por regla general, ya estaban algo borrachos. A la noche la taberna causaba una impresión lúgubre y terrible, y si no hubiera sido por la Romana probablemente no me hubiera atrevido a adentrarme en aquel lugar tan horrible, en donde los hombres estaban sentados en los bancos adoptando una postura de apatía. De cuando en cuando una de esas figuras inertes se levantaba y, balanceándose, como si se hallara sobre una balsa, caminaba en dirección a la puerta que conducía al pasillo. Sobre el entarimado untado de grasa había charcos de cerveza y aguanieve, y el humo, que atravesaba en espesos velos la estancia de la taberna y que por último flotaba hasta el ventilador achacoso, se mezclaba con el olor agrio de piel y paño húmedos y aguardiente de genciana esparcida. Por encima del revestimento de madera cubierto con una capa marrón de pintura, martas, linces, urogallos, buitres y demás alimañas exterminadas acechaban, disecadas, el momento de poder cumplir su venganza ya tan atrasada desde hacía tanto tiempo. Los campesinos y los leñadores casi siempre estaban sentados en grupo, juntos, en el extremo superior o bien en el extremo inferior de la taberna. En el centro, la gran estufa de hierro, en la que era frecuente hurgonear el fuego en invierno de tal forma que empezara a ponerse incandescente. El único que se sentaba solo, inadvertido por todos, era Hans Schlag, el cazador, del que se decía que venía de fuera, de Koßgarten del Neckar, y que durante varios años había tenido a su cargo un extenso coto de caza en la Selva Negra antes de que, no se sabía exactamente en qué circunstancias, hubiera venido a la región de W., y hasta que no fue empleado por la Administración Forestal Bávara había estado un buen año sin trabajo. Schlag, el cazador, era un hombre apuesto, de cabello y barba oscura, rizada y con unos ojos inusualmente profundos y ensombrecidos. Durante horas, a menudo hasta muy entrada la noche, se sentaba frente a su vaso sin cambiar una sola palabra con nadie. A sus pies dormía Waldmann, sujeto a la mochila que colgaba del respaldo. Siempre que bajaba a la taberna para ir por una cajetilla de Zuban para mi padre, Schlag, el cazador, estaba sentado a su mesa de esta misma forma. La mayoría de las veces tenía la mirada hundida en un llamativamente precioso reloj de oro de bolsillo que tenía ante sí, como si no pudiera faltar a una cita importante, pero entremedias, a través de sus ojos entornados, miraba también a la Romana, quien tras el alto mostrador llenaba sin cesar los vasos de licor y de cerveza. Fue a comienzos de diciembre y la nieve, que había caído por primera vez, llegaba al fondo del valle, cuando, en una noche que se me ha quedado grabada en la memoria con una claridad meridiana, bajé a la taberna después de cenar y me percaté de que el cazador no estaba sentado en su sitio, y a la Romana, misteriosamente, tampoco se la veía por ningún lado. Con la intención de ir por la cajetilla de cinco Zuban a la taberna del Adlerwirt, salí al patio por la casa de atrás. A mi alrededor resplandecían los cristales en la nieve, y sobre mí, en el cielo, un sinnúmero de estrellas. Orion, el gigante sin cabeza con la corta espada fulgurando en el cinturón, salía en aquel momento por detrás de las sombras negro-azuladas de las montañas. Un buen rato me quedé inmóvil en medio de la magnificencia invernal, escuchando el tintineo del frío y el sonido de las luces celestes en su lenta travesía. Luego, de pronto, me pareció como si una sombra se moviera en la puerta abierta del cobertizo de la madera. Era Schlag, el cazador, el que estaba en la oscuridad, sujetándose con una mano en la parte interior de un tabique de madera del cobertizo y con la postura de un hombre que camina contra el viento, cuyo cuerpo, en su totalidad, era recorrido por un movimiento extraño que se repetía una y otra vez, en forma de oleadas. Entre él y el tabique que sostenía agarrado con su mano izquierda, sobre el beige de los trozos de turba apilados, estaba la Romana, con el cuerpo estirado y los ojos, según pude reconocer al reflejo de la luz de la nieve, puestos en blanco, como el doctor Rambousek, cuando su cabeza yacía apoyada sobre la superficie de la mesa. El pecho del cazador exhalaba profundos gemidos y resuellos, su hálito helado se elevaba desde la barba y una vez tras otra, cuando la ola le traspasaba los riñones, empujaba hacia dentro de la Romana, quien a su vez se sacudía a su encuentro más y más, hasta que el cazador y la Romana sólo constituían una única forma indefinida. No creo que la Romana o Schlag hubieran notado nada de mi presencia; sólo me vio Waldmann, que, atado como siempre a la mochila de su amo, estaba quieto detrás de este, en la tierra, mirando en mi dirección. Durante la misma noche, sería eso de la una o de las dos de la madrugada, Sallaba, el tabernero cojo, destrozó la decoración completa de la taberna. Cuando por la mañana fui a la escuela, por todo el suelo había cristales rotos que llegaban hasta los tobillos. Aquello era la verdadera imagen de la desolación. Incluso la vitrina de cristal nueva giratoria para el chocolate de Waldbaur, que por su girabilidad me recordaba a la custodia de la iglesia, había sido arrancada del mostrador y golpeada por todo lo largo y ancho de la taberna. Fuera, el pasillo no tenía mucho mejor aspecto. En la escalera del sótano estaba sentada la señora Sallaba, deshecha en llanto. Por todas partes las puertas estaban abiertas de par en par, también la enorme puerta de la cámara frigorífica, construida como si fuera para la caja de caudales de un banco, desde la que centelleaban las barras de hielo almacenadas para el verano. Mirando el depósito de hielo abierto o al recordar esta escena, me venía a la memoria que siempre que entraba con la Romana en el depósito me había imaginado que, por un descuido, nos habíamos quedado encerrados ahí dentro, y que, estrechándonos entre los brazos, nos congelaríamos y abandonaríamos la vida con la misma lentitud y el mismo silencio con el que el hielo se derrite en el calor.
En la escuela, la señorita Rauch, que para mí no significaba menos que la Romana, había escrito en la pizarra, con su escritura uniforme, la crónica de siniestros de W., y debajo, con tizas de colores, había pintado una casa en llamas. Los niños de la clase estaban completamente inclinados sobre sus cuadernos de geografía nacional y, levantando la mirada de continuo y con los ojos entrecerrados, copiaban, descifrando las letras, pálidas y lejanas, una línea tras otra de la larga lista de horrorosos acontecimientos de los que, sin embargo, registrados de esta forma, parecía surtir un efecto tranquilizador. En 1511 la peste se cobró 105 vidas humanas. En 1530 un incendio aniquiló 100 casas. 1569: un gran incendio destrozó el mercado. 1605: otro incendio dejó 140 casas reducidas a cenizas. 1633: los suecos incendiaron el pueblo. 1635: 700 habitantes murieron de la peste. 1806-1814: en las guerras de liberación cayeron 19 voluntarios de W. 1816-1817: años de hambre causada por una gran humedad. 1870-1871: cinco hijos de la comunidad perdieron la vida en el campo de batalla. 1893: el 16 de abril, un enorme fuego destrozó todo el mercado. 1914-1918: por la patria perecieron 68 hijos del pueblo. 1939-1945: de la Segunda Guerra Mundial no volvieron a casa 125 de los nuestros. Las plumas arañaban el papel sin hacer ruido. La señorita Rauch se paseaba por entre las filas con su estrecha falda verde. Cuando se acercaba a mí, sentía que el corazón se me había subido a la garganta. Era un día que parecía no ir a aclarar. El crepúsculo se había prolongado hasta eso de las doce de la mañana y justo después se había transformado en un lento anochecer. Incluso entonces, media hora antes de que finalizara la escuela, había que encender las luces en el aula. Las lámparas blancas y redondas se reflejaban en los oscuros cristales de las ventanas, y también se reflejaban las filas de los escolares inclinados sobre sus tareas. Casi invisibles detrás del reflejo, las copas de los manzanos se asemejaban a una vegetación negra de corales en las profundidades del mar. A lo largo de todo el día se había ido extendiendo una insólita quietud que se había apoderado de nosotros. Ni siquiera cuando el bedel tocó la campana en el vestíbulo rompimos en el grito de lo contrario infalible del final de la clase, sino que nos levantamos más bien en silencio y recogimos nuestras cosas obedientemente y sin pronunciar palabra. La señorita Rauch ayudaba a este o a aquel niño que, en sus gordas ropas de invierno, se esforzaba por ponerse el morral a la espalda. El edificio de la escuela se elevaba sobre una colina al término de la localidad y, como siempre que salía, también este día para mí memorable vagó mi mirada desde las profundidades del valle abierto a la izquierda y rebasó los tejados del pueblo hasta llegar a las estribaciones de los Alpes embosquecidos, tras los que se elevaba la rocosa cresta dentada del Sorgschrofen. Bajo un blanco mate permanecían, inertes, las casas y las granjas y se extendían pastos, carreteras y caminos intransitados. Por encima de todo ello, el cielo gris pendía con la lejanía y gravidez de cuando va a caer una enorme nevada. Si uno se quedaba el suficiente tiempo inmóvil, con la cabeza apoyada en la nuca, contemplando el vacío del cielo impenetrable hasta la locura, creía ver el remolino de los copos de nieve salir con ímpetu del vacío. Mi camino pasaba por la casa del maestro, por la casa del capellán y a lo largo del alto muro del cementerio, en cuyo final San Jorge, sin interrupción, traspasaba con una lanza las fauces del animal alado a modo de grifo que yacía a su pies.
Después tenía que bajar el camino de la iglesia y pasar por la callejuela de arriba. La herrería despedía un olor a cuerno quemado. El fuego de la fragua se había desmoronado y las herramientas, los pesados martillos, las tenazas y las escofinas estaban por el suelo o arrimadas a algún que otro rincón. Por ninguna parte se movía nada. La hora del mediodía era en W. la hora de las cosas abandonadas. El agua de la cuba, en la que de lo contrario el herrero introducía a cada instante el hierro candente haciendo que borbotase, se mantenía tan calma brillando al débil resplandor que caía en su superficie desde la puerta abierta y en una negrura tan honda, como si aún nadie la hubiese tocado y le hubiera sido predetestinado permanecer conservada en tal ilesatud. También el sillón de afeitar de Köpf, el barbero, que ejercía en la casa de al lado, estaba vacío. La navaja de afeitar descansaba abierta sobre la superficie de mármol del tocador. No había nada a lo que yo tuviera un miedo mayor que cuando Köpf, en cuya peluquería tenía que cortarme el pelo una vez al mes desde que padre estaba otra vez en casa, me afeitaba la nuca con esta navaja recién pasada por la correa del suavizador. Este miedo se ha quedado tan profundamente grabado en mi memoria que muchos años después, cuando vi por primera vez la representación de la escena en la que Salomé lleva la cabeza cortada de Juan sobre una bandeja de plata, se me vino inmediatamente Köpf a la memoria. Tampoco el día de hoy soy capaz de entrar en una peluquería sin un autocontrol extremo. Y el hecho de que hace unos años me haya afeitado de forma espontánea en la estación de trenes de Santa Lucia de Venecia me sigue resultando una monstruosidad del todo incomprensible. El pavor que sentía cuando echaba una ojeada al interior de la estancia del barbero era proporcional a la esperanza que experimentaba a la vista del pequeño escaparate de la tienda en la que, justo por aquel entonces, la señora Unsinn había construido una pirámide de cubos dorados de Sanella, una especie de milagro prenavideño que yo admiraba casi todos los días en el camino de vuelta a casa, como un signo de que también en W. se estaba inaugurando una nueva época. Frente al brillo dorado de los cubos de Sanella todo lo que además había en la tienda de la señora Unsinn, la harina en el arca, los arenques en salmuera de la lata grande, los pepinillos en conserva, el enorme bloque de miel artificial semejante a un iceberg, los paquetes del café de achicoria adornados con florecitas y el emmental, envuelto en un trapo húmedo, todo ello me parecía inmerso en un triste estado crepuscular. Yo sabía que la pirámide de Sanella apuntaba hacia el futuro, y mientras en mi mente la construía cada vez más y más alta, tanto que casi llegaba al cielo, en el extremo inferior de la pequeña calle vacía a la que había llegado apareció un vehículo como nunca antes había visto otro igual. Era una limusina de color lila, muy amplia, con techo verde claro. Infinitamente lenta y por completo silenciosa, se acercaba deslizándose, y dentro, al volante de color marfil, estaba sentado un negro que, cuando pasó a mi lado, me enseñó sonriendo sus dientes también de color marfil, tal vez porque yo era el único ser vivo que había visto en su travesía por este lugar tan apartado de todas las carreteras algo más grandes. Como entre nuestras figuritas del belén uno de los tres Reyes Magos de Oriente, y precisamente el de la cara negra, llevaba un abrigo lila con un ribete de color verde claro, para mí estaba fuera de duda que el conductor del automóvil que a aquella lóbrega hora del mediodía se había deslizado junto a mí era en realidad el rey Melchor, y que en el enorme maletero de su limusina violeta de línea aerodinámica llevaba consigo un valioso presente de bienvenida y un par de onzas de oro, una vasija de incienso o un recipiente de ébano repleto de mirra. El hecho de que creyera en ello con tanta seguridad también se fundamentaba en que me lo figuré todo hasta el último detalle cuando, por la tarde, empezó a nevar de una forma cada vez más espesa y, yo, sentado a la ventana, me quedé observando cómo la nieve descendía sin interrupción desde lo alto, cubriéndolo todo hasta oscurecerlo, los montones de leña, el tronco para cortarla, el tejado del cobertizo, los arbustos de las grosellas, la pila del pozo y la huerta de las enfermeras de la vecindad.
A la mañana siguiente, la luz de la cocina seguía estando encendida, el abuelo, que acababa de llegar de quitar la nieve de los caminos, contó que de Jungholz habían traído la noticia de que a Schlag, el cazador, se lo habían encontrado muerto en el fondo del cañón, a más de una hora de su coto, en el lado tirolés. Al parecer, dijo el abuelo mientras, fiel a su costumbre diaria, cuando madre no lo veía por la pila tiraba poco a poco el café con leche que había mantenido expresamente caliente para él sobre un platillo del fogón pero del que abominaba, que al parecer se había precipitado al cruzar el cañón por un paso peligroso incluso en verano y en invierno prácticamente intransitable. El abuelo decía que en su opinión quedaba excluida la posibilidad de que Schlag, quien tenía que estar familiarizado con las fronteras de su coto hasta el detalle más ínfimo, hubiera ido a parar al otro lado como si de un descuido se tratase. Nadie sabía, continuó, qué es lo que se le había perdido en el lado austríaco precisamente en aquella época del año y con este tiempo, o si es que, por decirlo así, había errado el camino a propósito. Se mire como se mire, concluyó el abuelo, queda una historia poco clara, no poco sospechosa. En lo que a mí respecta, no me pude quitar de la cabeza todo este asunto durante el día entero. Para ver inmediatamente al cazador con los ojos vidriosos al fondo del cañón no tenía más que hundir un poco los párpados mientras hacía mis tareas escolares. Por eso no me extrañó cuando de hecho me lo encontré al mediodía, de camino a casa. Ya llevaba un rato oyendo el ligero campanilleo de unos arreos de caballo, cuando del aire gris y de la nieve que descendía girando con lentitud emergió el trineo de madera tirado por el caballo tordo de Pfeiffer, el dueño del molino, sobre el que evidentemente un hombre yacía bajo una manta de montar de color rojo vino. El trineo se detuvo en el cruce con la calle larga, porque en ese mismo momento y como si lo hubieran llamado llegó el doctor Piazolo en su Zündapp, rearando la nieve que alcanzaba la altura de las rodillas, el cual había salido hacia el trineo guiado por el dueño del molino y acompañado por el gendarme de Jungholz. El doctor Piazolo, a quien al parecer ya habían puesto en conocimiento sobre la desgracia acontecida, apagó la máquina y se acercó al vehículo. Retiró la manta hasta la mitad, y debajo, en una pose que se podría describir como particularmente relajada, se encontraba el cuerpo de Hans Schlag, el cazador oriundo de Koßgarten del Neckar. El vestido verde ceniciento apenas había sido desordenado o lastimado. Se hubiera podido creer que Schlag sólo se había quedado dormido de no ser por la terrible palidez de su rostro y por el pelo de su cabello y barba, completamente congelado, tieso y agarrotado. El doctor Piazolo, con los guantes negros de moto ya quitados y palpando con un recato en él inusual diferentes puntos el cuerpo que tanto el frío como la rigidez cadavérica, la cual hacía tiempo que ya había hecho su aparición, habían dejado inmóvil, expresó la suposición de que el cazador, en el que no se podía ver signo de contusión alguno, hubiera sobrevivido en un primer momento a la caída del paso. Era muy posible, dijo, que el pánico le hubiera hecho perder la conciencia en el mismo instante del deslizamiento y que el bosque bajo que crece desde el cañón hubiese detenido su caída. Y probablemente la muerte por congelación no le haya sobrevenido hasta después de un cierto tiempo. El gendarme, que había seguido las suposiciones del doctor Piazolo con señales de asentimiento, afirmó por su parte que el pobre Waldmann, que ahora yacía completamente rígido a los pies del cazador, estaba vivo cuando se descubrió la desgracia acaecida. En su opinión, el cazador había metido el teckel en el interior de la mochila antes de atravesar el paso y esta, al caer, se había desgarrado de alguna forma. La mochila, continuó, se había quedado tirada algo más atrás y desde allí había una pista que conducía al cazador, a cuyo lado el teckel había excavado un agujero no muy profundo en el suelo del bosque, sólo congelado en la superficie. Curiosamente el teckel, cuando se estaban acercando a él y al cazador y aunque apenas había en él un soplo de vida, se volvió loco de una forma súbita, de modo que no tuvieron más remedio que matarle en el acto de un disparo. El doctor Piazolo se inclinó de nuevo sobre el cazador, fascinado, parecía, por el hecho de que los copos de nieve permanecieran en su rostro sin disolverse. Después cubrió cuidadosamente el cuerpo inmóvil con la manta de montar, y al mismo tiempo, impelido por sólo Dios sabe qué mínima vibración, el reloj de repetición, que estaba en el bolsillo del chaleco o en el bolsillo del pantalón del cazador, hizo sonar un par de compases de la canción «Practica la fidelidad y la honradez». Los hombres se miraron con un gesto de pesadumbre. El doctor Piazolo sacudió la cabeza y montó en su máquina. El trineo volvió a ponerse en movimiento y yo, de quien nadie se había percatado, reanudé la marcha para cubrir el último tramo del camino a casa. El cadáver de Schlag, el cazador, que, según he sabido entretanto, no tenía familiares de ninguna clase, fue sometido a una autopsia en el hospital del distrito, la cual, más allá de la causa de muerte confirmada por el doctor Piazolo, no arrojó ninguna aclaración nueva a no ser un detalle calificado de algo curioso, a saber, que la parte superior del brazo izquierdo del muerto, como se deduce del informe de la autopsia, tenía tatuada una barca.
Pocos días después del encuentro con Schlag, el cazador muerto, es decir, cerca del Adviento, me vi aquejado de una grave enfermedad de la que el doctor Piazolo y el médico especialista al que consultó dijeron que era difteria. Con la faringe dolorida, más adelante lastimada y por último completamente abierta por dentro, yacía en mi cama terriblemente mortificado cada pocos minutos por una fuerte tos que me descomponía el pecho y el cuerpo entero. Una vez que la enfermedad hubo arraigado, mis miembros tenían una pesadez tal, para mí incomprensible, que no podía levantar la cabeza, las piernas o los brazos, ni siquiera la manos. En las cavidades de mi cuerpo había tanta presión como si mis órganos fuesen estirados por una prensa. Varias veces me hizo estremecer la idea de que el herrero sostenía mi corazón recién sacado de la fragua, incandescente, circundado por llamas azulinas, como un cercado ardiendo, para introducirlo con unas tenazas de hierro en el agua gélida. Sólo el dolor de cabeza me llevaba a menudo al borde del desmayo, pero ya cuando en el punto álgido de la enfermedad la fiebre subía hasta quedarse apenas por debajo del límite decisivo, el delirio me liberaba de la más aguda sensación de dolor. Entonces me sentía envuelto en un calor vibrante, con los labios reventados, desfoliados, de color gris, y el sabor a podredumbre en la lengua a causa de la piel deteriorada de la faringe, como si estuviera en medio del desierto. El abuelo me rociaba la boca con gotas de agua templada que yo advertía deslizarse, con lentitud, por las superficies abrasadas y abiertas del interior de mi cuello. En el delirio me volvía a ver una y otra vez pasando junto a la señora Sallaba, que estaba llorando, bajar la escalera del sótano y, en la esquina más apartada, más oscura, abrir la caja sobre cuyo suelo, en una gran cazuela de arcilla, se guardaban los huevos en conserva a lo largo de todo el invierno. Yo metí la mano y el antebrazo en la superficie calcárea del agua hasta casi tocar el fondo del recipiente, mas cuál no sería mi sorpresa al sentir que lo que se había puesto en conserva en esa cazuela no eran huevos que pulcramente se habían guardado con su cascara, sino algo blando que se escurría por los dedos, de lo que inmediatamente supe que no podían ser otra cosa más que ojos. El doctor Piazolo, que al irrumpir la enfermedad había ordenado la transformación de mi dormitorio en un lazareto al que sólo podían acceder mi abuelo y mi madre, me mandaba envolver desde la cabeza hasta los pies en paños templados y húmedos, lo que al principio me sentaba muy bien pero poco después me provocaba un miedo que se acrecentaba en mi interior cada vez más rápido. Mi madre tenía que lavar el suelo dos veces al día con agua de vinagre, y las ventanas de la habitación permanecían abiertas de par en par cuando menos durante el día, por lo que a veces la nieve se introducía en el interior hasta llegar casi a la mitad del cuarto y el abuelo se sentaba junto a mi cama enfundado en su pesado abrigo y con el sombrero puesto. La enfermedad se extendió más de dos semanas, hasta pasadas las Navidades, y por fin el día de los Reyes Magos pude tomar unas cucharadas de pan y leche. La puerta de lazareto se pudo abrir un poco, y en el umbral aparecieron por turnos algunos de los habitantes de la casa, entre ellos también estuvo un par de veces la Romana contemplando con asombro al que había salido con vida de milagro. Ya era Cuaresma cuando alguna vez podía estar unos minutos fuera de casa. En un primer momento acudir a la escuela seguía descartado. En primavera me entregaron durante dos horas al día a la tutela de la señorita Rauch, quien mientras tanto había vuelto a ser relevada de su cargo por el terrible König, el profesor titular, al que había estado sustituyendo. La señorita Rauch era la hija del administrador forestal, así que a eso de las diez iba todos los días a casa del administrador; cuando hacía mal tiempo me sentaba en el banco de la estufa de cerámica junto a la afable candidata a profesora, y, cuando hacía bueno, fuera, en el cenador giratorio situado en medio de la arboleda, rellenando con devoción mis cuadernos de colegio con una malla de líneas y de números en la que esperaba apresar a la señorita Rauch y enredarla para siempre en mi cautiverio. También fue entonces cuando me pareció crecer con gran velocidad, motivo por el que ya en el verano creía que hubiera sido perfectamente posible poder ir al altar con mi maestra.
A principios de diciembre llevaba ya casi un mes entero en W., y más o menos durante todo este tiempo había sido el único huésped en el Engelwirt. Sólo a veces se presentaba uno de esos viajantes de comercio solitarios, que por la noche, en la taberna, terminaban su jornada con el cómputo de los tipos de intereses y de comisiones. Como también yo estaba constantemente inclinado sobre mis papeles y, al igual que ellos, sólo a ratos dejaba divagar por la lejanía una mirada sumida en pensamientos, probablemente en un principio también me tomaran por un viajante de comercio, hasta que, luego de unas cuantas ojeadas taxativas a mi aspecto externo no conforme a tal posición social, dedujeran otra profesión, y, como me puedo imaginar, de carácter más dudoso. Intranquilo no tanto por estas miradas sino por los primeros preparativos que ya se estaban llevando a cabo en el edificio para el comienzo de la estación de invierno, tomé la decisión de marcharme, más aún porque con mis notas había llegado a un punto donde o seguía para siempre o ponía punto y aparte. Al día siguiente, después de varios transbordos y largas esperas en los andenes de las estaciones de trenes de provincias, bien expuestos a las corrientes de aire, no recuerdo más que la grotesca figura de una persona que había crecido demasiado, en verdad sobredimensional, que haciendo juego con un feo traje de moda llevaba una corbata ancha con plumas de pájaro pegadas de muchos colores con las que el viento se entretenía, me hallaba sentado, con W. ya infinitamente lejos detrás de mí, en el expreso que viajaba en dirección a Hoek van Holland a través de la campiña alemana, para mí desde siempre incomprensible, limpia y alineada hasta el último rincón. Todo me daba la impresión de estar pacificado y aturdido de una forma no muy adecuada, y la sensación de aturdimiento también se adueñó de mí en pocos minutos. No quería abrir los periódicos que había comprado, no quería beber el agua mineral que aguardaba enfrente de mí. A un lado se iban quedando atrás los campos y las tierras, sobre los que, como estaba previsto, había crecido la siembra de otoño en un color verde pálido, atrás parcelas de bosque, canteras de grava, campos de fútbol, polígonos industriales y colonias de casas adosadas y unifamiliares detrás de sus verjas rústicas y setos de aligustre que, acorde con los planes urbanísticos, se seguían expandiendo un año tras otro. Era algo extraño que al mirar hacia afuera me conmoviese de pronto la circunstancia de que casi no se veía a ninguna persona por ninguna parte pese a que los automóviles bramaran lo suficiente por las carreteras húmedas, ocultos en espesas nubes de chispas de agua. Incluso en las calles principales de las ciudades era mucho más probable avistar coches que a seres humanos. De hecho parecía como si nuestra especie ya hubiera cedido su puesto a otra, o por lo menos como si viviéramos en una forma de cautiverio. El mutismo de mis compañeros de viaje y mi propio estado de inmovilidad en un vagón climatizado del tren rápido no se prestaban a disipar tal tipo de conjeturas. Por lo demás, en aquel entonces, dicho sea en virtud de la honestidad, no se me pasaron por la cabeza tales pensamientos, sino que, al contemplar el país íntegramente parcelado y aprovechado, en mi conciencia, si es que en ese momento la conservaba aún, sólo se repetían las palabras «la región suroccidental alemana», «la región suroccidental alemana», hasta que, al cabo de un par de horas de una tortura en progreso constante, llegué al convencimiento de que ahora, definitivamente, sí se había activado algo así como la desactivación de los nervios de mi cabeza.
La presión bajo la que me encontraba no se aplacó hasta que el tren no estuvo rodando por el interior de la estación de trenes de Heidelberg, donde la gente que había en los andenes era tan numerosa que de inmediato los supuse fugitivos de una ciudad en vías de extinción o ya extinta. La última pasajera de los que se habían incorporado al tren y que habían entrado en el compartimento, sólo ocupado a la mitad, era una mujer joven con un birrete marrón de terciopelo y pelo rizado, en la que a primera vista, y como pensé sin abrigar la más mínima duda, reconocí a Isabel, la hija de Jaime I de Inglaterra, que, según informes de los historiógrafos, había venido a Heidelberg en calidad de prometida del príncipe elector del palatinado y, durante el breve período de tiempo en el que allí tuvo una corte fastuosa, fue conocida como la reina de invierno. Esta mujer joven del siglo XVII inglés, apenas hubo tomado asiento y se hubo instalado en su esquina, se concentró profundísimamente en un libro que tenía por título Mar de Bohemia, escrito por una autora que me era desconocida, Mila Stern. Cuando por fin el tren discurría por la orilla del Rin, levantó varias veces la vista de la lectura para dirigirla, a través de los cristales de la ventana del compartimento, hacia el agua y las pendientes empinadas de la otra orilla. Tuvo que haberse levantado un fuerte viento del norte, pues los pabellones de popa de las lanchas que labraban el grisáceo caudal corriente arriba no soplaban hacia atrás, sino hacia adelante, como en un dibujo infantil, lo que confería a toda la imagen algo tan erróneo como conmovedor. Fuera, la luz había menguado, de modo que ahora sólo una claridad descolorida llenaba el valle de la corriente. Salí afuera, al pasillo. Los viñedos de colores pizarra y violeta, como dibujados por una aguja helada, estaban extrañamente cubiertos en algún que otro punto por redes verde turquesa. Cuando entonces un torbellino de nieve, que lentamente había hecho su aparición, recubrió esta perspectiva que sin pausa se iba desplazando a nuestro lado, mas en lo esencial permanecía invariable, me sentí de pronto como si nos encontráramos ascendiendo al ártico, como si ya estuviésemos acercándonos a la punta más extrema de la isla Hokkaido. La reina de invierno, a quien en mi fuero interno suponía causante de esta transformación en el paisaje del Rin, también había salido al pasillo y llevaba ya un buen rato junto a mí contemplando el hermoso espectáculo, hasta que, con una entonación inglesa en la voz apenas perceptible, recitó en lo que parecía ser para sí misma:
Praderas blancas borradas por la nieve
Velos más negros que cornejas
Guantes suaves como flores de rosal
Máscaras para proteger el rostro.
De no haber sabido replicarle en aquel momento, de no saber cómo seguían estos versos invernales, de que yo, pese a toda mi agitación interna, no hubiera sido capaz de proferir ni una palabra, sino que sólo estaba ahí, tonto y mudo y mirando el mundo crepuscular casi pretérito, me he arrepentido y me he sentido afligido a menudo desde entonces. Al cabo de poco tiempo se dilató el valle del Rin, en la llanura aparecieron torres de pisos refulgentes, y el tren entró rodando en Bonn, donde la reina del invierno se apeó sin que me hubiera dado tiempo a decirle nada. Desde entonces he intentado, varias veces y todas ellas en vano, encontrar por lo menos el libro Mar de Bohemia, pero, aunque para mí sin duda de enorme importancia, es imposible de encontrar en ninguna bibliografía, en ningún catálogo, no está registrado por ninguna parte.
A la mañana siguiente, de vuelta en Londres, mis primeros pasos se encaminaron a la National Gallery. El cuadro de Pisanello que quería ver no se encontraba en su sitio habitual, sino que debido a trabajos de reforma había sido expuesto en una sala del sótano mal iluminada, a la que sólo bajaban unos pocos visitantes de los que a diario deambulaban por las salas de la galería con una expresión de incomprensión absoluta. El pequeño cuadro, de unos 30 por 50 centímetros y por desgracia encajado a la fuerza en un marco de oro demasiado pesado del siglo anterior, muestra la mitad superior casi repleta de un disco dorado que irradia desde el azul del cielo y sirve de fondo a la representación de la Virgen con el niño redentor. Por debajo, un ribete de copas de árbol verde oscuro se extiende de un extremo al otro del cuadro. Al lado izquierdo se encuentra el patrón de los rebaños, pastores y leprosos, San Antonio. Lleva un traje con capucha de un rojo profundo y una capa amplia en tonos de marrón tierra. En la mano sostiene un cascabel. Un verraco dócil yace a sus pies con la cabeza gacha en señal de sumisión. Con mirada severa, el eremita contempla la gloriosa aparición del caballero que ha salido a su encuentro en ese preciso instante y emana algo emotivamente mundano. El dragón, un animal ensortijado y alado, ya ha exhalado su último aliento. La artística armadura, forjada de metal blanco, auna en sí todo el resplandor de la tarde. Ni la más mínima sombra de culpabilidad recae sobre el semblante juvenil de Jorge. La nuca y el cuello han quedado a merced del observador sin protección alguna. Pero lo verdaderamente particular de este cuadro es el sombrero de paja que, trabajado con una belleza inusual, de ala ancha y adornado con una gran pluma, lleva el caballero en la cabeza. Me gustaría saber cómo se le ocurrió a Pisanello la idea de ataviar a San Jorge precisamente con un sombrero de este tipo, en virtud de las circunstancias poco apropiado por no decir incluso extravagante. San Giorgio con cappello di paglia, muy curioso, como tal vez piensen también los dos hermosos caballos que miran al caballero por encima del hombro.
El camino de vuelta de la National Gallery a la estación de Liverpool Street lo recorrí a pie. Como no quería ir por Strand ni por la Fleet Street, crucé el laberinto de las calles más pequeñas por encima de este travesaño. Por Chandos Place, Maiden Lane y Tavistock Street llegué a Lincoln’s Inn Fields, y desde allí, por el Holborn Circus y el Holborn Viaduct, al borde más occidental de la City. No podía haber andado mucho más de tres millas y sin embargo me sentía como si jamás hubiese hecho una marcha más larga que aquella tarde. No obstante, fui verdaderamente consciente de mi cansancio cuando, bajo la marquesina de una estación de metro desde cuyo interior afluía el familiar calor dulzón y polvoriento del mundo subterráneo, percibí de golpe el débil aroma de los ramos de crisantemos blancos y rojo púrpura, rojo rosado y rojo herrumbre, que un florista ofrecía en venta junto a la entrada, como Próspero, como una alucinación que le sobreviene a un remero cuando se halla muy lejos, mar adentro. En ese momento caí en la cuenta de que la estación de metro era justo aquella en la que, cuando pasaba por allí, nunca había visto subir o bajar a nadie. El tren se para, las puertas se abren, se mira hacia afuera, al andén vacío, se percibe con mucha claridad la advertencia mind the gap, por lo general apenas audible en el trasiego acostumbrado, las puertas se vuelven a cerrar y el tren se pone en marcha. Esto mismo y de la misma forma es lo que ha sucedido siempre que he pasado por esta estación, y ni siquiera una vez ha pestañeado uno de los demás pasajeros; al parecer estas circunstancias en efecto intranquilizadoras sólo me han llamado la atención a mí. Así que ahora estaba en la acera, ante la entrada de la susodicha estación y, para ahorrarme el esfuerzo del último trecho del camino, no tenía más que entrar en el oscuro vestíbulo en el que, a excepción de una mujer negra, muy oscura, sentada en una especie de taquilla en forma de casita, no se podía ver ni un alma. Quizá huelgue constatar que acabé por no entrar en esa estación subterránea. A pesar de que estuve lo que se dice un tiempo considerable en el umbral e intercambié algunas miradas con la mujer oscura, no me atreví a dar el paso decisivo.
El tren salía con lentitud de la estación de Liverpool Street, pasando por los muros de ladrillo llenos de hollín que, a causa de los nichos interpuestos, siempre me han parecido partes de un vasto sistema de catacumbas que en este lugar sale a la superficie. En las juntas y en las grietas de los muros acabados el pasado siglo, con el paso del tiempo han crecido cuantiosos ramos de papilionáceas, que, como es sabido, tienen predilección por las condiciones más miserables. Cuando en verano, de camino a Italia, pasé por última vez junto a estas paredes negras, empezaban a florecer tímidamente estas plantas casi desnudas. Y casi no confío en mis propios ojos cuando vi, mientras el tren esperaba la señal, una limonera revolverse de un arbusto a otro, arriba, ahora abajo, ya a la izquierda ya a la derecha, siempre en movimiento. Pero esto también había sucedido ya hacía meses, y ahora me digo que su recuerdo, probablemente, corresponda a mis deseos. De lo que sin embargo no podía dudar era de la realidad de mis pobres compañeros de viaje, quienes, sin excepción, habían salido de sus casas recién limpios y aseados a primera hora de la mañana y ahora pendían de sus asientos cual ejército derrotado, que, antes de dedicarse a sus periódicos, se quedaba mirando fijamente afuera con ojos ciegos, inmóviles, la antesala de la metrópolis. En lontananza, donde el desierto de edificios estaba más abierto, se alzaban tres torres de viviendas, en su totalidad envueltas en andamios, circundadas por mallas de seguridad flameantes, y mucho más lejos aún, ante la línea de cielo que ardía en llamas en el horizonte occidental, de la capa de nubes negro-azulada, que recubría toda la ciudad como una enlutada bandera monstruosa, descendía, a borbotones, un chaparrón. Cuando el tren cambió las vías, pude volver la vista hacia las maravillosas construcciones de la City que, doradas en su parte superior por la luz que horizontal caía desde el oeste, sobresalían, con mucho, de entre el resto. El extrarradio quedó atrás —Arden and Maryland—, y pronto ganamos el campo abierto. El horizonte occidental comenzó a diluirse. Las sombras de la noche ya se cernían sobre arbustos y campos. Estuve hojeando brevemente la edición de papel biblia —Everyman’s Library, 1913— del diario de Samuel Pepys que había adquirido a primeras horas de la tarde. Obedeciendo únicamente al libre albedrío, me quedé leyendo pequeños fragmentos dispersos del informe, que a lo largo de más de mil quinientas páginas se extendía por toda una década, hasta que me entró sueño y una y otra vez tenía que descifrar el mismo par de líneas sin ser capaz de entenderlas. Después soñé que caminaba por una zona montañosa. El largo camino, cubierto de fina piedra partida blanca, discurría, subiendo y bajando, en infinitas revueltas por entre los bosques, y por último, a la altura del paso, a través de una profunda hendedura, conducía al otro lado de la cadena montañosa, que, como bien sabía en el sueño, se trataba de los Alpes. Todo lo que veía desde ahí arriba era de una especie de color calcáreo, de un gris claro, resplandeciente, en el que centelleaban miríadas de esquirlas de cuarzo. Esto, extrañamente, me causó la impresión de que la piedra fuese a desmaterializarse. Desde mi punto de observación, el camino transcurría cuesta abajo, y en la lejanía se alzaba una segunda montaña, por lo menos de igual altura, que intuí no ser ya capaz de superar. A mi izquierda se abría una profundidad verdaderamente vertiginosa. Me acerqué al borde del camino consciente de que jamás había estado mirando hacia una profundidad semejante. En ninguna parte se podía ver un árbol, un matorral, ni un arbusto de madera retorcida, ni una pequeña mata de hierba, sólo piedra. Las sombras de las montañas apresuraban su paso sobre bruscas pendientes y por entre los desfiladeros. No se movía nada más. Reinaba la calma más absoluta, pues hacía ya tiempo que el viento había disipado también los últimos vestigios de vida vegetal, la última hoja susurrante o el último pequeño jirón de corteza, y únicamente las rocas yacían inertes en el fondo. Como un eco casi perdido regresaban entonces las palabras a este vacío desalentado, fragmentos del informe sobre el gran incendio de Londres. Lo veía crecer, cada vez más. No había claridad, sino un llamear espantosa y sangrientamente maligno que el viento empujaba por toda la metrópoli. Cientos de palomas muertas sobre el pavimento con el plumaje chamuscado. Un montón de saqueadores en la Lincoln’s Inn. Iglesias, casas, madera y piedras de los muros, todo arde por igual. En el camposanto, los árboles perennes se prenden fuego. Un incendio breve, veloz e intenso, estruendo, disiparse de las centellas y extinción. La tumba del obispo Braybrook ha quedado abierta. ¿Es esta la última hora? Un golpe seco, monstruoso. Como ondas en la brisa. El polvorín vuela por los aires. Huimos al agua. A nuestro alrededor el reflejo, y delante de la profunda oscuridad del cielo, en un arco, cuesta arriba, la pared de fuego, recortada en zigzag, pronto del ancho de una milla. Y al día siguiente una lluvia apacible de cenizas, hacia el oeste, hasta más allá del Windsor Park.