Al verse obligado a huir de Atenas en el 323 a. C., Aristóteles dejó el Liceo a cargo de Teofrasto. Según algún escrito de la época, Teofrasto se había enamorado del hijo de Aristóteles, que había sido discípulo suyo, pero Aristóteles no pensó, al parecer, que este antiguo riesgo ocupacional descalificara a su sucesor. Teofrasto preservó la continuidad del Liceo después de la partida de su fundador y la Escuela Peripatética hizo pronto honor a su nombre, desperdigándose por todo el mundo clásico y expandiendo la filosofía de Aristóteles por doquier.
Sin embargo, hubieron de transcurrir tres siglos antes de que sus obras fueran recopiladas en la forma en que hoy las conocemos. El opus de Aristóteles puede dividirse en dos grupos: lo que escribió para su publicación y las notas de clase en el Liceo (cuya publicación no estaba prevista). El primer grupo se ha perdido sin remedio, de modo que las únicas obras de Aristóteles que han llegado hasta nosotros son las del segundo grupo, que originalmente estaba en forma fragmentada en cientos de rollos. Fueron organizadas en libros distintos por Andrónico de Rodas, el último director del Liceo. A Andrónico debemos que la palabra «metafísica» sirviera de título a un grupo de las obras de Aristóteles; estas no tenían título originalmente y simplemente estaban situadas después de los trabajos sobre física, así que Andrónico las llamó simplemente «después de la física», que en griego antiguo se dice «metafísica». Las obras de esta sección consistían en los tratados de Aristóteles sobre ontología y la naturaleza última de las cosas, y estos temas fueron pronto identificados con la etiqueta que había puesto al conjunto (metafísica); de manera que esta palabra, que a lo largo de los siglos ha llegado a ser sinónimo de la propia filosofía, no tenía originalmente nada que ver con la filosofía de que se ocupaba. Al igual que la propia filosofía, comenzó con un error y así ha continuado floreciendo siempre desde entonces.
Durante la época clásica, Aristóteles no ha sido tenido por uno de los grandes filósofos griegos (a la par de Sócrates o Platón); en tiempo de Roma, se le consideraba un gran lógico, pero el resto de su filosofía resultó eclipsado (o absorbido) en el neoplatonismo en evolución, que, a su vez, fue absorbido en su mayor parte, con el transcurso de los siglos, por el cristianismo.
Los pensadores cristianos se apercibieron de la utilidad de la lógica aristotélica y así fue como Aristóteles pasó a ser la autoridad suprema para el método filosófico.
La lógica aristotélica fue la base de todo debate teológico coherente a lo largo de la Edad Media. Jóvenes y prometedores intelectuales monásticos se dedicaban a hacer filigranas con razonamientos lógicos y las mentes más brillantes usaban esta pericia en la caza de herejías. La intachable teológicamente lógica de Aristóteles se hizo parte del canon cristiano.
En paralelo con el desarrollo, en la Europa cristiana, del pensamiento de Aristóteles, ocurrió otro, igualmente importante, en Oriente, que había de ejercer honda influencia en la Europa medieval.
El corpus de la obra de Aristóteles permaneció perdido para el mundo occidental durante los tempranos siglos del primer milenio después de Cristo; sólo los sabios del Oriente Medio continuaban estudiando toda su filosofía. El siglo VII vio el surgimiento del Islam y la consiguiente expansión árabe con la conquista del Medio Oriente. Los intelectuales musulmanes reconocieron rápidamente los méritos de las obras de Aristóteles, no viendo en ellas conflicto con su fe religiosa, y se pusieron a interpretarlas para sus propios fines. Las enseñanzas de Aristóteles fueron absorbidas hasta el punto de que casi toda la filosofía musulmana se derivaba interpretaciones de su pensamiento. Los árabes fueron los primeros en entender que Aristóteles era uno de los grandes filósofos. Mientras que el mundo occidental se hundía en la Alta Edad Media, el mundo islámico continuaba desarrollándose intelectualmente. Un índice de esta rica herencia son las palabras que hemos tomado de los árabes tales como álgebra, alcohol y alquimia, así como todo nuestro sistema de numeración.
Dos grandes sabios musulmanes se dedicaron a desarrollar la filosofía de Aristóteles. Abu Aki Al-Husayn Ibn Abd Allah Ibn Sana (más conocido, por suerte, como Avicena) nació en Persia a finales de siglo X. Avicena fue uno de los más grandes filósofos y científicos del mundo musulmán; sus voluminosas obras de medicina se cuentan entre las mejores jamás escritas y representaron nobles intentos de librar a la medicina de la charlatanería de la que no había podido del todo sacudirse. Intentó una tarea similar con las obras de Aristóteles; observó varios problemas que Aristóteles había pasado por alto e incluso les dio la soluciones que el mismo Aristóteles habría dado de haberlos notado. Sus intentos por hacer más sistemático el pensamiento de Aristóteles son magistrales y atan muchos cabos sueltos, si bien, por desgracia, cerraba opciones que Aristóteles había deseado dejar abiertas. Aristóteles sabía que no podía saberlo todo; Avicena pensaba de otro modo.
El otro gran comentarista musulmán de Aristóteles fue Averroes, que vivió en la España mora en el siglo XII y que fue el médico y filósofo personal del califa de Córdoba. Averroes estaba convencido de que la filosofía y, en particular la de Aristóteles, era el camino real hacia la verdad; las revelaciones de la fe eran una forma inferior de llegar a Dios; la razón era muy superior a la fe.
Un día, el califa preguntó a Averroes cómo habían comenzado a existir los cielos; el filósofo se vio obligado a confesar que no tenía una respuesta a esa pregunta (conducta no siempre aconsejable con un califa que paga para tener respuestas). Por suerte, el califa respetó la honestidad de Averroes y lo envió a que encontrara la respuesta en Aristóteles.
Durante los treinta años siguientes, Averroes escribió una corriente incesante de comentarios e interpretaciones a la obra de Aristóteles (aunque, prudentemente, nunca volvió con una respuesta a la pregunta original del califa: el califa mismo se había pronunciado ya sobre la materia). No obstante, Averroes sí dio algunas respuestas a Aristóteles, aduciendo incluso argumentos de Aristóteles en apoyo de su punto de vista (a menudo en contradicción con el de Aristóteles).
Este fue justamente el tipo de aproximación que sedujo a los sabios cristianos medievales, que enseguida se apercibieron de su utilidad para la persecución de herejes. Traducciones de los comentarios de Averroes sobre Aristóteles circularon por París, el gran centro de saber de la época; pero no pasó mucho tiempo sin que los «averroístas», como se les llamaba, se encontraran con problemas. Si bien Aristóteles había sido aceptado por la Iglesia cristiana, estas nuevas enseñanzas basadas en él parecían sospechosamente heterodoxas. En el conflicto entre razón y fe no se podía dudar de la supremacía de la fe. Los averroístas se enfrentaron a la perspectiva de acusación de herejía y la única manera cómo pudieron defenderse fue usando razonamientos de la misma fuente que la de la herejía, esto es, los escritos de Averroes.
Por suerte, la situación pudo ser remediada por Tomás de Aquino, el sabio medieval más grande de todos, que supo agenciar una componenda. La razón debe en verdad ser libre de seguir sus propias leyes inexorables, pero sólo dentro de los límites de la fe. La razón sin la fe no es nada.
Tomás de Aquino sentía una honda atracción por Aristóteles y supo reconocer su inmenso valor; dedicó gran parte de su vida a reconciliar la filosofía de Aristóteles con la de la Iglesia y, al final, tuvo éxito en establecer el aristotelismo como la base de la teología cristiana. Este fue el comienzo y, a la vez, el final del aristotelismo. La Iglesia Católica declaró que las enseñanzas de Aristóteles —tal como eran interpretadas por Tomás de Aquino— eran la Verdad, y sólo podían ser negadas bajo acusación de herejía (situación que permanece vigente hasta el día de hoy). Gran parte de la filosofía de Aristóteles se refería al mundo natural y era, por tanto, científica. La ciencia, como la filosofía, hacen afirmaciones que parecen ser verdaderas, pero que con el tiempo resultan erróneas; tienen que ser modificadas a medida que aumenta nuestra comprensión del mundo. Al declarar que las obras de Aristóteles era libros sagrados, la Iglesia se metió a sí misma en un rincón (un rincón de la tierra plana, por cierto). El conflicto que se avecinaba entre la Iglesia y los descubrimientos científicos era, por tanto, inevitable.
Aristóteles no era responsable del conflicto entre razón y fe, conflicto que no fue resuelto satisfactoriamente en el pensamiento occidental sino en este siglo.
No obstante, aunque el pensamiento aristotélico haya fenecido, el propio Aristóteles ha seguido desempeñando un cierto papel en la filosofía moderna. Thomas Kuhn, filósofo de la ciencia contemporáneo y profundo admirador de Aristóteles, se asombró de que un genio tan inmenso pudiera cometer errores tan de bulto. Por ejemplo, a pesar de que algunos filósofos anteriores a él se habían apercibido de que la tierra orbitaba alrededor del sol, Aristóteles estuvo siempre seguro de que la tierra era el centro del universo (un error que obstaculizó gravemente el conocimiento astronómico durante más de un milenio y medio). El pensamiento científico sufrió igualmente por la creencia de Aristóteles en que el mundo consta de cuatro elementos primarios: tierra, aire, fuego y agua. El estudio que hizo Kuhn de los errores de Aristóteles le llevaron a formular su noción de paradigmas, que revolucionó la filosofía de la ciencia (y que ha tenido aplicación también en campos muy distantes).
Según Kuhn, Aristóteles fue conducido a error por la manera como él y sus contemporáneos veían el mundo: el paradigma de su pensamiento. Los antiguos griegos veían el mundo como consistiendo esencialmente en cualidades: forma, fin, etc. Al ver el mundo de esta manera, los antiguos griegos tenían que llegar a muchas conclusiones erróneas, como las que menoscaban incluso el pensamiento de Aristóteles.
La consecuencia que inevitablemente hay que sacar de la noción de paradigma de Kuhn es que no hay una manera «verdadera» de ver el mundo (ni científica ni filosóficamente). Las conclusiones a las que llegamos dependen simplemente del paradigma que adoptamos: la manera como decidimos pensar sobre el mundo. En otras palabras, no existe una verdad última.