Mr. Green tenía una expresión torva.
—Ahora puedo decirte el nombre del asesino de sir Owen Kent… que es también el que mató a su hermana.
Habían pasado tres horas. Era otra la escena y el tiempo había cambiado. Posteriormente, cuando recordaba el curso de esos extraños acontecimientos, Mr. Green se decía que el clima había jugado un simbólico papel en ellos. Al subir los escalones, después de lo ocurrido en Hyde Park Gardens, golpearon sus mejillas las primeras gotas de lluvia… de una lluvia lúgubre, cargada de hollín, que finalmente consiguió despejar la niebla, seguida de un vientecillo fresco que terminó de aclarar la atmósfera.
Al atravesar Richmond, Mr. Green realizó su última llamada a una tal miss Heathcote, que vivía en una callejuela conocida como Virgins’ Close. Evidentemente, la joven se mostró dispuesta a colaborar, ya que un par de minutos después, Mr. Green se despidió y volvió a entrar al automóvil, para dirigirse hacia el Castle Hotel, donde pensaba cenar. Fue Charlotte la que insistió en comer algo, porque sabía la jornada que le esperaba. Comprendía que su tío debería realizar un enorme esfuerzo intelectual antes de que terminara la noche, y estaba decidida a no permitirle llevarlo a cabo con el estómago vacío.
En cuanto hubieron llegado a Harmony Hall, Mr. Green envió un mensaje al inspector Waller y el sargento Bates, requiriendo su presencia en sus habitaciones, en el término de media hora. Charlotte se adelantó para recibirlos y entretanto, Mr. Green se dirigió al despacho de Eastwood. La naturaleza del asunto que lo llevaba hasta allí debía ser un tanto embarazosa, ya que cuando Eastwood salió para acompañarlo al piso superior, tenía el aspecto de un hombre que acaba de ver un fantasma.
Las disertaciones de Mr. Green, con las que habitualmente ponía punto final a los casos en que intervenía, eran consideradas por algunos de sus rivales como una manifestación de simpática excentricidad. Otros, menos generosos, las conceptuaban como un irritante despliegue de vanidad. Sin embargo, no le hacían justicia. Es cierto que disfrutaba ampliamente de esas ocasiones, pero el motivo principal que tenía para reunir a sus amigos y resolver el misterio, paso a paso, era que encontraba en ese ejercicio un poderoso estimulante intelectual. Disraeli observó en una oportunidad, que siempre que terminaba una novela, su mente daba un perceptible salto hacia adelante. Lo mismo le ocurría a Mr. Green. Al desenredar los últimos hilos de la madeja, se sentía como un león al que acaban de aplicar un poderoso estimulante. Era un león pequeño, gordo y con muchos años sobre sus espaldas, quizás, pero era un león.
La rutina era siempre la misma, y cuando llegó Waller en compañía de Bates, no se sorprendió de hallar un paquete de cigarrillos medicinales, media botella de cherry brandy y una lata de galletitas de jengibre sobre la mesa. Estas últimas eran exclusivamente para Mr. Green, que también facilitaba para aquéllos que lo prefiriesen, una botella de whisky.
—Creo que podemos comenzar —murmuró Mr. Green, tomando asiento frente a la mesa. Se sirvió medio vaso de cherry brandy, y bebió unos sorbos con aire aprensivo, como si fuese a explotar. Luego se aclaró la garganta, hizo una profunda aspiración, y dio comienzo a su historia.
—Como ustedes saben, mi conexión con el caso empezó antes de que sir Owen fuera asesinado. Me permito mencionar este detalle, para hacer justicia a mi buen amigo Waller, que entró en escena con posterioridad. El hecho de que haya sido yo quien llegó primero a una solución auténtica de los varios problemas que se nos presentaron, radica evidentemente en esa situación especial. Yo comencé la investigación varios días antes que él —observó, mientras hacía una reverencia a su colega.
»Comencé a formarme mis impresiones desde un principio. Sir Owen vino a verme para contarme una historia un tanto fantástica, pero sus palabras me parecieron dignas de crédito. Como ustedes saben, se cumplió la parte más importante de la historia con su propia muerte.
»Pero ésa era tan sólo la historia de sir Owen. No tenía testigos de lo que afirmaba, y eso me parecía un tanto extraño. Recordemos los hechos. Capítulo primero: sir Owen recibe los mensajes telefónicos en un apartamento cerrado a piedra y lodo para todo aquél que provenga del mundo exterior, con excepción de miss Delamere. Él es el único que los recibe, y cuando le llaman, se encuentra invariablemente solo. Por otra parte, utilizan para ellos un teléfono privado, del que nadie, excepto miss Delamere, conoce el número.
»¿Cuál es la deducción obvia? Que miss Delamere debe, en una u otra forma, ser la responsable de tales mensajes. Si tal afirmación parece vaga fue esto lo que se pretendió que pareciera. Lo que no resultaba vago era que la sospecha debía inevitablemente recaer sobre la secretaria. ¿Sospecha de qué? ¿Cuál era el motivo? Nadie lo sabía. Se trataba tan sólo de una sospecha. Todo esto daba la impresión de ser una novela policial. Si un escritor hubiese querido arrojar deliberadamente sospechas sobre uno de sus personajes, éste es justamente el recurso que habría empleado.
»Tenemos una situación similar con respecto a la carta, esa carta misteriosa que desapareció para luego volver. Ustedes recordarán la versión que miss Delamere dio con referencia a ella y que insistió en repetir a pesar de incriminarla directamente. Sir Owen le había mostrado la carta. Luego la había guardado dentro de un libro que estaba leyendo. A la mañana siguiente había desaparecido. Nuevamente… la sospecha recaía sobre miss Delamere. No era nada concreto; no había motivo alguno, sino simplemente una sospecha… la atmósfera propicia para un novelista.
»Como les dije, todo esto me parecía muy extraño. No conseguía explicarme por qué razón sir Owen podía desear que recayeran las sospechas sobre alguien que se encontraba tan íntimamente ligado a él, pero eso era en realidad lo que había hecho.
»Avancemos el reloj para llegar al primer incidente concreto en el curso de nuestra historia, me refiero al accidente de la manta eléctrica, que, según nos pareció en ese momento, fue casi fatal. Todos conocemos los hechos, desde nuestros diversos puntos de vista. En cuanto a mis propias observaciones, ya he hecho partícipe a Waller de ellas. Sin embargo, me reservé un detalle, porque en aquella ocasión no sabía muy bien cómo interpretarlo, y antes de dar por terminado un caso, prefiero dejar la puerta abierta para cualquier modificación que pueda presentárseme. Paso a referirlo ahora.
»Cuando sir Owen me mandó llamar a su habitación unas horas más tarde, le atendía Button, el masajista —continuó Mr. Green, para luego hacer una pausa y mirar a Eastwood—. Creo que estamos todos de acuerdo, por lo que sabemos de ambos, que Button era probablemente la única persona por la que sir Owen sentía un verdadero afecto desinteresado, y que Button retribuía su cariño con igual sinceridad. La relación que existía entre ambos es el único pasaje feliz de la angustiosa historia que les relato.
Eastwood asintió.
—Como les decía —prosiguió Mr. Green—, era Button quien lo atendía, y el motivo de su presencia allí, según el propio sir Owen, era el que me relatase su versión sobre el accidente. Procedió a hacer lo que su amo le ordenaba, pero con tanta reticencia que éste se vio obligado repetidas veces a indicarle lo que debía hacer. Finalmente, no le quedó a sir Owen otra alternativa que referirme él mismo la historia y aguardar a que Button la confirmara de tiempo en tiempo. Cuando hubo terminado, tuve la impresión de que Button se había limitado a repetir una lección aprendida de memoria, y que… lógicamente, mentía. Cuando, casi inmediatamente después, escuché la versión de los hechos en boca de Garth, quedé igualmente convencido de que este último decía la verdad, aunque me pareció extraño que fuese tan testarudo como para negarse a divulgar la índole del mensaje telefónico que le había obligado a marcharse de un modo tan intempestivo.
»No obstante, ¿qué razones tenía Button para mentir sobre un asunto tan delicado? Tenía que encontrar la respuesta a ese interrogante.
»Con todo, una cosa era clara: el planteo se repetía. Una vez más, se había suscitado una crisis y nuevamente, sólo contábamos con la versión de sir Owen acerca de ella, si bien en esta ocasión el que nos informaba era su títere, Button. Al igual que en la situación anterior el resultado de esa versión fue hacer recaer las sospechas sobre uno de los principales personajes.
»Las cosas ocurrían como en un libro. Todo era demasiado ficticio para mi gusto. El autor parecía alinear los sospechosos, uno a uno. Primero: miss Delamere; segundo: Garth. Pasaba ahora a proporcionarnos un tercero: su hermana Maisie Kent. Llegamos así al testimonio de mistress Dee.
»Recordarán ustedes que ella se refirió al episodio de la báscula y no veo motivo para dudar de su palabra. Mistress Dee es una mujer sensata y respetable. Recordarán que nos describió cómo miss Kent se pesó antes de entrar a la sala de televisión con su hermano, y la báscula registró cuatro libras más que su peso normal. Como miss Kent iba ataviada con la bata típica de Harmony Hall, sólo cabían dos explicaciones posibles a esta discrepancia. La primera era que la báscula funcionaba mal, pero después de algunas investigaciones elementales, descubrí que no era así. Era exacta, a un dieciseisavo de onza. La segunda era que miss Kent llevaba consigo, oculto bajo sus ropas, algún objeto que pesaba cuatro libras (el peso del revólver con que mataron a sir Owen). Creo que fui el primero en expresar esa posibilidad en palabras, y a Waller, naturalmente, le interesó mi observación. No obstante cuanto más pensaba en ello, menos me gustaba la idea. Me parecía demasiado clara, demasiado perfecta.
»Por eso mismo comencé a considerar el testimonio de mistress Dee desde un nuevo ángulo. Inmediatamente me hice una extraña pregunta. ¿Por qué había insistido sir Owen en devolverle su novela precisamente a las ocho y treinta, en aquel lugar? Como ella misma observara, podría habérsela hecho llegar de cualquier otra manera, enviándola a su habitación, entregándola en el salón o dejándola en la oficina. Pero no, debía ser junto a la puerta de la sala de televisión, exactamente a las ocho y treinta.
»¿Por qué? La única respuesta que se me ocurrió fue que sir Owen deseaba que mistress Dee se encontrase presente en el momento en que tuviera lugar la escena de la báscula. Sin embargo, mis deducciones parecían carecer de sentido. Si sir Owen tenía conocimiento de que su hermana se proponía asesinarlo, y deseaba tener un testigo presencial, parece increíble que, habiendo logrado su propósito, entrara voluntariamente a la sala, donde perdería la vida. No olvidemos que cuando miss Kent descendió de la báscula, sir Owen se volvió hacia mistress Dee y le guiñó un ojo. ¿Es así como se comporta un hombre que sabe que va a morir dentro de unos instantes? No podía creerlo.
»No obstante, cuanto más analizaba su comportamiento hacia mistress Dee y otros, durante las horas anteriores al crimen, más comprendía que había puesto especial interés en que esa noche hubiese un gran auditorio en la sala de televisión. Se tomó el trabajo de invitar a lady Kendall y a su hijo, a los Johnson, a miss Dawn, a Paul Stole, a Garth… a todos en general. Y lo que es más extraño aún, escribió una carta para disculparse con Eastwood. ¿Por qué? Dada la opinión que me había formado de él, tenía la impresión de que habría redactado esas líneas únicamente por obligación. ¿Por qué quería que Eastwood y los demás se hallasen presentes? ¿Acaso era por vanidad… el deseo que siente un hombre que se ha hecho a sí mismo por arrojar a la cara de todos los demás la prueba del éxito logrado en la pantalla de televisión? Ese argumento era demasiado rebuscado. ¿Acaso tuvo un presentimiento del desastre y creyó hallarse más seguro con el mayor número de personas en derredor de sí? Era posible, pero me parecía poco probable.
»Fue tan sólo cuando conseguí colocar otras piezas del rompecabezas que descubrí la verdadera razón que tenía sir Owen para insistir esa noche en que el auditorio fuese nutrido. Cuando lo explique, en su debido momento, espero que estarán de acuerdo conmigo en que era un motivo tan obvio como para reprocharnos no haberlo adivinado antes.
»Entretanto, no necesito señalarles que el planteo se repite por tercera vez. Nuevamente tenemos un episodio en el que sir Owen parece manipular las cuerdas. Una vez más, recaen sospechas sobre uno de los personajes principales del drama, y una vez más, si nos arriesgamos a aceptar el hecho de su complicidad en estos acontecimientos, quedamos desconcertados, ya que no podemos olvidar el fin de la historia, o sea que sir Owen encontró la muerte cuando le atravesaron el corazón de un balazo.
»Por lo que a mí respecta, con eso dejamos de lado a mistress Dee y a todas las pruebas acumuladas antes de producirse el crimen. Pero no ocurre lo mismo con la báscula.
»En cuanto me hube informado de que se hallaba en perfectas condiciones, decidí hacer un pequeño experimento. Le pedí prestado un destornillador al portero, y en la primera oportunidad que se me presentó, fui al sótano. Descubrí, como suponía, que era muy fácil cambiar el ajuste de la máquina y que una simple vuelta al tornillo maestro de su parte posterior, era suficiente para alterarla en más de cuatro libras. También descubrí otro detalle importante. Alguien había tocado la báscula recientemente, pues había marcas en el metal, próximo a los bordes. Parecían hechas por alguien que hubiera trabajado muy presuroso y cuya mano tal vez temblaba.
»Pero eso no es todo. El portero es un hombre amable, a quien le encanta encontrar cualquier excusa con tal de entablar conversación, aunque sólo sea sobre destornilladores. Cuando le devolví el que me había prestado fue apenas cuestión de minutos que hablara de la persona que se lo había pedido antes que yo. Ése era el asesino.
Mr. Green se quitó las gafas y se puso de pie.
—Si me perdonan un momento, quisiera estirar las piernas —les dijo, al tiempo que señalaba las botellas con la cabeza—. Estoy seguro de que Waller tiene sed, y también nuestro amigo Bates.
Se dirigió hacia la ventana y miró hacia afuera, a través de las cortinas. El tiempo había empeorado. Apretó su gruesa nariz contra el vidrio, pero retrocedió rápidamente. El frío parecía golpear la ventana con deliberada malevolencia.
Charlotte se le acercó.
—Querido, ¿estás seguro de que no te cansas demasiado? —le preguntó.
—¿Acaso te parezco muy cansado? —replicó Mr. Green, un tanto molesto.
Charlotte estuvo a punto de admitir que no. Su aspecto era el de un anciano ágil, de ojos brillantes, que se divertía plenamente.
—No te preocupes, querida —añadió, mientras le palmeaba la mano—. Sé muy bien hasta dónde puedo llegar.
Como para probar la autenticidad de sus palabras, encendió uno de sus cigarrillos herbáceos, que obligó a Waller a retroceder, en cuanto percibió el olor característico a desinfectante que parecía avanzar en dirección a su nariz.
—¿Seguimos?
El pequeño grupo volvió a sentarse en sus respectivos lugares y Mr. Green prosiguió su relato.
—Aquéllos de ustedes que han estado presentes en otras conferencias mías del pasado, recordarán que al contar la historia, y con el fin de aliviar la monotonía de la misma, siempre he tratado (cuando la ocasión me lo ha permitido) de introducir un elemento que podríamos denominar de pequeño alivio. Sin embargo, esta noche no puedo hacerlo, la historia es demasiado lúgubre. No obstante, debo citar ahora un elemento grotesco, que nos proporciona el testimonio de Paul Stole. A través de sus palabras, además, se percibe un rayo de luz sobre el mecanismo del crimen en sí aun cuando quizás no logremos determinar todavía cuál fue la mano que apretó el gatillo.
»Pasemos entonces a la historia de Paul Stole —continuó Mr. Green, después de guiñar el ojo a Waller—. Si Waller me perdona, diré que su opinión sobre el valor de esa historia es un tanto parcial en virtud de una cierta antipatía…
—¿Antipatía? —repitió Waller, atizando con furia el fuego de la chimenea—. Le odio profundamente.
—De acuerdo, y ése es el motivo por el cual asignaste más importancia de la debida al anuncio que hiciera en su primer artículo de las próximas revelaciones para sus lectores.
—Stole creo que sabía más de lo que declaraba.
—No; mi querido Waller, lo que ocurre es simplemente que Stole no es más que un ser egoísta y engreído. Recuerda tu primera entrevista con él. Te habló de su libro, Un forro de plata como si se tratase de la obra maestra de un genio, y sólo es una serie de pensamientos de escaso valor, entremezclados con algunos pasajes de pésimo gusto.
—Sin embargo, sir Owen se tomó el trabajo de subrayar muchos de ellos.
—Te equivocas. No fue sir Owen quien los subrayó sino Paul Stole.
—¿Cómo dices?
—Es muy sencillo. Cuando me veo frente a un hecho que desde el punto de vista psicológico me parece estar en desacuerdo con el carácter de la persona que lo realiza, continúo analizándolo hasta encontrar una explicación plausible de tal incongruencia. ¡Dios mío! ¡Qué pomposas suenan mis palabras!, pero dejémoslo. Baste decirles que ni aún en sueños podría imaginar a sir Owen con un libro como Un forro de plata en su biblioteca, y menos aún dedicado a marcar algunos de sus pasajes como para destacarlos por la profundidad de su sentir. Por lo tanto, llegué a la conclusión de que el libro jamás había estado en sus estantes, y que lo más probable era que sir Owen jamás hubiese oído hablar de él. Por esa misma razón te pedí que me lo facilitaras. Quería que buscaran las impresiones digitales que pudiera tener.
—No me dijiste nada de eso —observó Waller, con el entrecejo fruncido.
—Debe habérseme olvidado —replicó Mr. Green, con tono casual—. De todos modos no tuvo ninguna importancia. Se trataba simplemente de un problema eliminatorio. Para decirlo en pocas palabras, descubrí que sólo había dos tipos de impresiones, la mayoría eran del propio Stole y unas pocas tuyas. No había el menor indicio de las de sir Owen. Lógicamente, había que llegar a una conclusión inevitable. Sir Owen jamás había visto el libro. La deducción correspondiente, sin olvidar la psicología de Stole, era igualmente inevitable. Dada su egolatría y su insaciable ansia de publicidad, Stole consideró esta tragedia desde un solo ángulo… su propio interés personal. ¿Cómo podía llamar la atención del público? Su propio libro le proporcionó la respuesta, que fue por otra parte muy ingeniosa. Lo puso, por así decir, entre las manos del hombre asesinado. Y tuve un gran placer en decirle lo que pensaba, en el momento oportuno.
—¿De manera que ése fue el motivo de aquella terrible discusión?
—Justamente, y puedo decirte que pasé un rato muy divertido.
Mr. Green hizo una pausa para encender su cigarrillo medicinal. Éste se iluminó un instante, y después de desprender varias chispas y hacer alguna que otra explosión, se apagó por completo.
Recobrado su aliento, continuó en tono más ágil:
—He leído y releído tantas veces el artículo de Stole, que creo sabérmelo de memoria.
Debo confesar que ése no es el tipo de prosa que, normalmente, me molestaría en memorizar. No obstante, no es eso lo que nos interesa ahora. El único detalle que nos concierne se refiere a una frase de ese artículo. Recordarás, Waller, que te llamé la atención sobre ella la primera vez que lo leímos.
—¿A qué frase te refieres?
—A una muy corta, de sólo siete palabras: un cuerpo pesado cayó en mis brazos.
—Sí, me acuerdo. ¿Y qué hay en ella? Te dije que me parecía una exageración de su parte, una tentativa más por hacerse ver ante el público como un héroe.
—Pues estabas muy equivocado. A pesar de su lamentable amaneramiento, Stole es un buen reportero, en cuanto a la veracidad de los hechos. Fleet Street es una escuela de severa disciplina. No llega en ella a la cumbre quien echa mano a recursos viles como la mentira. La verdad o media verdad que decidas contar al público puede ser trivial y, en muchas ocasiones, tal vez sería mejor si no se la diera a conocer, pero a la larga, el periodista debe decir la verdad. Por eso creo que en esa ocasión Stole era sincero.
—No te entiendo. ¿Cómo pudo describir a sir Owen como un cuerpo pesado y tanto que, según sus palabras, le golpeó y a pesar de su constitución física, le hizo rodar por el suelo? De ser verdad lo que afirmaba, sólo cabía una explicación lógica, y era que sir Owen debía haber caído sobre él desde cierta altura, lo que, por otra parte…
—¡Me parece que empiezo a entenderte! —exclamó el inspector, súbitamente—. ¡La silla dura! Sir Owen estaba de pie sobre ella. Trataba de escapar de la línea de fuego…
—Por supuesto que debía de estar subido sobre la silla —lo interrumpió Mr. Green—, y la única explicación obvia es, como tú sugieres, que trataba de ponerse fuera de la línea de fuego. Posteriormente tocaremos ese punto. Entretanto, verás que así se explica otro singular detalle de la forma en que fue perpetrado el crimen, o sea que el tiro fue disparado hacia arriba.
—Yo creía que el asesino estaba arrodillado —comentó Waller con una sonrisa amarga—. Todo esto demuestra que soy un viejo tonto —agregó, exhalando un suspiro.
—No, señor —le reprochó Mr. Green—. Tu conclusión fue lógica y perfecta, y, durante un tiempo, compartí esa opinión contigo.
—Prosigue entonces relatándome cómo se produjo el crimen en sí.
—En primer lugar, sabemos por nuestras averiguaciones previas que una persona desconocida procedió a tratar con una gruesa capa de pintura luminosa el escudo que adornaba la chaqueta de sir Owen, tejido con hilo metálico y colocado directamente sobre su corazón. Como el salón de televisión estaría apenas iluminado, una vez que encendieran el aparato, el escudo sería prácticamente invisible. En la oscuridad absoluta que sobrevendría al apagarse las luces, se tornaría claramente visible, en especial para el que lo supiese de antemano y tratara de localizarlo. En segundo lugar, sabemos que su cuerpo se hallaba a un nivel de varios pies por encima del resto de los presentes, aun cuando todos estuviesen de pie. Esto puede explicarse de dos maneras, o bien que, como sugiere Waller, una vez producido el primer disparo se hubiera subido a la silla en un intento por escapar, o bien (y esto es muy posible) alguien le sostuvo con firmeza, para que fuese un blanco perfecto para el asesino. Si aceptamos esta segunda alternativa, debemos tener en cuenta el hecho de que sólo había dos personas capaces de realizar esa acción. Uno de ellos era Paul Stole, y el otro… Eastwood —concluyó, mientras dirigía la mirada hacia él.
Todos volvieron la cabeza en esa dirección. Eastwood no levantó la vista. Simplemente se contentó con hacer un asentimiento de cabeza.
Entretanto desapareció la chaqueta. ¿Quién la cogió?, y ¿por qué? De ambos interrogantes, el segundo me parece el más importante, especialmente después de su reaparición en la habitación de Waller. El mero hecho de que se la volviera a encontrar sugería que había en Harmony Hall otra persona además del asesino, que sabía no solamente quién había matado a sir Owen, sino también la forma en que había ocurrido el crimen, y ese desconocido o desconocida trataba de ponernos sobre su pista.
»Pero ¿por qué adoptó un procedimiento tan extraño?, ¿por qué no nos avisó directamente?, ¿por qué nos proporcionaba esos indicios melodramáticos que tanto recordaban los recursos de que suele echar mano un novelista?
»Al formularme esas preguntas, no podía menos de pensar cuánto habría disfrutado el propio sir Owen, ávido lector de novelas policiales, de una situación semejante. El recurso que más le hubiera encantado era el de la pintura luminosa.
Mr. Green se volvió hacia Waller con una sonrisa de desaprobación.
—El inspector me ha hecho muchas burlas sobre mi agudo sentido del olfato y lo mismo ocurre con muchos representantes de prensa. No experimento ningún resentimiento hacia él por esa causa. Sin embargo, quisiera destacar que, en esta oportunidad, no se necesitaba estar dotado de facultades especiales. La pintura luminosa tiene un olor y muy particular, y en mi opinión, altamente desagradable. Lo advertí por primera vez al pasar junto al árbol de Navidad, algunas de cuyas ramas tenían una gruesa capa de esa pintura. Por esa causa, cuando volví a encontrarla en casa de Maisie Kent, mi pituitaria estaba preparada para ella; era como si aún tuviese el olor en la nariz.
»Sí; sir Owen hubiera gozado ampliamente de semejante situación: el árbol de Navidad que brillaba en el hall, la carta anónima con su misterioso y dramático grito de combate sobre el escudo brillante; eso de hacer recaer las sospechas nuevamente sobre miss Maisie Kent que, como ya hemos visto, era una de las principales sospechosas; la extraña reaparición de la chaqueta y el detective (yo mismo) que ponía en juego sus faculta des específicas para ensamblar todos esos detalles y agruparlos dentro de un planteamiento lógico.
Mr. Green se quitó las gafas y contempló el cielo raso.
—Era como si actuase desde ultratumba, como si fuese el único capaz de mover los hilos para reírse de nosotros. Pero ¿cómo podía ser? —añadió en dirección a Waller—, por eso siempre volvemos al hecho incontestable de que al final de la historia él fue asesinado.
Mr. Green bebió un sorbo de cherry brandy. Ya había tomado casi una copa entera, y sentía mayor flojedad en sus músculos.
—Hace falta otro tronco, ¿no te parece, mi querido Waller? —comentó, después de acercarse al fuego.
El inspector arrojó dos troncos a la chimenea y todos se mantuvieron en silencio, mientras contemplaban el chisporroteo rojizo de las llamas.
—Si rechazamos, como aparentemente estamos obligados a hacer, la idea de que sir Owen actuaba desde ultratumba (ya que ésta no es una historia de fantasmas sino de conflictos humanos), debemos entonces aceptar la suposición de que alguien lo hacía en su nombre. Además, esa persona trabajaba, al parecer, con el propósito de crear sospechas. En esta ocasión recaían sobre miss Delamere, y nuevamente sé habían puesto en práctica los mismos métodos que en las ocasiones anteriores. No nos proporcionaban ninguna información directa, sino solamente indicios. Nos llevaban una vez más a la atmósfera característica de la novela policial.
»No obstante, en esta ocasión la persona que nos suministraba dichos indicios no procedió con tanta astucia como él (o ella) suponía. Se trata de la vieja cuestión del aficionado, comparado con el profesional, ya que es siempre este último quien triunfa. Y a pesar de todos mis defectos —observó Mr. Green, mirando a Waller—, me gusta pensar que, por lo menos, aún soy un profesional.
Al observarle parpadear, Waller le imaginó como un perro faldero gordo que pedía aprobación a su conducta. Accedió a su ruego con una sonrisa afectiva.
—Gracias —replicó Mr. Green—, llegamos así a lo que podríamos llamar: el extraño caso de la carta desaparecida. Permítanme recapitular los hechos. Sir Owen recibió esa carta en Hyde Park Gardens, donde se le advertía de su próximo fin. Según sus propias palabras, la había guardado entre las tapas de un libro, después que miss Delamere la hubo leído. A la mañana siguiente había desaparecido… y nadie, con excepción de miss Delamere podía haberla tomado. Sin embargo, ahí no termina el asunto. Después de su muerte, la carta apareció dirigida al inspector Waller, sin ninguna palabra aclaratoria, en viada por un desconocido. Al examinarla detenidamente, descubrimos que una de las letras es defectuosa, la letra Z. Cuando Waller procedió a revisar la máquina de escribir que miss Delamere tenía en Londres, encontró que adolecía de ese defecto. Conclusión: miss Delamere debió escribir esa carta.
»Todo era demasiado perfecto y los acontecimientos parecían seguir, paso a paso, el planteo que hubiese trazado cualquier escritor de novelas policiales. Todos convergían en un mismo punto: crear sospechas. No obstante, consideré que en este caso y por una serie de razones, la sospecha iba dirigida equivocadamente. No podía concebir por qué una mujer dispuesta a cometer un crimen, quisiera prevenir a su víctima del peligro que corría. Tampoco podía imaginar cómo una mujer inteligente como miss Delamere, escribiría un anónimo con su propia máquina. Cualquier escolar sabe que las máquinas de escribir, al igual que las huellas dactilares, tienen su individualidad particular. Desconfiaba en especial del uso de la letra Z. Parecía como si se hubiese hecho uso de ella deliberadamente. La frase entera: Ha zaherido usted a muchos… se me antojaba rebuscada y artificial.
»Por eso, decidí dar un salto en la oscuridad. Supuse que, poco antes de producirse la muerte de sir Owen, alguien había modificado deliberadamente la letra Z de la máquina, y esa persona debía probablemente ser la misma que posteriormente enviara el anónimo al inspector. Para probar mi teoría, era vital que lograse tener acceso a la correspondencia privada de sir Owen inmediatamente anterior a su muerte, con la esperanza de encontrar una Z perfecta. No era esto tan fácil como había supuesto, ya que no se archivaban sus cartas personales. Le horrorizaba apilar papeles. No obstante, cuando hablé con miss Delamere al respecto, descubrí que una de las últimas cartas que escribiera desde Londres iba dirigida a una firma que explotaba un vivero de Woking especializado en rododendros. Todos los que cultivan esas plantas son, por lo general, especialistas en azaleas… y en la fraseología británica corriente, las dos variedades son casi sinónimas.
Hubo una momentánea interrupción cuando Waller dejó escapar un gruñido. Mr. Green levantó la vista con expresión inocente y sorprendida.
—Veo que Waller se me anticipó —dijo tomando una carta que tenía frente a sí—. Éste es el original que sir Owen remitió al vivero Sunnyhill. Me lo entregó su propietario. Contiene una lista de los arbustos que debían entregar en Harmony Hall, según el catálogo, rododendros y azaleas. Como podrás ver —agregó a la vez que se la alcanzaba al inspector—, en cada caso la letra Z es perfecta.
Waller la contempló con los ojos muy abiertos y luego se la devolvió.
—¿Y qué significa eso?
—No cabe más que una explicación. Alguien modificó la tecla, pocos días antes de la muerte de sir Owen. Sólo había dos personas capaces de haber realizado esa tarea, el propio sir Owen y miss Delamere.
—¿Y por qué iba ella a hacer eso? —inquirió Waller con las manos extendidas.
—De la misma manera, ¿por qué iría él a tomarse ese trabajo?, espero darte la respuesta dentro de breves instantes. Ayer fue cuando logré encajar la última de las piezas del rompecabezas… la que daba sentido a todo lo demás. Ayer fui a Harley Street. El médico que atendía a sir Owen es un viejo amigo mío y me proporcionó un dato de vital importancia. Sir Owen tenía cáncer. No necesito darles más detalles. Básteles saber que la enfermedad se hallaba muy avanzada y que no le quedaba ni la más remota esperanza de recuperación. Tenía cuanto más seis meses de vida, con dolores cada vez más intensos. En resumen, estaba preparado para el suicidio.
Waller se enderezó en su silla.
—¿Acaso sugieres…?
Mr. Green le interrumpió con un ademán.
—Un momento, mi querido amigo —le dijo—. No sugiero que sir Owen se haya suicidado, si es eso lo que te propones preguntarme, pero sí quiero sugerirles que no tenía razones para desear continuar viviendo.
Waller corrió hacia atrás su silla.
—Necesito otro trago —exclamó—. Comienzo a comprender… pero me parece tan enredado… una cosa de locura.
Mr. Green dejó escapar un suspiro.
—No sé —repuso—. Yo lo veo todo muy frío y calculado, como la obra de un ser perfectamente cuerdo. Por eso mismo es terrible. Hay formas de cordura que son mucho peores que la demencia.
Esperó que Waller hubiese vuelto a tomar asiento.
—Considerémoslo así. ¿Cuáles son las cosas más importantes en la vida, para un hombre del temperamento de sir Owen? Supongo que son tres: primero el dinero y el poder que éste trae aparejado; segundo el amor, y con él quiero decir la pasión así como el cariño paternal; tercero, los placeres de la carne.
»Había poseído los tres y últimamente, también de los tres le habían despojado. Su imperio financiero estaba en ruinas, sin duda, debido en gran parte al dolor que le acosaba incesantemente y a las drogas que obnubilaban su cerebro a la par que aliviaban su sufrimiento físico.
»Cuando redactó su testamento, debió experimentar una irónica satisfacción al darse cuenta de que no tenía nada que dejar a sus herederos, excepto papeles.
»En cuanto al amor, gracias a su hermana, había perdido a la hija que adoraba, y gracias a Garth, se había quedado sin su amante.
»En cuanto a los placeres de la carne, la sola mención de la frase le hubiese parecido la más amarga de las burlas.
»Les repito que su estado de ánimo era propicio al suicidio.
»Sin embargo, existe algo de lo que pueden disfrutar hasta los hombres más maltratados por la vida… y ese algo es el lujo del odio. También existe un único remedio del que todos pueden echar mano, aunque no sea más que una ilusión… el remedio de la venganza.
»Había tres personas que lo esperaban como blancos de su venganza: su hermana Maisie, queje había despojado de su hija; su amante, miss Delamere, y Garth, el tercero en discordia. Era muy importante para él disponer las cosas de manera que fuesen ellos los que sufrieran después de su muerte.
»Pero ¿cómo? Tenía que elaborar un plan muy sutil e ingenioso. Quería poner a sus víctimas en el potro del tormento, para martirizarlos con dudas y sospechas mutuas. Por encima de todas las cosas debían conocer el temor de aquéllos que por primera vez en su vida se ven en manos de la policía.
»No es difícil imaginárselo a solas, por la noche, en su apartamento, acuciado por un odio profundo, cuando, súbitamente, al contemplar su extensa colección de novelas policiales, concibió su gran idea. Esas novelas constituían para él una puerta de escape de la realidad y con el avance de su enfermedad, adquirieron, evidentemente, cada vez más importancia. Había leído una enorme cantidad de ellas y conocía todos los métodos posibles del crimen en la ficción, por fantásticos o extraños que fuesen. Sin embargo, en su mente germinaba una idea jamás concebida por los escritores… Él planeaba con gran inteligencia el crimen de sí mismo. Me imagino la torva sonrisa de triunfo que debe haber iluminado su rostro, y cómo debió hacerse aún más amplia, cuando se le ocurrió el toque final, o sea la utilización de mis servicios para resolver el misterio.
»Le quedaban aún por ajustar tres puntos importantes: cómo debían asesinarlo, cómo distribuiría las pruebas para hacer recaer las sospechas sobre sus víctimas y quién debía llevar a cabo el crimen. No le fue difícil encontrar la respuesta a los dos primeros puntos; en cuanto al tercero, no cabía más que una posibilidad. Sólo había una persona en el mundo que gozaba de su implícita confianza, una sola persona por quien experimentaba un cariño desinteresado.
Mr. Green hizo una pausa y miró a Waller.
—Quizás quieras decirme su nombre.
—¿Button? —inquirió Waller en voz baja.
Mr. Green hizo un asentimiento de cabeza.
—Sí, Button, el pobre masajista con su inconmovible devoción. Button, cuya vida salvara, fue elegido como el hombre que debía matarlo. Su decisión era aterradora, y en mi opinión, fue un último refinamiento de crueldad. Pero eso no tenía ninguna significación para sir Owen. Una vez tomada su resolución, Button estaba condenado. Era como si sir Owen hubiese sido el comandante en jefe que le ordenara hacer fuego. Y lógicamente, le obedeció. En esa forma, no sólo mataba a sir Owen, sino también a sí mismo. Después de la muerte de su amo, ya no tenía motivos para seguir viviendo; pero aún le restaban algunas cosas por hacer. Tenía que sembrar las sospechas, enviar los anónimos y poner en movimiento la macabra trama ideada por sir Owen. Pero, al final, no pudo aguantar más. Su mente simple se rebeló.
—¡Dios mío! —exclamó Waller, como si alguien hubiese arrancado las palabras de su boca, y se cubrió los ojos con las manos.
Bates hizo un movimiento mecánico, como si respondiera a un impulso mecánico para hacer que la ley cumpliera su cometido, pero Mr. Green le detuvo.
—Le agradecería que aguardara un instante —le dijo—. Una pequeña demora no ocasionará ningún trastorno. Quizás usted sería tan amable —continuó, dirigiéndose a Eastwood— de practicar la averiguación que le encomendé.
Eastwood asintió y se marchó de la habitación.
—¡Button! —repitió Waller con voz ronca—. Tener que arrestarlo a él entre todos. ¿Por qué me metí en este maldito asunto? —exclamó, después de beber un trago de whisky.
Mr. Green suspiró y movió la cabeza hacia uno y otro lado.
—¿Le aplicarán la pena capital? —preguntó Charlotte, con expresión angustiada.
—La ley es inflexible.
—¿Acaso no podría aludir la demencia como excusa?
—Por el segundo crimen quizás, y lo cierto es que me reprocho amargamente no haber podido evitarlo.
Mr. Green pasó a referirles rápidamente el episodio sobre las ropas quemadas de sir Owen.
—Debí comprender el efecto espantoso que tuvo para él y el odio que experimentaría hacia la mujer que dio la orden. Yo estaba a su lado cuando se produjo la alteración de su mente, y no fui lo suficientemente inteligente como para darme cuenta de ello.
—¡Pero, querido! —exclamó Charlotte—, no puedes pretender adivinar lo que piensan los demás.
—No hacía falta ningún sexto sentido para comprender que, en ese momento, Button acababa de perder la razón. No sé cómo no lo comprendí entonces. Sin embargo, no fue la demencia lo que le llevó a cometer su primer crimen.
»Aquí tienes un resumen de los hechos —agregó luego, entregándole unos papeles—. Espero que te sirvan de algo en tu inmediato curso de acción.
»Button era el único que podía seguir al pie de la letra las instrucciones de sir Owen en el caso de la manta eléctrica. Únicamente él podía haber alterado el reloj y cortado la corriente y dispuesto las cosas en forma tal como para que Garth recibiera el falso mensaje telefónico, que fue hecho por una mujer cuya identidad jamás conoceremos. De lo que sí podemos estar seguros es de que realmente lo hubo, ya que acabo de verificar la autenticidad de la versión que me relatara Garth, con la mujer en cuyo nombre se hizo la llamada.
»Además, sólo podía ser él quien arregló la báscula, y el descubrimiento que hice en forma casual de que Wilkins le había facilitado un destornillador fue el indicio que me puso sobre la pista.
»Él era el único que podía haber apagado las luces del árbol de Navidad para lograr una más absoluta oscuridad, no solamente dentro de la sala de televisión, sino también en el hall, cuando debiera disparar contra la mancha luminosa que señalaba el corazón de la única persona que amaba en el mundo. Sir Owen, por supuesto, se hallaba de pie sobre su silla, como víctima propiciatoria de un sacrificio inhumano.
»Era Button, además, el único que podía haber hecho desaparecer la chaqueta, duran te los minutos de confusión que siguieron a la consumación del crimen, para poder hacerla aparecer posteriormente, de acuerdo con las órdenes que le impartiera su implacable amo.
»Sólo él podía haber enviado las cartas anónimas, con sus criminales implicaciones, y es verdaderamente una ironía del destino, el que haya sido justamente una de ellas, la que tenía la letra Z, que indudablemente había sido modificada por el propio Owen, la que me confirmó que no estaba equivocado.
»En cuanto comprendí que no debíamos investigar un crimen vulgar sino una situación creada artificialmente, el resto fue muy sencillo. Se trataba tan sólo de ponerse a tono con la mente de sir Owen Kent. Tomemos, por ejemplo, la carta en la que se hacía mención al escudo brillante. Ésa era una frase muy apropiada a su temperamento. Casi me parecía escuchar su risa despreciativa al concebirla, y veía su expresión sonriente cuando creó con ella una nueva pista de una forma tan ingeniosa…
Mr. Green hizo una pausa y abrió el cajón que tenía frente a sí.
—Ahora tengo que disculparme con el inspector Waller —señaló, al tiempo que extraía una fotografía del cajón y le hacía entrega de ella.
Waller la contempló sorprendido.
—La fotografía desaparecida —dijo—. De manera que eras tú el que se la había llevado.
—Sí; y reconozco que mi proceder no fue muy correcto.
—Si te parece…
—Pero lo cierto es que la necesitaba. Verás, a esa altura de la investigación, me encontraba ya, por así decirlo, al tanto de lo que se proponía el difunto. Había logrado espiar dentro de su mente, y sabía qué era lo que podía esperarse de él. Uno de los indicios estaba sobre el cristal de esta fotografía. Fue el propio sir Owen quien trazó el escudo con su dedo pulgar, y dejó una impresión tan clara como si un experto se la hubiese tomado. Ahora que conocemos su plan, tal vez consideremos ese detalle un tanto primitivo, pero de no ser así la situación se habría complicado aún más.
»La mente de sir Owen. Ése era el quid de la cuestión. Míster Waller recordará cuál fue su primera reacción al leer la última carta anónima. A juzgar por la frase Cherchay la femme, suponía que su autor debía ser una persona de escasa cultura, en cambio yo pensé exactamente lo contrario. Waller también recordará la observación que hizo Button al leerla. Dijo que él mismo podría haberla escrito mejor.
Waller se movió inquieto en su silla.
—¿Has terminado ya? —le preguntó.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque, al parecer, debo cumplir con mi deber y quiero terminar lo antes posible.
Antes de que Mr. Green pudiera responderle, se abrió la puerta y apareció Eastwood. Estaba pálido como el papel. Permaneció allí unos instantes con los ojos muy abiertos, como si no supiese qué actitud asumir. Finalmente, se dirigió hacia Mr. Green y después de murmurarle unas palabras al oído, se dejó caer en una silla. Mr. Green cerró los ojos. Movió los labios pero ningún sonido salió de ellos. Cuando habló, lo hizo con una voz monótona e inexpresiva.
—Sí —replicó—, debes cumplir con tu deber, aunque la tarea que te aguarda no es, tal vez, la que tú supones. Por otra parte, ya casi he terminado. ¿Leíste la reseña sobre el entierro de sir Owen en el Evening Clarion? —inquirió, en tanto miraba a Waller.
—Por supuesto.
—¿No advertiste en ella nada extraño?
—¿Extraño? No. Sólo que iba demasiado lejos en su referencia a miss Delamere.
—Pues había algo más. Solamente una frase. Recordarás que decía que en la familia Kent existía la vieja tradición de enterrar a aquellos sirvientes que lo desearan en la misma tumba de sus amos.
Todos permanecieron en silencio. Mr. Green prosiguió:
—¿Recuerdas nuestra visita a la habitación de Button?
Waller hizo un asentimiento de cabeza.
—Pues allí fue donde me enteré de que Button conocía la leyenda y esperaba que se cumpliera en cuanto a su persona. Me mostró una fotografía que había tomado de la tumba. Abajo tenía una inscripción escrita con lápiz.
Mr. Green tomó unas notas y se las tendió al inspector.
Este último las leyó en voz alta.
—9.9.19. ¿Y?
—Button había nacido el nueve de septiembre de mil novecientos diecinueve. Hoy es el treinta de diciembre de mil novecientos cincuenta y nueve.
—¿Quieres decir que…?
—Creo que me comprendes. Ahora podemos completar la fecha.
Waller se aferró a los brazos del sillón e hizo ademán de levantarse. Luego quiso cerciorarse de lo que afirmaba su colega.
—¿Estás seguro? —le preguntó.
—Sí, y dentro de unos minutos, Eastwood podrá facilitarte todos los detalles, según acaba de informarnos el cuerpo de policía local. Por otra parte, no sólo lo sé, sino que puedo decirte que lo adiviné. Casi las últimas palabras de miss Kent, antes de que la matara, fueron de amarga provocación, al incriminarle que debía acostarse y arrojarse sobre la tumba de su hermano. Eso era justamente lo que se proponía, pero primero pensaba dar el toque final a su obra. Tenía que deshacerse de otro enemigo de su amo… de miss Delamere, pero yo me interpuse en su camino.
—¡Querido! —exclamó Charlotte, mientras lo contemplaba asombrada—. ¡Por eso fuiste a Hyde Park Gardens! ¡Podían haberte matado!
—Sí, quizás; pero era muy poco probable. Button era un hombrecillo insignificante; no me refiero a su físico, sino a su mentalidad. Vivía en un pequeño mundo, en el que sólo cabía una figura brillante: la de sir Owen Kent. Quizás estaba loco, agazapado afuera, junto a la ventana, pero justamente porque la figura de sir Owen era aún muy real para él y porque yo era el último eslabón viviente que le unía a él me respetaba y hasta podría decir que experimentaba cierto aprecio por mi persona. Tuve la impresión de que me escucharía y así fue exactamente. Si uno se detiene a pensarlo un poco, comprende que fue una cosa muy sencilla, tal como decirle a un perro perdido que regresara a su hogar.
Mr. Green permaneció un momento con la vista clavada en los rescoldos del fuego.
—Y por una vez —añadió—, encontré exactamente las palabras justas. Se las dije a miss Delamere, pero eran para Button. Pensaba en la tumba sobre la que aún están frescas las flores. Sabía que debía cumplir con su inevitable destino y comprendí que no había motivos para demorarlo más. Por eso le hablé a través de la niebla, y él me escuchó y obedeció. Fueron palabras muy sencillas: Toda historia debe tener un final, y quizás éste sea el mejor instante para terminar la nuestra.