Desde los días lejanos en que Mr. Green era estudiante de Oxford, se había sentido profundamente impresionado por la primera lee tura que hiciera del libro de Oscar Wilde, De Profundis. Y el pasaje que más le emocionó de esta singular obra maestra era el que se refería a que el hombre, si no quiere ser vencido totalmente en la lucha por la vida, debe tratar de desdoblar su personalidad para convertirse en espectador de su propia tragedia. Debe situarse en un palco, en el circo de arena, y contemplar sus propios lastimosos brincos.
Recordaba que en esa ocasión había considerado que nadie a no ser un dramaturgo, podría haber formulado una filosofía semejante. Debía ser también un extraordinario poseur. Sin embargo, sus palabras, aunque un tanto teatrales, decían la verdad.
Se aplicó ahora esa filosofía a sí mismo. Si bien no podía describir su posición como trágica, debía reconocer que se movía en un escenario trágico, con la muerte siempre al acecho. Intentó abandonar el escenario y trasladarse al auditorio. ¿Qué vería?
Pues un hombrecillo (él mismo) arropado dentro de un automóvil sport, que se deslizaba a través de la noche hacia Londres, a una velocidad considerable. En un determinado momento, la luz de los faros brilló sobre la carretera desierta, haciendo destacar la silueta de los antiguos robles que parecían formar parte del decorado. Súbitamente, fue como si una mano gigantesca hubiese arrojado una manta gris sobre el parabrisas, y el coche disminuyó la velocidad considerablemente. A su lado, había una hermosa joven que mantenía la vista clavada en el camino. En algún lugar de la carretera delante de ellos, había otros dos automóviles que llevaban el mismo destino. ¿A cuántas millas de distancia estaban? ¿A cinco, dos, a cien yardas? La niebla le impedía precisarlo con exactitud. Lo único que sabía es que debía llegar a tiempo.
Desde su místico asiento de la galería, Mr. Green procedió a estudiar la expresión del rostro del hombrecillo (él mismo). Le pareció que su gesto era de reproche y la verdad era que se censuraba a sí mismo. Hacía menos de una hora que habían matado a una mujer, y él podía haberlo evitado. Quizás, la sociedad había ganado con su muerte, y tal vez fuese mejor para ella misma. No era una pérdida sensible, si bien nunca debieron asesinarla, mientras él se hallaba en Harmony Hall. Había caminado por el mismo escenario, frente a las mismas candilejas… a él le correspondía haber tratado de modificar el desenlace de la obra y bajar el telón antes de que fuese demasiado tarde.
¿Pero acaso podría, en realidad, haber hecho una cosa así? Una vez más, imaginó el mapa con sus banderines y la insignia negra del centro. ¿Cómo iba a suponer cuando lo arrojó al cesto de los papeles, que uno de ellos sería arrancado del tablero por la mano de la muerte?
La joven que estaba a su lado interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—Querido —le dijo—, ¿no te pone nervioso la niebla?
Mr. Green pestañeó. Consiguió mirarla con una sonrisa que equivalía a un respingo y le habría apretado una mano, de no ser porque no deseaba que abandonara el volante.
—No, querida —repuso—. Conduces muy bien.
—Estamos saliendo del parque, y la visibilidad es mayor. Si acelero un poco más, ¿crees que tendremos dificultades con la policía?
Mr. Green habría deseado responder afirmativamente, pero el tiempo le era vital.
—Dadas las circunstancias —señaló—, no me parece que se muestren demasiado duros con nosotros.
Charlotte apretó el acelerador. Durante la próxima media hora, Mr. Green vivió una pesadilla, ya que si bien en algunos lugares se distinguía el camino, la manta gris descendía frecuentemente sobre ellos para envolverlos por completo, y en muchas ocasiones se vieron obligados a seguir esos típicos cortejos melancólicos del tránsito, que constituyen una característica londinense.
Por fin llegaron al extremo norte del parque y Hyde Park Gardens apareció ante ellos, como un resabio majestuoso de la arquitectura del estilo Regencia, un tanto velado por la niebla. Charlotte aminoró la marcha y se detuvo frente al número 9 A.
—¿Tardarás mucho, querido? —le preguntó.
Mr. Green no contestó. Observaba a un viejo Daimler negro, estacionado frente a ellos. Era el coche de Eastwood. Estaba aparcado a unos cinco pies de la pared, como si su conductor hubiese tenido mucha prisa por bajar de él.
—Querido —dijo Charlotte un tanto preocupada—, no se trata de nada peligroso, ¿verdad?
—Nada puede ser tan peligroso como tu forma de conducir —repuso su tío, al tiempo que le palmeaba la mano—. Perdóname, bromeaba. Pero como tú sabes, mi medio de transporte favorito es el coche fúnebre.
Descendió del automóvil.
—¿No quieres que te acompañe?
—No, querida; puedo arreglármelas solo.
Bajó los escalones con una mano apoyada en la verja y llamó al timbre.
Pocos segundos después, como si hubiese estado esperándolo, alguien abrió la puerta de par en par, y Mr. Green se encontró cara a cara con Garth.
Éste tenía el rostro encendido y le habló en tono arrogante.
—Bueno, ¡miren quién está aquí! ¡El pesquisante en persona! ¿Qué podemos hacer por él?
Mr. Green retrocedió unos pasos. No le agradaba que lo calificaran así. No obstante, logró sonreír porque ése no era el momento oportuno para sentirse ofendido.
—Lo primero que puede hacer —replicó en tono alegre—, es ofrecerme protección de la niebla.
Garth se hizo a un lado, pero no cerró la puerta. Trataba de escudriñar los alrededores a través de la verja.
—¿Es suyo ese coche estacionado al otro lado del camino? —le preguntó.
—¿Mío? No.
—Me parece conocido.
—No. El mío estará de regreso dentro de media hora, el tiempo necesario para terminar mi trabajo, supongo.
Garth cerró la puerta.
—¿Su trabajo? —repitió, sorprendido.
Mr. Green no satisfizo su curiosidad y desechó con un ademán el ofrecimiento que le hacía de cogerle su abrigo.
—Gracias —le dijo—. Por ahora me lo dejaré puesto.
—¿Le espera Louise?
—No. Esta visita es una sorpresa.
—Comprendo.
Garth intentó precederlo, pero Mr. Green se le adelantó con sorprendente agilidad.
—Gracias —exclamó—. Conozco el camino.
Caminó rápidamente a lo largo del corredor, para luego abrir la puerta que tenía frente a sí. La habitación se hallaba escasamente iluminada y por un instante, no reconoció a la mujer que estaba acurrucada en una silla, junto al fuego. Luego vio que se trataba de Louise Delamere.
Ella se volvió para mirarle. No era extraño que en un principio la hubiese desconocido. Parecía tener veinte años más. Tenía grandes ojeras y el pelo en desorden y las lágrimas que corrían por sus mejillas habían estropeado su maquillaje por completo. Por primera vez advirtió que era una mujer madura.
La puerta se cerró tras él.
—La pobre Louise no se siente muy bien —comentó Garth, con su particular forma lenta de hablar.
—Lo lamento mucho —murmuró Mr. Green, pero su tono era frío y convencional—. Este clima es capaz de deprimir a cualquiera.
—Míster Mr. Green… —exclamó Louise, a la vez que se ponía de pie—, ¿qué hace usted aquí?
El detective simuló hacer algo en la mesa donde había dejado su sombrero. Deseaba darle tiempo para limpiarse el rostro con un pañuelo.
—Simplemente quería verla.
—¿Para qué?
—Por lo que acaba de suceder en Harmony Hall.
—No comprendo.
—¿No? —preguntó Mr. Green, con una mirada que no dejaba adivinar nada.
—¿Acaso le han pegado un tiro a alguien? —inquirió Garth.
—No, no le han pegado un tiro a nadie.
—Entonces, ¿de qué se trata?
Mr. Green parecía atormentarlos deliberadamente.
—Un momento, Garth, un momento. Cuando se llega a cierta edad, la niebla parece metérsele a uno en el cerebro igual que en los huesos.
Se tomó todo el tiempo que quiso para quitarse la bufanda, el abrigo y los guantes, y acompañó sus gestos con comentarios banales tales como:
—Debemos esperar tiempo frío en esta época del año, ¿no les parece?
Les dijo también que a pesar de que era lo bastante anticuado como para preferir el fuego de la chimenea a la calefacción central, no podía por menos de admitir que era muy agradable eso de salir de una habitación tibia, a un corredor convenientemente caldeado. Y al mencionar los corredores… consideró que debía ir a colgar allí su abrigo.
Antes de que Garth se lo cogiera, Mr. Green abrió una puerta… y por supuesto no fue la que correspondía. Se disculpó, diciendo que sabía poco de geografía. Luego señaló que podía encontrarla solo, y mantuvo esa charla insustancial durante bastante tiempo, mientras caminaba sin rumbo fijo, en una forma tal, que cualquiera que lo hubiera observado comportarse en tanta discordancia con la tragedia que acababa de presenciar, habría sospechado que el anciano tenía algunas copas de más. Quizás Mr. Green tenía una excusa plausible para proceder así. A juzgar por la forma en que se aclaraba constantemente la garganta enronquecida, era obvio que se hallaba atacado de un severo resfriado.
Ni siquiera reaccionó cuando regresó a la habitación y miss Delamere se le acercó, angustiada e inquieta, para murmurarle:
—Por favor, míster Mr. Green, diga lo que tenga que decir de una vez —pareció que no la había escuchado. Se dirigió en cambio hacia la ventana y entreabrió las cortinas, de manera que la luz se proyectó hacia afuera para formar un haz diáfano y amarillo, que dividía la niebla. Indicó entonces, en tono casual, que la niebla parecía haberse espesado aún más.
—¡Al diablo con su niebla! —exclamó Garth, acercándose a correr las cortinas con violencia—. ¿Qué es lo que se propone?
Mr. Green caminó hasta la chimenea y se calentó las manos contra las llamas. Mantuvo deliberadamente la espalda vuelta hacia Garth, y cuando le habló, lo hizo mirándolo a través del espejo.
—Miss Kent ha muerto.
—¡Muerto! —repitió incrédula miss Delamere, en un susurro—, ¿Maisie?
Mr. Green vio que la joven se aproximaba a él, para luego volverse hacia Garth.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó.
—Porque no lo sabía —replicó el masajista con voz dura y totalmente desprovista de sentimientos.
—¿Qué pasó?
—La han estrangulado en su habitación.
Miss Delamere se dejó caer en una silla y se cubrió los ojos con la mano. Al observarlos por el espejo, Mr. Green tuvo la sensación de que tanto Louise como Garth se movían como los personajes de una comedia teatral moderna. Hasta el momento que eligió Garth para encender un cigarrillo con manos temblorosas fue justamente el más oportuno.
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó.
—Aproximadamente a las cuatro.
—Eso me deja libre de toda sospecha. Había hecho las maletas y salido de Harmony Hall antes de las tres y media.
—Supongo que podrá probar lo que afirma —observó Mr. Green—, es una pregunta meramente académica —agregó con tono suave, al ver la indignación que provocaban sus palabras en Garth—, no necesita contestarla.
—¿Por qué no? —gritó Garth iracundo—. No puedo probar nada de lo que digo. Abandoné Harmony Hall, sin que nadie lo advirtiera. Traté de no hacer ruido y no me despedí de nadie, ni di ninguna propina. Simplemente salí por una de las puertas del jardín, y me perdí en la espesa niebla. Muy sospechoso, ¿no le parece?
Mr. Green se contentó con sonreír.
—¿Tendremos que pasar otra vez por lo mismo?
—Lógicamente, habrá interrogatorios que contestar.
—¿Por qué diablos cree usted que iba a matar a esa vieja loca?
—¿Por qué?, tiene razón.
—De cualquier modo, si usted quiere una coartada, Louise puede proporcionársela. Salí de Harmony Hall a las tres y media y llegué aquí a las cuatro y cuarto.
—¿Sí? —inquirió Louise con una hábil sonrisa.
—Lo sabes tan bien como yo.
—¿Sí?
—No repitas ese monosílabo como si fueses un loro. Lo primero que dije en cuanto llegué fue que había tardado tres cuartos de hora desde Richmond, a pesar de la escasa visibilidad de los caminos. Seguramente no habrás olvidado mi comentario.
—¿Te parece? —le preguntó la joven con frialdad, aunque mantenía su sonrisa.
—¿Acaso insinúas…? —comenzó Garth, con los puños apretados.
—¿A qué hora diría usted que llegó míster Garth? —preguntó Mr. Green a miss Delamere.
—Está aquí desde hace unos veinte minutos —repuso ella, después de echar un vistazo a su reloj de pulsera—. Debe haber llegado después de las cinco y media.
—¡Miente! —exclamó Garth—, ¡son todo calumnias! Y le diré por qué.
Nuevamente Mr. Green volvió a interrumpirle.
—Ciertamente parece que hay un conflicto de pruebas.
—Así es.
Louise quiso fumar un cigarrillo, y como si se propusiera deliberadamente desafiar a Garth, se le acercó para pedirle fuego. Tenía el rostro tan próximo al suyo que, por un instante, Mr. Green temió que la abofeteara. Por fin, el hombre encendió un fósforo.
—Gracias, querido —dijo ella—. Es verdaderamente un conflicto de pruebas —comentó—, que se presenta por segunda vez en este caso. ¿Recuerda usted, míster Mr. Green —añadió, mientras retornaba junto a la chimenea—, cuando se atentó contra la vida de sir Owen por primera vez? Me refiero al accidente de la manta eléctrica. En aquella ocasión también hubo testimonios contrarios. Esta noche, se trata de tu palabra contra la mía —le dijo a Garth—. En la oportunidad era la tuya contra la de Button, el único hombre que era capaz de dar su vida por Owen. Además hubo esa misteriosa llamada telefónica, que te obligó a salir y que jamás pudiste explicar. Muchas veces me he preguntado de qué se trataría. ¿Era otra mujer la que te llamaba? —le preguntó finalmente, en tono ligero, aunque era visible el esfuerzo que realizaba para mantener el control—, ¿otra más aún?
Por un momento, Garth permaneció callado, y sólo abría y cerraba los puños con violencia. Por fin pareció tomar una decisión.
—Está bien —gruñó—; tú lo has querido.
Le volvió la espalda para dirigirse directamente a Mr. Green.
—No me explico por qué razón tenemos que volver a discutir esto; pero dado que Louise parece muy ansiosa por adjudicarme un segundo crimen, creo que lo único que puedo hacer es aclarar mi situación con respecto al primero. En cuanto al asunto de las mantas, sólo puedo repetir que Button mentía. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Pero en cuanto a la llamada telefónica, la hubo y era de otra mujer. ¿Oyes, Louise? —inquirió con una sonrisa maliciosa.
La joven se había acercado a la ventana y tenía la vista perdida en la niebla.
—Está bien; si prefieres enojarte… Sea como fuere supongo que lo habrás adivinado. La llamada era de la amiga de una muchacha a quien dejé embarazada. —Pareció gozar de la brutalidad de su expresión—. Su nombre es Alice Heathcote. Trabaja en la lavandería del pueblo, o por lo menos antes estaba empleada allí. Bueno, esta amiga suya (no sé quién era) me telefoneó para avisarme de que Alice había salido en bicicleta en dirección a Harmony Hall, para hacerme una escena, y a menos que no me importara el escándalo, lo mejor que podía hacer era salir inmediatamente a su encuentro para interceptarla. Lógicamente, me marché lo más pronto que pude, y juro por Dios que ésta es la verdad.
—¿Logró entonces interceptarla?
—No, y eso es lo más extraño del asunto —repuso Garth, ceñudo—. Alice no había salido a buscarme. No abrigaba ningún sentimiento de rencor en contra mía. Fue una llamada falsa.
Mr. Green comenzó a parpadear. Luego extrajo su libreta de anotaciones.
—¿Me permite su nombre?
—Encantado. Alice Heathcote, 18 Virgins’ Close Richmond. Una dirección muy apropiada, como verá usted, a menos que ahora la haya cambiado por el hospital de maternidad.
—¿Hasta dónde puede degradarse un individuo? —inquirió Louise.
—Tú deberías saberlo —replicó Garth, echando la cabeza hacia atrás.
—¿No tienes ni siquiera un resto de sentimientos decentes en tu corazón? —exclamó la joven que, al parecer, había olvidado la presencia de Mr. Green.
—Me extrañan tus palabras, querida, sobre todo después de las mentiras que has estado diciendo. Por otra parte, no deberías decir vulgaridades, y ya que no te importa discutir en público, quiero que sepas que a mí me da lo mismo —comentó, con voz vibrante de odio—. Muy bien. En beneficio tuyo, de Mr. Green y del público británico, aquí va mi discurso. Primero, hemos terminado. Nuestras relaciones se han acabado. Jamás volveremos a acostarnos juntos. Espero que todos queden bien enterados de ello. Me imagino —continuó dirigiéndose a Mr. Green—, que no he dicho nada que usted no supiera ya gracias a su famosa intuición.
Mr. Green desvió la mirada. Parecía un viejo, triste y cansado, y mantenía la vista fija en dirección a las cortinas.
—Louise y yo somos amantes desde hace tiempo. Es una mujer muy atractiva y prometía aumentar sus encantos una vez que sir Owen dejase de molestarnos. ¿A cuánto ascendía, querida, la suma que pensabas heredar? ¿No contestas? ¿Aún estás enojada? Muy bien, responderé por ti. Más o menos medio millón, ¿no es cierto?, después de pagar el impuesto de la herencia. ¿Podía acaso extrañarte el que me mostrase tan atento contigo? Hubiese sido capaz de hacerle el amor a una vieja trucha como Maisie por mucho menos.
—¿Ah, sí? —comentó miss Delamere sin una huella de odio en su voz, que sólo denotaba un profundo desprecio.
—De mortuis, mi querida Louise, de mortuis. Dadas las circunstancias, no hubo necesidad de ello. No tenía ninguna duda en cuanto a la profundidad de tu afecto. Recordarás que hasta la misma noche en que tu viejo amigo fue asesinado, buscaste el consuelo que yo podía proporcionarte.—
—Míster Mr. Green, ¿es necesario que le oiga hasta el fin?
Mr. Green suspiró y evitó mirarles de frente.
—Creo que mister Garth ha sido muy explícito, y si me permiten, les diré que esta situación no es original ni muy elegante.
—¡Por cierto que no! —exclamó Garth, arrojando su cigarrillo al fuego—. Y éste es el momento apropiado para retirarme de la escena. Adiós, Louise —le dijo, mientras se dirigía hacia la puerta.
—Como gustes. Adiós, míster Mr. Green, o, ¿debo decirle au revoir?
Mr. Green no respondió a su pregunta en forma directa.
—¿Irá usted muy lejos esta noche?
—No pienso huir, si es eso a lo que se refiere. Me encontrará en la R. A. C.
Con estas palabras se marchó.
Mr. Green permaneció casi inmóvil, con la cabeza inclinada ligeramente hacia un costado, como si esperara escuchar algún ruido en particular. Oyeron el golpe de la puerta al cerrarse.
Mr. Green se acercó a la mujer que estaba junto al fuego y rodeó sus hombros con su brazo corto y grueso. Su ademán fue un tanto torpe, ya que ella era alta y el detective apenas si podía llegarle a la espalda. No obstante, su actitud pareció reconfortarla, ya que se volvió hacia él como lo hubiese hecho una hija hacia su padre, en busca de consuelo.
—¿Sí, míster Mr. Green?
Nuevamente (el pobrecillo jamás hubiese podido tener éxito como actor), se echó a perder una escena emotiva por el ruido que hizo al tratar de aclarar su garganta. Se apartó unos pasos para toser y se ahogó repetidas veces, hasta que logró esconder el rostro tras su pañuelo.
—Si me permite… abriré un poco la ventana —sugirió.
—¿Le parece oportuno? Tal vez sería mejor que le preparase algo caliente para beber —le dijo miss Delamere, en un intento por mostrarse cortés, a pesar de la fatiga que la embargaba.
—Por favor, no se moleste. Todo lo que necesito es aire fresco.
Se acercó a la ventana y dio la vuelta a la falleba. Luego se inclinó hacia afuera y aspiró profundamente. Por extraño que parezca, cesó su tos, y allí permaneció unos instantes, sin hablar.
—¿Por qué se queda ahí tanto tiempo?
—Perdóneme. Trataba de deducir lo que debía hacer.
—No entiendo.
—¿No? Pues me preguntaba cuál sería el mejor camino a seguir en interés de la justicia.
—¿Acaso quiere decir… —vaciló como si temiera formular la pregunta—, que… ha descubierto usted… algo?
La niebla entró en el interior de la habitación, pero Mr. Green pareció no advertirlo.
—Creo que… he resuelto el caso —replicó con voz clara, aunque sonaba un tanto hueca.
—Mentí cuando dije que Garth había llegado después de las cinco y media. Él estaba aquí como le dijo. No puede haber sido él…
Mr. Green no contestó.
—¿Sabe quién es?
—Sí, lo sé.
—¿Acaso es…?
La obligó a interrumpirse con un movimiento de cabeza. Eran demasiadas preguntas para una sola noche. No obstante, aún tenía una cosa que agregar. Cuando habló lo hizo con voz clara y suave, lentamente, como si se dirigiese a una criatura.
—Estaba pensando en una tumba sobre la que las flores aún están frescas. Toda historia debe tener un fin, y quizás éste sea el mejor instante para terminar la nuestra.