17
La muerte asesta otro golpe

Una vez más encontramos a Mr. Green enfrascado en la observación de su mapa, la carta de dramatis personae que utilizaba habitualmente en todos los casos que debía resolver, con banderines en los que se hallaban escritos los nombres de los personajes principales, que luego movía hacia atrás y adelante, como si se tratase de una batalla.

Estaba sentado frente a su escritorio, con la cabeza inclinada y la vista clavada sobre el mapa, para hacer una anotación marginal. De vez en cuando cambiaba una banderita para luego volverla a colocar en su lugar.

Sin embargo, había una banderita que jamás tocaba: la negra, clavada en el centro. Ésa permanecía fija, y Mr. Green apretó más firmemente el alfiler que la sujetaba al papel, como para acentuar aún más su importancia. Su ademán no fue vengativo, sino que suspiró y sacudió la cabeza como si deseara poder suprimir la banderita negra del tablero. Pero no era posible. Tenía que reconocer los hechos como tales, y las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar. No podía deshacerse de ella.

Sonó el timbre del teléfono y Mr. Green se dirigió hacia la mesa que tenía al lado de la cama. Era su sobrina Charlotte.

—Querido —le dijo—, acabo de recibir tu mensaje. Por supuesto que iré a verte. ¿Qué ocurre?

—Tengo la impresión de que pronto me veré obligado a movilizarme.

—¡Oh, querido! ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

—Ayer por la mañana se dio lectura al testamento.

—¿Acaso eso altera las cosas?

Mr. Green vaciló un instante. No quería que la telefonista de Harmony Hall se enterase de lo que pensaba.

—No diría yo tanto, sino simplemente que se han acelerado.

—Comprendo —repuso Charlotte, con una carcajada musical—: C’est á dire que c’est mieux de se taire, pour le moment.

—Precisamente.

Hubo una pequeña pausa.

—Querido, cuando llegue, ¿me permitirás convidarte a almorzar?

—¡Almorzar!

La palabra vibró a través del estómago vacío de Mr. Green, como si alguien hubiera hecho sonar un gong. Echó una ojeada en derredor de sí. Sobre la repisa de la chimenea había un plato con tres uvas y los restos de una naranja. Junto a él, una botella con agua de cebada. En el cajón de su escritorio estaba la lata de galletitas introducida de contrabando, que sólo contenía unas migas.

—Querida —replicó muy próximo al receptor, con una voz vibrante de excitación—, estaré encantado.

La risa de Charlotte se le antojó un canto de pájaros. La joven prometió estar en Harmony Hall al cabo de una hora.

Colgó el receptor y recordó que en el Castle Hotel preparaban excelentes filetes.

Si Mr. Green no hubiese ingerido el soñado filete, nuestra historia quizás se habría detenido o se hubiese enredado penosamente. En cambio, el almuerzo le restauró las fuerzas perdidas. Se sentía como un tigre que ha recuperado su energía, un tigre no muy joven, tal vez, pero lleno de vitaminas rejuvenecedoras.

Por otra parte, su mente parecía funcionar con mayor claridad que nunca, en marcado contraste con la atmósfera que lo rodeaba. Comenzaba a expandirse la niebla sobre la antigua ciudad de Richmond. Cuando avanzaban por las serpenteantes carreteras, Charlotte tuvo que frenar bruscamente en varias ocasiones, al aproximarse a un cruce de caminos.

—Has dicho que querías movilizarte —observó—, pero resulta un poco difícil en estas circunstancias.

Mr. Green pareció no oírla. Tenía la vista perdida en la lejanía. No veía las curvas del camino ni los viejos robles ocultos a medias por la neblina. Sólo pensaba en su mapa, con las banderitas y la pequeña insignia negra del centro.

Poco después, Harmony Hall apareció ante ellos, completamente insustancial y con algunos reflejos anaranjados.

—¿Y ahora? —preguntó la joven, una vez en el hall.

—Sinceramente, querida —respondió Mr. Green, encogiéndose de hombros—, no lo sé.

Miró en derredor de sí, como si buscase algo que pudiese divertir a una joven.

—No te preocupes por mí —dijo Charlotte, mientras le palmeaba la mano—. En la biblioteca hay libros y periódicos. Me encanta hojear las copias antiguas del Illustrated London News.

—¿No crees que es pedirte demasiado?

—Ni lo menciones siquiera. Ve y descansa. Esta noche te llevaré a cenar fuera, a menos que… —se interrumpió, con expresión preocupada.

—¿A menos que qué? —repitió como un eco Mr. Green.

—Sabes muy bien lo que quiero decirte.

Mr. Green hizo un asentimiento de cabeza.

—A menos que se espese la neblina —dijo.

Cuando la joven se hubo marchado, Mr. Green se encaminó hacia la ventana y miró al exterior. El paisaje era melancólico. Lo mismo podría haber sido la aurora como el crepúsculo vespertino. La niebla era gris y estriada; le recordaba el rastro que dejara la estopilla de algodón polvorienta, que en una ocasión descubriera oculta detrás de un biombo, en una sesión de espiritismo con un falso médium.

Súbitamente oyó una voz que se alzó iracunda.

—No es otra cosa que un pecado. Eso es lo que digo. Nada más que un pecado.

Mr. Green giró sobre sus tacones. El que hablaba era Wilkins, el portero, por lo común taciturno y callado.

Se dirigió hacia el mostrador y el hombre levantó la vista, sorprendido.

—Perdón, señor —le dijo—. Hablaba conmigo mismo; pero sinceramente esto es indignante.

—¿Qué le pasa, Wilkins?

Por toda respuesta, se inclinó detrás del mostrador y le mostró una pila de ropas masculinas.

—Mire, señor, si alguno de estos trajes costó menos de cincuenta guineas, me como el sombrero.

—¿Sí? —preguntó Mr. Green, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—Son de sir Owen Kent; todo ropa buena, casi sin uso. A mí mismo no me vendrían mal. Son de mi medida —levantó una elegante chaqueta de tweed y después de contemplarla unos instantes la arrojó al suelo con las otras—. Tengo que quemarlas.

—¿Quemarlas?

—Sí, señor.

—No lo entiendo.

—Ésas son las instrucciones de miss Maisie Kent.

Mr. Green se contentó con parpadear.

—Y lo que es peor, quiere una prueba de que han sido realmente quemadas, un pedacito de una manga o algo de cada una.

—¿Le dijo cuál era el motivo que tenía para ello?

—No, señor. Lo hace sólo por maldad, y porque siempre le da a… —dejó la frase a medias e hizo ademán de llevarse la botella a los labios, con la cabeza echada hacia atrás.

—¿Piensa obedecer sus instrucciones?

Antes de que Wilkins pudiera responderle, se oyó una voz que decía:

—Yo me las llevaré.

Era Button.

Al volverse para mirarlo, Mr. Green pensó que jamás había visto un rostro tan inexpresivo. No había luz en sus ojos, ni vibraban sus labios; no había curvas ni arrugas en su faz. Parecía un muerto.

—Oye, amigo, hay que quemarlas —le dijo Wilkins con un ademán, para evitar que Button las recogiera.

—Ya te he oído la primera vez —replicó este último, con un tono de voz monocorde y cansado.

—Suponía que tú serías la última persona en el mundo capaz de hacer una cosa así —observó Wilkins, mientras lo contemplaba con aire dubitativo.

Por un instante, pareció como si los rasgos de Button adquiriesen vida. Sus ojos irradiaron un extraño fulgor al encontrarse con los de Mr. Green.

—¿La última persona?

Parecía formular una pregunta. Luego el brillo se apagó, al interrumpirse esta curiosa y tensa escena en forma un tanto brusca.

Garth descendía rápidamente por las escaleras. Al cruzarse con ellos, se abrochó el abrigo y ni siquiera les saludó, sino que pasó a través de las puertas batientes con tal ímpetu que la corriente de aire que desplazó, hizo volar los papeles que había sobre el mostrador.

Button movía los labios, a pesar de que ningún sonido salía de ellos. Mr. Green creyó adivinar que repetía una vez más una frase anterior. Era como si alguien le enviase un mensaje.

—Yo la quemaré —señaló este último por fin, con suavidad, como si se tratase de un asunto de escasa importancia.

Cargó el montón de ropa sobre su hombro y se perdió en la niebla.

Mr. Green echó un vistazo a su reloj. Eran sólo las tres de la tarde. Se detuvo, indeciso. Tenía la sensación de que muy pronto se vería obligado a trabajar intensamente, pero todavía no podía hacer nada. A otro correspondía iniciar la partida. Eso era inevitable.

Por otra parte, se veía enfrentado a un problema de índole moral, y los problemas morales se solucionaban más fácilmente al aire libre. Por eso se enroscó la bufanda alrededor del cuello y salió al parque.

Avanzó por el sendero, en dirección al bosquecillo de pinos que ocultaban el montículo de abono. A pesar de que sólo habían pasado unos días desde la extraña discusión que sostuvieran allí Eastwood y sir Owen se le antojaba que había transcurrido una eternidad. ¡Eran tantos los acontecimientos ocurridos… y faltaban aún tantos por suceder!

Había salido para resolver un problema de índole moral y aún no le había dedicado ningún pensamiento. Hasta que lo hiciera, no podía estar seguro de la acción a seguir, una vez que alguien (aún no se animaba a pronunciar su nombre, ni siquiera mentalmente) hubiese puesto las cosas en marcha.

Se detuvo junto al tronco de un árbol y acarició su corteza helada con la palma de la mano, sin prestar atención a lo que hacía. Entrecerró los ojos para imaginar el mapa que tenía sobre su escritorio, con todos los banderines y la insignia negra en el centro.

—Crueldad —dijo en voz alta.

Fue ése el término que se le ocurrió porque la crueldad era para él la piedra de toque del pecado original, y la pronunció en voz alta porque quería estar seguro de no desviarse de ella. A lo largo de su extensa carrera, Mr. Green había contribuido a que se hiciese justicia y se condenase a muchos criminales, si bien la lista de aquellos a quienes había hecho condenar era tan nutrida como la de aquellos que se había negado con toda deliberación a entregar a la policía, por el simple motivo de que no los consideraba verdaderos criminales. Podían haber quebrantado la ley y hasta haber segado una vida humana, pero en sus corazones no anidaba la crueldad. En esos casos, Mr. Green abandonaba el escenario. Otros se encargarían de proseguir la cacería; triunfarían o no, pero él prefería mantenerse apartado.

¿Debería continuar la investigación en esta oportunidad? Trató de concentrarse en la imagen que se había formado del mapa. Movió mentalmente los banderines, pero siempre volvía a colocarlos en su lugar, y la insignia negra permanecía clavada en el centro. Suspiró. No lograba decidir un curso de acción. Si alguien… diese el primer paso.

Un estremecimiento le corrió por la espalda. Había estado fuera más tiempo del que pensaba y no había llegado a ninguna conclusión. Era mejor que regresase a la casa.

Volvió sobre sus pasos. Al torcer por el sendero reparó en una pira que ardía a lo lejos. Al parecer, Button había dado comienzo a su tarea.

Cuando regresó a su habitación, echó una última mirada al mapa abierto sobre el escritorio. Súbitamente, lo arrojó al suelo con un ademán, para luego tirarlo al cesto de papeles, con banderines y todo. Ya había cumplido su servicio.

Luego se dirigió al piso bajo para beber una taza de té.

Cuando Mr. Green entró en el salón, vio al inspector sentado en un rincón, con mistress Dee frente a sí. La dama tenía el rostro encendido y aunque hablaba en voz baja, lo hacía con la volubilidad acostumbrada y daba mayor énfasis a sus comentarios, con palmaditas espaciadas en el brazo de su interlocutor. Cuando reparó en Mr. Green, le hizo una señal para que se les acercara.

—Míster Mr. Green —le dijo—, es usted justamente el hombre que quería ver. Su amigo, míster Waller, es muy testarudo.

—¿Por qué? —preguntó Mr. Green, tomando asiento.

Waller intentó hablar, pero mistress Dee no se lo permitió.

—Deje que sea yo quien se lo explique. Es sobre miss Kent. Si alguien no toma una determinación —añadió, a la vez que se inclinaba hacia los policías y hablaba en un susurro—, pronto tendremos otro crimen.

Mr. Green la observó en silencio.

—No es necesario que me mire como si yo fuese culpable —le recriminó mistress Dee con aire desafiante—. Sólo me propongo evitar que alguien la mate.

Mr. Green advirtió por el rabillo del ojo que Waller le hacía un guiño significativo, si bien su rostro permaneció inmutable.

—¿Que alguien… la mate? —preguntó.

—Iré directamente al grano. Lo que ocurre es lo siguiente. Hace unos diez minutos pensé bajar para tomar una taza de té. Habitualmente utilizo el ascensor que se encuentra frente a mi habitación, pero como ahora está estropeado, me vi obligada a cruzar el corredor, en dirección a las escaleras. Como usted sabe, el apartamento que ocupaba sir Owen, está situado al final del corredor, y usted también está enterado de que nuestra Maisie se ha trasladado allí hace muy poco. —Se estremeció con un gesto dramático antes de proseguir—. ¡Cómo puede una mujer ser capaz de una cosa así… dormir en la habitación de su hermano, cuando el cadáver apenas si ha tenido tiempo de enfriarse en la tumba… con los armarios repletos de ropas que jamás volverá a usar… y todos los objetos que le pertenecían… en fin, eso va más allá de mi comprensión! Pero no es a ese detalle al que quería referirme. Al aproximarme a la puerta oí voces —frunció el entrecejo—. Bueno, en realidad era una sola voz, la de Maisie, y se oía apenas un murmullo que provenía de otra persona.

—¿De un hombre?

—Sí. ¡Pero Maisie usaba un lenguaje! Jamás en toda mi vida… —dejó la frase a medias para mirar a Waller—. Sé que usted creerá que hago una montaña de un grano de arena. He oído las palabras más soeces del mundo, pues en mi juventud trabajé como camarera frente al mostrador de un bar, y puedo asegurarle que conozco todas las palabras gruesas que existen. —Movió la cabeza con aire desafiante—. Pero jamás había oído nada igual, y lo peor de todo es que se refería a su propio hermano.

—¿Recuerda alguna frase en particular? —le preguntó Mr. Green, que había levantado repentinamente la vista.

—Bueno, ¡realmente! —replicó mistress Dee con aire de indignación—. Las recuerdo, sí, pero no es posible… usted me comprende. Ninguna dama que se precie de sí misma sería capaz de repetir tales cosas. Me refiero a que… en fin, como todos somos mayores de edad… si les digo que lo calificó de bastardo, ése fue el insulto más ligero.

Waller contempló a Mr. Green con una expresión perpleja. ¿Por qué tomaba su colega tan seriamente esa retahíla de chismes?

—Creo haber entendido que Maisie le hacía estas observaciones a un hombre. ¿No sabe quién era?

—No. Apenas si lo dejó hablar. Sólo murmuraba alguna que otra palabra.

—¿No dijo nada Maisie que le permitiera a usted identificarlo?

—No, creo que no. ¡Espere un momento! —exclamó, a la vez que se llevaba el índice a la frente—. Hubo una cosa rara, algo acerca de una tumba.

Mr. Green comenzó a parpadear.

—¿Una tumba? —repitió.

—Sí; y fue al final. Maisie le gritó algo sobre ir a acostarse sobre la tumba.

—Ir a acostarse sobre la tumba —repitió Mr. Green con los ojos muy abiertos—, ¿y eso fue todo?

—Eso fue todo lo que oí, y le confieso que me pareció suficiente —agregó la dama con un estremecimiento—. No me parece correcto el que permitan a una mujer como ésa alojarse aquí; por eso consideré mi deber informar al inspector de lo que sabía.

—¿Subimos? —le dijo Mr. Green a Waller con voz queda.

—Si te parece que podemos hacer algo.

Waller se puso de pie y le hizo una reverencia a mistress Dee.

—Gracias por su colaboración, mistress Dee —le dijo—. Hablaremos con ella.

Subieron las escaleras en silencio. Al llegar arriba, Waller se detuvo.

—Esto fue idea tuya —señaló—. ¿Quieres ser el primero en entrar?

Mr. Green sacudió la cabeza negativamente.

—Está bien; pero no sé para qué hacemos tanto ejercicio. En cuanto a eso de acostarse sobre la tumba…

Dejó la frase incompleta y se encogió de hombros, para luego avanzar por el corredor.

Una vez llegados frente a las habitaciones de sir Owen, el inspector hizo sonar el timbre. No hubo respuesta. Volvió a insistir.

—Parece que se ha desmayado —murmuró.

La puerta no estaba cerrada con llave, de manera que no tuvieron dificultad en abrirla. Waller trató de encontrar el interruptor pero por un instante no lo logró. La habitación no estaba completamente a oscuras y bajo la luz gris del crepúsculo, que entraba por la ventana abierta, Mr. Green pudo distinguir que en ella reinaba un enorme desorden. El piso estaba lleno de ropas de hombre, esparcidas por doquier.

En ese momento, Waller encendió la luz.

Maisie Kent se hallaba tendida sobre el diván, con la boca abierta y los ojos vidriosos en una expresión de asombro, como si contemplase fijamente un punto del cielo raso. Tenía los brazos abiertos como en ademán de súplica. Parecía una de esas mujeres borrachas y abandonadas que pierden el conocimiento durante una orgía.

—Miss Kent —la llamó Waller. Luego se detuvo.

Se acercó a la figura yacente y se arrodilló frente a ella. Le pasó el brazo alrededor de la cintura para levantarla, y al intentar moverla, su cabeza cayó pesadamente hacia adelante, como la de un muñeco con los elásticos flojos. El inspector cerró los ojos y su rostro palideció. Había visto la muerte de cerca muchas veces, en todos sus aspectos, pero siempre le producía la misma sensación de náusea. Tragó saliva y aspiró profundamente. Luego se puso de pie.

—¿Quieres examinarla? —le preguntó a Mr. Green.

—No, gracias. Ya he visto bastante.

—En ese caso, si me permites…

Tomó una sábana de la cama y la extendió sobre el cadáver.

Permaneció unos instantes pensativo. Se produjo un silencio. Ahora, se decía, debía comenzar nuevamente a desenredar el ovillo. Otra vez la toma de huellas dactilares y fotografías, los interrogatorios y el tanteo en la oscuridad. Dentro de unos instantes debía llamar a Bates, para poner en marcha una nueva investigación. Si algo le consolaba en esta ocasión, era que ahora, al parecer, contaban con una pista.

Recordó a Garth y echó una ojeada a la figura bajo la sábana. Tenía el cuello partido en dos como si fuese un palo quebradizo y delgado. Se adivinaba la mano de un experto. No había magulladuras ni contusiones. Probablemente, la habían matado de un solo golpe. Pensó en el tratamiento osteopático que le hiciera Garth.

—¿Nunca se producen accidentes? —le había preguntado.

—A menos que exista una provocación de terminada —le había replicado Garth, sonriente.

Waller frunció el entrecejo. ¿Cómo podría miss Kent haberle provocado? ¡Demonios…! Como de costumbre nada tenía sentido; pero cuanto más pronto hablara con Garth, mejor.

La voz de Mr. Green interrumpió sus pensamientos.

—Supongo que habrás advertido que la ventana está abierta —le dijo.

—¡Demonios! Por supuesto que he reparado en ese detalle y he deducido las conclusiones obvias. ¿Acaso no puede permitírsele a un hombre treinta segundos de reflexión, antes de verse obligado a trepar por las escaleras de incendio?

—En un caso como éste, hubiese preferido que fueran treinta minutos.

Waller se contentó con mirarle, iracundo. No estaba de humor para soportar a Mr. Green con su incesante parpadeo y olfateo, a pesar de que en ese momento tenía un aspecto muy tranquilo.

Por extraño que parezca, Mr. Green se mostraba sereno. Se dirigió a la ventana y miró afuera, volviendo la cabeza a uno y otro lado, como si tratara de localizar algo en particular. Por fin, encontró lo que buscaba. Era un auto negro, que se deslizaba suavemente por el sendero que conducía a la casa. No habían puesto en marcha el motor ni encendido sus luces. Lo reconoció. Era el viejo Daimler negro, perteneciente a Eastwood, pero era arriesgado y estúpido por parte de Eastwood o de cualquier otro hombre o mujer que fuese en él, conducir en esas condiciones, con la niebla espesa que cubría el lugar. Era un verdadero suicidio.

Claro está que había muchas personas que deseaban la muerte. Un día, cuando tuviese tiempo, se dedicaría a escribir un tratado sobre el deseo de muerte, ilustrado con ejemplos tomados de sus casos más complicados.

¡Cuando tuviese tiempo! La frase era muy apropiada. Enderezó los hombros y aspiró una profunda bocanada de aire frío y brumoso.

Sabía perfectamente qué era lo que debía hacer.

—Me marcharé, si me lo permites —murmuró.

Waller no prestó atención a sus palabras. Hablaba por teléfono con Bates. La máquina entraba en acción y Mr. Green salió de puntillas.