—Una cosa es evidente al menos —señaló Waller—. Vamos descendiendo en la escala social.
Mr. Green se contentó con arquear las cejas.
—Bueno, ¿no lo crees tú así? El sujeto que escribió esto no es precisamente un graduado de Oxford.
Mr. Green pareció meditar unos instantes.
—No —repuso con gravedad—. Seguro que habrá ido a Cambridge.
—¿Y qué diablos quieres decir con eso?
La escena tenía lugar diez minutos más tarde, en la salita privada, contigua al dormitorio de Mr. Green. En cuanto hubo leído el último anónimo, Waller había experimentado el incontrolable deseo de ver a su colega, para consultar su opinión al respecto. Durante unos minutos, trató de resistir la tentación; finalmente se suponía que este caso debía resolverlo él mismo y no podía ir constantemente en busca del consejo de su amigo. Pero durante las últimas horas, los acontecimientos se habían sucedido con tanta rapidez y tan sorprendente complejidad, que el inspector comenzaba a sentirse mareado. Aun cuando Mr. Green sólo hiciese una de sus habituales observaciones incomprensibles, eso sería mejor que nada.
Ahora justamente acababa de hacer uno de sus comentarios.
—¿Y qué diablos quieres decir con eso? —repitió el inspector.
Mr. Green le miró directamente a los ojos.
—Mi querido Waller —le dijo—, cualquiera que sea la información que nos ocultamos mutuamente, confío en que jamás trataremos de evitar que cada cual tenga plena conciencia de las impresiones instintivas inmediatas del otro. Es muy posible que no nos comuniquemos las conclusiones a las que llegamos finalmente, pero no puede suceder lo mismo, en cuanto a nuestras impresiones momentáneas.
—¿Y cuál es tu impresión momentánea acerca de esto?
Al hablar tomó nuevamente la carta entre sus manos.
—Cherchay —citó—. ¡Demonios! Ese error no lo cometería ni siquiera un niño de la escuela primaria. Quien lo hizo. Parece la obra de un chiquillo de seis años, criado en los arrabales de Londres.
—Así es, pero como probablemente no fue escrita por un chiquillo de arrabal de seis…
Dejó la frase sin terminar.
—¿Bien? —lo instó Waller.
—La única deducción lógica es que fue escrita por alguien que utilizó ese lenguaje para burlarse de nosotros.
Waller parecía desconcertado, y el propio Mr. Green no encontraba las palabras exactas para definir sus pensamientos.
—En los círculos sociales elegantes —le explicó— (no creo necesario decirte que yo no actúo en ellos…) creo que se considera de muy buen tono el emplear algunas frases vulgares del cockney. Por ejemplo, me han dicho que es muy de clase media el emplear la palabra televisión. Debe hablarse de tele. Por ese motivo, te he sugerido que su autor podría ser un graduado de Cambridge. Puedo imaginarme a un bachiller en historia, titulado en King’s College, con un vaso de Tío Pepe a su lado, dispuesto a escribirte ese anónimo.
—Pero como no tenemos a ningún bachiller en nuestra lista de sospechosos, ni tampoco vasos de eso que tú dices, ¿adónde vamos ahora?
Mr. Green pareció meditar unos instantes.
—Sugiero que visitemos a Button —le dijo.
—¿Button? —repitió Waller—. ¿El masajista?
Mr. Green asintió con la cabeza.
—No irás a sugerir…
—Yo no sugiero que sea Button quien redactó esta carta. Es la última persona en el mundo a quien iría a ocurrírsele una cosa semejante. Ésta es una nota fría, desdeñosa y señorial, compuesta por un espectador, a quien, al parecer, le divierte todo este asunto. Y en cuanto a Button… ¿Le has visto últimamente?
—No.
—Parece un perro que ha perdido a su amo.
—Quizás. Pero ¿qué puede saber él acerca del crimen?
—Los perros muchas veces encuentran el sendero por donde se ha extraviado su amo.
Waller hizo un esfuerzo para no recordar a Mr. Green que él también gozaba de gran fama como sabueso humano.
—¿Vamos a ver a Button, entonces?
—Creo que es lo más acertado —repuso Mr. Green, poniéndose en pie. Cruzó las manos por detrás y comenzó a hablar como si se dirigiese a la alfombra—. El único factor humano sólido e inmutable… —observó—, es el afecto de ese hombrecillo por sir Owen Kent. Quizás logremos averiguar algún dato importante por ese afecto.
—Como en esa antigua canción —comentó Waller sonriente—, «el amor encontrará un camino».
—Es muy posible. Por otra parte, no hemos llegado muy lejos al pensar únicamente en términos de odio.
Unos minutos después llamaron a la puerta de la habitación de Button.
Ésta se abrió lentamente y Button apareció frente a sus visitantes. Parpadeaba como si acabara de despertarse y tenía los ojos enrojecidos. Waller supuso que había estado llorando.
—¿Podemos acaparar unos minutos de su tiempo, Button?
—Por supuesto, señores.
Pasaron al interior.
—Me temo que sólo tengo una silla, señor —dijo Button, mirando alternativamente a los policías.
Waller hizo un ademán para señalar a Mr. Green.
—Un momento —murmuró éste y contempló la habitación en derredor de sí—. ¡Qué hermosa habitación, Button! No me había imaginado que tuviese usted un hogar tan acogedor.
—Es mi único hogar —replicó el aludido, con una sonrisa tímida—, y trato de mantenerlo lo mejor que puedo.
Mr. Green tenía razón en elogiarlo. El pequeño cuarto era inmaculado. Lo adornaban unas cortinas de cretona estampada, color guinda, y la colcha era de vivos colores. En la repisa de la chimenea había un sinfín de pequeños adornos que brillaban como si hubiesen sido recientemente lavados, y en las paredes, había un gran número de cuadros, en su mayoría, fotografías de grupo. Sobre la cama pendía una fotografía en colores de sir Owen Kent, con el uniforme del décimo regimiento de Húsares. Sobre una mesa cercana había una taza con un ramo de campanillas blancas.
—Todos sus tesoros —observó Mr. Green con una sonrisa.
—Así es, señor —acordó Button, para luego extraer un pañuelo de bolsillo y sonarse la nariz—. Estoy un poco resfriado. Sí, señor. Ésas son mis más preciadas joyas.
—¿Le molesta que eche una ojeada?
—No, señor; al contrario, aunque no valen gran cosa.
Button pareció sorprendido, aunque satisfecho, y por la ansiedad que evidenció al aceptar la sugerencia del inspector, era evidente que sus tesoros ocupaban un lugar muy próximo a su corazón.
—Ese soy yo, señor, en el orfelinato —le indicó.
Waller se inclinó hacia adelante, para examinar el grupo de muchachos de pantalones cortos.
—El primero de la izquierda en la fila de atrás.
—¿Qué tal lo pasó usted allí?
—En fin, señor —contestó Button, después de cierta vacilación—. Supongo que no podría habérselo considerado un auténtico hogar, pero debo reconocer que hacían lo que podían. Mistress Jenkins (ésa es, la del fondo) era una verdadera cristiana. Siempre recibo su tarjeta por Navidad.
Waller pasó revista a todos los objetos que había sobre la repisa.
—Ése es un grupo del regimiento, y aquí está… —se interrumpió, para señalar con el dedo a una figura alta a quien Waller reconoció como sir Owen, si bien Button se abstuvo de nombrarlo—. Aquí está otra vez, señor. Él mismo me lo regaló —añadió en un tono que denotaba verdadero orgullo. Les mostró una fotografía con un horrible marco dorado. Era la ampliación de una instantánea, y en ella aparecían Button y sir Owen junto a las ruinas de un café—. Fue en Italia —les informó—, cuando estábamos de permiso. Lo encontré en la calle, de casualidad, y me convidó a beber una copa, y uno de mis camaradas nos fotografió. Fue una suerte que le encontrara, ¿no le parece?
Tomó la fotografía. Ambos hombres estaban de pie. Button parecía hallarse de guardia, con la mirada clavada al frente; sir Owen, en cambio, tenía un vaso en la mano y contemplaba a su asistente con una sonrisa afectuosa y un tanto divertida.
Por un instante, Button pareció perderse en ella, como si reviviese aquel gran día. Por fin, pestañeó, enderezó los hombros y la volvió a dejar en su lugar.
—Al parecer, señores —les dijo, al tiempo que se volvía hacia la cama—, les ha llamado la atención mi colcha de retazos. La tengo en gran estima, aunque no me corresponde a mí el decirlo. Está hecha con sus corbatas, señor.
—¿Con las de sir Owen?
—Sí, señor. Tenía gran debilidad por ellas. Se las hacía traer de París, New York, de todas partes. Un día me regaló un montón.
Waller le miró especulativamente.
—Perdón, señor, usted tal vez no lo comprenda. De vez en cuando, solía llamarme a Londres, cuando mejor le parecía. Decía que era para que yo le diese un masaje, aunque, en general, lo que deseaba era charlar un rato. Supongo que se aburría de los grandes magnates de la ciudad.
Mr. Green se había acercado entretanto hacia la ventana y hojeaba un álbum encuadernado en cuero marroquí de mediana calidad, que estaba apoyado sobre el alféizar.
Button advirtió su interés y se le aproximó.
—Ésos son mis recortes, señor, es decir, los de sir Owen. Todo lo que se ha publicado acerca de él —añadió al tiempo que lo tomaba entre sus manos—. Solía recortar las publicaciones y pegarlas aquí. Bueno —continuó, después de mirar el libro, un tanto ceñudo—, me refiero a las que decían la verdad, ya que a veces escribían cosas que no eran ciertas. Ésas no las coleccionaba. —Levantó la vista. Sus ojos eran claros, de expresión ingenua y muy azules—. Si alguna vez, señor, leyó algo acerca de sir Owen, donde no se le presentaba como un caballero… —se interrumpió y se mordió el labio—. Perdón, señor, tal vez usted prefiera mirarlo.
Entregó el álbum a Mr. Green y permaneció con la vista fija a través de la ventana. El detective hizo correr las páginas. No tenía ningún interés en leer los párrafos donde se elogiaba al financiero fallecido, pero comprendía la devoción que por él experimentaba Button y no deseaba herir sus sentimientos. Las últimas hojas estaban un tanto pega das entre sí y tuvo que separarlas con el dedo. Contenían las publicaciones hechas sobre el entierro. Advirtió que Button no había incluido los llamativos titulares de los periódicos baratos y se había limitado al relato que de los hechos hacían el Times y el Telegraph.
El último, que aún estaba húmedo, era una instantánea de la tumba cubierta de flores. Button debía habérselas ingeniado para llegar hasta el cementerio solo, ya que en la fotografía, tomada a la luz crepuscular, no había ninguna persona.
Como si Button hubiese adivinado qué era lo que estaban mirando, habló desde la ventana con un tono inexpresivo.
—Esa última no es muy buena, señor, la de la tumba.
Mr. Green permaneció callado. Acababa de reparar en unos números escritos con lápiz sobre la instantánea: 9.9.19…
—Hubiera querido sacar una fotografía mejor, pero esto es todo lo que conseguí.
Mr. Green cerró el álbum y lo colocó en su lugar.
—De cualquier modo, ya no importa —añadió Button—. El libro ha llegado a su fin.
«Todo esto es muy emotivo —pensó Waller—. Pero no nos conduce a ninguna parte».
—Lamento interrumpirle —agregó en voz alta, luego de aclararse la garganta con violencia—, pero quisiéramos oír su opinión sobre esto.
Extrajo la carta anónima de su bolsillo para entregársela a Button. Por un instante, todos permanecieron en silencio.
—¿Cuándo la recibió, señor?
Waller observaba sus reacciones cuidadosamente, pero el rostro de Button parecía una máscara imperturbable.
—Esta mañana.
—Cherchay la femme —leyó Button en un tono desdeñoso—. Yo me crié en un orfelinato, pero podría haberlo escrito mejor.
—¿Qué opina usted de ella?
—¿Qué es lo que opina usted, señor?
Waller frunció el entrecejo. El hombrecillo no parecía muy dispuesto a colaborar.
—Bueno… me parece bastante obvio. Esta carta acusa a miss Delamere de unas relaciones ilícitas con míster Garth, y sugiere que dichas relaciones pueden tener que ver con el crimen, lo que no sería nada extraño.
—¿Cómo, señor?
Waller le miró con ojos penetrantes. ¿Acaso el masajista se mostraba deliberadamente estúpido?
—Pues simplemente porque en el caso de existir esa asociación entre ambos, habría sido muy conveniente para los dos quitar a sir Owen de en medio. No sé si usted estará enterado de que ella es una de las principales beneficiarías de su testamento.
—Lo sabía, señor. Sir Owen me informó al respecto.
—¿Alguna vez oyó usted alguna sugerencia de su parte que indicara que sospechaba de miss Delamere?
Button pareció no oír su pregunta. Su rostro se había ensombrecido y apretaba los puños con firmeza.
—Me enfermaba ver cómo siempre hacía lo que ella quería —repuso—. Ya le he dicho que a veces iba a Hyde Park Gardens, para charlar un rato con él. Ésos eran los días más felices de mi vida, aunque no fuese más que una hora, y yo me sentaba frente a él, en un sillón, como si fuésemos iguales. Solíamos tomar un whisky, aunque a mí no me gustaba, pero jamás se lo dije. Cuando ella entraba, significaba el fin de la sesión. Era «adiós, Button» y tenía que marcharme, y ellos se besaban y acariciaban antes de que yo hubiera tenido tiempo de salir de la habitación.
Waller tuvo que realizar un gran esfuerzo para dominar su impaciencia.
—No me cabe la menor duda —le dijo—, de que todo esto es muy interesante, pero aún no ha contestado a mi pregunta. Tengo entendido que sir Owen le hacía su confidente. ¿Tiene alguna razón para creer que esa acusación sea verdadera?
Button permaneció en silencio.
—¡Demonios, Button!, ¿qué es lo que le ocurre? ¿No entiende lo que le quiero decir? Le pregunto si miss Delamere y míster Garth son amantes.
Button dio un paso hacia la chimenea y contempló con fijeza la fotografía de sir Owen, en su pobre marco dorado.
Al observarlo, Mr. Green tuvo la sensación de que esperaba las órdenes del difunto. Permaneció allí unos instantes con los ojos muy abiertos, los puños apretados y la frente arrugada por la angustia.
—Si contesto afirmativamente, las cosas no irán muy bien para ellos, ¿verdad, señor?
—No se preocupe por eso. Quiero la verdad.
Button hizo una seña afirmativa con la cabeza. Echó un último vistazo a la fotografía y, por un instante, cerró los ojos.
Tenía sus órdenes.
—Sí —respondió.
Ésa fue la última palabra que le oyeron pronunciar. ¿Qué pruebas podía ofrecerles como testimonio de lo que decía? ¿En qué se basaban sus sospechas? ¿Alguna vez los había sorprendido en una situación comprometedora? A todas estas preguntas. Button había respondido con una serie interminable de evasivas. Pasados diez minutos, decidieron retirarse y Waller dio un portazo tras de sí, con más violencia de la necesaria.
—Ese individuo me ha dejado cansado —observó el inspector, al tiempo que se echaba sobre una silla en la salita de Mr. Green—. ¿Te ha producido a ti la misma impresión que a mí?
—¿A qué te refieres?
—A que parece estar repitiendo una lección aprendida de antemano.
—Me alegro de que lo hayas notado —repuso Mr. Green, con un asentimiento de cabeza—, he tenido esa sensación desde el primer momento, pero me parecía demasiado fantástica y creí que era producto de mi imaginación.
—No es posible desechar nada en un caso como éste —comentó el inspector, con un ligero estremecimiento. Luego se puso de pie y se acercó a la chimenea para vaciar su pipa—. ¿Sabes qué es lo que pienso?
—¿Qué?
—Te reirás cuando te lo diga. Me parece que recibe órdenes de ultratumba.
Pero Mr. Green no consideró que su comentario fuera humorístico.