Las reacciones de los beneficiarios de sir Owen cuando se hubo dado lectura al testamento, fueron inmediatas.
Cuando el inspector entró en el despacho del director de Harmony Hall, con posterioridad a la entrevista que sostuviera con sir Simón Crow, encontró a un nuevo Eastwood, con una luz de tranquila confianza en sus ojos. Estaba sentado frente a su escritorio, junto a su esposa, y tenía abierto ante sí un plano arquitectónico.
—¿Me permite un momento, señor?
—Por supuesto, inspector.
Habló con aire ausente y no hizo ademán de levantarse. Permaneció con la vista clavada en el plano. Por fin, levantó los ojos.
—Perdóneme, me había perdido en el futuro —se disculpó.
—¿El futuro?
—Se trata del sueño que mi esposo acaricia desde hace tiempo —explicó mistress Eastwood con una sonrisa—; y yo lo comparto con él. Jamás creímos que pudiera llevarse a cabo. Pero ahora…
—¿Me permite mirar?
—Por supuesto.
Waller se inclinó sobre el hombro de Eastwood. El plano había sido dibujado por él mismo, y si bien se advertía que no era la obra de un arquitecto profesional, estaba hecho con habilidad y sensatez.
—Éste es el Harmony Hall del futuro —le indicó Eastwood—. ¿Ve esta sección? Representa el salón tal como es en la actualidad. —Tomó una hoja de papel transparente y la superpuso al plano original—. Éste es el salón tal como será cuando se realicen las modificaciones que proyectamos. También tendremos una sala para niños inválidos. Lo tengo todo pensado, y creo que podremos albergar hasta veinte…
—La última vez que hablamos del asunto, sólo dijiste quince —le interrumpió mistress Eastwood, con un suspiro.
—Sí, querida, pero si vendemos el prado, que, en realidad, no nos hace ninguna falta, podremos pagar a otro ayudante, y si yo mismo trabajo algunas horas extra…
—¿Cómo crees posible que puedas trabajar más de lo que haces ahora? Cada día terminas extenuado.
Eastwood miró a su esposa a la cara. Una vez más Waller se sorprendió por el fanatismo que creyó adivinar en sus ojos.
—Cuando se persigue un ideal, no puede sentirse la fatiga —observó, y se interrumpió para sonreír—; pero estamos aburriendo al inspector —agregó.
—De ninguna manera —replicó Waller con sinceridad—. Deben haber pasado muchas horas dedicados a este proyecto.
—Hace años que constituye mi única ambición.
—¿Cómo describiría usted la idea en términos generales?
Eastwood dejó el lápiz sobre el escritorio y fijó la vista frente a sí.
—Me temo que irá usted a tratarme de presuntuoso, pero yo diría que Harmony Hall es un verdadero Templo de Salud.
—No me parece que su observación peque de exagerada.
—Sir Owen la habría considerado así —señaló Eastwood con el entrecejo fruncido—. No obstante, no debería hacer esa referencia, ya que él no está aquí para defenderse; pero, a su juicio, Harmony Hall no era otra cosa que una simple empresa de negocios. Jamás fue eso para mí. Yo creo que es más bien una religión. Verá usted…
—Querido —le interrumpió mistress Eastwood, al tiempo que colocaba una mano sobre su hombro—, no te dejes llevar por tus ideales. —Se volvió hacia Waller con una suave sonrisa—. Como esposa suya, inspector, conozco todos sus síntomas, y puedo asegurarle que acabo de salvarle a usted de tener que escuchar una larga disertación.
—Está bien, señora.
—¿De qué quería hablarnos?
—Simplemente, se trata de una cuestión de rutina. ¿Me permitiría utilizar su despacho por unos días más?
—No hay ningún inconveniente. ¿Espera que se produzcan nuevos acontecimientos? —le preguntó Eastwood, en tono casual.
—La esperanza nunca se pierde —replicó Waller—, una cosa más. Estos cambios que proyecta realizar, ¿acaso piensan llevarlos a cabo inmediatamente?
—En lo que se refiere a los pacientes y el personal, si.
—¿Qué quiere decir con eso, señor?
—Pues que, en cuanto a los pacientes, cuando se marchen los que se hallan alojados aquí actualmente, no aceptaremos reservaciones posteriores para las semanas siguientes.
—¿Y el personal?
Eastwood evitó mirarle. Por primera vez en su entrevista con él, Waller advirtió un indicio de turbación.
—Haremos algunos cambios.
—¿Se refiere a alguien en particular?
—¿Acaso le parece importante?
Waller vaciló unos segundos. Tenía casi la seguridad de que los cambios se referían a Garth, pero prefirió no insistir sobre el asunto.
—No —repuso—, sólo que si despide a algún empleado, le agradecería que éste dejase su nueva dirección, para el caso de que lo necesitemos.
—No lo olvidaré —contestó Eastwood, al tiempo que se ponía de pie y le tendía la mano.
Waller comprendió la indirecta. Al abrir la puerta para retirarse, echó un vistazo hacia atrás. Eastwood parecía haber olvidado su existencia. Nuevamente se hallaba enfrascado en el plano que tenía sobre el escritorio… y contemplaba sonriente su «Templo de la Salud».
Una vez fuera de la habitación, Waller se detuvo.
—Así que hace años que persigue ese sueño —se dijo para sí mismo.
Su mente clara y ordenada analizó los hechos.
Un fanático al que no le interesaba el dinero.
Una ambición.
Un millonario… que se interponía en el camino.
Son muchos los que matan para poder llevar a cabo sus sueños. En realidad, ése era el único motivo de todo crimen, desde los comienzos del universo: el poder convertir un sueño en realidad.
Waller frunció el entrecejo. ¿Acaso alguna vez había tenido que resolver un caso más complicado que éste? ¡Al demonio con todo! Eastwood le resultaba simpático, y a su manera, era un santo. ¿Acaso los santos cometen crímenes? Era una pregunta estúpida.
Dio un paso hacia adelante y cruzó el hall, donde Wilkins, el portero, dormitaba tras el mostrador. Se dirigió al salón. Estaba vacío y en silencio. Todos los pacientes debían hallarse durmiendo o royendo zanahorias crudas en sus respectivos dormitorios.
De pronto, oyó ronquidos que provenían del extremo opuesto, junto a la ventana, y vio que se trataba de lady Kendall. Estaba recostada sobre el respaldo de la silla y tenía la boca abierta. La luz acerada del sol iluminaba sin piedad su pelo teñido. Después de la conversación que sostuviera con Eastwood, le pareció que ella era un excelente representante del anden régime. Dudó que en el futuro Templo de la Salud tuviesen cabida muchas ladies Kendall. Por otra parte, el silencio era total, casi pavoroso.
Súbitamente, se rompió la calma. Agudizó el oído, y percibió una voz que le era familiar y que parecía provenir del descansillo del primer piso. Era la voz de Paul Stole, que se elevaba en un tono agudo e iracundo.
—¿Ha terminado usted, míster Mr. Green?
Waller levantó la vista, y observó que Stole descendía por las escaleras seguido de Mr. Green. Sus figuras contrastaban notablemente. Stole iba muy elegante, con un traje azul oscuro, un paraguas sobre el brazo, una camisa blanca muy almidonada y una corbata de aspecto tan etoniano, que sólo una inspección muy detallada hubiera permitido reconocer que la había adquirido en Harrod’s. Mr. Green vestía su habitual bata y una bufanda de lana.
Waller no llegó a oír la respuesta de Mr. Green. Quizás no había tenido tiempo de replicar, porque Stole hablaba de nuevo.
—Por qué se imagina usted que puede entrometerse en mis asuntos, es algo que no alcanzo a explicarme. Realmente, es una situación muy divertida —agregó con una aguda carcajada, desprovista de toda alegría, al tiempo que descendía dos escalones. Parecía como si estuviese dirigiéndose a un vasto auditorio y extendió el brazo derecho, del que pendía su paraguas, con un elocuente ademán hacia el salón casi completamente vacío.
—Si usted fuese un reportero, Mr. Green —continuó—, le enviaría al demonio, y si fuese parte del público, simplemente, le daría mi autógrafo; pero como no es más que un viejo entrometido, prefiero reírme en sus narices.
Una vez más Waller oyó su carcajada histérica.
«Ese tipo es un demente», pensó el inspector. Había oído tonos similares con anterioridad. Vio que Mr. Green movía los labios, si bien no alcanzó a escuchar sus palabras; pero la reacción de Stole fue instantánea.
—¿Que no he contestado a su pregunta, Mr. Green? —exclamó—. ¿Cómo se atreve a ser tan impertinente? ¿Por qué diablos tengo que responder a su interrogatorio? Si no fuese usted un pobre viejo, le haría rodar escaleras abajo.
Subió un par de escalones, antes de proseguir:
—¿Qué puede saber usted sobre temas literarios?
Nuevamente se movieron los labios de Mr. Green, y en esta ocasión, Waller temió que Stole fuera a golpearle. Apretó el paso.
—¿Que no se refiere a la literatura, dice? Pero ¿cómo se atreve?
Stole se volvió y levantó un brazo. Se hallaba presa de la más profunda indignación. En ese momento, advirtió que Waller se acercaba y se vio obligado a realizar un gran esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo. Dejó caer el brazo y echó la cabeza hacia atrás, pero si bien consiguió controlar su cuerpo, no le ocurrió lo mismo con su voz. Estaba ronco por la ira que le embargaba.
—Buenos días, inspector —le saludó con una sonrisa incipiente.
—¿Una pequeña discusión, Stole?
—¡Oh, no!, nada de eso. Sólo discuto con aquellos que son iguales en intelecto.
Waller miró a Mr. Green por encima del periodista.
—Espero que no sea nada que me incumba —comentó.
Se produjo un pequeño silencio, durante el cual Mr. Green pareció considerar la pregunta, y Stole le miró con fijeza.
—Es un asunto que no tiene mayor importancia —replicó, por fin, Mr. Green.
Stole relajó sus músculos. Waller tuvo la impresión de que esperaba la respuesta de su antagonista con verdadera ansiedad. No obstante, aún temblaba de ira.
—¡No tiene ninguna importancia! —repitió Stole, con una carcajada teatral.
Sin prestar atención a Mr. Green, se dirigió directamente a Waller, mientras bajaba con una mano apoyada en la balaustrada.
—¡Muy divertido! —decía—. Se insulta a un hombre de letras, y es un asunto que no tiene importancia. Un don nadie atropella a una figura pública, y no tiene importancia. Se inmiscuye en mi vida privada para formularme las preguntas más fantásticas, y no tiene importancia. Si esto no tiene ninguna importancia, me gustaría saber qué es lo que la puede tener.
No esperó respuesta, sino que se caló el sombrero de un golpe y cruzó el hall con paso rápido, a la par que hacía repiquetear los tacones con rabia sobre el piso de parquet.
—¡Uf! —exclamó Waller, mientras se rascaba la cabeza—. Parece que su alteza real se molestó por tus palabras. ¿Qué le has dicho?
Mr. Green pareció meditar su respuesta.
—Hemos discutido sobre una cuestión literaria.
—¿Conque quieres mantener la incógnita?
—Te repito que no era cosa de importancia —replicó Mr. Green, sacudiendo la cabeza.
—Está bien, si es así como lo prefieres.
Consideró que era mejor no insistir sobre el asunto, ya que la experiencia le había enseñado que si Mr. Green tenía algo que comunicarle, lo haría a su debido tiempo, y jamás un minuto antes de lo necesario.
Por otra parte, debía reconocer que él mismo tampoco era muy comunicativo. Acababa de sostener una entrevista con Eastwood, de la que no pensaba informar a su colega. Recordó la lógica secuencia que ésta le sugiriera.
Un fanático al que no le interesaba el dinero.
Una ambición.
Un millonario que se interponía en el camino.
Debía mantener a Eastwood en primer plano. Comparado con él, Paul Stole era un personaje de segundo orden que gesticulaba entre bastidores.
Subió las escaleras, pensativo. Ahora que Mr. Green se había marchado, lamentaba no haberle comunicado sus sospechas… a pesar de que no eran verdaderamente sospechas, sino simplemente sugerencias… sobre Eastwood. Aunque su colega hubiese hecho únicamente un comentario más o menos oscuro, sus palabras le habrían resultado estimulantes.
La habitación que ocupaba el inspector estaba en el piso superior. El último tramo de escalones era bastante empinado, y, al llegar arriba, Waller estaba casi sin aliento. Al parecer, había comenzado a aumentar de peso. Reflexionó que quizás no fuese una mala idea la de seguir algún tratamiento mientras estaba obligado a permanecer en Harmony Hall. Todos decían que Garth era un osteópata de primera categoría. Muy bien. El individuo le resultaba muy poco simpático, pero ésa no era razón para verse privado de su habilidad. Decidió fijar una hora para que le hiciera un masaje.
De manera que, en lugar de torcer hacia la derecha, siguió por la izquierda, en dirección a la habitación que ocupaba Garth, en el extremo opuesto del corredor.
Súbitamente, se detuvo. Había reparado que la puerta de la habitación de Garth estaba entreabierta. También advirtió que no se veía ninguna luz. Debían haber cerrado las persianas. Frunció el entrecejo. ¿A esta hora del día?
Se aproximó un poco más y oyó la voz de una mujer… suave, quejosa y suplicante, como si tratase de no romper a llorar.
—Querido, ¿por qué siempre tiene que ser así? —decía.
La respuesta fue inaudible.
«¿A esta hora del día?», repitió mentalmente Waller. No era ningún puritano pero tenía la moral austera y suburbana de la clase media. ¡Eso… (hasta en su propia mente no lo definía) estaba muy bien después de ponerse el sol! Pero ¡a esa hora del día! Echó un vistazo a su reloj de pulsera. A pesar de todos los acontecimientos ocurridos durante los últimos momentos, aún no era la una de la tarde.
—Pero ¿por qué? —insistió la voz femenina—, ¿por qué no podemos decir a todos que nos queremos? ¿Quién nos lo impide? ¿Qué es lo que tememos?
Nuevamente la respuesta fue inaudible.
—¡Eso es mentira! ¡Eres tú… tú el que tiene miedo! —gritó la mujer.
—¡Por Dios, cállate!
Waller oyó un ruido seco. Era un experto en la interpretación de sonidos, y eso era carne contra carne, cuando se la golpea con la mano abierta. De no estar equivocado, el diálogo pronto llegaría a su fin.
Retrocedió rápidamente para ocultarse en las sombras. Un minuto después, se abría la puerta, y una mujer corrió por el corredor, con las mejillas encendidas.
Era Kay Dawn.
Waller, desde su escondite, recordó una frase que solía repetir en su infancia; ¡cada vez más extraño! Hasta ese momento, apenas si había tenido en cuenta a la joven actriz, y ahora, repentinamente, surgía y se colocaba en el centro del escenario para actuar en una situación de intenso dramatismo, con uno de los principales personajes, y le acusaba de tener miedo de… ¿qué? ¿Sabía algo importante con respecto a Garth? Recordó los sucesos ocurridos el día anterior a la muerte de sir Owen, y la fantástica historia de la manta eléctrica. ¡Al diablo con todo! ¿Tendría que volver a examinar esa información?
Llamó a la puerta de Garth.
Inmediatamente obtuvo respuesta.
—Entrez.
Waller se detuvo, sobresaltado. ¿Por qué habría usado esa palabra?
Abrió la puerta. La habitación ya no estaba a oscuras; habían corrido las cortinas.
Garth estaba inclinado sobre la cama y trataba de alisar la colcha. Observó a Waller por encima de su hombro.
—¡Hola! —le dijo—, ¿es usted? ¿Qué se le ofrece?
El inspector le escudriñó muy de cerca. Era, verdaderamente, un individuo cínico. No tenía ni un pelo fuera de su lugar y lo que es peor, le miraba con una sonrisita burlona.
—Si viniese en función oficial, lo primero que le preguntaría es por qué ha dicho entrez.
—¡Oh!, eso.
Dio un golpecito final a la colcha y se enderezó. La luz del sol que penetraba por la ventana, iluminó de lleno su rostro.
«Ningún hombre con esa cara puede ser completamente normal», pensó Waller para sí. Tenía la beauté du diable.
Garth no se inmutó por el hecho de que Waller permaneciese unos instantes con la vista clavada en su rostro. Estaba acostumbrado a ser objeto de muchas miradas.
—He dicho entrez porque me sentía feliz, y cuando estoy alegre, pienso en París, y en el amor en hoteluchos baratos, en los que la colcha de la cama jamás permanece estirada durante muchas horas… más o menos como ésta.
—Muy romántico, no lo dudo. ¿Y por qué está tan contento?
—Eso es asunto mío —replicó Garth, sin resentimiento—. ¿Cuál es el suyo?
—He venido a preguntarle si podría hacerme un tratamiento.
—No hay ningún inconveniente. ¿Siente algo en especial?
—No, nada en particular.
Garth se le acercó. Estiró los brazos y le palpó la parte posterior del cuello.
—Tiene todos los músculos en tensión —le dijo—. Pronto le pondremos remedio. Desnúdese.
—¿Puede hacerlo ahora?
—¿Por qué no? No necesito ningún aparato mágico, solamente éstas —concluyó, abriendo las manos y sonriendo.
Waller se quitó la ropa hasta quedar en calzoncillos.
—Échese en la cama, por favor. Primero, boca abajo, y le ruego que no me hable, a menos que le duela.
Tan pronto como los dedos de Garth resbalaron a lo largo de su espina dorsal, Waller comprendió el porqué de la reputación de que gozaba el masajista. Era un verdadero genio. Trabajaba como un artista, con suavidad y rapidez, pero con una reserva inmensa de energías.
—Siéntese, por favor; casi al borde de la cama. Así está bien. Me acercaré por detrás de usted.
Waller sintió el peso del cuerpo de Garth, al ejercer éste presión sobre su espalda. Le sostenía la cabeza por ambos lados con las palmas de sus manos.
—¿Le habían hecho esto alguna otra vez?
—No.
—Entonces, no se alarme cuando oiga un ruido seco en el cuello.
Súbitamente, le dio un brusco tirón, pero no se oyó ningún ruido.
Afloje los músculos —le indicó Garth—, ya sé que no es fácil la primera vez.
«Ciertamente no lo es», pensó Waller. Y eso de entregarse por completo a cualquier hombre, especialmente a un individuo como Garth, que…
Antes de que pudiese completar su pensamiento, el masajista repitió la operación y se produjo el ruido esperado y, al mismo tiempo, se sintió descansado, y libre como si le hubiesen zambullido en una fuente de agua fresca.
—No ha estado tan mal como creía, ¿verdad?
—No; ha estado muy bien.
Waller estiró la mano para tomar su camisa, en tanto se preguntaba si se animaría a decirle lo que pensaba. ¿Y por qué no?
—¿Puede ocurrir un accidente en esta clase de trabajos?
—¿Quiere decir… si alguna vez he roto el cuello de alguien?
—En fin… no tanto, pero…
—¿No es eso lo que quiere darme a entender, inspector?
—Supongo que sí.
—Ya me lo parecía. Bueno, la respuesta es… sólo ante una gran provocación.
—Hablo en serio.
—Bueno, todo es posible.
—¿Cuando la tarea la realizan manos poco hábiles?
—No, todo lo contrario, justamente con manos expertas como las mías —le corrigió Garth, mientras arqueaba sus largos y blancos dedos—. Sería tan fácil como cascar un huevo.
Waller asintió con aire pensativo.
—Ésa es una información interesante para usted, inspector, ¿no le parece?
—Nunca puede saberse.
—Bueno, usted tiene mi dirección, por ahora —le dijo Garth sonriente, mientras le abría la puerta para dejarle pasar.
—¿Piensa marcharse de aquí?
—Como usted mismo dice, nunca puede saberse. Se trata del aspecto económico de la cuestión.
Waller se despidió. ¿Aspecto económico? ¿Habría esperado Garth algún legado por parte de sir Owen? Jamás había pensado en esas posibilidades. El testamento tenía una fecha anterior al episodio de la manta eléctrica y Garth era el masajista preferido de sir Owen. Era a él, en verdad, a quien le debía su posición en Harmony Hall. Tal vez había supuesto, con justa razón, que su jefe no le olvidaría. Si un masajista de inferior categoría, como Button, obtenía una recompensa de mil libras, no era extraño que Garth pensase obtener una suma mucho mayor. En ese caso, ¿cuál sería su reacción al descubrir que no le dejaba nada?
Sea cual fuere su actitud, Waller decidió que sería interesante vigilarlo. ¡Demonios!, otro más a quien observar. En este caso fantástico, uno necesitaba ojos a ambos lados de la cabeza y en la nuca. Sin embargo, después de su tratamiento, se sentía tan recuperado y vigoroso, que estas reflexiones no le acobardaron al pensar en el trabajo que significaría. Decidió salir a pasear un rato. Tenía la mente clara y alerta, y pensó que, a solas, quizás pudiera resolver alguno de los puntos que quedaban por aclarar.
Fue hasta el hall en busca de su abrigo y se acercó al mostrador para informar a Wilkins, el portero, de que estaría de regreso al cabo de una hora.
—¿Algún mensaje para mi? —preguntó.
—No, señor. Únicamente una carta —repuso Wilkins, mientras se dirigía a los casilleros.
—¿Una carta? ¿Por qué no me la han entregado esta mañana?
—No lo sé, señor. Tal vez la colocaran en un compartimento equivocado. Yo mismo acabo de verla ahora.
Waller frunció el entrecejo. Todos estos individuos hablaban en un tono demasiado casual.
Wilkins le tendió la carta sobre el mostrador. El rostro de Waller se ensombreció aún más cuando vio el sobre. Estaba escrito a máquina, con letra de imprenta, y decía como las anteriores: Inspector a cargo de la Investigación, Harmony Hall, Richmond Park. El sello de correos era el mismo que de costumbre: Richmond, 8 p. m.
Prefirió abstenerse de reprochar a Wilkins su negligencia, ya que nada ganaría con ello. Deslizó la carta en el bolsillo de su abrigo y salió al parque.
El frío era intenso y un sol rojizo anaranjado atravesaba la niebla. Sus pies hacían crujir el hielo que se había formado en los surcos. Antes de llegar al final del sendero, torció hacia la izquierda, en dirección al bosquecillo de pinos, próximo al montículo de abono. Le pareció que pisaba sobre una alfombra, en comparación con la dureza de la grava. Los árboles proporcionaban un refugio físico, a la vez que una tranquilidad espiritual que, por extraño que parezca, necesitaba ardientemente. Waller era un hombre intrínsecamente bueno y estaba cansado de tanta perversidad.
Extrajo la carta de su bolsillo y rasgó el sobre.
Decía así:
GARTH ES AMIGO DE LOUISE.
«CHERCHAY LA FEMME», SI QUIERES SABER QUIEN LO HIZO.