14
El vil dinero

¿Quién era el culpable?

Esa frase que había oído repetir tan a menudo golpeaba con mayor vigor que nunca su cabeza, cuando Waller despertó a la mañana siguiente, ante el continuo sonar del timbre del teléfono.

—Ha llegado señor… ese tipo… el abogado —era Bates quien le llamaba.

Waller respondió con un gruñido. Estaba soñando con su pequeño jardín suburbano, de manera que la interrupción le resultó muy molesta.

—Es sir Simón Crow, señor —insistió Bates.

—Está bien; ya bajo.

Para un hombre tan corpulento como Waller, su agilidad para vestirse con rapidez era sorprendente. Ningún artista de vaudeville de los que interpretan varios personajes y deben cambiar de indumentaria a toda velocidad, podría haberlo hecho mejor. Encontró la presa que buscaba, cuando estaba a punto de entrar en el ascensor.

—¿Sir Simón Crow? —le preguntó para entablar conversación, ya que sabía perfectamente quién era puesto que lo había visto actuar en casos de menor importancia, desde su asiento en la última fila del tribunal.

Sir Simón inclinó la cabeza en señal de asentimiento y su aspecto era el de típico abogado de familia, concebido por un dramaturgo de la vieja escuela.

—Soy el inspector a cargo de la investigación del crimen —se presentó Waller—. ¿Me permite preguntarle qué le trae por aquí?

—¿Cómo dice? —inquirió sir Simón arqueando sus pobladas cejas.

—Me refiero al interés que tiene en ir a Harmony Hall. Quizás me concierna.

—Me parece muy poco probable —replicó el abogado sin cambiar de expresión—. Es un asunto puramente personal.

—Nada puede ser personal en un caso de esta naturaleza.

Algo en el tono de voz de Waller le impidió a sir Simón replicar a su observación como hubiese deseado.

—Comprendo —dijo—. Está bien. Se refiere a las disposiciones testamentarias de sir Owen Kent.

—En otras palabras, ¿a su testamento?

—Si prefiere denominarlo así.

—Tengo la seguridad —observó Waller, acercando su rostro grande y rubicundo al del abogado—, de que usted desea colaborar ampliamente con la policía.

Sir Simón dio un paso atrás.

—Si lo que usted quiere es enterarse del contenido del testamento… —comenzó.

—Por supuesto que deseo conocerlo. Su texto puede aclarar muchos puntos oscuros.

—Es sólo una cuestión de opiniones. No obstante, una vez terminada la lectura del mismo, estaré a su disposición, a menos que usted insista en hallarse presente.

—No lo creo necesario. Cuando termine, le espero. Hasta luego.

Waller giró sobre sus tacones. Sir Simón entró en el ascensor y cerró la puerta con un golpe mucho más fuerte de lo necesario.

Cuatro personas le esperaban en las habitaciones de sir Owen, a saber: míster y mistress Eastwood, Louise Delamere y Maisie Kent. Todos estaban vestidos de negro y se pusieron de pie al entrar sir Simón, con excepción de Maisie que permaneció sentada, fumando un cigarrillo. Parecía totalmente recuperada de la calaverada de la noche anterior.

Se cambiaron los saludos de rigor y no hubo ninguna expresión de condolencia. Sean cuales fueren los sentimientos que experimentaban los presentes, todos los ocultaban celosamente, a excepción de Maisie que, evidentemente, se sentía muy alegre. Permanecía recostada hacia atrás, en su silla, y contemplaba el cielo raso con una sonrisa en los labios y un brillo expectante en sus ojos.

Sir Simón ocupó el lugar que le correspondía, frente a la mesa situada en el centro de la habitación.

—El asunto que me trae hasta aquí esta mañana, damas y caballeros, no me llevará mucho tiempo —les dijo, sacando su portafolio y extrayendo de él un fajo de papeles, de los que seleccionó tres sobres de grueso pergamino.

—En cada uno de estos sobres —continuó—, hay una copia de la última voluntad de sir Owen, que ustedes podrán posteriormente estudiar y considerar como mejor les parezca. Entretanto…

Fue interrumpido por una mano tosca cubierta de brillantes que se aproximó a la mesa para caer finalmente en el regazo de su dueña.

—Perdón —murmuró Maisie, con voz pastosa y una carcajada ronca—. No debo ser impaciente. Continúe, sir Simón. Díganos lo peor.

—Eso es precisamente lo que me propongo hacer —le indicó el abogado, a la vez que la contemplaba con sus ojos fríos.

—¿Qué quiere decir con eso? —le preguntó Maisie, aferrada al extremo de los brazos del sillón que ocupaba.

—¿Puedo continuar?

Se produjo un silencio.

—Éstas son las disposiciones.

El abogado hablaba en un tono impersonal y con voz seca, si bien había un destello de vida en ella, un destello de crueldad. Sir Simón disfrutaba, a su manera, de la escena.

—Como ustedes sabrán, cuando se trata de grandes fortunas, hay por lo general una enorme variedad de activos como, por ejemplo, casas de campo, cuadros, distintos bienes raíces, etcétera. No sucede así en el caso de sir Owen. Su capital se hallaba colocado casi totalmente en acciones, excepto en uno o dos casos a los que haré referencia dentro de un momento —hizo una pausa y se ajustó las gafas—. Puedo decir como uno de sus más viejos amigos y consejeros que, en varias ocasiones, protesté por la distribución que hacía de su patrimonio, pero jamás escuchó mis palabras.

»Veamos ahora las excepciones. La única de importancia es el establecimiento en el que ahora nos encontramos, Harmony Hall. Pasa en su totalidad a manos de mistress Eastwood, juntamente con todos sus equipos, su reputación, etcétera. La propiedad está libre de todo gravamen.

Sir Simon observó rápidamente a mistress Eastwood. Ella miraba a su esposo, sonriente, pero no era la suya una sonrisa de triunfo, sino de confianza y satisfacción.

—Además hay una serie de legados menores que ustedes podrán considerar cuando mejor les convenga. Son en su totalidad para favorecer a viejos servidores y ninguno de ellos representa una suma considerable. Los más importantes son dos, de mil libras cada uno, para Button y el chófer. En total no llegan a cinco mil libras. Por lo demás, los bienes se dividen por partes iguales entre mistress Eastwood, miss Kent y miss Delamere.

—Eso ya lo sabemos —lo interrumpió miss Kent, mientras trenzaba y destrenzaba los dedos incesantemente—. ¿A cuánto asciende la totalidad de lo que recibiremos?

Sir Simon pasó por alto su pregunta.

—Como ya les he dicho antes los bienes pueden ser descritos como los de un accionista. Está por supuesto el contrato de alquiler de la casa de Hyde Park Gardens, que vence dentro de tres años, y en cuanto a los muebles y objetos que la adornan, si bien lujosos, no son de un carácter tal como para que se obtenga de ellos grandes sumas en una sala de subastas.

—¡Por Dios! —exclamó miss Kent, al tiempo que se ponía en pie—. ¿Por qué no va al grano de una vez? ¿A cuánto asciende la herencia, después de deducir los impuestos y todo lo demás?

Sir Simon apartó los papeles con desdén. Maisie había conseguido estropearle el juego del gato y el ratón que se presentaba muy divertido. Pero ya que lo deseaba, le asestaría un golpe fatal.

—Calculo que el déficit es aproximadamente de un cuarto de millón de libras —le informó.

—¿Déficit? —repitió Maisie, al tiempo que se aferraba a la silla para no perder el equilibrio—. ¿Déficit?

—Puede ser un poco más o menos, pero después de consultar al gerente del banco de sir Owen, decidimos que dado el estado actual del mercado, y en vista de la naturaleza altamente especulativa de sus negocios, y lógicamente, tomando en cuenta la situación internacional…

—¡Jesús! —exclamó Maisie, y puso punto final a la monocorde disertación del abogado.

Mientras contemplaba la tosca figura que se tambaleaba frente a él, sir Simón pensó que ésa era una palabra muy apropiada. Suelen invocarla infinita variedad de personas en infinita variedad de circunstancias y es la única que aún consigue silenciar la Babel del mundo moderno. Se produjo, en realidad, una pausa momentánea, que aprovechó para mirar en derredor de sí y recordar que el insistente inspector de policía le aguardaba en el piso bajo. Quizás le pedirían un resumen sobre las distintas reacciones de las personas allí presentes.

¿Miss Delamere? Estaba pálida, serena, digna… y no aparentaba ninguna emoción. En cuanto a los Eastwood, parecían sorprendidos y hablaban en voz baja entre sí; pero no evidenciaban signos de ira o indignación.

Sus ojos se posaron sobre miss Kent. Era una mujer despreciable. Jamás le había gustado, y en ese instante, experimentaba un sentimiento de repulsión hacia ella. Aun en su más temprana edad, sir Simón se había manifestado siempre como un asceta y prefería beber agua en lugar de leche, rechazaba los dulces y extendía sus manecitas como pequeñas garras para pedir galletas sin azúcar, en lugar de la tarta que le ofrecían. Y ahora…

Tenía las venas de la frente hinchadas. Por primera vez en su vida, sintió que podía comprender la mentalidad criminal.

Todo esto ocurrió en un par de segundos.

—¡Jesús! —exclamó una vez más miss Kent, aunque en tono suave. Dio unos pasos vacilantes hasta su silla. Su aspecto era el de un payaso trágico—. ¡Pensar que me humillé ante mi hermano y traté de acatar su voluntad en todo momento, para tener este final!

¡Dios mío!, sírvame un trago —pidió e intentó incorporarse, pero se dejó caer, por fin, en su sillón—. Hace ya casi un año —continuó con una voz grave y siniestra—, desde el accidente. El choque y su hija. Debía haber comprendido que me odiaba, pero supo disimular muy bien sus sentimientos. Jamás me dijo una palabra al respecto. Siempre se comportó como el más amante de los hermanos. ¡Qué extraño! Y yo era la hermana afectuosa, cosa más curiosa aún. ¡Cómo debió reírse y cómo se reirá ahora!

—Creo que ya es suficiente —señaló Eastwood con la mano extendida hacia su esposa.

—Querida —decía Catharine a su hermana—, no debes…

—¿No debo qué? —chilló Maisie—. Tú estás muy bien, tienes esta casa. ¿Por qué has de preocuparte? ¿Pero qué ocurrirá conmigo? —Con un tremendo esfuerzo, logró ponerse de pie y paseó la mirada en derredor de sí—. ¿Qué es lo que tengo yo? Un montón de trajes de hombre. ¡Eso es lo que tengo! —agregó luego, al acercarse al armario y abrir sus puertas—, ¡una gran variedad de zapatos y camisas! ¡Sírvase, mi querido sir Simon! ¿O tal vez ya ha tomado usted los que más le convenían? Es probable que se las haya ingeniado usted para que parte de la fortuna de Owen se le quedara pegada en las manos.

Las venas de la frente de sir Simon parecían a punto de estallar. No podía tolerar esa situación por más tiempo, y le alarmaba la ferocidad de los sentimientos hostiles que experimentaba hacia esa detestable mujer. Le dio la espalda para dirigirse a los demás.

—No veo la necesidad de prolongar esta discusión —les dijo—. Si lo desean pueden llevarse sus respectivas copias del testamento y nos encontraremos dentro de media hora en el despacho de míster Eastwood.

El abogado echó una mirada a su reloj y nuevamente se sorprendió de sus propias emociones. La mano le temblaba con tal violencia que escasamente pudo ver la hora.

—Quizás deseen ustedes alguna declaración. Entretanto, debo ver al inspector de policía. Le resultará interesante tener conocimiento de sus diversas reacciones.

Eso fue todo lo que pudo decir. Las palabras parecían ahogarse en su garganta. Tampoco se animaba a mirar a miss Kent porque temía ceder a la tentación de llevar a cabo un acto violento contra ella. La sugerencia que le hiciera con respecto a la fortuna de su cliente, le había llenado de indignación. Sir Simon se dirigió hacia el hall.

Allí le esperaba Waller.

—¡Hola! Por lo visto, fue una sesión terrible.

—¿Cómo dice?

—Por su aspecto parece que acaba de sufrir un accidente de ferrocarril.

Sir Simon no pudo siquiera esbozar una sonrisa. Le resultaba físicamente imposible.

—Ha sido lo que se dice angustiosa.

—Quizás le agradaría hacerme un relato de los hechos.

—No tengo ningún inconveniente.

El abogado se encaminó hacia una silla que había en un rincón, para desplomarse en ella. Pasó a describirle la escena, tal como había ocurrido. Deseaba ardientemente que su voz temblorosa no delatara su sentir. ¡Estos malditos policías reparaban hasta en los más mínimos detalles!