13
El escudo brillante

Cuando Waller entró en el hall, se encontró con Eastwood que salía apresuradamente de su despacho.

—¿Me permite una palabra, inspector? —le dijo éste jadeante, como era su costumbre, con el rostro más pálido que nunca.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—De esto —replicó Eastwood, al tiempo que le entregaba una carta—. Acaba de llegar —agregó—. Me parece que proviene del mismo lugar que la anterior.

Waller examinó cuidadosamente el sobre. Iba dirigida, como la primera, al Inspector a cargo de la investigación, Harmony Hall, Richmond Park.

—Creo que tiene razón —gruñó—. Fue puesta en el buzón de Richmond, a las ocho de la tarde, probablemente en el último correo —observó, ceñudo—. ¡Qué raro que no la recibiera esta mañana! —señaló, al tiempo que miraba con fijeza a Eastwood.

—Le aseguro que acaban de entregármela —insistió éste.

—Está bien; sólo he dicho que me parecía raro.

El nerviosismo de Eastwood le intranquilizaba.

—Bueno… —concluyó mientras la palpaba—, será mejor que veamos lo que contiene.

La volvió, pero se detuvo. Si la abría delante de Eastwood no podría evitar informarle de lo que decía. Por eso prefirió guardarla en su bolsillo y con una inclinación de cabeza, se alejó en dirección a su despacho.

Arriba le esperaba Bates.

—El caldo se está espesando —gruñó Waller, pensando que era estúpido caer en la jerga vulgar de las novelas del género, en todo lo referente a este condenado caso. Nunca le había ocurrido nada igual—. Mira esta carta.

—Es igual que…

—Sí —le interrumpió—. ¿A qué esperamos?

Rasgó el sobre y leyó:

La cabaña de miss Kent.

El escudo brillante.

Waller no hizo ningún comentario. Tenía la extraña sensación de que alguien quería burlarse de él.

—Lee esto —le dijo a Bates, dándole la carta—. Al parecer tiene tanto sentido para ti como para mí —añadió, al observar la expresión perpleja de su subordinado—. Todo lo que puedo decirte es que considero que es ahora cuando Mr. Green debe entrar en acción. No he visto a ese viejo búho en todo el día, y es hora de que empiece a husmear.

Sus palabras eran más acertadas de lo que suponía.

Encontró a Mr. Green en el salón, ataviado con su salto de cama, entretenido en hacer un solitario, y con expresión meditabunda.

—Esto acaba de llegar —le dijo, colocando la carta frente a su colega—. Pensé que podía interesarte.

Mr. Green la tomó, olió el sobre y leyó su contenido.

—¿Y? —preguntó, sin mayor expresión.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—¿Qué otra cosa esperabas? No significa nada para mí. ¿Acaso tú la entiendes?

—No; pero ha sido abierta antes de que me la entregaran.

—Eso es evidente.

—Voy a hacer que esto tenga un significado.

—¿Cómo?

—Pienso allanar la cabaña de miss Maisie Kent. ¿Quieres acompañarme esta noche?

—Por supuesto —replicó Mr. Green sin gran emoción.

—¡Demonios, hombre, podías mostrarte un poco más entusiasmado! Cualquiera diría que estabas esperando a que ocurriese algo semejante. ¿O es así justamente? —añadió, asaltado por una horrible sospecha.

—No puedo negarte que suponía que ocurriría algo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Simplemente, que parecemos movernos dentro de las páginas de la ficción. Esta carta está de acuerdo con el estilo general de la obra.

—No diría yo que el cadáver de sir Owen Kent forme parte de esa ficción.

—Así es, y ahí radica nuestro problema. El cadáver de sir Owen Kent.

Mr. Green asintió con la cabeza y clavó la mirada frente a sí. Súbitamente comprendió que sus críticas observaciones debían resultarle harto tediosas a Waller.

—Gracias por pedirme que te acompañe —le dijo, sonriente, a la vez que rozaba con suavidad la mano del inspector—. Ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez en que entramos juntos en una casa sin permiso de su propietario. Supongo que no hay peligro de que nos molesten.

—No, ninguno. A juzgar por el estado en que se encontraba miss Kent cuando la vi ha ce poco, no importunará a nadie hasta mañana por la mañana. Sea como fuere, enviaré a Bates en otro coche, para que inspeccione los alrededores antes de nuestra llegada. Le ordenaré que se reúna con nosotros en el pueblo más cercano y nos sirva de guía. Tengo entendido que es un lugar difícil de localizar.

—¿Cuándo te propones partir? Había proyectado descansar esta tarde.

—Después de tu paseo por Londres, me imagino que lo necesitas. ¿Qué fuiste a hacer?

Mr. Green fingió no haberle oído.

—Está bien —continuó Waller, sonríen te—. Guárdate tus secretos. ¿Te parece bien a eso de las seis?

—De acuerdo.

—Cuando salgas por la puerta principal —gruñó Waller—, trata de adoptar el aire de un psiquiatra.

—¿Acaso no lo parezco? —preguntó Mr. Green arqueando las cejas.

—En mi opinión pareces un chiquillo a quien le han prometido llevarle a la playa.

Mr. Green no replicó a su comentario porque era exacto.

Era una noche terrible, y el viento soplaba con tal fuerza que, cuando salieron a la carretera abierta, Waller se vio obligado a sostener el volante con mano firme, para evitar que el coche fuese arrastrado a la zanja. Ambos hombres se mantuvieron casi en un silencio absoluto, y durante gran parte del viaje, Mr. Green conservó los ojos cerrados para permitir que su mente flotara al azar, como una burbuja de cristal sobre la que no quería ejercer ningún control. Esta consecuencia del ayuno, se dijo para sí, era muy extraña. Sabía que su mente era, en realidad, muy semejante a una burbuja de cristal, ya que aunque carecía de timón y erraba sin punto fijo, jamás había trabajado con mayor agudeza. La lluvia golpeaba como un latigazo sobre el parabrisas y parecía marcar un ritmo constante en su mente. Había dejado una pequeña abertura en la ventanilla de su lado, y a través de ella percibió un torrente de olores: el de la lluvia al caer sobre el pavimento, el de las hojas marchitas, y el de la gasolina.

Se detuvieron al llegar a un hotel donde Bates los aguardaba bajo el porche. El sargento saludó a Mr. Green respetuosamente.

—Quizás sea mejor que yo conduzca, señor —le dijo a Waller—, es como encontrar una aguja en un pajar.

Bates no exageraba. Pocos minutos después avanzaban por senderos serpenteantes, tan angostos, que las zarzas se enredaban en los guardabarros, y el pavimento era tan irregular que Mr. Green temió que se rompiera el eje posterior del coche.

Finalmente, se detuvieron junto a una verja con cuatro barras de hierro, que parecía haber sido colocado al azar, bajo un grupo compacto de hayas gigantescas.

—Hemos llegado, señor —dijo Bates, abriendo la puerta—. ¡Qué nombre más raro! ¿No le parece? —añadió, iluminando la verja con una linterna.

Mr. Green siguió la dirección de la luz y vio una inscripción de color verde pálido que decía: QUI VIENT?

Evidentemente, era un nombre muy curioso para designar una casa que, por otra parte, no presentaba un aspecto muy hospitalario. Mientras leía la inscripción, Mr. Green sintió que un escalofrío le corría a lo largo de la columna vertebral, pero lo atribuyó al vientecillo helado que soplaba y al hecho de hallarse con el estómago vacío.

Bates abrió la verja y los policías siguieron tras de él, por un caminito de lajas cubierto por la maleza, que el sargento iluminaba con su linterna.

—Si quisiera dar rienda suelta a mi delirium tremens en un lugar confortable donde nadie me molestara, éste sería justamente el sitio que elegiría —comentó Waller a espaldas de Mr. Green.

Su observación no estaba del todo desacertada. La cabaña que se perfilaba a la luz de la luna, que brillaba pálida por entre las nubes amenazantes, tenía un aspecto siniestro. No podía negarse que era pintoresca, a la vez que tétrica. Correspondía al típico estilo Tudor, con un techo bajo de ramas, y vigas rústicas como las que podríamos encontrar como motivo decorativo de un calendario de Navidad. No obstante, Mr. Green, mientras parpadeaba y trataba de arrebujarse en su abrigo para protegerse del frío, tenía la sensación de que, al abrirse la puerta, saldría una bruja por ella.

Waller se adelantó y colocó la mano sobre el picaporte.

—Está bien —dijo—. No tiene una cerradura empotrada, sino simplemente una del tipo yale. ¿Has traído las herramientas? —le preguntó a Bates.

Se oyó el tintineo del metal cuando el sargento le entregó un estuche de cuero lleno de diversas llaves. La puerta crujió al abrirse.

Waller dio un paso atrás.

—Después de usted, señor —le dijo a Mr. Green, al tiempo que hacía un ademán para dejarle pasar.

Mr. Green no tenía falsa modestia. Presentía que algo iba a ocurrir.

Waller se colocó bajo la lámpara central y contempló la estancia en derredor de sí.

—¡Uf! —resopló—. ¡Qué desorden! Debes hallarte en tu elemento —señaló a Mr. Green.

—¿Por dónde empezamos, señor? —inquirió Bates, adelantándose unos pasos.

—Nos dividiremos el trabajo. Yo me dedicaré a esta habitación. Ahí hay un escritorio que puede resultar interesante. Dejaremos que Mr. Green deambule al azar. Tú vete al piso de arriba y revisa los dormitorios. Ya sabes… la investigación de rutina, si es que podemos aplicar ese término a la búsqueda de escudos brillantes.

Bates se marchó a cumplir las órdenes de su jefe, y pronto se oyeron sus pasos pesados por encima de sus cabezas. Waller se puso los guantes y se encaminó hacia el escritorio. Abrió con facilidad los cajones. Estaban llenos de cuentas, recibos, tarjetas de invitación y otros papeles similares, muchos de ellos rotos y arrugados y en un terrible desorden. El inspector masculló una maldición. Éste era el trabajo que más le desagradaba, pero debía llevarlo a cabo. Se dispuso a examinarlo uno por uno.

Durante los minutos que siguieron, todo fue silencio en derredor suyo, roto únicamente de vez en cuando por el ruido que hacían las botas de Bates en las habitaciones del piso superior. Mr. Green se sentó en una silla para contemplar plácidamente la habitación. Ésta tenía vigas bajas y una enorme chimenea llena de ceniza e innumerables colillas de cigarrillos. Algunos muebles eran agradables a la vista, como por ejemplo una biblioteca de estilo Regencia; pero en lugar de libros, había hacinadas en ella toda clase de botellas. Había algunos buenos grabados Morland, pero estaban llenos de polvo y colgaban torcidos. En todas las mesas se advertían los círculos dejados por las copas húmedas. La habitación en sí le recordaba a una mujer hermosa que se vuelve súbitamente descuidada y sucia.

—No te canses —gruñó Waller, sarcástico, desde donde se encontraba—. Aunque tampoco he logrado averiguar nada aquí —añadió, a la vez que cerraba los cajones de un golpe—. No hay el menor asomo de un escudo brillante, y todo está muy sucio.

Mr. Green permaneció en silencio. Había comenzado a olfatear el aire. Entre la mezcla de olores que percibía de whisky, tabaco y humedad, alcanzaba a diferenciar uno en particular, que le llamaba poderosamente la atención y le resultaba extraño a la vez que familiar. Presentía que ese perfume tenía una importancia vital, pero no lograba interpretar su significado verdadero, y ni siquiera conseguía localizarlo.

—¿Te molestaría apagar tu cigarrillo? —le preguntó a Waller.

—¿Estás siguiendo algún rastro, según tu costumbre de sabueso?

—El humo de tu cigarrillo distrae mi atención.

—Lamento haberte molestado. No volverá a ocurrir. De todos modos, ya salgo de aquí. Voy a examinar la otra habitación.

En cuanto se hubo marchado, Mr. Green olfateó el aire nuevamente. ¡Ah… ahora estaba mucho mejor! El olor parecía emanar de la repisa que había sobre la chimenea. Se acercó a ella y la contempló sin dejar de pestañear. En un extremo, había un reloj Luis XVI, que hubiese sido una hermosa pieza de no tener el cristal roto y el pie torcido. Junto a él, una figura de porcelana Staffordshire, también rota. Luego seguía media botella de Cointreau, vacía, y muy cercana al borde. En el otro extremo, había un grupo de elefantes de ébano en miniatura, pero se hallaban tan cubiertos de polvo que en lugar de negros parecían grises. En el centro había un enorme marco con la fotografía de sir Owen Kent. En franco contraste con los demás objetos, ésta tenía el cristal muy brillante, y era evidente que lo habían limpiado hacía muy poco. Representaba a sir Owen apoyado contra la borda de su yate, vestido con pantalones blancos y una chaqueta. Sonreía y tenía el pelo revuelto por el viento. Mr. Green se aproximó aún más. Vio que la fotografía estaba dedicada A Maisie, con todo cariño, Owen, y databa de unas semanas atrás.

Mr. Green se inclinó hacia adelante y la olió. Estaba muy cerca ya de localizar el extraño perfume. Miró a su espalda en busca de una silla. Detrás de él había un taburete pintado, de los que usan para ordeñar. No le pareció muy seguro, pero su impaciencia no le permitía detenerse a analizar esos detalles. Lo cogió y se subió a él. Apoyado en la repisa de la chimenea y de puntillas, apretó su gruesa nariz contra el cristal de la fotografía. Hizo una profunda aspiración y experimentó un hormigueo por todo el cuerpo.

Precisamente en ese momento se torció el banco y Mr. Green cayó pesadamente al suelo.

—¿Qué diablos te ha pasado? —gritó Waller desde la puerta.

Bates descendió rápidamente por las escaleras.

—¿Se ha lastimado, señor?

—No, no —replicó el anciano, sin aliento—; pero creo que he perdido las gafas.

—Aquí están, señor.

—Gracias.

Se las colocó nuevamente y con ayuda de Bates logró ponerse de pie.

—Bueno —le dijo a Waller—, ahora quizás seas tan amable de apagar tu linterna. Quiero que reine la oscuridad más completa.

Trató de hablar en tono casual, como si su petición fuera la cosa más natural del mundo, pero, muy a pesar suyo, la voz le temblaba ligeramente. Se veía una vez más en el papel de Sherlock Holmes. Muchas veces se había imaginado a sí mismo como el gran detective de la ficción, durante los momentos cruciales de su larga carrera. Era normalmente un hombre modesto y sin pretensiones. Jamás había buscado fama o renombre. Siempre se contentó con deambular por la oscuridad con su incesante parpadeo, olfateando la atmósfera, ocupado en atar cabos… que por lo general significaba investigar por qué dos y dos son cinco.

A veces, en ciertos momentos cruciales, cuando conseguía, él solo y sin ayuda de nadie, llegar a una solución que únicamente él descubría, le sobrevenía este acceso de vanidad. Era como si sintiese el gabán del maestro sobre sus hombros, aunque no fuese más que por unos escasos segundos. Durante ese corto lapso, Mr. Green se inflaba y caminaba como sobre un tablado, para hablar con un lenguaje alterno y simbólicamente misterioso. Pero no podía mantener esa actitud por mucho tiempo. Tenía demasiado sentido del humor, si bien mientras duraba su ataque, se divertía enormemente.

Waller lo comprendía y su cariño y respeto por él hacían que le siguiera la corriente.

—¿La oscuridad más completa? —repitió.

—Si fueses tan amable —repuso Mr. Green, al tiempo que inclinaba la cabeza, para luego regresar a la chimenea y tamborilear los dedos sobre la repisa, con aire negligente.

—Como gustes.

Waller se volvió hacia Bates y le hizo un guiño significativo, a la vez que movía la cabeza en dirección al anciano.

—Apágala —le dijo.

Quedaron a oscuras y entonces Waller comprendió que Mr. Green tenía derecho a aquel interludio de grandeza. Del cristal de la fotografía de sir Owen Kent emanaba un brillo fosforescente, cada vez más perceptible, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

—¿Qué te parece? —preguntó Mr. Green.

Su voz no era ya la de Sherlock Holmes, sino la de un niño que acaba de encontrar un tesoro.

—¡Demonios! —exclamó Waller, al tiempo que se acercaba—. ¿Qué es esto?

—¿Enciendo la luz otra vez? —inquirió Bates, desde el extremo opuesto.

—Todavía no, por favor —repuso Mr. Green.

—Es una pintura luminosa, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pero ¿qué es?

—Contémplala más de cerca. Cierra los ojos un momento. Ahora ábrelos. ¿Qué ves?

—Una especie de cruz.

—Sí, así me gustaría llamarla. Ahora veamos… estos cuatro puntos de luz…

—¡El escudo brillante! —exclamó Waller.

—Así es, el escudo brillante. El escudo de sir Owen Kent, con sus espadas cruzadas y flores de lis sobre campo azul…

La voz de Mr. Green se perdió en un suspiro. Repentinamente, se sentía muy cansado.

—Ahora quizás Bates quiera darnos un poco de luz —dijo—. Me gustaría sentarme un rato.

El sargento encendió la linterna y Mr. Green buscó una silla.

Mr. Green apoyó una mano sobre sus ojos.

—Quiere decir, con tu permiso —replicó—, que ahora podemos regresar a casa. Estoy muy cansado.

—¿Alguna objeción? —preguntó Waller a Bates.

—No, señor, no he encontrado nada de importancia arriba.

—Lo mismo digo. De cualquier modo, al parecer, hemos descubierto lo que buscábamos, gracias a nuestro viejo amigo, si bien no puedo decir que se haya mostrado particularmente comunicativo.

—Si tengo algo que decirte, puedes esperar a que regresemos.

—Está bien —replicó Waller, a la vez que extendía las manos para ayudar al anciano a ponerse de pie.

—Gracias —le dijo Mr. Green, fingiendo ignorar su ayuda—. Aún no me encuentro en un completo estado de senilidad —añadió al levantarse.

—Eso dices tú.

Waller volvió a ponerse los guantes para envolver la fotografía en un pañuelo de seda.

—Dicen que todas las fotos tienen una historia —murmuró—. Esperemos que en esta ocasión sea cierto el axioma y confiemos en que nos revele algo de interés.

De regreso a Harmony Hall, Mr. Green se mantuvo callado. Waller, que lo observaba de hito en hito, no lograba interpretar la expresión de su rostro. Parecía casi ofendido, como si hubiese sido víctima de un insulto. Su frente abovedada estaba surcada de arrugas y de vez en cuando movía los labios como si hiciese reproches a un adversario invisible. Su comportamiento era muy extraño. Waller trató de encontrar una explicación a su proceder. ¿Acaso él mismo le había ofendido? No le parecía posible, ya que sus bromas habían sido las habituales. En fin… ya vería de qué se trataba.

Cuando llegaron a Harmony Hall, Mr. Green fue el primero en descender del coche, de acuerdo con un plan que habían establecido de antemano. Como eran más de las diez de la noche, tuvo que llamar al timbre para que le dejaran entrar. Se sintió satisfecho cuando Wilkins le abrió la puerta y le hizo pasar sin ningún comentario. El salón estaba vacío. Subió por las escaleras lentamente y avanzó por el corredor, para luego detenerse frente a la habitación del inspector. Aún conservaba esa extraña expresión ofendida. Por último, sus piró, se encogió de hombros, y retornó a su gesto habitual.

Un minuto después apareció Waller.

—Lamento haberte hecho esperar —le dijo—, pero considero conveniente que continuemos simulando no conocernos.

El inspector abrió la puerta y encendió la luz. En el mismo instante, dejó escapar un grito de asombro y dio un paso hacia adelante.

Tenía frente a sí, extendida sobre la cama, con los brazos abiertos como en ademán de súplica, la famosa chaqueta desaparecida.

—¿Cómo diablos ha venido eso a parar aquí?

—No sé —repuso Mr. Green con voz queda—. Todo lo que puedo decirte es que no me sorprende demasiado.

Se dirigió hacia la cama y se inclinó sobre ella. En el centro del bolsillo superior, podía distinguirse claramente el orificio dejado por la bala, un blanco perfecto, con la tela chamuscada en sus bordes y una mancha de sangre coagulada. De no ser por ese detalle, la chaqueta estaba en perfectas condiciones. Las arrugas de las mangas sugerían que había sido planchada recientemente.

Mr. Green se inclinó aún más hasta que su nariz quedó junto al orificio producido por la bala. Hizo una profunda aspiración y luego se enderezó.

—Sí —dijo—. Todo encaja, o por lo me nos… en parte.

—Si no hablas claro —exclamó Waller, sacudiéndole por los hombros con mirada iracunda—, te arrestaré.

—Está bien.

Mr. Green se dirigió hacia la puerta, levantó la mano y apagó la luz. Por unos instantes, no alcanzaron a distinguir nada en particular. Súbitamente, percibieron un suave destello de luz plateada sobre la cama. No era tan visible como la que descubrieran en la casa de Maisie, pero podían verla con toda claridad. Era el mismo escudo brillante.

—Y ahora —continuó Mr. Green, a la vez que encendía las luces y se dirigía hacia el único sillón de la habitación—, creo que aceptaré tu ofrecimiento de una copa de oporto. Estoy terriblemente cansado.

Mientras el inspector preparaba las copas, se mantuvo con la mirada fija en la chaqueta, como si esperase que ésta recobrase vida repentinamente.

—Gracias —le dijo Mr. Green, después de beber un sorbo—. Me sienta muy bien el alcohol, y en mi situación actual de completa desnutrición, probablemente me resultará fatal. Pero debo arriesgarme. Por otra parte —agregó, cuando ya comenzaba a experimentar un sinfín de sensaciones bacanales—, no tengo nada más que decirte. El resto te corresponde a ti.

—Eres muy amable —replicó Waller. Luego se bebió la copa de un golpe y volvió a llenarla.

—Mi querido Waller, sólo te pido que sumes dos más dos —manifestó Mr. Green, con una sonrisa afectuosa—. No eres ningún tonto, y quiero ver si llegas a las mismas conclusiones que yo.

—Está bien —dijo Waller, y luego se sentó en una silla dura—, pero empezaré por el final si no tienes inconveniente.

—De acuerdo.

—Para no andarme con rodeos, en primer lugar, la pintura luminosa despide un olor particular, ¿no es así?

—Si la usa un aficionado, sí. Compruébalo tú mismo.

—Sabes muy bien que no tengo olfato de sabueso.

—No es esencial esa facultad para descubrirlo.

—Está bien; te complaceré.

Waller fue hasta la cama, levantó la chaqueta y la olió.

—¡Por Dios, cómo huele! —exclamó, a la vez que fruncía la cara—. ¡Apesta! Parece una mezcla de bencina y huevos podridos. Hemos conseguido poner en claro ese pequeño detalle —agregó, volviendo a dejar la chaqueta sobre la cama—; si bien no me explico cómo lograste descubrirlo en medio de aquel desorden. ¿Y después qué?

Miró a Mr. Green como un escolar impaciente que espera una respuesta clara al problema presentado a su profesor.

—Quiero que tú lo adivines.

Después del tercer sorbo de oporto, Mr. Green prefería que fuese su colega el que hablase.

—¿Ah, sí? —preguntó Waller un tanto inquieto. Hizo una pausa.

—¡Soy un idiota! —exclamó súbitamente, golpeándose la frente—, ¿acaso ésta es… la secuencia? Número 1 —continuó antes de que Mr. Green pudiese responder su pregunta—: El crimen fue planeado en la oscuridad.

—Correcto —murmuró Mr. Green.

—Número 2: el crimen fue planeado en una habitación colmada de gente.

—Correcto.

—Número 3: por esos dos factores, debió señalarse a la víctima con pintura luminosa.

—Naturalmente.

—¿Necesitamos un número 4?

—No sólo nos hace falta el número 4, si no al 5, 6, 7, 8 y 9. Sea como sea, por lo menos estamos de acuerdo en cuanto a los preliminares.

—Las mentes geniales siempre piensan igual —contestó Waller con una sonrisa.

Mr. Green inclinó la cabeza e ingirió el cuarto sorbo de oporto.

—Como tú dices, las mentes geniales… —pero se interrumpió, para exclamar un ¡ajá!, que una persona poco caritativa hubiese calificado de hipo.

El rostro de Waller se tornó grave. Luego, el inspector se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación.

—Tiene sentido —murmuró—, pero parece la obra de un demente, como si fuésemos los personajes de una novela de misterio, escrita por un loco.

—Pienso lo mismo que tú —replicó Mr. Green, con un rápido parpadeo.

—No encuentro nada malo en la idea básica; en realidad, tiene una especie de…

—¿Genio perverso?

—Sí, justamente te habría dicho eso si yo fuese un hombre de mayor instrucción; tiene una especie de genio perverso. Si yo tuviera la costumbre de quitarme el sombrero ante los asesinos, te aseguro que lo haría ante el que discurrió todo esto. Sin embargo, ¿para qué tanta complicación? ¿Con qué fin todos estos indicios melodramáticos esparcidos por doquier?

Se dirigió hacia la ventana y permaneció unos instantes con la vista fija en el exterior.

—Es como si alguien quisiese burlarse de nosotros —murmuró; casi para consigo mismo.

—Precisamente.

—¿Acaso tienes tú la misma sensación?

Mr. Green repuso con un asentimiento de cabeza.

—Pero ¿quién puede ser?

El inspector regresó al centro de la habitación y permaneció de pie, bajo la fuerte luz de la lámpara, con los brazos cruzados. Su aspecto era el de un hombre honesto, tosco y digno de confianza… que estaba completamente sorprendido.

—¡Al diablo con todo esto! —exclamó—. Se trata de la muerte de un hombre. No es un juego de salón, sino de una muerte… MUERTE. Hasta ahora, todo parece señalar a la hermana como autora del crimen. Si ésta fuese una novela de terror, yo diría… pues diría que Maisie es culpable. Pero si nuestro amigo anónimo está tan seguro de que fue ella quien cometió el crimen, ¿para qué se molesta en volcar pintura luminosa sobre la repisa de la chimenea? ¿Por qué no da la cara y nos dice dónde pudo ella adquirir el revólver, o nos proporciona cualquier otro dato concreto?

En ese momento, alguien llamó a la puerta.

Antes de que Waller pudiera responder a la llamada, la puerta se abrió bruscamente y apareció Eastwood. Estaba pálido y desencajado.

—Perdóneme por molestarle, inspector —le dijo—, pero necesito su ayuda. Mí cuñada… miss Kent…

—¿Qué le sucede?

—Me temo que… —vaciló— está fuera de sí.

—No me sorprende —replicó Waller, con gesto agrio—. Yo mismo la he visto esta mañana y si me permite decirlo, ya había ingerido una buena cantidad de alcohol. No obstante, ¿en qué puedo servirle?

—Está haciendo muchas acusaciones.

—¿Acerca de la muerte de sir Owen?

—Sí, y a voz en grito. Temo por el escándalo que puede producirse entre mis pacientes.

—¿A quién acusa en particular?

—Al primero que se le ocurre; a miss Delamere, a Garth, a mí mismo; y cuando no sabe a quién nombrar, a lady Kendall, que ocupa la habitación contigua. Además, usa un lenguaje vulgar y soez.

—¿No puede administrarle algún sedativo?

—No, dado su estado actual; pero tal vez, si usted le hablara…

Se interrumpió sobresaltado y miró hacia atrás. Desde el extremo opuesto del corredor, podían oírse las carcajadas histéricas de una mujer. Parecían forzadas y melodramáticas como las de un pésimo actor aficionado, y se acercaban cada vez más, hasta que por último apareció Maisie.

—¡Maisie! ¿Qué haces fuera de tu habitación?

—¡Vete al infierno! —replicó miss Kent, pasando bruscamente junto a Eastwood, dejándose caer en una silla. El director hizo un ademán como para cerrar la puerta—. ¡No hagas eso! —le dijo—. ¡Déjala abierta… déjala! ¿Me oyes? Lo que voy a decirles es digno de ser publicado.

Por un instante todos permanecieron inmóviles y silenciosos, según los diferentes grados de turbación que cada uno experimentaba. El único que se movió fue Mr. Green, quien se deslizó sin ser visto junto a la ventana abierta. En esta ocasión quería presenciar la escena desde la última fila de la platea.

—¡No me mires de esa manera! —gritó Maisie a su cuñado, con voz gruesa y temblorosa, mientras esgrimía el índice contra él—. ¡Sois todos unos canallas y asesinos!, todos, Louise, ja… ja… ja… ¡Y Garth, ja… ja… ja…! Y, ¿y qué me dices de ti?

—Mi querida Maisie, por favor —le recriminó Eastwood, con auténtica angustia.

—¡No me llames Maisie! —gritó ella, para luego volverse hacia Waller, poniendo al descubierto gran parte de su arrugado pecho—. ¿Alguna vez se le ocurrió pensar en un asesinato planeado por un grupo, señor inspector? ¿Alguna vez supuso que una colección encantadora de gente como nosotros pudiese ponerse de acuerdo para liberar al mundo de un…?

Antes de que Waller pudiese responderle, otra voz se unió al escándalo.

—¡Esto es intolerable!

Era lady Kendall que los observaba desde la puerta entreabierta. Mr. Green, sentado sobre el brazo de un sillón cerca de la ventana, contemplaba la escena como un simple espectador, y al verla tuvo la impresión de que era un papagayo gigantesco que acababa de ponerse sobre su percha. Lady Kendall vestía una bata de color verde, de estilo chino con largas mangas escarlata. Al unirse su voz a la de miss Kent, en un ruidoso e incomprensible diálogo, Mr. Green creyó hallarse junto a una de las jaulas de pájaros parlanchines del zoológico.

Las observó durante unos minutos. Normalmente habría tomado algunas notas, pero estaba demasiado cansado. Los datos que deseaba guardar por escrito, ya los tenía. Se puso de pie y después de susurrarle algo al oído de Waller, salió de la habitación.

No obstante, el inspector, aun cuando hubiera oído lo que le dijera Mr. Green, no se encontraba en situación de prestarle mayor atención, ya que el cuarto se había convertido en un campo de agramante, en el que Eastwood trataba de sostener a miss Kent, quien, a su vez, se esforzaba por desasirse para atacar a lady Kendall y la amenazaba con las manos crispadas como garras. Por su parte, lady Kendall, lejos de intimidarse, amenazaba abofetear el rostro de su oponente, al mismo tiempo que insultaba al pobre Bates, que se había interpuesto entre ambas para separarlas.

—He visto disputar a las mujeres del mercado en el East End —se dijo Waller—, pero jamás habla presenciado una escena semejante.

De la babel de voces que se alzaban aisladas, trató de separar alguna que otra palabra que pudiese resultar significativa, especialmente cuando la que hablaba era miss Kent, que sobresalía por sus gritos. No obstante, sus acusaciones se limitaban a una histérica repetición de las frases que dijera con anterioridad como lo del asesinato por un grupo, para luego citar como posibles culpables a Louise, Garth, o a su querido cuñado, y entre una y otra acusación había una serie de amenazas y maldiciones.

Súbitamente, esta farsa indigna y grotesca llegó a su fin. Miss Kent, en un esfuerzo violento por escapar de los brazos de Eastwood, se enganchó un pie en el dobladillo de su bata y cayó de espaldas. Hubo un completo silencio. Luego fue lady Kendall la que dejó oír su voz.

—Si este joven es tan amable de dejarme pasar, desearía retirarme.

Bates se hizo a un lado. Por un instante, lady Kendall contempló la figura postrada de miss Kent, con tal expresión de odio, que Waller temió que se abatiese sobre ella para rematarla. Pero al parecer, logró dominarse.

—Siga usted mi consejo —le dijo con voz sibilante a Eastwood—, haga que le pongan una camisa de fuerza.

Miss Kent abrió los ojos y parpadeó como una lechuza. La caída le había hecho olvidar su anterior animosidad.

—Estaré bien mañana, querida —gritó—. Todo estará bien mañana.

Pero lady Kendall no la oyó. Se había marchado con gesto altivo, envuelta en su bata china.

Miss Kent logró ponerse de pie. Desechó con un ademán la ayuda que le ofrecía Eastwood, y tendió su brazo a Waller. El inspector tuvo la impresión de que la escena de locura se había transformado por arte de magia en un elegante minué. Caminaba por el corredor junto a miss Kent, que se apoyaba, un tanto pesadamente, debía admitirlo, sobre su brazo, como si la escoltara a su asiento, una vez terminado el baile. Por el rabillo del ojo pudo observar que Eastwood sacudía la cabeza con aire abatido y se marchaba en dirección a la escalera. Cuando abrió la puerta de la habitación de miss Kent, y hubo encendido las luces, la mujer entró sin oponer resistencia, para luego dejarse caer en una silla y cerrar los ojos. Waller permaneció junto a ella unos instantes, sin saber si debería dejarla sola. Por fin, Maisie abrió un ojo y le hizo un guiño.

—Todo estará bien mañana, míster Waller —le dijo—. Ya lo verá. Buenas noches.

El inspector cerró la puerta tras de sí.

—¡Uf! —exclamó, pasándose una mano por la frente. Jamás se había sentido tan contento de regresar a la tranquilidad de su propia habitación. Bates le aguardaba afuera.

—Pasa, Bates —le indicó—. Te invito a un whisky. Me imagino que no te vendrá del todo mal.

—Muchas gracias, señor. ¡Qué lío se ha armado! Que me hablen después de Whitechapel en un sábado por la noche.

—No necesitas decírmelo.

Waller abrió el armario.

—Di cuánto quieres.

Bates no prestaba atención a la copa que le servía su superior y tenía la mirada clavada en el escritorio situado junto a la ventana abierta.

—¡La fotografía, señor!

—¿Qué dices?

—Ha desaparecido, señor. Usted la colocó en el escritorio y ahora no está.

—¡Demonios! —gruñó Waller—, tienes razón.

Se dirigió hacia el escritorio y lo escudriñó por su parte posterior.

—Con esta barahúnda, puede haberse caído —observó.

—No he visto que nadie se aproximara al escritorio —señaló Bates.

—Tampoco yo; pero…

Fue hasta el sofá y comenzó a sacudir los almohadones, para luego mover las sillas y abrir los cajones. Finalmente, se dio por vencido. Se detuvo en medio de la habitación, con los brazos cruzados y expresión ceñuda.

—Está bien —dijo—, ¿y ahora qué? Ya tengo la respuesta —añadió, sin permitir que Bates hablase—. Nos tomaremos un trago.

Sirvió dos vasos y luego se sentó al borde de una silla.

—¡A tu salud, Bates! —le dijo—. ¡Vamos, bebe! No me mires como si fueses un sabueso con la cadena al cuello.

—No deberíamos… —comenzó Bates, vacilante.

—No, muchacho, eso es lo que justamente no debemos hacer, si te fías de mi humilde opinión. Considera los hechos. Estábamos aquí tranquilamente conversando, Horatio, tú y yo. Súbitamente una mujer alcoholizada que aparece en bata de dormir, a quien a su vez sigue otra mujer, con otra bata. Sopla el viento y mueve las cortinas y se arma un descomunal desorden. Y entre el lío y confusión de copas, viento y batas, cualquiera podía haber robado cualquier cosa, por lo que a mí respecta, para luego esconderlo entre sus ropas. Por otra parte, cuando abandonamos la habitación, nos olvidamos de cerrarla con llave, a pesar de dejar en ella una prueba de vital importancia para la solución del caso sir Owen Kent, a menos que tú hubieses montado guardia. ¿Dónde estabas?

—He acompañado a Eastwood hasta la mitad de las escaleras. Evidentemente quería charlar un rato.

—¿No advertiste si se llevaba algo?

—No noté en él nada raro, si bien pudo haber colocado la fotografía debajo de su chaleco.

—Así es. También lady Kendall podría haberla escondido en una de las mangas de su horrible bata, o miss Kent que pudo deslizaría por su escote. Ahora que lo pienso, se apretaba el pecho con la mano, cuando la acompañé por el corredor. Y para colmo de males, cualquiera puede haberse metido en mi habitación, cuando tú la abandonaste.

—Lo lamento mucho, señor.

—¡Vamos, hombre!, no hay nada que lamentar. En mi opinión no se ha perdido gran cosa, y por otra parte, no podemos remover la casa entera a estas horas de la noche. Eso sólo contribuiría a crearnos más enemigos.

Waller bebió unos tragos más de whisky y frunció el entrecejo.

—Hay dos cosas que quisiera preguntarle a miss Kent si llego a encontrarla sobria en alguna oportunidad. Primero, ¿qué quiso decir con eso de asesinato planeado por un grupo? ¿Te sugiere algo en particular?

—No, señor.

—Tampoco a mí, pero tengo la sensación de que con ello quiso referirse a algo determinado. Segundo… ¿por qué insistía en repetir que mañana todo estaría bien?

—Tal vez porque mañana se dará lectura al testamento, señor.

—¡Demonios! ¿Cómo averiguaste eso?

—Por Eastwood. A eso se refería cuando bajábamos las escaleras.

—¿Qué decía?

—Pues solamente que esperaba que miss Kent se recuperase para el día siguiente, y otras cosas similares.

Waller asintió con la cabeza.

—De manera que mañana conoceremos el secreto de los millones Kent. ¿Quién es el abogado?

—Un tipo llamado Simón Crow, señor.

Sir Simón Crow, muchacho; y no es ningún tipo. Aunque ésa es una bonita palabra, y si no me equivoco, sir Simón Crow merece que se la apliquen. Es capaz de cualquier cosa.

—¡Por Dios, señor! —exclamó Bates con tal expresión de consternación, que a Waller le pareció su actitud un tanto cómica—. No irá usted a sugerir que él puede…

—¿Ser quien lo hizo? —concluyó Waller con una carcajada—. ¡Muchacho…! ¡Eso sí que estaría bueno!

Hizo una pausa.

—¿Quién puede decirlo? —añadió, para luego beber el último trago de whisky—. Con los años me debo estar volviendo muy desconfiado. ¿Sabes una cosa, hijo? —continuó con una sonrisa afectuosa—. Con estos escudos brillantes y pinturas luminosas, anónimos y mujeres en batas de dormir, estoy empezando a pensar que yo mismo podría haberlo hecho. Es hora de que me vaya a la cama. Te veré por la mañana.

Bates se despidió. Waller fue hasta la ventana y contempló el paisaje a través de ella. La mayoría del edificio estaba envuelto en la más profunda oscuridad, aunque aún brillaba una luz en las habitaciones de sir Owen. Evidentemente, miss Kent no había conseguido conciliar el sueño, a menos que se hubiese olvidado de apagar las luces. También se percibía un reflejo por entre las cortinas de la habitación de Mr. Green, en el extremo opuesto de esa ala. Se preguntó qué estaría haciendo su colega. También brillaba un hilo de luz en el piso superior. Debía ser alguno de los sirvientes.

Pero ¡qué demonios! Estaba demasiado cansado para inventar teorías o hacer deducciones. Los que estaban despiertos, probablemente pasaban el rato leyendo una novela de misterio. A él, en cambio, le había tocado vivirla.

Ahogó un bostezo y comenzó a desvestirse.