12
La sombra de una tumba

La visita que realizara al vivero de rododendros debió estimular en Mr. Green su espíritu de rebeldía, ya que de regreso a Harmony Hall, y después de haber dado término a su misteriosa misión, cambió súbitamente de idea.

Se inclinó hacia adelante, y golpeó el cristal que separaba el asiento posterior del delantero. El chófer hizo correr uno de los paneles, por el que penetró una ráfaga de viento helado.

—No regresaré a Richmond —le informó Mr. Green.

—¿No, señor?

—¿Sería usted tan amable de tomar la carretera que conduce al Leatherhead? Después, yo le indicaré el camino.

—Muy bien, señor.

El coche viró y siguió por un desvío hacia la izquierda. Cuarenta minutos después, Mr. Green marchaba por el tranquilo sendero donde se hallaba situada su casa. Vio el rostro sorprendido de Charlotte, que le observaba a través de la ventana.

—¡Querido! —exclamó su sobrina mientras corría a su encuentro—, ¿por qué no me has avisado que venías?

—Es sólo por una noche.

—Ya veremos —replicó la joven—. Entra pronto, que hace mucho frío.

Pero Mr. Green se había agachado para examinar una pequeña porción de terreno, a la sombra del porche.

—¡Querida! —exclamó visiblemente excitado—. ¡Empieza a brotar el primer acónito! ¡Sí, alcanzo a distinguir un puntito amarillo!

—Vamos, tío, está muy oscuro… y hace mucho frío.

No obstante, para el jardinero que acababa de regresar como el hijo pródigo, a pesar de haberse hallado ausente tan sólo unos días, no era demasiado oscuro, ni hacía tanto frío como para impedirle hacer una inspección por todo el jardín, y transcurrió casi media hora, antes de que Charlotte lograra persuadirlo de que guardara su linterna y entra se a la casa. Entretanto, Mr. Green descubrió un vestigio rosado en los brezos, algunas estrellas amarillas del jazmín, unas pocas e inesperadas rosas de Navidad y un pimpollo del primer iris stylosa, el mayor éxito de todos, que procedió a cortar, con mucho cuidado, para colocarlo en un florero, sobre la chimenea, donde más tarde abriría sus pétalos con tanta lujuria como cualquier orquídea.

Por fin, se sentó con toda comodidad junto al fuego, para beber una taza de té. No aceptó un trozo de torta de chocolate que le ofrecía Charlotte, y le aseguró, si bien su tono de voz no fue muy convincente, que no tenía hambre.

—Querido, ¿en verdad es necesario que regreses mañana?

—Me temo que sí.

Charlotte vaciló un instante, pero luego se decidió a decir a su tío lo que pensaba.

—Sabes que no me gusta interferir en tus asuntos —comenzó—, y me consta que te molesta que te interroguen cuando estás ocupado en un caso; pero… ¿estás a punto de llegar al final?

—Quizás esté más cerca de la solución de lo que creo —repuso Mr. Green, con la vista clavada en el fuego.

—¿Cuánto supones que te falta aún?

—Dos días… o tres —contestó Mr. Green encogiéndose de hombros—. Depende de muchos factores, pero tengo la sensación de que ha de ocurrir algo.

—Me asustas —repuso—. ¿Es algo peligroso?

Mr. Green le palmeó una mano.

—No tengas miedo. El peligro es un término relativo.

—Siempre me asusto cuando hablas en esa forma enigmática.

—¿Crees que mi observación anterior encerraba un enigma? Pues sólo me refiero a que el peligro es omnipotente. Al igual que la pobreza, está siempre con nosotros; está en el aire… en nuestra corriente sanguínea…

—Pero cuando has dicho que te parecía que algo iba a ocurrir, ¿qué querías dar a entender?

El anciano meditó unos minutos antes de responderle.

—Pues lo que quiero decir es que tal vez alguien esté a punto de dar un paso en falso —replicó por fin.

—¿Alguien, en Harmony Hall? ¿Relacionado con el crimen?

—Sí. No con palabras, sino con hechos.

—¿Es alguien que conozco? ¿Lo he visto alguna vez?

—Si contestara a tu pregunta, equivaldría a revelarte mi secreto.

Charlotte dejó escapar un suspiro y movió la cabeza hacia uno y otro lado.

—Eres el tío más poco amable del mundo, y no sé por qué te soporto.

—Tampoco me lo explico yo, querida; pero te agradecería poder contar con tu colaboración mañana por la mañana.

—¿Qué quieres que haga?

—Pues, simplemente, que conduzcas el auto, porque tengo que ir a varios lugares.

—¿Peligrosos?

—Si, y mucho. Uno de ellos está, quizás, en la calle más peligrosa del mundo.

—¿Cómo se llama?

—Harley Street.

Charlotte se enderezó bruscamente.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien de salud?

—Ya lo creo.

—Gracias a Dios —repuso Charlotte con voz suave, como si en verdad sintiera lo que decía.

Luego se puso de pie y se acercó a su tío, para estamparle un ligero beso sobre la frente.

—A veces desearía que fueses un bebé, para poder arroparte y meterte en la cama, y asegurarme de que no te enredas en alguna diablura.

—En un futuro muy próximo, sin duda —observó Mr. Green con un suspiro—, me será posible complacerte. No pasará mucho antes de que comience a evidenciar los primeros signos de decadencia senil.

No obstante, a la mañana siguiente Mr. Green parecía tan joven y vigoroso como en sus mejores épocas. Se levantó a las ocho de la mañana y se contentó con tomar solamente dos tazas de té sin azúcar y un vaso de zumo de naranja, por todo desayuno. A las nueve, se encerró en su despacho, donde permaneció por espacio de dos horas, inclinado sobre un enorme papel de dibujo que ocupaba gran parte de su escritorio. Cualquiera que le hubiera observado y no conociese la naturaleza de sus actividades, habría llegado a la conclusión de que era algún estratega aficionado, que estudiaba el desarrollo de una batalla, ya que tenía a su lado un montón de banderas que representaban cada una a un personaje diferente. Movía las banderas por el papel como si fuesen batallones de tropas. Había una en particular que cambiaba de posición con mayor frecuencia que las demás, una banderita pequeña y negra. Cuando Charlotte penetró en la habitación para buscarlo, le encontró sumido en profundas meditaciones, con la vista clavada en el papel que tenía ante sí.

—Son las once, querido. Es hora de ir a Harley Street.

Mr. Green buscó su abrigo. Durante el camino, se mantuvo silencioso. Pidió a su sobrina que le condujese hasta el número 41 A, un edificio alto, de ladrillo colorado, cuya puerta ostentaba la chapa de un distinguido especialista. Cuando salió, al cabo de diez minutos escasos, su expresión no decía nada.

—¿Sería mucho pedirte que me lleves hasta Willowgreen?

—¿Acaso no es allí donde enterraron a sir Owen?

—Sí.

—¿Por qué quieres ir?

—Francamente, no lo sé. Si tratara de expresar lo que siento —añadió, al advertir la expresión exasperada aunque afectiva de su sobrina—, me acusarías de ser un vanidoso y de dar mayor valor a mi imaginación que a los hechos en sí. Se trata tan sólo de una cuestión de sugerencias, ecos y vibraciones.

—¿Que te llegan de ultratumba?

—Si te fuera a responder afirmativamente dirías que me he metido en terreno espiritista; por eso, prefiero no decirte nada, excepto que quiero que me prestes tu mapa de carreteras.

—Pero, querido, suponía que eras incapaz de interpretar un mapa.

—Sin embargo, en un caso de emergencia, creo que seré capaz de entenderlo a la perfección.

—¿Es éste un caso de emergencia? —le preguntó Charlotte, entregándoselo.

Mr. Green pareció no oírla. Estaba inclinado sobre el mapa, dedicado a estudiar la ruta que iba desde Londres hasta Willowgreen, como si ese detalle fuese de importancia vital.

De cuando en cuando, hacía una anotación al margen.

«Sugerencias, ecos y vibraciones». Charlotte recordó la frase de su tío, al contemplarlo junto a la tumba, en aquel pequeño camposanto, dos horas más tarde. La escena era de profunda desolación. Caía una ligera llovizna, que parecía empañar el blanco y amarillo de las coronas, para volverlas de color gris pálido. De todos los objetos del mundo, una corona marchita sobre una tumba desierta es, sin duda, lo más melancólico que puede haber, y Charlotte no pudo evitar las lágrimas.

Mr. Green, no obstante, permanecía impasible. Sólo pestañeaba a intervalos más o menos largos, y Charlotte le conocía lo suficientemente bien como para no molestarle cuando parpadeaba. Sin embargo, su pestañeo era leve, lo que indicaba un ínfimo incremento de su normal actividad cerebral. Súbitamente, el parpadeo se aceleró, y Mr. Green dio un paso hacia adelante, para levantar una de las coronas, que contenía un humilde ramo de crisantemos blancos, atados con una cinta negra. Mantuvo esta última muy próxima a sus ojos, para estudiar la inscripción que contenía. Era apenas legible, ya que la lluvia había emborronado las letras, pero, aparentemente, su análisis le satisfizo, pues asintió con la cabeza repetidas veces. Por fin, se agachó y volvió a colocar la corona en su sitio, con gran suavidad. Charlotte la contempló fascinada. Allí estaba, en el centro de las demás flores, con su cinta negra, agitada por el viento gélido. ¿Qué le recordaba? La banderita negra que su tío había colocado en el centro de su tabla de sospechosos.

Mr. Green se enderezó.

—Ahora, querida —le dijo—, si eres tan amable, ¿me haces el favor de conducirme hasta Harmony Hall?

En el camino de regreso, apenas si cambiaron una palabra. Al llegar a su destino, Mr. Green no invitó a su sobrina a pasar.

—La sopa de repollo no es un régimen muy adecuado para una joven llena de salud como tú —le dijo con un guiño—, y por otra parte, ya te he entretenido demasiado y ha pasado la hora de tu almuerzo. Cuando regrese a casa, te compensaré ampliamente por las molestias que te ocasiono.

—Cuando regreses —repitió la joven, mientras le apretaba afectuosamente la mano—. ¡Si supieras cómo me desagrada tener que dejarte aquí!

Mr. Green levantó la vista para contemplar la fachada del edificio. Ciertamente, en ese clima, la apariencia que presentaba no era muy alentadora. No obstante, ése no era momento de dejarse llevar por sus deseos. Le envió un beso con la mano, y subió paso a paso los escalones de acceso.

Entretanto, Waller también había estado muy ocupado. A diferencia de Mr. Green, no empleaba mapas simbólicos durante el curso de sus investigaciones, y su boca honesta se hubiera curvado con desdén, ante la simple mención de «sugerencias, ecos y vibraciones». Prefería poner en práctica sistemas más materialistas y utilizar medios más concretos de comunicación, tales como el teléfono, así como el examen de la vasta biblioteca criminal con que contaba el Yard.

Los clientes de Harmony Hall se hubieran mostrado muy sorprendidos de haberse enterado del minucioso escrutinio a que se hallaban sometidas sus vidas privadas, en ese momento. No es necesario decir que, en un establecimiento tan respetable, la mayoría salió incólume, si bien hubo algunas excepciones de importancia, como por ejemplo, la joven y dinámica actriz australiana, Kay Dawn, que se lo habría pensado dos veces, antes de decidir su viaje a Inglaterra, de haber tenido conocimiento de antemano de los telegramas que se cruzaban entre Londres y Sidney acerca de su pequeño teatro progresista, estratégicamente situado en el barrio más peligroso del puerto. Quizás habría considerado más acertado tomar un avión que la condujera a Moscú, como en otras ocasiones anteriores. La vida privada de lady Kendall reveló algunos aspectos curiosos acerca de un turbulento grupo de Mayfair… que serían investigados detalladamente en el momento oportuno. En cuanto a la corpulenta y vulgar pareja de los Johnson, se hubiesen sentido un tanto turbados, al descubrir que después de tantos años, alguien volvía a remover las cenizas de su pasado. Quizás habrían decidido, finalmente, que lo mejor sería unirse de forma legal.

Hasta la vida de la insignificante Susan Frost, defensora de los animales, y adicta a la televisión, reveló un secreto. Para todos y bajo cualquier aspecto, su existencia era un libro abierto; no obstante, su verdadero nombre resultó ser Susannah Finklestein. Sin embargo, ese detalle no podía, en ninguna forma, complicarla en el asesinato de sir Owen Kent.

Waller arrojó la pluma sobre el escritorio y echó una ojeada a su reloj. Eran las dos de la tarde y aún no había almorzado, pero no tenía apetito. Había algo en la atmósfera de Harmony Hall que hacía que uno se olvidara de comer. Dio unos pasos hacia la ventana y decidió salir a dar un paseo con el fin de despejar sus ideas. Fue entonces cuando vio que el automóvil rojo de Charlotte se aproximaba y Mr. Green descendía frente a la puerta principal.

Retrocedió instintivamente. ¿A qué se habría dedicado ese viejo sabueso durante las últimas veinticuatro horas? ¿Tendría alguna novedad? ¿Y qué había descubierto él mismo durante ese lapso?

Lo mejor era salir como había planeado. Tenía la sensación de que se vería obligado a estar con Mr. Green muchas de las veinticuatro horas siguientes, y eso significaba que debía tratar de tener la mente despejada y alerta.

Se dirigió hacia el piso superior para buscar su abrigo. Súbitamente, el ritmo de Harmony Hall que, hasta ese momento, se había mantenido estático, entró en un periodo de aceleración.

Al doblar por el corredor, en la parte alta de la escalera, estuvo a punto de chocar con alguien que venía en dirección opuesta. El corredor estaba a oscuras, y tuvo la sensación de que lo habían envuelto en una frazada. Oyó un golpe seco, y un juramento en voz baja. Levantó la vista y vio que se trataba de Maisie Kent, que se hallaba apoyada contra la pared, con un montón de ropas a sus pies.

—¿Qué demonios…? —comenzó la mujer, para luego terminar con una carcajada. Tenía la voz pastosa y los ojos sospechosamente brillantes, a la vez que su aliento olía fuertemente a whisky.

—¡Conque era usted! —agregó—. No sé si no le demandaré por tratar de violarme —concluyó, al tiempo que casi perdía el equilibrio, en un intento por levantar las ropas esparcidas por el suelo.

—Permítame, señorita —le dijo Waller, mientras se agachaba para ayudarla.

—Muchas gracias. Me mareo cuando me inclino —explicó, apoyándose nuevamente contra la pared, y contemplándole con una expresión tonta, mientras el inspector recogía las ropas—. Eran todos vestidos de noche, y Waller reparó, con desagrado, que la mayoría estaban llenos de manchas.

—Todas mis preciosidades —murmuró—; me disponía a llevarlas a las habitaciones de mi hermano. ¿Tiene algo que objetar?

—¿Yo? Por supuesto que no, señorita. Permítame ayudarla —agregó, una vez que se hubo enderezado.

—Es usted muy amable —señaló ella, en tanto caminaba con cierta dificultad a su lado—. No veo por qué debo seguir ocupando una habitación de las destinadas al servicio, cuando los mejores salones de la casa están vacíos. Por otra parte, necesito ese apartamento para la conferencia de mañana.

—¿Conferencia?

—¿Acaso no lo sabía? Mañana es el gran día… cuando se procederá a abrir el testamento. Vendrá el viejo sir Simón Crow, para dar lectura al mismo, en persona. No comprendo qué motivos tiene para insistir en tanta palabrería, cuando todos sabemos con exactitud qué es lo que dice. Supongo que con eso pretenderá ganarse unas guineas. Bueno, yo no me opongo a que venga; hay bastante en las arcas para contentar a todos.

Maisie abrió la ventana. Las persianas estaban a medio cerrar y las ventanas no se habían abierto. La habitación tenía un olor fétido y húmedo.

—¡Uf! —exclamó—, ¡apesta!

Se encaminó hacia la ventana y la empujó suavemente.

—Vamos, sea bueno —le dijo a Waller—, deje esa ropa por ahí y venga a ayudarme con esto.

Waller colocó las ropas sobre una silla y se dirigió hacia la ventana. El aire fresco penetró como una ráfaga purificadora, y agitó el pelo enmarañado y mal teñido de miss Kent. El inspector la contempló con ojos semicerrados.

«¡Qué desastre de mujer! —pensó para sí, no sin cierta conmiseración—. No tiene a nadie en el mundo y apenas si puede sostenerse en pie, perdida, preocupada y desconcertada».

En ese momento Waller reparó en sus ojos. Podían estar vidriosos, pero ciertamente, no evidenciaban desconcierto. Tenían una expresión extraña y casi demente de concentración. Estaban fijos en un armario empotrado que había en un rincón de la habitación.

—¡Sus ropas! —exclamó la mujer, dando un paso hacia adelante—. Debo deshacerme de sus ropas.

Waller la contempló fascinado. ¿Qué significaba aquella súbita decisión?

Maisie volvió a dar otro paso hacia adelante y se tambaleó junto a la puerta corredera. Al descorrerla, quedaron al descubierto una serie de trajes de corte elegante cuidadosamente dispuestos en sus perchas. A Waller le parecieron otros tantos cadáveres que pendían del cuello.

—No puedo tener sus ropas aquí —murmuró ella, mientras las observaba, sin dejar de tambalearse—. No sería correcto. ¿Qué puedo hacer?

Se volvió hacia Waller, para repetir la pregunta.

—¿Qué puedo hacer con ellas, inspector?

Al hablar se aferró a una chaqueta smoking de terciopelo castaño, con el fin de mantenerse firme.

—Podría usted regalarlas, señorita.

—¿A quién? —le preguntó, a la vez que trataba de disimular su hipo—. Son ropas muy elegantes —añadió mientras acariciaba la solapa de la chaqueta—. Debo admitir que siempre fue un hombre impecable, ¡maldita sea! —concluyó, para luego morderse los labios. No había sido su intención poner sus sentimientos al descubierto.

—Quizás quiera usted llevársela —comentó.

—De poco me servirían, señorita.

Maisie asintió con la cabeza.

—Tal vez tenga razón —afirmó y luego frunció el entrecejo en un esfuerzo por obligar a su mente embotada a funcionar equilibradamente.

—¡Ya sé! —exclamó, a la vez que palmoteaba—. Se las regalaré a Button.

—¿No le parece que le quedarán un poco grandes? —sugirió Waller, arqueando las cejas.

—¡Por Dios, hombre, no pretendo que las use! Nuestro Button jamás sería capaz de tal presunción. ¿No comprende que mi hermano era su dios? Owen constituía para él una verdadera religión, y uno no se pone las ropas de su propio dios, porque tal proceder sería sacrílego, ¿no lo cree usted así?

—Supongo que sí, señorita. ¿Entonces por qué quiere dárselas a él?

—Para su museo.

—¿Museo?

—Por supuesto; el museo Button, en memoria del fallecido sir Owen Kent. Cerrado al público. Abierto únicamente para… —su voz se perdió en palabras ininteligibles, y su boca se abrió en un bostezo. Tenía los ojos entrecerrados. Por fin los abrió y miró a Waller, sonriente—. ¿Qué estaba diciendo? —preguntó.

—Se refería usted a Button y su museo.

—¡Oh!, eso —exclamó con un ademán impaciente, para luego golpear una de las levitas—, no eran más que tonterías. Estaba pensando en esta habitación. Parece un mausoleo. Llena de recuerdos del fallecido sir Owen Kent. Me hace estremecer de terror y me recuerda a aquel perro que coleccionaba huesos durante toda su vida, no para sí mismo sino para su amo; no los entierra, sino que permanece junto a ellos en guardia, y a mí no me gustan los hombres que se comportan como perros. Me gusta que los hombres sean… hombres.

Se tambaleó en un intento por acercársele, y Waller tuvo la sensación de que se proponía insinuársele. No obstante, su movimiento fue fugaz, el impulso automático de una mujer sensual que se halla bajo los efectos del alcohol. Un minuto después, lo había olvidado.

—¡Al diablo con Button! —murmuró—. Ayúdeme a colgar mis ropas.

Waller regresó junto al sillón donde había dejado los vestidos de noche y se los fue dando uno a uno. Maisie los dispuso de cualquier manera, y aquellas sedas bordadas y costosas, en pésimas condiciones de higiene, quedaron junto a las telas de lana y austeros paños de su hermano. Todo esto le resultaba al inspector profundamente macabro y comenzó a sentirse indispuesto. Se alegró cuando dieron por terminada la tarea y pudo marcharse. Miss Kent permaneció con la espalda vuelta hacia él y no se molestó siquiera en responder a su saludo de despedida.

Una vez bajo el aire puro, la imagen de Button surgió en su mente. Era una imagen limpia y honesta y eso era mucho más de lo que podía decirse de los demás integrantes de esa galería de cuadros. Maisie había dicho que no le agradaba que los hombres se condujeran como perros. A riesgo de parecer sentimental, Waller se aventuró a manifestarse en desacuerdo con ella. Si los hombres fuesen un poco más parecidos a los perros… pero esas reflexiones sólo conseguirían enredar el caso aún más. Se estremeció al pensar en las variaciones que sería capaz de imaginar Paul Stole sobre el tema si llegase a sus manos.

El aire fresco le reanimó y consoló. Se acordó de Mr. Green, pero ahora se sentía capaz de charlar con él. Había logrado despejar su mente y decidió regresar a casa.

Una vez más, el ritmo de Harmony Hall se aceleró.