11
Mr. Green comienza a parpadear

Regresaron a Richmond a toda velocidad. Bates conocía el sudoeste de Londres como la palma de su mano y llegaron a Harmony Hall en menos de media hora.

—Debo confesar que eres un verdadero mago para encontrar atajos —admitió Waller, al bajar del automóvil—. Yo me hubiese perdido en ese laberinto zigzagueante —añadió con una súbita carcajada.

—No veo el chiste, señor.

—No lo entenderías.

El inspector se reía porque desde el descubrimiento de la letra defectuosa, usaba más zetas que de costumbre.

Mr. Green había comentado que se trataba de una letra muy poco empleada en el lenguaje común. Le habría gustado discutir el punto con él, más a fondo.

Se detuvo frente a la puerta de entrada. Tenía lo que había ido a buscar; pero ¿de qué le servía? Se volvió hacia Bates y le dijo que guardara el coche. Necesitaba unos minutos para poner en orden sus ideas.

Caminó a lo largo del sendero, en dirección al bosquecillo de pinos que bordeaban el montículo de abono, y pisaba con fuerza la grava helada, para calentar sus pies.

Sí; había conseguido lo que quería. ¿Y qué? Este nuevo dato, la certeza de que la carta había sido escrita en la máquina de miss Delamere, parecía muy importante, desde un punto de vista puramente superficial, pero si se comenzaba a profundizarlo y desmenuzarlo, ¿adónde le llevaba?

¿Cómo podía incriminarla? De todos modos, la carta no contenía ninguna amenaza, sino simplemente una advertencia.

Su frente se surcó de arrugas y se detuvo un instante. Quizás la joven había querido advertir a sir Owen de que alguien pensaba atentar contra su vida. Tal vez supiese más de lo que había confesado, y había decidido por una u otra causa ponerlo en guardia. Pero ¿en guardia contra quién? Evidentemente no podía ser en contra de sí misma. Por lo menos, después del asunto de la letra z, existía la posibilidad, o mejor dicho la probabilidad, de que ella hubiese escrito la carta.

Lógicamente, ésa debía ser su primera línea de ataque.

La segunda era igualmente obvia. La única alternativa que podía tener miss Delamere era que alguna persona o personas desconocidas hubiesen tenido acceso al piso forzando probablemente la entrada. ¿Acaso había sido negligente al aceptar la descripción de Hyde Park Gardens como una fortaleza?

Permaneció allí, bajo los pinos, recostado contra el tronco de uno de los árboles. El viento cantaba una suave y dulce melodía a través de las ramas. Siempre le había gustado la canción del viento al atravesar el follaje de los pinos. Su vida había transcurrido entre ecos muy distintos: voces alteradas, la sirena de los automóviles patrulleros al abrirse paso por entre sórdidas callejuelas de la ciudad, el sonido corto y ronco de un disparo en la oscuridad… el punto final de la historia de un alma humana. Se encontraba mucho mejor bajo los pinos.

Pero tenía mucho trabajo por hacer. Podían permitirse estas reflexiones únicamente aquellos que contaban con una renta mensual fija. Para ellos eran los pensamientos más dulces que han dominado al mundo.

Súbitamente, levantó la vista. A través de una brecha abierta entre las ramas, había advertido la figura de Garth. Tenía la espalda vuelta hacia él, y enviaba con la mano un beso a alguien. Luego giró sobre sus tacones, y se marchó con paso rápido, en dirección a la casa. No estaba lo suficientemente cerca de Waller, como para que este último pudiese reparar en la expresión de su rostro, pero, al correr, extrajo un pañuelo de su bolsillo y se frotó con él los labios, con firmeza. Waller no tuvo dificultad en interpretar el ademán. Un hombre con el físico de Garth debía tener que usar un pañuelo después de un encuentro con una dama, muy a menudo.

—Pero ¿quién sería la mujer?

Como si quisiese responder a su mudo interrogante, apareció miss Delamere.

Era una figura esbelta, vestida de negro, que parecía salir de la neblina del valle. Todos los colores del paisaje eran tristes: el vestido negro, la niebla gris, el brillo oscuro del sol invernal. No obstante, pareció que en ese momento, y a pesar de hallarse a cierta distancia de él, ella era un símbolo de alegría y juventud, como una mujer enamorada.

Se volvió rápidamente. Deseaba tener más tiempo para poner en orden sus pensamientos. Se sentía como si sólo tuviese brazos y piernas, allí, de pie, sin hacer nada. Impulsivamente, extrajo su libreta de bolsillo y comenzó a hojearla, cuando oyó una voz a sus espaldas.

—Buenos días, míster Waller.

—Buenos días, miss Delamere —replicó el inspector con fingida sorpresa.

—Le creía eh Londres.

—Acabo de regresar, señorita.

—¿Encontró lo que buscaba?

—Sí, señorita.

—Supongo que no sería muy correcto por mi parte el preguntarle de qué se trataba.

—No es que sea impropio, señorita; pero si se lo dijera no le serviría de nada.

—Comprendo; pero como yo quiero colaborar con ustedes…

—Pues en ese caso, hay una o dos preguntas que…

—¿No le parece que ya me han interrogado bastante? —le interrumpió la joven, con un tono que no evidenciaba resentimiento, sino simplemente fatiga.

—Sería más bien una recapitulación de los hechos.

El inspector se movió hábilmente para cambiar de posición, de manera que la luz anaranjada del crepúsculo brillara de lleno sobre el rostro de la joven. Echó una rápida ojeada a su boca y advirtió que el labio superior tenía la pintura corrida, cosa extraña en una mujer habitualmente de apariencia impecable. Levantó la vista hacia los árboles y habló como si estuviera dando expresión a sus pensamientos en voz alta.

—Quisiera aclarar dos puntos, señorita. Esa carta, la primera donde advertían a sir Owen de su próxima muerte, la que desapareció.

—¿Sí?

—¿Está segura de haberme dicho todo lo que sabe al respecto?

—Por supuesto.

—¿No tiene la menor idea de quién puede haberla escrito?

—¿Cómo podría tenerla?

—¿No encontró nada extraño en la impresión de las letras?

Al hacerle esta última pregunta, Waller la miró especulativamente, pero la joven no reveló ninguna emoción, excepto perplejidad.

—¿Extraño? —repitió—. ¿Qué quiere decir con eso? Me pareció una impresión perfectamente normal y corriente.

—¿No encontró en ella nada que le hiciera suponer que había sido escrita por un aficionado? ¿Algo que le pareciese… irregular?

—No —replicó la joven—. Estaba demasiado preocupada por el contenido de la misma como para prestar atención al tipo de letra que tenía.

—Comprendo —comentó el inspector, para luego fijar la vista en las ramas de los árboles—. Pasemos al otro punto. ¿Está usted segura de que nadie más que ustedes dos tenían acceso al sótano en Hyde Park Gardens?

—; Francamente1 —exclamó miss Delamere con impaciencia en su voz—. Le he dicho más de cien veces…

—No pueden haber sido cien, señorita —la interrumpió Waller—, sino sólo una.

—Lo lamento, pero este asunto parece haberse prolongado durante semanas y semanas sin fin. Bueno —añadió, haciendo un esfuerzo por dominar sus nervios—, estoy segura de ello. Nadie podía entrar y tengo la plena certeza de que jamás cruzó nadie su umbral. Usted mismo debe haber comprobado que nuestro piso era como una fortaleza.

—Recuerdo que usted utilizó esa misma expresión en una oportunidad anterior.

—Es la verdad.

—No obstante, se me acaba de ocurrir que en alguna ocasión, sir Owen pudo haber enfermado. Quizás se vieron obligados a llamar a un médico. Supongo que le habrían dejado entrar.

—Mi querido míster Waller —replicó la joven con una carcajada de desdén—, ¿no le parece que su sugerencia es un tanto absurda? No éramos obcecados. Lógicamente, le franquearíamos la entrada a un médico, pero jamás tuvimos necesidad de ello.

—¿Y nunca le visitó por ejemplo un barbero o una manicura?

—Jamás.

—¿O un osteópata… o una persona como míster Garth? —inquirió Waller con tono casual, y al hablar, fingió dejar caer su cigarrillo. No la miró a la cara, pero al inclinarse para levantarlo pudo observar claramente el movimiento de sus manos. Miss Delamere las tenía firmemente entrelazadas.

«No debo espantar a la presa», murmuró para consigo mismo, al enderezarse. Pero la joven conservaba una expresión impasible.

—¿Míster Garth? —repitió la interpelada—. ¿Y por qué motivo iba él a visitarnos?

—Sólo pensé que como él era quien atendía a sir Owen aquí…

—Me temo que sigue usted una pista equivocada.

—Así parece —concordó Waller, con un suspiro, al tiempo que se rascaba la cabeza—. Todo esto es muy misterioso, ¿no le parece, señorita?

—Jamás he dicho que no lo fuese. Si se molesta en releer las notas de su libreta que se refieren a mi declaración original, podrá comprobar que insistí repetidas veces en el misterio que rodeaba la muerte de sir Owen, aparentemente en contra mía —concluyó con voz fría y despreciativa.

—Pues yo no diría eso, señorita. Nunca puede considerarse que el decir la verdad perjudique.

—Yo he dicho la verdad, y sólo la verdad —afirmó miss Delamere, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y miraba al inspector directamente a los ojos.

Waller sonrió con lentitud, para luego consultar las anotaciones de su libreta.

—¿No se olvidó de nada, señorita?

—¿Cómo dice?

—Generalmente es la verdad, toda la verdad y nada más que la…

Antes de que Waller pudiera terminar la frase, la joven había girado sobre sus tacones y se alejaba con paso rápido.

El inspector permaneció allí unos minutos más, concentrado en sus reflexiones. Se preguntaba si habría estropeado la entrevista. No había aclarado nada con ella, pero no alcanzaba a comprender en qué radicaba su error. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. No era aún la una de la tarde. Parecía que la mañana avanzaba penosamente.

Recordó que Mr. Green debía hallarse esperándole para conocer el resultado de su visita a Hyde Park Gardens. Lo mejor que podía hacer era buscarle y comunicarle las novedades.

Mr. Green estaba en su salita, sentado frente a un plato de zanahorias cortadas en rodajas, una taza de yogur y un vaso de zumo de naranja. Su expresión era la de un mártir. El aspecto que presentaba era tan lamentable que, por un instante, Waller olvidó sus problemas y prorrumpió en sonoras carcajadas.

—No irás a decirme que todavía comes esas porquerías.

—¿Y por qué no? —replicó el anciano, luego de beber un sorbo de zumo de naranja.

—¡Por Dios!, cuando se tiene por delante un caso como éste, creo que lo indicado sería que buscaras algo con que alimentar tu materia gris.

—¿Un caso como éste? —repitió Mr. Green, con desdén—. Por lo que a mí respecta, no tengo ningún caso que investigar. Simplemente me encuentro aquí como paciente. Por otra parte, mi materia gris, como tú la llamas, es muy capaz de funcionar sin una dosis excesiva de almidones —agregó, si bien no pudo continuar en el mismo tono sentencioso—. Te confieso —observó, después de levantar la vista y sonreír a su colega— que a veces me siento dispuesto a cometer casi cualquier crimen, por un filet mignon.

Un guiño iluminó sus ojillos, luego se llevó los dedos a los labios y abrió el cajón que tenía frente a sí. Extrajo de él una lata de galletitas digestivas y tomó una de ellas, que luego partió en dos y comenzó a devorar con verdadero éxtasis.

—¡Ah, viejo hipócrita! —gruñó Waller.

—Que conste que no soy yo quien las pidió —protestó Mr. Green—, Charlotte se las ha ingeniado para introducirlas de contrabando, y si no me como algunas, se sentirá defraudada.

Comió el último pedazo de galletita, se limpió los dedos y cerró el cajón.

Ahora… cuéntame las novedades.

Waller le informó de su visita a Hyde Park Gardens, y el descubrimiento de la letra defectuosa. También se refirió a su encuentro con miss Delamere en el bosque. Estuvo a punto de hablarle de Garth y la reacción de la joven cuando mencionó su nombre, pero finalmente decidió guardar el secreto. Era preferible reservar algo para si en caso de que su colega se mostrara demasiado arrogante.

Mr. Green le escuchó atentamente y sólo se mojaba de cuando en cuando la punta del dedo, para recoger alguna miga en la que no había reparado anteriormente.

—Resumiendo —concluyó Waller—, miss Delamere se muestra totalmente decidida a no cooperar con nosotros.

—¿Por totalmente quieres decir activamente? ¿Acaso tienes la impresión de que omite deliberadamente el confiarte algún dato informativo de valor, o simplemente que no tiene nada que decir?

¡Demonios! Debe de saber algo —observó el inspector, a la vez que se rascaba la cabeza—. Lo malo es que después de mi última conversación con ella, su actitud hacia nosotros se volverá mucho más hostil, ¿por qué no le hablas tú?

Mr. Green pareció vacilar.

—Ella parece confiar en ti. Después de todo fue sir Owen quien contrató tus servicios.

—Si crees que puedo serte útil en algo…

—De lo contrario no te lo pediría —replicó Waller secamente, si bien su mirada en cerraba un ruego.

—De acuerdo.

Mr. Green levantó el receptor del teléfono.

—Comuníqueme con la habitación de miss Delamere, por favor.

Cinco minutos después el detective llamaba a la puerta de la estancia que ocupaba la joven.

Waller no se había equivocado al afirmar que la actitud de miss Delamere se volvería hostil. Cuando abrió la puerta Mr. Green, tenía las mejillas encendidas y los ojos chispeantes de ira.

—Si usted hubiese sido míster Waller —exclamó—, ningún poder de la tierra habría conseguido obligarme a dejarle entrar. ¿Qué ocurre, míster Mr. Green? —le preguntó indicándole una silla para que tomara asiento—. ¿Qué se supone que he hecho? ¿Por qué me persiguen incesantemente?

—¿Perseguirla? —inquirió Mr. Green arqueando las cejas.

—Quizás ese término es demasiado fuerte, pero Waller insiste en interrogarme como si creyese que no le he dicho todo lo que sé.

—Supongo que lleva la investigación como mejor le parece.

—Pero es que yo ya se lo he dicho todo. A usted le consta. ¿No fui yo acaso la que al comienzo de este horrible asunto señaló que era la única persona que podía haber enviado los mensajes y robado la carta, y todo lo demás? ¿No insistí en ello?

—Así es, ciertamente.

—Entonces, ¿por qué…?

Dejó la frase inconclusa, pero extendió las manos en un ademán desesperado de súplica.

Estaba más hermosa que nunca. Mr. Green comenzó a parpadear. Trató de hacer un esfuerzo para dominar sus nervios. Debía mantener la mente alerta.

—Supongamos que se sienta usted —le dijo con voz suave—, y me permite hacerle unas cuantas preguntas. Tal vez algunas de ellas le parezcan fuera de lugar, pero debe creerme cuando le digo que no es así.

Miss Delamere trató de prodigarle una sonrisa y se dejó caer en una silla.

—No puedo ni siquiera imaginar que usted se refiera a cosas que no tengan nada que ver con el crimen.

—Eso demuestra que no me conoce muy bien.

En ese momento le hubiera gustado hacer referencia a un epigrama sobre la pertinencia vital de aquello que no viene al caso, pero supo resistir a la tentación.

—Primero, permítame preguntarle si era usted quien se ocupaba de pasar a máquina todas las cartas de sir Owen.

¡Otra vez con esa condenada máquina de escribir! —exclamó la joven, con el entrecejo fruncido—. No comprendo qué tiene que ver con lo ocurrido.

—No pretendo que comprenda; sólo ruego que me conteste.

La joven se mordió el labio inferior.

—Perdóneme —le dijo—. Estoy demasiado excitada. Sí era yo quien escribía a máquina todas sus cartas, me refiero a las personales. Las cartas comerciales se pasaban en la oficina.

—Supongo que guardará usted las copias.

—Por extraño que le parezca, no, a menos que se tratase de una carta de importancia excepcional. Sir Owen tenía verdadero horror por lo que llamaba acumular papeles en un desorden descomunal.

—Comprendo. ¿Quiere decir entonces que no hay ninguna constancia de esas cartas personales?

—Sólo en mi libreta taquigráfica.

—¿Podría verla alguna vez?

—Sí, ahora mismo si lo desea. Aquí está.

La joven abrió un cajón y Mr. Green tomó el libro que le entregaba e hizo correr sus hojas.

—Me temo que no sé leer estas versiones taquigráficas. ¿Podría traducírmelas?

—Por supuesto —contestó ella, sentándose a su lado—. Éstas son las últimas cartas que tomé, y me las dictó aquí, en su apartamento. Y aquí…

—No me interesan —la interrumpió Mr. Green—; pero me gustaría ver las últimas que le dictó en Londres.

—Déjeme ver —exclamó miss Delamere, al tiempo que volvía las páginas hacia atrás—. No hubo ninguna carta el lunes, ni tampoco el día anterior. Jamás trabajábamos los domingos, pero me dictó algunas el sábado por la mañana.

—Léamelas, por favor, y si es posible hágalo pausadamente.

La joven comenzó a leer y de vez en cuando, daba mayor énfasis a una determinada palabra. Mr. Green la escuchaba atentamente. La primera iba dirigida a la secretaria de un club, y en ella se disculpaba por no asistir a una cena en honor de un famoso explorador. Al dar término a su lectura, Mr. Green no hizo ningún comentario. La siguiente era en res puesta a la pregunta que le hacía un amigo acerca de una inversión con fines especula ti vos. Nuevamente Mr. Green permaneció silencioso.

Pero al comenzar la tercera, el detective empezó a parpadear rápidamente. Estaba dirigida a un vivero que se especializaba en el cultivo de rododendros, y le adjuntaba una lista de arbustos, con los que pensaba llenar algunas brechas a lo largo del sendero que conducía a su casa de campo.

—La lista iba escrita en hoja aparte —señaló miss Delamere en un tono que no denunciaba ningún interés—. ¿Quiere oírla?

—Ciertamente.

Mr. Green habló con tanta ansiedad, que la joven levantó la vista, sorprendida. El detective parpadeaba violentamente.

Miss Delamere comenzó a leer. Cuando llegó a la mitad de la lista, Mr. Green se puso en pie.

—Gracias —le dijo—, es suficiente. El vivero Sunnyhill, Woking… ¿Cuál es la dirección?

La joven le contempló, asombrada.

—Sí, pero…

—Puedo estar allí dentro de una hora —observó, después de echar un vistazo a su reloj de pulsera—, ¿conoce usted al propietario?

—Sí, muy bien, pero…

—¿Sería usted tan amable de llamarle por teléfono y decirle que me suministre toda la información que le solicite?

—Por supuesto —replicó ella con creciente irritación—. Pero míster Mr. Green, simplemente no comprendo.

—Está bien, miss Delamere, la creo. Si por casualidad —agregó, con una mano en el picaporte—, el inspector Waller llegase a interrogarla sobre la naturaleza de nuestra conversación, dígale que hablamos sobre generalidades. Por ahora, es mejor que trabaje yo solo.

Con estas palabras, abandonó la habitación. Al salir al corredor, percibió el brillo de una chaqueta blanca que desaparecía, y al reconocer los anchos hombros de Garth, su rostro se ensombreció.

Pronto se despejó su expresión cuando, media hora más tarde, bien arropado para defenderse del frío, marchaba apresurada mente en dirección al vivero Sunnyhill en un coche alquilado. Eran pocas las ocasiones en las que Mr. Green podía combinar el placer con los negocios, y para él los arbustos en flor eran uno de los más grandes deleites de la existencia, aun en pleno invierno, con las nubes cargadas de nieve que se cernían amenazantes por el norte.