Cae el telón para indicar que transcurre un lapso de tres días.
Los dramaturgos utilizan habitualmente ese ardid, y el novelista puede hallar recursos mucho peores que éste. Por eso me propongo utilizarlo, a manera de préstamo.
Durante los tres días siguientes, la historia se detuvo. Era como si el espíritu de la Navidad, con una actitud amable, hubiese acallado el ladrido de los sabuesos, para imponer una pausa a las idas y venidas de aquellos que indagaban en los senderos de la muerte.
La investigación proseguía lentamente. Todos los crímenes obligan a la policía a moverse de un lado para otro, y en especial, cuando se trata del asesinato de un personaje importante. Es el típico va et vient de Scotland Yard, con las carreras de los abogados y las averiguaciones de los periodistas. Estos últimos molestaban a Waller más de lo acostumbrado. Gracias a los esfuerzos de Paul Stole, que se había encerrado en un mutismo de dignidad ofendida, la actitud del Evening Clarion hacia la policía era manifiestamente hostil. Transcribimos a continuación el reportaje qué publicó sobre las exequias de sir Owen Kent y que parecía haber sido redactado por el propio Stole.
CEREMONIA TRÁGICA EN UN CAMPOSANTO
Misterio de la mujer vestida de negro
por nuestro corresponsal especial.
A la sombra de los tejos gigantescos, bajo un cielo oscuro, cargado de lágrimas, fueron sepultados los restos mortales de sir Owen Kent, el multimillonario que murió víctima de una mano criminal desconocida, para su eterno descanso, en el pequeño camposanto de Willowgreen en Surrey.
Pocos fueron sus deudos, sencilla la ceremonia. No hubo pompas ni lujo, como hubiera correspondido a un príncipe del comercio al abandonar este mundo para internarse en el más allá. No hubo redoble de tambores, ni saludos de sombreros emplumados, ni música de gaitas, como homenaje solemne. Sólo se escuchaba el triste ulular del viento y el suave golpeteo de la lluvia al caer sobre la fosa abierta, donde sir Owen encontró descanso, junto a sus antepasados, y también sus fieles criados… ya que es tradición de la familia Kent que aquellos servidores que lo deseen sean enterrados con sus amos.
Entre los deudos, debemos destacar la presencia de miss Maisie Kent, hermana mayor del difunto, a quien recordarán nuestros más antiguos lectores como intrépida automovilista. La acompañaba su otra hermana, mistress Eastwood, cuyo esposo es el alma que dirige Harmony Hall, el establecimiento para curas naturalistas donde sir Owen encontró su fin. Hoy, su nombre tiene un eco irónico, ya que el destino ha dispuesto que Harmony Hall se convirtiera en el templo de la discordia y la muerte.
No obstante, el grupo de sencillos aldeanos, que se estremecían junto a las tumbas, reparó especialmente en una mujer que se mantenía apartada… una mujer vestida de luto, que permanecía, como una esfinge trágica, con la mirada perdida en el infinito. Es la madame X de la tragedia. ¿Quién era esa mujer de rasgos clásicos, rostro pálido y ojos oscuros? Puedo contestar a esa pregunta. Era miss Louise Delamere, quien, desde hace algunos años, gravitaba sobre la existencia de sir Owen, no sólo como su secretaria privada, sino como su más devota compañera, el fiel receptáculo de sus sueños y ambiciones. Si existe alguien que conozca los secretos que sir Owen se llevó consigo al otro mundo, ese alguien sólo puede ser miss Delamere.
Despedimos así a un hombre que, aunque tuviese sus debilidades y defectos, fue como aquellos pioneros que hicieron que nuestro país fuese temido por las demás naciones. Digamos entonces con el Gran Poeta:
Hombre en todo y por todo; tal lo juzgo.
Jamás veré quien a igualarte llegue.
¿Pero acaso debe la historia terminar aquí? Ése es el interrogante que se formulará el país, mientras espera ansiosamente a que la policía demuestre hallarse sobre la pista del hombre o mujer que asestó el golpe fatal. Es éste un crimen cometido en un salón lleno de gente, mientras se transmitía un aviso publicitario. En menos de una hora, llegaron algunos de los mejores expertos policías con los que cuenta Scotland Yard. ¿Tienen algo nuevo de que informarnos? No.
El país se está impacientando al recibir siempre la misma respuesta: «No hay nada que decir». Todos los días, en toda la nación, se producen crímenes. Cada vez son más audaces los asesinos, cada vez son más insolentes los métodos que ponen en práctica estos reyes del hampa. No obstante, la policía permanece inmóvil, aparentemente impotente, con los brazos cruzados. ¿Hasta cuándo vamos a tolerar esta situación?
La próxima semana, el Evening Clarion comenzará la publicación del primero de una serie de artículos titulados: «La verdad de Scotland Yard», que quizás despierte a la nación de su presente estado de complacencia. (En la página 7 publicamos un retrato de Louise Delamere, Madame X del último crimen misterioso).
Cuando hubo terminado de leer el artículo, Waller decidió que debía evitar a toda costa que Stole llevara adelante sus planes. De todas maneras, miss Delamere estaba incluida en la lista de sospechosos, si bien la eclipsaba un tanto miss Maisie Kent, y en vista de los acontecimientos descubiertos últimamente, el inspector no quería que ningún reportero entrometido le formulara preguntas que pudiesen ponerla en guardia.
La citó en su despacho, y la joven respondió a su llamada inmediatamente. Vestía de luto y daba la impresión de hallarse realmente apesadumbrada, si bien sobrellevaba su pena con dignidad. Pero jamás podría saberse a ciencia cierta qué era lo que pensaba.
—No la entretendré más de un par de minutos, señorita. Sólo necesito su cooperación.
Miss Delamere echó la cabeza hacia atrás y Waller creyó advertir en ella un repentino sentimiento de hostilidad.
—Creía habérsela prestado ya.
—Por supuesto, y no me cabe la menor duda de que continuará usted colaborando con nosotros. Todo lo que le pido es que se mantenga alejada de la prensa.
—¡Francamente! —exclamó la joven con visible enojo—. ¿Por qué me dice eso? No tengo ninguna conexión con la gente de prensa.
—Pues me alegro. Sin embargo… —se interrumpió para mostrarle el ejemplar del Evening Clarion que tenía sobre el escritorio.
Miss Delamere contempló su propia fotografía con los ojos muy abiertos.
—¿Dónde encontraron esto? —preguntó, con las mejillas encendidas.
—Los periodistas son capaces de todo.
—Es una foto espantosa. Me han hecho algo raro en el pelo —agregó, después de un análisis detenido.
A Waller le costó disimular una sonrisa. Aun en medio de un crimen y una muerte repentina, las mujeres no pueden olvidar la apariencia de su peinado.
—Pierre debe habérsela entregado.
—¿Quién es Pierre?
—El mayordomo de Hyde Park Gardens —repuso miss Delamere, apartando el periódico con desagrado—. Ahora que recuerdo, míster Waller, ¿tiene usted algo que objetar a que vaya a mi casa de vez en cuando?
—Por supuesto que no.
—Queda aún tanto por hacer, salarios que pagar y otros cien detalles más. Creo que sir Owen hubiera aprobado que yo me encargase de eso.
—De acuerdo. Y además —agregó Waller, mientras la examinaba muy de cerca—, ahora que hablamos de salarios, supongo que no habrá dificultad alguna en ese aspecto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó la joven con expresión perpleja.
—Me refiero a si hay fondos disponibles.
—Por supuesto. Sir Owen había abierto una cuenta a mi nombre, para que atendiera a los gastos de la casa. Actualmente, si no me equivoco, hay en ella un saldo de ochocientas libras. ¿Por qué me lo pregunta?
—Se ha corrido el rumor de que su posición económica no era tan sólida como se suponía.
—Se me hace muy difícil creerlo —replicó miss Delamere, con una corta carcajada.
—¿No tiene usted ninguna información concreta al respecto?
—¿Yo? No. Jamás me consultó sobre sus negocios. Aparte de… —se detuvo un instante— nuestras relaciones personales, yo era simplemente su secretaria social. De nada le hubiera servido en otras esferas.
—Comprendo. De ser ciertos esos rumores —añadió el inspector, en tanto la observaba directamente—, supongo que comprenderá que su propia posición, como beneficiaría en el testamento, se verá considerablemente afectada.
—Sí, supongo que sí; pero créame que no me interesa mayormente.
Waller tuvo la sensación de que era sincera en su información.
Miss Delamere hizo correr la silla hacia atrás.
—¿Tiene algo más que decirme? —le preguntó.
—No. Y gracias, señorita. Espero que se halle usted disponible, en caso de que necesitemos su presencia.
La joven repuso con un leve asentimiento de cabeza y se marchó.
Por un momento, Waller permaneció concentrado en sus pensamientos. Tenía la frente surcada de pequeñas arrugas. Jamás se había sentido tan impotente, incapaz de llegar a nada concreto. Si Mr. Green hubiera evidenciado un mayor espíritu de colaboración, tal vez las cosas hubiesen sido distintas, ya que aunque no necesitara su ayuda, los razonamientos de su colega siempre le habían resultado altamente estimulantes.
Sin embargo, Mr. Green parecía eludirle voluntariamente. Había pasado el día anterior en Londres, a pesar de las protestas de su sobrina Charlotte, quien le dijo que era una verdadera locura eso de deambular por la ciudad con el estómago vacío, en esa época del año.
¿Cuál era el siguiente paso a dar? Le resultaba verdaderamente humillante permanecer allí, en esa habitación, sin saber qué hacer, cuando tenía tanto por investigar, o, mejor dicho, cuando debería haber tanto por averiguar.
Súbitamente, se le ocurrió una idea. Quizás no fuese del todo absurdo bajar a la sala de televisión para proceder a la reconstrucción del crimen. En realidad, ya lo había hecho juntamente con el sargento Bates. Quería seguir los pasos de la víctima por la escalera y el corredor, detenerse junto a la báscula, y finalmente atravesar la puerta para sentarse en la silla fatal. En algunas ocasiones, este método le había resultado provechoso.
Waller salió de su despacho y cerró la puerta de golpe, pero no llegó a la sala de televisión, como era su propósito. Al acercarse al mostrador, donde se detuvo para pedir la llave, vio que Eastwood salía de su despacho apresuradamente, esgrimiendo una carta.
—Esto acaba de llegar para usted, inspector —le dijo.
Waller la tomó entre las manos. La carta iba dirigida con letras mayúsculas al INSPECTOR A CARGO DE LA INVESTIGACIÓN, HARMONY HALL, RICHMOND PARK.
El inspector observó a Eastwood con extrañeza. ¿Por qué tendría siempre ese aire de agitación reprimida? Cuando hablaba, uno tenía la impresión de que acababa de subir corriendo la escalera.
—¿Acaba de llegar, Eastwood? —inquirió Waller.
—Sí… es decir, hace medía hora. Pensaba entregársela yo mismo, pues supuse que podía ser de importancia.
Waller rompió el sobre con un cortaplumas. Una sola ojeada fue suficiente para saber su contenido. Volvió a mirar al director de Harmony Hall.
—Lo es, Eastwood, muy importante —confirmó con voz grave, luego cruzó el hall en dirección al teléfono y marcó el número de Mr. Green.
Cuando Waller entró en la habitación, encontró a Mr. Green recostado sobre un diván, ocupado en leer (por lo menos, por veinteava vez) las inmortales aventuras de Napp y Lucía, por E. F. Benson. El anciano consideraba estos libros como obras maestras de la literatura cómica, si bien estaban un tanto olvidadas por el público, y como muchos otros admiradores de su autor, poseía la curiosa facultad de descubrir a los luciáfilos por el simple giro de una frase o un tono de voz.
—Por fin te encuentro —gruñó.
—No tenía la menor idea de que me buscaras —replicó Mr. Green, enarcando las cejas y sin siquiera ponerse de pie.
—No me vengas con historias. Me has estado eludiendo deliberadamente.
Waller hizo una pausa. Deseaba ansiosamente preguntar a su colega si había progresado en sus investigaciones, pero prefirió abstenerse de ello.
Mr. Green no hizo ningún comentario al res pecto.
—¿Cómo andan las cosas? —le preguntó con tono suave—. ¿Estás satisfecho con el resultado obtenido?
—Sabes muy bien que no.
—¿Ah, sí? ¿Quedan aún varias incógnitas por despejar?
—Todo este asunto es un endemoniado lío pero acaba de ocurrir algo que quizás nos permita desenredarlo, si no lo empeora aún más.
Al decir esto, tendió la carta a su colega. Mr. Green estuvo a punto de tomarla, pero luego vaciló.
—No te preocupes por las impresiones digitales —señaló Waller, como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Tiene las mías, y las de Eastwood, y las del portero, y del cartero, y del empleado de correos en Richmond. Te aseguro que a veces me aburre esta cuestión de las huellas digitales. Te apuesto cien contra uno a que las únicas que no tiene son las de la persona que la escribió.
Mr. Green se ajustó las gafas y leyó:
Estimado sir Owen:
La presente es para confirmar la información que le hemos dado, no menos de seis veces, por teléfono, de que usted morirá entre el veintiuno y el veintinueve de diciembre próximo. Ésta es nuestra última advertencia. Recuerde que le quedan pocos días y muchas deudas que saldar y cuentas que ajustar.
Ésa es la verdad y a usted le consta. No trate de aferrarse a la vida. Ha zaherido usted a muchos y ha cobrado usted el último de sus brillantes premios.
Mr. Green levantó la vista, sorprendido.
Ya hemos visto esta carta anteriormente, o por lo menos yo la conozco. A ella me refería cuando te hablé del asunto. No puedo garantizarte con exactitud la totalidad de su texto, pero estoy seguro de que las últimas tres frases son idénticas.
—Así es. Tienes razón, y si vuelves la página comprenderás por qué.
Mr. Green dio vuelta a la hoja. En el dorso, habían escrito a máquina:
Éste es el original de la carta perdida, que quizás quiera usted incorporar a sus archivos.
—¡Pero esto es fantástico! —exclamó Mr. Green, con expresión más perpleja aún—. ¿Cuándo llegó?
—Esta mañana, según me ha informado Eastwood. Dime todo lo que recuerdes que sir Owen te confió acerca de ella —agregó, apoyándose en el alféizar de la ventana.
Mr. Green realizó un esfuerzo por ponerse en pie y comenzó a caminar por la habitación.
—A decir verdad —explicó—, no me dijo nada. Fue miss Delamere quien me informó de la carta, en su presencia. Insistió en hablar, porque, según sus propias palabras, se consideraba involucrada directamente en su desaparición.
—¿Qué fue exactamente lo que te dijo?
—Pues, simplemente, que al regresar una noche a su casa, encontró a sir Owen muy disgustado, a raíz de haberla recibido.
—Y luego se perdió.
—Sí, ya te lo dije antes.
—Así es —repuso Waller, asintiendo—; pero quiero recapitular los hechos. Sir Owen guardó la carta en un libro. Recuerdo que hasta me dijiste el título: Muerte a la luz de las estrellas.
El inspector contempló el paisaje a través de la ventana, con expresión sombría.
—Muerte a la luz de las estrellas —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Muerte a la luz de la luna. ¡Muerte bajo cualquier maldita luz!, pero aún sigo en la más absoluta oscuridad. ¿Acaso ves claro tú? —le preguntó a Mr. Green.
El detective había comenzado a parpadear. Tenía la cara muy próxima a la de su colega y abría y cerraba los ojos más rápido que de costumbre.
—Mi querido Waller —exclamó—, me parece que hemos pasado por alto algo muy importante.
—¿Qué dices?
—Permíteme explicártelo así —comenzó Mr. Green, dejando la carta sobre la mesa que tenía junto a sí—. Nos hemos dejado llevar por lo que podría denominar los elementos fantásticos del caso, hasta tal punto que corremos el peligro de olvidarnos de lo más obvio y natural. Estamos como aquel escritor de novelas policíacas que se preocupa tanto por crear situaciones donde el inspector ponga de manifiesto su genio deductivo, que omite hacerle realizar tareas de rutina, tales como la obtención de impresiones digitales, la toma de fotografías o… —señaló con un malicioso guiño.
—¿O qué?
—O la búsqueda de errores tipográficos en una escritura a máquina. ¿Tienes la lupa aquí? —añadió, volviendo a tomar la carta.
—Sí —contestó Waller, sacándosela del bolsillo.
—Muy bien. Entonces vuelve a examinar esto —le dijo, mientras le alcanzaba el papel—, mi vista no es la de antes, pero me parece que hay algo muy claramente perceptible en una de las letras. La z de la palabra zaherido.
—¡Por Dios, que tienes razón! —exclamó Waller con los ojos muy abiertos—. En algunas ocasiones te he tachado de viejo búho, pero lo cierto es que tienes una vista de halcón.
Mr. Green se limpió las gafas.
—Si están limpias son más útiles —comentó—. ¿Me permites leerla otra vez?
—Sí; no me cabe la menor duda. El trozo inferior de la letra está completamente borroso. Casi podría tomársela por el numeral 1 —comentó con el entrecejo fruncido—. Es curioso que solamente esa letra esté dañada. No obstante… por lo menos sabemos dónde estamos —concluyó, con un encogimiento de hombros.
—¿Tú crees? —le preguntó Waller, ceñudo—, ¿por qué no me dices algo más específico?
—Pues estamos en la oscuridad, mi querido amigo, completamente en la oscuridad.
—No necesitas repetírmelo. Nada tiene sentido —agregó, aspirando una profunda bocanada del humo de su cigarrillo—. Un hombre recibe una carta en la que se le amenaza de muerte. Se lo dice a su amante y a nadie más. La guarda en un lugar donde nadie puede encontrarla, excepto su amante, y luego el papel desaparece, y la mujer insiste públicamente y con urgencia, en que sola mente ella puede haberla cogido. Luego, el hombre muere asesinado, y después del crimen, la policía recibe la carta misteriosa, y sólo la mujer en cuestión pudo haberla encontrado. Por otra parte ella es la única que puede haberla echado al correo. Entonces…
Mr. Green volvió a encogerse de hombros.
—¡Demonios! ¿Qué quiere decir todo esto?
—Nos hemos formulado la misma pregunta otras veces, en circunstancias aún más extrañas —replicó Mr. Green con un suspiro.
—Sí, quizás tengas razón, pero por lo menos, ahora me obliga a tomar una determinación. Quiero hacer una investigación detallada en el apartamento de Hyde Park Gardens, y no tengo tiempo que perder.
Cuando Waller le pidió a miss Delamere las llaves del apartamento, ésta se las entregó sin vacilación alguna y cuando le dijo, después de la sugerencia de la joven de que podía acompañarle, que no había ninguna necesidad de ello, había respondido con una simple inclinación de cabeza. No le hizo preguntas y aceptó su decisión como un hecho natural. Waller reflexionó que si esa mujer tenía un secreto culpable que ocultar, era la cliente más fría e impasible que jamás había visto en su larga carrera policial.
—Espero que encuentre usted lo que busca —le dijo miss Delamere, mirándole directamente a los ojos.
—Lo mismo digo, señorita.
—No le hará falta ninguna otra llave. Siempre consideramos que después de cerrar la puerta principal, nos encontrábamos dentro de una fortaleza inexpugnable. Por ese motivo, no guardábamos nada bajo llave. Quizás hayamos procedido tontamente, pero ahora ya es demasiado tarde para tomar nuevas resoluciones —concluyó, encogiéndose de hombros.
—Gracias, señorita —exclamó Waller, y se marchó.
—Es un caso muy enredado, señor —observó Bates cuando se dirigían hacia Londres
—No necesitas decírmelo.
—¿Ha descubierto algo Mr. Green?
—No sé por qué supones que él puede averiguar algo que no sepamos nosotros.
—No sé, señor, pero es que eso ya nos ha ocurrido otras veces.
Waller emitió un sonoro gruñido.
—Si en algo te reconforta —le dijo—, entérate de que en el presente caso Mr. Green se encuentra sumido en la misma oscuridad que nosotros.
—Pues me alegro, señor.
—Bueno, deja de hablar y mantén la vista fija en la carretera.
Hyde Park Gardens era uno de los pocos barrios residenciales londinenses que mantenían incólume su elegancia, sin haberse contaminado de las modernas tendencias plebeyas. A pesar de que la mayoría de los edificios se habían transformado en pisos, su fachada se erguía sobre vastas extensiones de césped, con la arrogante prestancia de la época en que fuera erigida. Daba la impresión de que si en alguna ocasión estallaba una revolución, los inquilinos de Hyde Park Gardens (a menos que hubiesen tomado la precaución de refugiarse en las Bahamas), permanecerían sentados junto a sus altaneras ventanas, para observar a través de sus impertinentes y sin mayor interés, los acontecimientos que ocurrían.
La casa de sir Owen era una de las pocas que tenía un solo propietario.
—No es necesario anunciar nuestra llega da —observó Waller, al reparar en una luz encendida en lo que presumiblemente era la despensa del mayordomo, en el piso bajo—. Es mejor que aparques a unas cincuenta yardas de aquí. Te dejaré la puerta abierta.
Descendió de puntillas por la escalera que conducía al sótano, con una ligereza sorprendente en un individuo de su complexión física. De no ser por un magnífico delfín de bronce, que ornamentaba la puerta, nadie hubiera dicho que allí vivía un hombre de la posición financiera de sir Owen. A lo largo de la pared había una hilera de cubos de basura.
«¡Qué tipo más raro, ese sir Owen! —pensó el inspector—. Llevaba una vida de pecado en el sótano, cuando tenía un palacio sobre su cabeza».
Los cubos se le antojaron simbólicos, aunque no podía decir por qué.
El interior era muy diferente. Cualquiera de los detractores de sir Owen lo habría de finido como aparatoso, si bien uno de sus partidarios hubiese dicho, quizás con mejor criterio, que allí no se había escatimado la belleza por falta de medios.
Bates apareció detrás de él.
—Corre las cortinas —le indicó Waller. Siempre se hallaba con los nervios en tensión cuando presentía que iba bien encaminado.
Bates obedeció la orden y Waller encendió las luces. La máquina de escribir estaba sobre el escritorio y dado el ambiente, hasta una máquina de escribir parecía allí un signo de opulencia. El inspector se acercó a ella y luego se detuvo.
—¿Guantes? —se preguntó. Había venido sin ellos. Pero ¡qué diablos! No se proponían buscar impresiones digitales, sino algo más positivo.
Colocó una hoja de papel en el rodillo.
—¿Qué se propone? —le preguntó Bates.
—Lo verás en un momento.
Ajustó el papel y buscó la letra z. La golpeó con más fuerza de la necesaria. Cuando extrajo el papel, sus dedos se agitaban con un leve temblor.
Sostuvo la hoja bajo la luz de la lámpara mientras extraía la lupa de su bolsillo. Bates permanecía a sus espaldas, con expresión azorada. A través del vidrio de la lupa, la letra apareció grande y clara. Era la que buscaba. Tenía un defecto y su parte inferior era muy borrosa; casi parecía un 1.
—¿Qué se propone? —repitió Bates.
—No podría decírtelo con exactitud —replicó el inspector con la mirada perdida frente a sí—. Pero sea lo que fuere, las cosas se están poniendo muy feas para nuestra joven amiga miss Delamere.