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Material de información

Waller tenía ante sí un día de mucho trabajo. A sugerencia de Eastwood, que demostraba muy buena voluntad, almorzaba sobre su escritorio en el despacho. Al inspector no le servían ninguna de las ensaladas, ni platos raros que formaban el menú de los huéspedes, sino un filete cocinado por la propia mistress Eastwood, que, al parecer, disfrutaba de la oportunidad que se le presentaba de preparar una comida normal por una vez en su vida.

El teléfono sonaba incesantemente. Por la mañana temprano, el inspector había impartido las órdenes necesarias para llevar a cabo ciertas investigaciones acerca de la situación financiera de sir Owen. Por lo general, estos grandes potentados tenían muchos enemigos; era parte del precio que debían pagar por conseguir sus ambiciones. Hasta ese momento, no se había recibido ninguna información de importancia que estuviera vinculada con alguna de las personas de Harmony Hall. Sólo un hecho parecía tener cierto significado. Según los informadores de Waller, el imperio financiero de sir Owen no era tan inexpugnable como se suponía. Como la Bolsa de Comercio estaba cerrada, era imposible examinar las reacciones del Mercado al producirse su fallecimiento. La Bolsa abriría el martes siguiente. «Espera los fuegos artificiales del martes por la mañana —le dijo su informador—, son muchos los que se van a quemar los dedos».

Acababa de terminar su taza de café, y estaba a punto de incluir la extraña historia de mistress Dee en su archivo, cuando Bates entró en la habitación con la edición matutina del Evening Clarion, que dejó sobre el escritorio.

—Trae la historia completa —le dijo.

—¿Según la versión de Paul Stole?

—Así es. Muy bueno su artículo, en mi opinión.

—¿Todavía no ha aparecido?

—Acaba de llamar por teléfono. Viene hacia aquí y ha dejado dicho que está dispuesto a que usted le interrogue.

—Muy amable de su parte —replicó Waller con un gruñido, para luego disponerse a leer el periódico—. Me parece que lo mejor será que trates de que te sirvan algo de comer. Esa pelirroja amiga tuya estará dispuesta a prepararte algún sabroso plato en su variada línea de delicias a base de zanahorias.

Bates se marchó sonriente, en tanto Waller comenzaba a leer la nota periodística.

En primera plana, con letras tan grandes como para anunciar una declaración de guerra, se leía el titular:

REPORTAJE DE PAUL STOLE

TESTIGO PRESENCIAL DEL CRIMEN

«EXPIRO EN MIS BRAZOS»

SENSACIONALES REVELACIONES EN EL CASO KENT

Debajo había una conocida fotografía de Stole, que abarcaba dos columnas tituladas: Cita con la muerte.

Waller se ajustó las gafas y leyó:

«He visto la muerte en alta mar. También he tenido la oportunidad de observarla acercarse sigilosamente por las oscuras callejuelas de Port Said… u oculta en los arrabales de New York. La he mirado de frente en los campos de batalla, y he seguido sus huellas al posarse sobre los rostros pálidos y desencajados de los enfermos en los hospitales de caridad…».

Waller, que no era hombre que blasfemara, exclamó, casi sin darse cuenta:

—¡Cristo!

Había algo en la prosa de Stole que le revolvía el estómago. Continuó leyendo:

«Pero jamás soñé encontrarme con ella frente a la fulgurante pantalla de un aparato de televisión, cómodamente apoltronado en una lujosa butaca de terciopelo».

Waller parpadeó. ¿Quién estaba apoltronado cómodamente en la butaca de terciopelo, la muerte o Stole? Pero no debía dejarse llevar por la fuerza del relato. Si se dejaba influir por el estilo del artículo, su contenido perdería importancia, si es que la tenía. Leería el relato de una sola vez hasta su amargo final.

«Ocurrió anoche, precisamente a las nueve en punto. Esa hora permanecerá grabada para siempre en mi memoria. El escenario fue Harmony Hall, un lujoso templo de salud, situado en un amplio terreno próximo a la propiedad real de Richmond Park. A pesar de hallarse escasamente a poco más de media hora del centro de Londres, parece como si Harmony Hall se levantara en plena campiña. Los ruiseñores cantan en las ramas de los gigantescos robles y la quietud de la noche se ve quebrada, únicamente, por el ulular espectral de los búhos.

Es aquí donde acuden las personas enfermas y agotadas para curarse de sus dolencias, en contacto con Ja naturaleza, la gran panacea universal. Muchos de los pacientes son ricos y famosos, aunque también acuden humildes viajeros como yo, en busca de un breve resuello en la lucha por la vida. Aquí también vino a encontrar la muerte sir Owen Kent, el millonario hombre de mundo, que controlaba los destinos de miles de personas.

Le conocía muy bien, aunque nuestra amistad no databa de antiguo. ¿Qué significan los años cuando se trata de medir la hondura de un afecto? Había entre nosotros comprensión y respeto, y a decir verdad, era por él por quien me hallaba yo en Harmony Hall. Había contratado mi pluma en la prosecución de una de sus numerosas empresas.

Pero ya he hablado demasiado de mí mismo.

Ocurrió, como he dicho, precisamente a las nueve de la noche. El día había transcurrido en perfecta calma y tranquilidad; el espíritu de la Navidad flotaba en el aire. No debe interpretarse por eso que hubiéramos comido y bebido en abundancia. Aun en Navidad, en este Templo de la Salud se observan estrictamente las reglas del ayuno y la abstinencia, pero en el hall principal, había un hermoso árbol de Navidad, decorado con luces de colores y cintas plateadas, y al atardecer, nos visitaron los niños cantores de villancicos de la iglesia vecina, con sus mejillas sonrosadas y sus ojos chispeantes. Las suaves voces infantiles se prolongaron en el eco de las antiguas vigas del edificio. Sir Owen estaba sentado junto a mí y pude advertir que sus ojos se nublaban cuando los pequeños cantaban Good King Wenceslas, y que varias veces suspiró profundamente.

Al finalizar los villancicos, se volvió hacia mí, sonriente.

—¿Le veré esta noche en la sala de televisión? —me preguntó. Repuse que aún no había decidido asistir o no a la función.

—Le estaría muy agradecido si hiciese un esfuerzo para hallarse presente —insistió—. Se pasará un anuncio a las nueve, o para ser exacto, a las ocho y cincuenta y nueve, en el que tengo interés especial. No estoy muy satisfecho de su redacción y su consejo me sería de gran valor.

Repliqué, entonces, que iría de muy buen grado.

—Es usted muy amable, querido Paul —me dijo—. Le reservaré un asiento.

Era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila, y lejos estaba de imaginar que sería la última.

No obstante, esa noche, al descender por las escaleras en dirección a la sala de televisión, a las ocho cincuenta, tuve un extraño presentimiento. ¿Se debía acaso a que el hall principal estaba casi desierto? Habían apagado las luces del árbol de Navidad, y en lugar de contemplarlo como un símbolo de alegría, me pareció yermo, como si no fuese otra cosa que una aparición fantasmagórica. ¿Quién podría decirlo? Todo lo que puedo afirmar es que me sentía víctima de una extraña sensación de pesadumbre al entrar en la sala de televisión, y continué experimentándola mientras trataba de localizar a mi amigo.

Poco después vi que una mano me hacía gestos y me aproximé a ella. Sir Owen estaba sentado en una silla de respaldo recto y me indicó que me colocara en el cómodo sillón que tenía frente a sí. Traté de que fuese él quien lo ocupara, pero insistió y me vi obligado a sentarme en él, para intentar concentrarme en la comedia sin pretensiones que se proyectaba en la pantalla.

Pasaron algunos minutos. Eran las ocho cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete, cincuenta y ocho… se sucedieron varios anuncios publicitarios con la rapidez de un relámpago. Sir Owen se inclinó hacia adelante para murmurarme al oído: «el mío viene después».

En ese momento, la pantalla se apagó, dejó de escucharse la música y la habitación quedó sumida en la más profunda oscuridad. Un coro de quejas y protestas se alzó por parte del auditorio, y puedo decir que sentí, más que vi, el rápido movimiento de una figura femenina en la primera fila.

Súbitamente, se produjo un disparo… seco y cegador… y el grito de una mujer.

¿He dicho el grito de una mujer? ¿De una sola? Sí… pude percibirlo claramente por encima de la algarabía de voces que siguió a continuación. Desearía poder aislar ese grito, separarlo del alboroto general. Quizás, si lo lograra, pudiera contribuir en parte a que se hiciera justicia y se apresara al desconocido asesino. Pero ése no era el momento oportuno para llevar a cabo un análisis meticuloso, Mientras trataba de ponerme en pie, se produjo un segundo disparo, tan cercano a mí, que el fogonazo logró cegarme, y un cuerpo pesado se desplomó en mis brazos.

Permanecí un instante aturdido.

—Luces… enciendan las luces —exclamé en voz alta, para que me oyeran a pesar de la barahúnda de gritos y quejidos, mientras trataba, al mismo tiempo, de mantener erguido el cuerpo de sir Owen Kent. Fue el instinto, más que la razón, el que me indicó que se trataba de él, y supe también, instintivamente, que sobre nosotros batía sus alas el ángel de la muerte.

¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que se encendieron las luces? A mí me pareció una eternidad, si bien no fueron más que unos segundos. Restaurada, en parte, la calma, contemplé el rostro del hombre que estaba a punto de pasar al más allá. Sus facciones adquirían rápidamente una palidez cadavérica… en tanto que mis manos se tornaban rojas… por la sangre que manaba de su corazón herido.

—Paul —murmuró con voz apenas audible, mientras sus ojos buscaban los míos, como para dar expresión a un ruego—. Paul, hay algo…

Su cabeza cayó hacia atrás, como la de un muñeco de trapo, y aunque fue Vernon Kendall (el inteligente hijo de mi querida amiga, la vizcondesa Kendall), quien, por hallarse a mi lado, sostuvo el cuerpo yacente de sir Owen, y la hermosa miss Delamere, quien mantuvo su cabeza durante los últimos segundos, fueron mis ojos los que él buscaba.

«Paul, hay algo…

¿Algo? ¿Qué podría ser? ¿Qué extraño secreto quería confiarme ese errático genio… ese hombre frente a quien temblaban los más grandes financieros del país…? ¿Qué miste rió quería revelarme, precisamente a mí, un simple reportero, un humilde servidor de Fleet Street, ya que, señoras y señores, eso es todo lo que soy?

No lo sé. Nadie lo sabe. Pero puedo decirles que la próxima semana les daré más noticias desde esta misma columna. Quizás haya encontrado la respuesta a los interrogantes que quedan abiertos. Quizás mis revelaciones sorprendan al mundo.

Paul Stole Word Copywright».

Más abajo, con letra de imprenta, decía:

LEAN LA HISTORIA EXCLUSIVA RELATADA POR PAUL STOLE

EN LA PRÓXIMA EDICIÓN DEL EVENING CLARION

Waller arrojó el periódico, con un ademán de desagrado y expresión asqueada. Se sentía indigesto. Cada vez que Waller experimentaba una fuerte emoción, los nervios le atacaban el estómago. Ya desde muy joven, el amor le había producido el mismo efecto, y cuando debía cortejar a una mujer, consumía una enorme cantidad de bicarbonato. A lo largo de su carrera, se había visto obligado a resolver muchos crímenes y cada vez que tenía un cadáver ante sí, se le producía una alteración estomacal. A pesar de ser rudo y eficiente, las muertes violentas siempre le afectaban los jugos gástricos. Lo mismo ocurría cuando se indigestaba, y a veces, había tenido que marcharse de un teatro, afectado por la perversidad del villano.

En ese momento se hallaba verdaderamente iracundo, y el objeto de su irritación era Paul Stole. Era singularmente extraño que no siendo lo que técnicamente definimos como un «caballero», la frase que le molestaba más era: el inteligente hijo de mí querida amiga la vizcondesa Kendall. ¡Era el colmo del snobismo! ¡Cómo podía mencionar a su querida amiga la vizcondesa en una historia como ésa! ¿Hasta dónde era capaz de llegar un columnista de chismes sociales?

No obstante, lo que más le irritaba era la frase final. Volvió a leerla una vez más: Quizás mis revelaciones sorprendan al mundo.

¿Quién diablos se creía que era Stole? En opinión de Waller, era tan sólo un testigo importante de un crimen y nada más. Como ciudadano responsable de sus deberes, tenía que haberse presentado inmediatamente para colaborar con la policía. En lugar de ello, se había marchado, sin aviso previo, como una prima donna temperamental, en su lujoso Mercedes Benz, para pasarse el día redactando esa historia, por la que, presumiblemente, recibiría una buena suma. Para colmo de males, declaraba, públicamente, conocer el secreto… y ser capaz (¡maldito Sherlock Holmes de papel!) de resolver el enigma.

Debía cantarle un par de verdades a Paul Stole.

Estiró el brazo para tomar el receptor del teléfono, pero se detuvo al recordar a Mr. Green. No debía olvidar a su colega.

Llamó a la portería.

—Hágame el favor de decirle a Mr. Green que el inspector Waller se sentiría muy honrado de contar con su presencia dentro de breves minutos. Gracias.

Un instante después, alguien llamó a su puerta.

—¿Me mandaste llamar? —preguntó Mr. Green con fingida humildad.

—Un momento —replicó Waller, mientras se ponía en pie de un salto y le hacía una reverencia—. Deben haber entendido mal mi mensaje —añadió, sonriente—. Les he dicho que me sentiría muy honrado siempre que pudiese contar con algunos minutos de tu valioso tiempo.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Mr. Green, apretando los labios.

—Lee esto.

Obligó a Mr. Green a sentarse en el sillón y le colocó el periódico entre las manos. Instintivamente, Mr. Green se Lo llevó hasta la nariz y lo olió.

—Tienes razón —gruñó Waller—, es nauseabundo. ¿Y qué más?

—¿Acaso no tienes tú ya una opinión formada al respecto?

—Por supuesto; pero ¿qué puede haber de malo en escuchar tu parecer, y especialmente, en pedirte consejo?

—Eres muy amable.

Mr. Green se ajustó las gafas y leyó la primera frase. Luego levantó la vista y echó una mirada al teléfono.

—Si fuera posible que nadie nos interrumpiera durante los próximos minutos —señaló—. No soy tan joven como antes, y a veces me resulta un tanto difícil concentrarme.

—De acuerdo —repuso Waller, levantando el receptor—. Habla el inspector Waller —dijo—. Suspendan todas las llamadas por esta línea, hasta nuevo aviso.

Cualquiera que hubiese observado a Mr. Green durante los minutos siguientes, se hubiera preguntado si el detective se hallaba afectado por un tic nervioso, porque, de vez en cuando, pestañeaba con rapidez. Waller conocía ese síntoma perfectamente. Significaba que el anciano acababa de descubrir algún detalle que le tenía un tanto perplejo.

Finalmente, dejó el periódico sobre las rodillas y lo alisó repetidas veces. Miró a Waller con expresión sonriente, pero se abstuvo de hacer ningún comentario.

—¿Y? —le preguntó el policía con impaciencia—, ¿qué te parece?

—Pues… diría que es un documento esclarecedor.

—No creo que arroje mucha luz sobre los hechos que ya conocemos.

—No hablo desde el punto de vista del investigador criminal, sino como psicólogo.

—¿Qué tiene que ver la psicología en este caso?

—Me resultaría muy interesante que pudieses enumerarme todas aquellas situaciones de nuestra vida, en las que la psicología no tenga nada que ver.

Volvió a echar un vistazo al periódico.

—Mi diagnóstico sobre este individuo —añadió— es que es un paranoico en potencia. Todo lo de este artículo, hasta la fotografía que, sin duda alguna, él mismo seleccionó, es prueba fehaciente de lo que afirmo. Se trasluce una egomanía patológica en cada una de sus líneas. No me sorprendería que terminara sus días encerrado en un manicomio.

¡Hermosas conclusiones! —exclamó Waller—. Pero ¿de qué me sirven?

—Pensé que te ayudarían considerablemente; ahora, si insistes en limitar nuestras investigaciones a la crisis inmediata (por lo que puedan valer), aquí paso a señalarte dos frases que me resultan un tanto extrañas.

—Continúa.

—Veamos… ¿en dónde estábamos? ¡Ah, sí! Un cuerpo pesado se desplomó en mis brazos —leyó—. Permanecí un instante aturdido.

—¿Y qué hay con eso?

Sir Owen no era un hombre corpulento, sino todo lo contrario. Tenía una constitución frágil y delicada, mientras que Stole es, por lo menos físicamente, robusto. No puedo comprender cómo el impacto que recibió al caer sir Owen en sus brazos pudo aturdirle.

—Evidentemente, Stole ha querido darse importancia y se ha colocado en la situación del héroe, en el centro del escenario.

—Puede ser —replicó Mr. Green, con una sonrisa de aprobación—, y me alegro de comprobar que, a pesar de tus observaciones anteriores, seas un poco psicólogo, tú también. De cualquier modo, también es posible que en este caso se haya limitado simplemente a informar a sus lectores de un hecho. De ser así, considero que no existe ninguna explicación lógica de esa frase.

—¿Y la otra?

Mr. Green volvió a coger el periódico para buscarla.

—Aquí está. El árbol de Navidad. Un detalle efectista.

—¿Qué ocurre con el árbol de Navidad?

—Pues que se habían apagado sus luces. Nosotros estábamos enterados de ello, o por lo menos sabíamos que estaban apagadas a las nueve de la noche, cuando yo mismo descendí por las escaleras, pero ahora nos informan de que las habían apagado diez minutos antes, por lo menos.

—Y aun así, ¿de qué puede servirnos ese detalle?

—Por ahora, no lo sé; durante nuestros años de trabajo juntos, nos hemos basado siempre en el principio de que todo lo que parezca extraño o fuera de lo común, por trivial que sea, es importante: El hecho de que se hayan apagado las luces del árbol de Navidad es inexplicable. Estuvo encendido todas las noches y habitualmente no lo apagan hasta que el último paciente se retira a sus habitaciones a descansar. ¿Por qué lo apagaron justamente esa noche, y quién fue el responsable de ello? ¿Por qué volvieron a encenderlas cuando regresamos del salón? Y además, ¿quién lo hizo? Quizás exista una explicación muy plausible y lógica de lo ocurrido, pero considero que, por lo menos, debes hacer algunas investigaciones.

—De acuerdo. ¿Nada más?

—Supongo que no; excepto, claro está, la advertencia sobre las próximas revelaciones. Me imagino que interrogarás a Stole acerca de la naturaleza de las mismas.

—No necesitas decírmelo. Ahora que me acuerdo… —se interrumpió para coger el receptor—. ¿Con la oficina? ¿Sí? ¿Regresó ya míster Stole? ¿Sí? ¿Me hace el favor de llamar a su habitación y pedirle que se presente en mi despacho inmediatamente? ¿Cómo dice? No me interesa si se está haciendo un tratamiento o si está descansando o lo que sea. Quiero verle en mi despacho ahora mismo, ¿me entiende? Gracias.

Colgó el receptor.

—La telefonista, al parecer, es una de sus admiradoras —comentó—. No puedo entender cómo un tipo como Stole tiene tanto éxito. ¿Te agradaría quedarte a escuchar su declaración?

—Si no tienes inconveniente; aunque, como de costumbre, prefiero mantener mi incógnito.

—Bueno, ya sabes dónde ocultarte —repuso Waller, echando un vistazo al biombo.

Mr. Green contempló a su viejo amigo y le prodigó un afectuoso guiño.

—Lady Teazle siempre ha sido mi papel favorito —observó.

Un minuto después, alguien llamaba con fuerza a la puerta y ésta se abrió para descubrir la figura de Paul Stole, vuelto de espaldas. Se detuvo en la entrada, con la mano apoyada en el picaporte.

—¡Ah, miss Cartwright! —dijo en voz alta a su secretaria—. Otra cosa más.

—¿Sí, míster Stole? —replicó una voz de mujer, desde el hall.

—Comuníquese con la B. B. C. y dígales que es imposible. Dado mi estado actual, simplemente no puedo cantar, ¿me comprende?

—Por supuesto, míster Stole.

El joven cerró la puerta con un movimiento rápido y se inclinó hacia adelante, al tiempo que extendía la mano. Waller se vio obligado a estrechársela.

—La B. B. C. —murmuró—, son realmente insaciables. Después de todo, uno es un ser humano, ¿no le parece? —agregó, mientras observaba el escritorio del inspector con sus ojillos brillantes como cuentas—. Veo que ha leído mi artículo —comentó luego, con una aguda carcajada—. Es bastante bueno, ¿no es cierto?

—Le he hecho venir, justamente, para discutirlo con usted.

—¡Cuánta amabilidad de su parte! —exclamó sonriente. (Las sonrisas de Stole eran famosas. Tenía una dentadura perfecta, aunque tal vez un tanto femenina, y unos labios que contribuían más a sus éxitos como cantante que los sonidos que emergían de ellos). Poco a poco, se borró su sonrisa, para dar lugar a un leve fruncimiento de su entrecejo, que no se pronunció mayormente, ya que el ceño solo contribuía a arrugar el cutis. Stole siempre contemplaba el futuro.

—Claro está que lo escribí en unas condiciones de trabajo espantosas —observó—. Estaba en una oficina abarrotada, llena de ruidos, con teléfonos que sonaban sin cesar y un horrible muchachito, de pie, a mi lado, en espera de que lo finalizara…

—Está bien, Stole —le interrumpió Waller—, pero el motivo por el que yo quería verle era…

Stole pareció ignorar sus palabras.

—Considero que el comienzo es verdaderamente emocionante, ¿no le parece? La muerte que se acerca sigilosamente por las oscuras callejuelas de Port Said —citó—. Le aseguro que cuando lo escribí, sentí un escalofrío que me recorría la espalda… un auténtico frisson. Y después, ese detalle sobre el árbol de Navidad…

—¡Terminemos con esas tonterías, Stole! —exclamó Waller fastidiado, dando un golpe sobre la mesa con el puño.

—¡Dios mío! —replicó Stole, como si pretendiera sorprenderse—. ¿Acaso no me estoy portando bien?

—No me interesa el estilo de su prosa, Stole —le explicó Waller, dando un paso hacia atrás—. Lo único que me importa son los hechos, y hay dos que usted menciona en su artículo que considero necesario investigar detenidamente. Por otra parte, hay un detalle más significativo aún. Me refiero a la promesa que hace usted a sus lectores de próximas revelaciones. No obstante, hablaremos primero de los hechos. Tome asiento.

Stole abrió la boca como para emitir una opinión, pero prefirió permanecer callado, y se sentó de una forma un tanto brusca, con una expresión que distaba mucho de mostrar satisfacción.

Waller cogió nuevamente el periódico.

—Dice usted —leyó—: Un cuerpo pesado se desplomó en mis brazos. Permanecí un instante aturdido. Lo que usted afirma, ¿es un hecho auténtico o una figura retórica?

—¡Francamente! —exclamó Stole, como si se sintiese molesto y ofendido—. No debe usted olvidar que soy uno de los reporteros más cotizados del mundo…

—Dejemos de lado la cuestión de su salario. ¿Es o no un hecho?

—¡Ya lo creo que lo es!

Sir Owen era un hombre de constitución débil y en cuanto a usted, parece muy fuerte y robusto. No obstante, insiste en que permaneció aturdido.

—Lo digo y lo estaba —replicó Stole con una vocecilla aguda por la indignación que le embargaba.

—¿No se le ocurrió pensar que cualquier otra persona podría haberle golpeado, en la oscuridad, ya fuese por accidente o con un propósito determinado?

—¿Por qué iba a ocurrírseme semejante cosa?

—¿De manera que insiste usted en su primera versión de los hechos?

—Así es. Quedé como aturdido y hasta magullado. Tengo una marca muy visible en el hombro izquierdo. Si lo desea, puedo mostrársela —agregó, mientras intentaba despojarse de su chaqueta.

—No lo creo necesario. Prosigamos. Menciona usted el árbol de Navidad y dice que sus luces estaban apagadas. ¿Está usted seguro de lo que afirma? ¿Estaban las luces apagadas diez minutos antes de las nueve de la noche?

—Por supuesto que estoy seguro —replicó Stole, sacudiendo la cabeza—. ¿No pensó que quizás haya algunas personas que se hallen dotadas de un poder de observación semejante al mío? —le preguntó con voz sibilante por la ironía—. Me desagrada sobremanera el tener que recordarle que en cuanto a reportajes periodísticos, soy…

—Uno de los reporteros más cotizados del mundo entero —le interrumpió Waller con voz seca—. Ya lo sabemos, y créame que no lo pongo en duda. Ahora sigamos con lo que realmente me interesa. La próxima semana, les daré más noticias desde esta misma columna. Quizás haya encontrado la respuesta a los interrogantes que quedan abiertos. Quizás mis revelaciones sorprendan al mundo —leyó—. ¿Revelaciones, Stole? —agregó, al tiempo que se echaba hacia atrás sobre el respaldo de la silla.

—¿Quiere que interprete el término para usted? —inquirió Stole con una sonrisa sarcástica.

Waller prefirió ignorar la insolencia que se traslucía en sus palabras.

—Supongo que jamás se le ocurrió que, si tenía alguna revelación que hacer, lo lógico era comunicársela a la policía —comentó.

—Soy un servidor del público y no de la policía.

—Estamos investigando un caso en el que se ha cometido un asesinato. Sir Owen expiró, como dice usted, en sus brazos. Si conoce algún dato que ayude a esclarecer el misterio, su deber es informarnos al respecto.

Stole se movió inquieto en su asiento, pero permaneció en silencio. A Waller le pareció que su actitud era la de un escolar malhumorado.

—¿Qué me dice, Stole? Estoy esperando. ¿A qué se refieren esas prometidas revelaciones?

—¡Oh, bueno! Ya que insiste —replicó Stole—, se trata de Un forro de plata.

—Y, ¿qué tiene que ver eso con el caso?

Stole prorrumpió en una aguda carcajada.

—Le pido mil perdones —exclamó—. No debí suponer jamás que usted lo conociese; pero ése es el título de mi último libro, del que se han vendido cien mil ejemplares, y he cantado una canción sobre él, en la televisión, en un famoso programa durante tres sábados consecutivos…

—Por la que habrá percibido una sustanciosa cantidad, sin duda —lo interrumpió Waller—, ¿y adónde vamos, ahora?

—Encontré un ejemplar de Un forro de plata en el salón, anoche.

—¿Y?

—Fue cuando me disponía a buscar mi coche para marcharme a Londres.

—¿Y?

—Desearía que no insistiera con sus ¿y? Me hace perder el hilo de mis pensamientos.

—Perdóneme.

—Naturalmente, estaba muy preocupado por el crimen, y al ver un ejemplar de mi libro allí, sobre el sofá, me pareció como si me hubiesen devuelto la cordura. Era como si el volumen me hablase. ¿Entiende lo que quiero decir?

Waller no comprendía nada, en absoluto, pero le permitió continuar con su relato, sin pedirle más explicaciones.

—Me detuve para cogerlo y comprobé que se trataba del ejemplar que había autografiado para Owen el día anterior. Al hojearlo, vi que había muchos párrafos subrayados.

—Muy interesante —comentó Waller—. ¿Qué pensó, entonces?

—Pero… ¿no lo comprende, acaso? Fue como si se hubiera abierto una puerta en su mente.

—¿A través de su libro?

—Pero, por supuesto. ¡Oh, Dios mió…! Lo había olvidado. Usted no lo ha leído.

—¿Tiene el ejemplar aquí?

—Sí. En mi habitación.

—¿Me hace el favor de traerlo?

Las palabras de Waller involucraban una orden y no una petición. Stole se marchó a buscarlo, en tanto el inspector se acercaba al biombo. Mr. Green estaba sentado sobre un taburete, en un rincón.

—¿Qué opinas? —le preguntó Waller.

—Nada, pero aguardo con impaciencia la lectura de algunos párrafos del libro de Stole.

—Lo mismo digo —repuso Waller, dirigiéndose hacia su escritorio y tomando asiento.

La puerta volvió a abrirse y entró Stole nuevamente. Traía consigo un libro, con el aire de un mártir, y exhaló un profundo suspiro al colocarlo reverentemente sobre el escritorio.

—Aquí está —anunció—. Le ruego que lo trate con mucho cuidado —agregó rápidamente, mientras Waller extendía una mano para tomarlo—. Es una primera edición, y mis primeras ediciones…

—Por lo general, tengo las manos limpias —replicó Waller con aspereza.

Levantó el libro. Tenía tapas negras y el título iba impreso en letras plateadas.

UN FORRO DE PLATA

por

Paul Stole

—¿Es una novela?

—No.

—Entonces, ¿qué es?

—Pensamientos.

—¿Sólo pensamientos?

—Así es. Al principio había pensado titularlo: «Sólo pensamientos», por Paul Stole; pero luego, mis editores decidieron que ese título no estaba a la altura de la calidad del contenido.

—¿Cuándo le regaló usted a sir Owen este volumen?

Stole pareció encolerizarse.

—No fui yo quien se lo regaló. Él mismo lo adquirió. Aunque le parezca extraño, hay mucha gente que compra mis libros.

—Evidentemente. Y dice usted que lo encontró en el salón, abierto, vuelto hacia abajo, y varios pasajes subrayados… ¿por él?

—¿Quién si no podría haberlo hecho? El libro era suyo, ¿no es cierto?, y por otra parte, acostumbraba escribir con esa tinta de curioso color rojo púrpura.

Waller asintió. Tomó el volumen entre sus manos y lo abrió en la primera página marcada. Alguien había señalado con una línea roja vertical, en el margen, el siguiente pasaje:

PALABRAS

En medio de la vida, encontramos la muerte. ¡Cuánta verdad encierran estas palabras! Un paso en falso, en una carretera, una vuelta descuidada del volante, y el espectro torvo nos saluda al final del camino. Aun las palabras pronunciadas en broma pueden tener efectos letales. ¡Vigilen su diálogo, amigos míos! ¡Esas palabras, dichas al azar, quizás durante una fiesta, bajo el brillo fulgurante de las lámparas y las burbujas del champán, con una suave música de fondo!

Stole, entretanto, se había puesto en pie y se había situado detrás del inspector, para contemplar su propio libro con evidente embeleso. Dejó escapar un profundo suspiro y Waller percibió el olor característico de las nueces de cajou.

—Escribí eso en Ischia —le dijo—, en la playa, ante la puesta del sol.

—No me interesa dónde lo escribió —replicó Waller—; sino lo que quiso decir con eso, y también por qué está subrayado.

—Es obvio que sir Owen tuvo un presentimiento ominoso.

—Sí, así parece.

Waller continuó hojeando las páginas. Pronto encontró otra joya literaria.

CRIMEN

Todos los hombres matan aquello que aman. Que escuchen entonces lo que voy a decirles.

Me pregunto muchas veces si el mundo aprecia la profundidad de estas líneas trágicas, escritas por un poeta trágico. En nuestros corazones, está latente el rescoldo del hombre bestia, y cualquier viento de pasión puede encender la llama que le impulsa a matar. Siempre, la naturaleza, dueña y señora de la paradoja, dirige ese impulso contra los seres que amamos. Yo mismo lo he sentido y debo confesarlo. Cuando cierro, iracundo, mis puños, es para alzarlos contra un ser querido, y no contra un enemigo. Para mis adversarios, siempre tengo a flor de labios una sonrisa y una palabra amable; para mi aman te… una maldición…

Stole dejó escapar un suspiro, más profundo aún que el anterior, sobre el hombro de Waller, y la habitación entera quedó traspasada con los aromas de Oriente.

—No sé cómo escribí esas líneas —señaló Stole con unción—. Francamente, no lo sé. Los pensamientos fluyeron de mi pluma.

Waller, que comenzaba a sentirse indispuesto del estómago, se abstuvo de hacer comentarios.

—Aunque no creo que comulgue usted con mis ideas —observó Stole, un tanto sarcástico.

—Lo importante es que, al parecer, sir Owen concordaba con usted.

—No me cabe la menor duda. ¡Mire! El párrafo está subrayado dos veces. Se me acaba de ocurrir una idea —agregó, al tiempo que se llevaba una mano a la frente—. ¿Quiere saber de qué se trata?

—Me sentiría muy honrado.

Stole tomó las palabras del inspector literalmente y asintió con la cabeza.

—Pienso que sir Owen planeaba matar a alguien y que, el otro, quienquiera que fuese, asestó el golpe primero. ¿Qué le parece?

—Todo es posible, Stole, a la altura en que nos encontramos de la investigación.

Waller hizo pasar las hojas del libro, pero no leyó más.

—Supongo que el resto sigue en el mismo estilo —le dijo.

—Sí, en su totalidad. ¡Todas y cada una de las páginas! —replicó Stole con profunda veneración.

—Entonces, no continuaré con su lectura —observó el inspector, dejándolo sobre el escritorio.

Stole hizo un ademán como para tomarlo, pero Waller no se lo permitió.

—Lo guardaré por ahora, si no le molesta —le dijo.

—¡Pero es mío!

—¿Ah, sí, Stole? —contestó Waller con voz áspera—. Me pareció entender que este ejemplar era de sir Owen.

—¿Si? ¡Ah!, por supuesto; sólo quise decir… —se interrumpió con la cara encendí da—, sólo quise decir que yo era el autor.

—No veo cómo ese motivo justifique el que usted considere este ejemplar como algo de su propiedad. Por otra parte, y lo que es más importante aún, no veo cómo pretende usted hacer futuras revelaciones a sus lectores. ¿Acaso califica de tales a estos párrafos? —concluyó Waller, mientras golpeaba el libro con impaciencia.

—¿Cómo los calificaría usted, entonces?

—Pues yo diría… —comenzó, pero prefirió no terminar la frase. Se inclinó hacia adelante y lo miró muy de cerca, a los ojos—. Sugiero, Stole, que no me ha dicho usted toda la verdad.

—¡Es una sugerencia monstruosa! Yo…

—Permítame terminar, por favor. Pienso que, movido por su ardor al escribir ese artículo, prometió a sus lectores informarles de un detalle que conocía, algo que era realmente una revelación, y que, tal vez, le involucraba a usted mismo. Posteriormente, cuando compareció ante mí, y comprendió que no había cumplido con el deber primordial de confiar en la policía, se amilanó y decidió traerme ese libro, como supuesta explicación de sus palabras. Eso es lo que me parece, Stole.

Stole tenía el rostro congestionado y cuando habló, lo hizo con una vocecilla aguda, al borde de la histeria.

—Y yo sugiero, señor inspector, que mi próxima serie de artículos versarán sobre los métodos policiales de este país, y eso sí que será una revelación que, por otra parte, estoy seguro de que no contará con su aprobación.

Hizo una pausa, y se pasó la mano por la tupida cabellera.

—Y ahora —prosiguió—, si me permite, me marcharé. Algunas personas, en este país, se dedican a trabajar.

Con estas palabras abandonó la habitación, envuelto en los aromas de Oriente.

Mr. Green emergió de detrás del biombo, con el pañuelo apretado contra la nariz. Miró a Waller y parpadeó repetidas veces.

—¡Es extraordinario! —comentó—, que el Anarcadium Occidentale produzca un olor tan desagradable.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Perdóname. Como no eres un botánico, debí decirte el árbol de anacardo o cashew, de donde se deriva la palabra cajou; aunque me imagino que la variedad empleada por Stole no es natural, sino sintética. ¿Te molesta que abra la ventana?

—Me parece que todo él es sintético —comentó Waller, mientras Mr. Green trataba de ventilar la habitación.

—Algunas veces haces observaciones muy sabias, mi querido Waller —señaló Mr. Green, junto a la ventana, aspirando el aire puro y fresco—. Stole es una síntesis de muchas cosas que me desagradan profundamente, tales como conceptos erróneos, frases hechas, una moral de cartón, etcétera. Me recuerda a aquellos individuos que cantan loores a sus madres irlandesas.

—Justamente acaba de grabar un disco de larga duración acerca de su querida madre irlandesa, aunque la pobre mujer nació en Escocia.

—Menos mal que aún no ha tratado de elogiarnos a nosotros. Se me ocurre que su voz podría resultar contagiosa.

—Sí; como la peste.

—Tal vez seas demasiado duro en tus juicios. Digamos simplemente que podría ser perjudicial y epidémica.

—¿Te parece que fue él quien mató a sir Owen Kent?

—Es muy poco probable. Me resulta difícil imaginar un revólver entre esos dedos tan delicados.

—Tanto tú como yo los hemos visto en manos mucho más finas que las suyas; aunque estoy de acuerdo contigo, es muy poco probable. Sea como fuere, creo que sabe algo y se ha propuesto mantener el secreto.

—Estoy totalmente de acuerdo con lo que dices —repuso Mr. Green, asintiendo con la cabeza—, y por una razón muy sencilla.

—¿Cuál?

—No puedo creer que un hombre del calibre mental de sir Owen se dejase impresionar por las ampulosas tonterías que escribe Stole.

Mr. Green tomó el libro en sus manos y pasó las páginas.

—¡Ah! —exclamó—. Aquí está lo que buscaba. Escucha esto: En nuestros corazones está latente el rescoldo del hombre-bestia. Me gustaría oír el comentario de lord Macaulay sobre esa frase.

—¿Qué tiene que ver lord Macaulay con esto?

—Simplemente, que era un maestro de la ironía. Y me imagino las preguntas que habría hecho al respecto: «¿Qué es un hombre-bestia? ¿Cómo puede un hombre-bestia producir rescoldos, excepto después de su cremación? ¿Y cómo, si se ha quemado…?».

¡Vamos, Horatio, ten compasión! —exclamó Waller con voz de reproche—. Lo único que consigues es hacerme estremecer de espanto, pero no aclaras nada la situación.

—Mi querido Waller, el caso es tuyo. Yo no tengo nada que ver con él.

—¡Vamos, no seas modesto!

Mr. Green dejó escapar un suspiro y volvió a contemplar el paisaje desde la ventana.

—Mi única función hasta ahora es la de comentar los puntos que no encajan. Acabo de hacer un obvio comentario sobre el hecho de que la mentalidad de sir Owen no concuerda con la de Stole, y sin embargo, y en virtud justamente de ese libro, parece haber existido entre ambos una curiosa conexión. Aparte de esto, tus deducciones pueden resultar tan acertadas como las mías.

Waller repuso con un gruñido.

Mr. Green se inclinó un poco más hacia adelante, por la ventana abierta.

—Hay muchas otras piezas que no encajan en este rompecabezas, y por eso espero que no nos sea difícil resolverlo.