8
Míster Waller entra en acción

—¡Debí haberlo supuesto!

Era nuestro viejo amigo Waller quien hablaba, el superintendente Waller de Scotland Yard. El renombre de la víctima y el carácter desconcertante del crimen, hicieron inevitable la intervención del cuerpo de policía londinense.

El inspector estaba de pie, junto a la puerta de entrada de Harmony Hall, con el sargento Bates a su espalda, mientras contemplaba a Mr. Green con una expresión feroz a la vez que afectiva.

Las manecillas del reloj señalaban la medianoche.

Los tres hombres formaban un grupo realmente original. Waller, delgado, vigoroso, con pelo entrecano, los brazos cruzados y las piernas separadas; Bates, corpulento y esbelto, sonriente, convencido, como siempre, de que había llegado el momento de probar al mundo que la sangre de Sherlock Holmes corría por sus venas, y Mr. Green, envuelto en su bata de dormir, que no dejaba de pestañear un instante.

—¡Debí haberlo supuesto! —repitió Waller.

—Te aseguro… —comenzó Mr. Green, en el tono más humilde que podamos imaginar.

—Y además —le interrumpió Waller, al tiempo que acercaba su rostro al de Mr. Green— ya has empezado a pestañear, lo que quiere decir que no es necesaria mi presencia aquí.

—Te aseguro… —insistió Mr. Green.

Nuevamente fue interrumpido. Se oyeron unos pasos apresurados. Mr. Green se giró y vio que Eastwood se aproximaba a ellos.

—¿Míster Waller? —preguntó Eastwood con una voz pastosa y seca. Su rostro tenía una palidez mortal.

—Soy yo, señor.

—¡Gracias a Dios! Me llamo Eastwood. Creí que jamás llegaría.

En ese momento, advirtió la presencia de Mr. Green, y le miró sorprendido.

—Mr. Green es un viejo amigo, señor —le explicó Waller, dando un paso hacia adelante.

—Comprendo —repuso Eastwood con una sonrisa espectral—, pero considero que a estas horas míster Mr. Green debería hallarse en la cama.

—Y puedo asegurarle, señor, que no logrará usted convencerle de que siga su consejo. ¿Vamos?

—Como guste —replicó Eastwood, encogiéndose de hombros.

El grupo siguió por el hall. Al llegar al extremo superior de la escalera, se encontraron con el inspector de policía local, que saludó a Waller con la deferencia debida a su graduación. Hablaron unos minutos en voz baja y finalmente el inspector de Scotland Yard hizo un ademán para que Mr. Green le siguiera. Marcharon en silencio por el corredor, hasta la habitación donde se encontraba el cadáver, en la que Button permanecía de guardia como un soldado, junto a los despojos mortales del único hombre merecedor de su afecto.

Permanecieron allí por espacio de una hora. Hubo muchas idas y venidas, y luces de flash cada vez que Bates tomaba una fotografía, y se oía un murmullo constante de voces, pues Waller no cesó de hacer preguntas, además del silbido del fuelle que registraba las impresiones digitales.

Por fin pudo Mr. Green retirarse a la cama. Se sentía exhausto, pero experimentaba un extraño regocijo. Podía estar viejo, gordo y mareado, pero una vez más se hallaba sobre una pista.

Eran aproximadamente las diez de la mañana cuando Mary, la hermosa enfermera pelirroja, le despertó. Mr. Green contempló sorprendido, la bandeja que la joven le presentaba. En lugar de la naranja que habitualmente le servían como desayuno, vio que había una humeante cafetera, tostadas, un frasco de miel y un poco de manteca.

—Sé que voy contra las reglas, míster Mr. Green —dijo la enfermera con tono desafiante—, pero cuando me enteré de todo lo que había ocurrido y supe que usted estuvo levantado hasta altas horas de la noche, me dije: «No es posible que míster Mr. Green pase otro día sin más que jugo de limón, en el estómago», eso fue lo que me dije; pero no vaya a informar de esto a míster Eastwood. ¿Cree que podrán descubrir al criminal? —añadió, después de descorrer las cortinas.

—No puedo responder a esa pregunta.

—El joven míster Bates parece que dio a entender que tenían algún indicio.

Mr. Green asintió con aire ausente. La fragancia del café distraía su atención.

—Bates es un muchacho muy capaz —comentó.

—Eso es lo que yo pienso, señor. No parece un policía —observó, ruborizándose y pareciendo aún más hermosa—. Cuando me interrogó, lo hizo como si hubiéramos estado charlando amigablemente.

—No me extraña —replicó Mr. Green, levantando la vista hacia ella con expresión sonriente.

Ella giró la cabeza, pero le devolvió la sonrisa.

—Ahora que recuerdo, míster Waller quiere verle al mediodía, si no tiene inconveniente.

—Hágame el favor de decirle que me reuniré con él a las doce en punto.

La joven abandonó la habitación tarareando una melodía. Mr. Green la observó alejarse, con una sonrisa. Dejando aparte los méritos de Bates como detective, jamás dejaba de descubrir un rostro bonito.

A instancias de Eastwood, Waller se había alojado en el salón de la planta baja, adyacente al despacho del director y junto a la puerta principal. Esta habitación tenía además la ventaja de estar equipada con un lavabo, oculto por un amplio biombo, detrás del cual, cualquiera podía escuchar lo que en ella ocurría sin delatar su presencia. El inspector había pasado la mañana dedicado a entrevistar a todas las personas que se encontraban presentes en el momento de producirse el crimen, con dos excepciones. La primera era mistress Dee, quien sufrió un ataque al corazón, inmediatamente después del asesinato, y Eastwood había sugerido que se la interrogara durante las primeras horas de la tarde. La segunda excepción era Paul Stole, que, simplemente, había desaparecido. Waller, por supuesto, no aprobaba su proceder. Stole era un testigo importante, ya que sir Owen había caído precisamente en sus brazos, al producirse los disparos. No obstante, tenía su propia explicación para justificar su ausencia, y esperaba con gran ansiedad la primera edición del Evening Clarion que, estaba seguro, contendría la versión de Stole sobre la tragedia. Si no aparecía después, ése sería el momento de entrar en acción.

Había desaparecido otra cosa que le interesaba mucho más. Era imposible localizar la chaqueta que sir Owen llevaba en el momento de producirse su muerte. ¿Quién la había sustraído? ¿Y por qué? Se preguntaba qué opinaría Mr. Green al respecto, pero sus reflexiones fueron interrumpidas por el propio Mr. Green, que después de llamar a la puerta, entró en la habitación.

Waller se puso de pie; luego se acercó a Mr. Green y puso sus manazas sobre los hombros del viejo sabueso.

—Horatio —le dijo—; te estás marchitando.

—Si quieres puedes gastarme tus bromitas —replicó Mr. Green con voz suave.

—Eres un verdadero silfo.

Mr. Green pretendió ignorar su comentario, se irguió y trató de encoger el estómago para ajustarse el cordón de la bata.

—Supongo que no me habrás llamado simplemente para decirme eso.

—Tienes razón. Tampoco yo puedo creer que viniste a este lugar únicamente con el propósito de adelgazar.

—Así es.

—¡Tú y tus «así es»! Con eso no aclaras nada. Considero que esa frase es la más exasperante de nuestra lengua.

—Así es.

—¡Vamos!, sé sincero. ¿Estás investigando el caso?

—Si te refieres a si yo estaba trabajando bajo las órdenes del fallecido sir Owen Kent… la respuesta es sí.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Waller, asombrado.

—¿Acaso esa información te habría servido de algo?

—¡Demonios, Horatio…!

—Mi querido Waller —le interrumpió Mr. Green con un ademán—, ya hemos discutido lo mismo cientos de veces.

—¡Y eres tú el que me lo dice!

—Sabes muy bien que, en muchas ocasiones, he sido yo quien ha logrado dar los toques finales al trabajo que tú habías realizado y completado.

—¿Es ésa una de tus bromas?

Mr. Green volvió a ignorar sus palabras.

—Si interfiriera en los preliminares de tu trabajo —prosiguió—, sólo conseguiría confundir aún más las cosas. Los interrogatorios… todos los accesorios científicos… las fotografías, las impresiones digitales… son cosas que no me incumben.

Sus observaciones fueron interrumpidas por un fuerte ronroneo de su estómago. Mr. Green retrocedió unos pasos. ¿Era posible que dos finas rebanadas de pan negro tostado y una cucharada de miel neozelandesa pudieran ocasionar tal revolución interna?

—De manera que una vez más —repuso con una sonrisa irónica—, yo soy Watson y tú eres Holmes.

—Tus palabras me colocan en la situación de un viejo tonto pedante —observó Mr. Green, después de dar un paso atrás—. Te ruego me disculpes, y para usar tu propia frase, seré sincero.

Pasó pues Mr. Green a informar al inspector de cómo había nacido su asociación con sir Owen Kent, si bien, no le relató la historia completa y prefirió guardar en secreto algunos detalles, no por razones egoístas y mucho menos porque deseara obstaculizar la acción de su colega. Se trataba simplemente de que algunos conceptos, al ser expresados en palabras, se convierten en apreciaciones definitivas, estáticas e irrevocables, y hasta ese momento, sus ideas eran aún vagas e inseguras, y podían dar lugar a muchas y variadas interpretaciones. ¿Qué interés podía tener para Waller saber que sir Owen Kent le había dado muchas veces la impresión de ser un personaje sacado de un antiguo melodrama? ¿Cómo podía pretender que el inspector experimentase el mismo desagrado que él por el extraño olor que se desprendía del árbol de Navidad? Además, ¿cómo hubiera reaccionado Waller al tener conocimiento de la escena ocurrida junto al montón de abono? La sola mención de esta última, hubiera provocado en él una sonora carcajada. Por eso, Mr. Green prefirió no relatarle ciertos pormenores, y posteriormente comprenderemos los motivos que tuvo para ello.

—De manera que te encuentras a oscuras igual que yo —comentó Waller con manifiesto alivio, en cuanto Mr. Green hubo finalizado su historia.

—Hay diversos grados de oscuridad —replicó Mr. Green, cortante. Aunque había decidido permitirle a Waller el examen de su archivo mental, dentro de ciertos límites no estaba dispuesto a concederle una igualdad intelectual—. ¿Qué te parece si tomamos nota de algunos datos de importancia?

Waller le dio un impreso.

—Esto me recuerda otras épocas —dijo—. Lo primero que puedes anotar es… desaparición de la chaqueta.

—¿Cómo dices? —preguntó Mr. Green, a la vez que levantaba la vista, sobresaltado.

—Lo que has oído. El revólver… en fin, es lógico que no haya sido encontrado. Estamos tratando de localizarlo, aunque en una conejera como ésta hace falta un contador Geiger para hallarlo. Pero la chaqueta blanca es otra cosa. Nos han gastado una broma pesada.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo ha sido?

—No me lo preguntes. Yo ni siquiera la vi. Sólo me informaron de que la víctima la llevaba puesta; pero cuando llegué aquí, había desaparecido. Primero supuse que la habría colgado alguna de las criadas o cualquier otra persona, pero todos juran que no la han tocado. ¿Tienes alguna idea al respecto?

Mr. Green frunció el entrecejo para concentrarse.

—Déjame ver —dijo—. Cuando entré en el salón, sir Owen yacía en brazos de Button. Alguien le había quitado la chaqueta.

—Sí, ya lo sabemos. Fue Eastwood. Él mismo nos lo dijo y no tiene nada de extraño que lo hiciera.

—Pero la chaqueta debía hallarse en cualquier parte de la habitación —observó, y luego cerró los ojos—. ¡Un momento! Sí… —exclamó—, ahora lo recuerdo. Estaba sobre el respaldo de una silla, próxima a la puerta.

—También conocemos ese detalle, pues hay allí una mancha de sangre como prueba fehaciente de lo que afirmas. De cualquier forma, debo admitir que te mereces la calificación más alta en capacidad de observación; pero ¿qué calificación obtendrás en deducción?

—¿Fue Eastwood el que la colocó en la silla?

—No; la arrojó al suelo. Cualquiera puede haberla puesto sobre la silla, y cualquiera también puede haberse apoderado de ella sin que nadie lo advirtiera. Supongo que todos deambulaban como un montón de gallinas asustadas.

—¿Has tratado de hallarla?

—Naturalmente; pero sólo por pura rutina. Si realmente tuviese algún valor como prueba (aunque no sé por qué, si no llevaba algo en los bolsillos), el asesino puede haberla hecho desaparecer de cien maneras distintas. Puede haberla quemado, enterrado o cualquier otra cosa. ¿Alguna deducción?

—No.

—Hay otra cosa importante. Hemos averiguado algo con respecto a los disparos. Como tú sabes, el primero tuvo por objeto sembrar la confusión, para obligar a todos a levantarse y asegurarse de que nadie supiera con certeza cuál era la situación de los demás en el momento de producirse el crimen; pero el segundo, que fue el fatal, fue hecho desde una distancia de unos dos metros y medio, y hacia arriba.

—¿Hacia arriba?

—Sí; con un ángulo de más o menos cuarenta grados, lo que significa que el hombre o mujer que lo disparó, estaba agachado, probablemente oculto detrás de una silla. ¿Se puede saber por qué diablos has comenzado a parpadear?

—Por nada, por nada —se apresuró a asegurarle Mr. Green.

—No me fío de tu continuo parpadeo —gruñó Waller—. Tu razón tendrás.

—No lo sé, realmente —replicó Mr. Green—. ¿Y qué hay del revólver?

—Sólo encontramos dos cartuchos, el primero, sin bala, y el otro, el verdadero, lo que significa que el que disparó estaba muy seguro de sí mismo, fuera hombre o mujer.

—Haces muy bien en agregar eso de hombre o mujer. ¿Tienes acaso alguna sospecha respecto a alguna de las mujeres?

—No, ninguna, ni siquiera después de enterarme del asunto de la Delamere, y la hermana borracha y el resto de la historia. No necesito decirte que te agradezco la información. Me parece que no avanzamos mucho —comentó, después de echar un vistazo a la hoja de papel que tenía frente a sí—. Todo lo que hemos escrito hasta ahora es: desaparición de la chaqueta.

En ese momento sonó el timbre del teléfono. Waller descolgó el receptor.

—Es mistress Dee quien le habla —exclamó una voz desde el otro extremo del hilo telefónico—. Creo que usted deseaba verme.

—Se trata simplemente de un asunto de rutina, señora. ¿Está usted segura de que se ha repuesto lo suficiente como para contestar a mis preguntas?

—Me encuentro muy bien, gracias.

—De acuerdo. La espero.

Waller se volvió hacia Mr. Green.

—Mistress Dee —le dijo—, ¿algo interesante acerca de ella?

—Nada. Es una mujer de provincia, sensata y regordeta. Sin embargo, nunca se puede estar seguro de nadie.

—Lo que quiere decir —replicó Waller con una sonrisita irónica—, que te gustaría ocultarte detrás del biombo para escuchar nuestra conversación.

—Si tú insistes…

Mr. Green no necesitaba que nadie le persuadiera. Un minuto después se había sentado en una silla, detrás del biombo, con el codo apoyado sobre el lavabo. Tenía el entrecejo fruncido y sus labios se entreabrían al murmurar para sí mismo: «¿Hacia arriba? ¿Por qué… hacia arriba?».

Mistress Dee entró en la habitación. Waller consideró que para una mujer que acaba de sufrir un ataque al corazón tenía un aspecto demasiado rozagante. La dama desechó, con un ademán, el sillón que el inspector le ofrecía.

—No, gracias —le dijo con su vocecilla alegre y chillona—. Me sentaré en el borde. Una vez que me dejo caer en uno de esos sillones, estoy perdida y me cuesta muchísimo ponerme de pie. ¿Le molesta que fume?

—No.

—Va contra el reglamento —observó, después de extraer un paquete de cigarrillos de su bolso—, pero, dado que estoy en presencia de la ley… Eso es algo que no logro comprender en este lugar —añadió, después de encender uno, y aspirar profundamente—. Ya que venimos aquí con el fin de perder peso, debían permitirnos fumar como chimeneas. Sin embargo, no he venido para discutir ese tema. ¿En qué puedo servirle?

Waller entró en el terreno que le era familiar. Su historia concordaba con la de los demás huéspedes. Era igualmente vaga, imprecisa y no le proporcionaba ningún dato de interés. Había estado sentada en un cómodo sillón entre el elefantino matrimonio Johnson, y tardó tanto en levantarse, que fue una de las últimas en ver lo que había ocurrido.

—¿No hay nada en particular que usted pueda añadir? —le preguntó Waller, al tiempo que se disponía a hacer una anotación en su libreta.

—En fin… —dijo mistress Dee, después de una pausa—, no sé…

Waller levantó la vista.

—En realidad, se trata de una tontería —prosiguió mistress Dee—, no veo que tenga ninguna relación con el crimen; pero si usted quiere saber todo lo que me parezca extraño o curioso…

—Continúe; me interesa, sí.

—Bueno, pues se lo diré. Se trata de Maisie Kent, la hermana de sir Owen.

—¿Sí?

El rostro de mistress Dee perdió su expresión amable y cuando habló, lo hizo con evidente acritud.

—Si hay una persona que me resulta intolerable en este lugar, es esa mujer. Se da unos aires de importancia como si fuese una duquesa, cuando todos sabemos muy bien cuál es el motivo que la trae aquí. No me sorprendería si se descubriera que guarda una botella debajo de su cama; pero eso no es lo que nos interesa ahora. Por otra parte, no vaya a creer que le confío esto porque la desprecio, sino… en fin, porque, ¡fue algo tan peculiar!

—Le ruego que continúe.

—Bueno, fue algo que Ocurrió antes de entrar en la sala de televisión. Yo estaba sentada en el borde de una silla, afuera, esperando a sir Owen.

—¿A sir Owen? —repitió Waller, levantando la vista.

—Sí; yo le había prestado un libro. Era una de esas novelas de misterio (ni siquiera recuerdo cómo se llamaba) y él quería devolvérmela. Me habló por teléfono para decirme que me la entregaría esa noche, y quedó en encontrarse conmigo frente a la sala de televisión a las ocho treinta.

—¿No le pareció su petición un poco extraña?

—Sí, para serle franca, sí. Podría haber enviado a alguno de sus empleados con el libro, o bien dejarlo en la oficina. También podría habérmelo devuelto después de la función; pero no… tenía que ser frente a la sala de televisión a las ocho treinta.

—¿Qué contestó usted ante su petición?

—Bueno, lógicamente, le dije que sí —replicó la dama con una carcajada—. Debo admitir que todos tenemos algo de snobismo, y sir Owen Kent… era toda una institución… o por lo menos así lo consideraban las gentes de mi círculo de amistades. Por eso acepté su proposición. Me gustaba pensar que lady Kendall podía tal vez vernos conversar juntos, y así fue, en realidad. Ella también estaba en el hall, esperando al pedante de su hijo.

—Comprendo. ¿Y luego qué sucedió?

—Apareció Maisie del brazo de su hermano, dándose mucha importancia, aunque con paso tambaleante, como si hubiera bebido un par de copas de más. Sir Owen le dijo que aguardara un instante, y luego se acercó a mí y me entregó el libro, bajo las mismas narices de lady Kendall.

—¿Le hizo algún comentario al respecto?

—Sí, me dijo que esperaba que le perdonara, pero que no tenía una opinión muy favorable de la novela. Yo pensé que no necesitaba disculparse, puesto que yo tampoco la consideraba muy interesante. Luego se inclinó hacia adelante, y se me acercó mucho, como si quisiera decirme algo confidencial. «La vida puede mostrarnos historias más extrañas que ésta, ¿no le parece, mistress Dee? —observó—, y quizá antes de lo que creemos». Ésas fueron sus palabras. Yo asentí, y terminamos la conversación.

—¿Eso fue todo?

—No. Mientras hablábamos, Maisie se apoyaba contra la báscula. Me imagino que estaba encantada de encontrar dónde sostenerse, dado su estado. Podía observarla por el rabillo del ojo y me decía: «Si ahora se le ocurre subirse, se producirá un escándalo…».

—Me temo que no la entiendo muy bien —la interrumpió Waller.

—Discúlpeme; debería haberme explicado mejor. Maisie tiene la obsesión de pesarse; no puede pasar cerca de una báscula sin subirse a ella. En una ocasión oí cómo sir Owen discutía con ella y la recriminaba por lo que calificaba de manía. Estaba verdaderamente furioso y le decía: «Si pesas sesenta y tres kilos a las tres de la tarde, pesarás lo mismo a las cinco. ¿Por qué no dejas esa condenada máquina en paz?». Por eso mismo no pude por menos de asombrarme cuando sir Owen se acercó a su hermana, y después de señalarle la báscula, le preguntó: «¿No te olvidas de algo?». Cuando ella respondió: «¿Qué?», él replicó: «No te has pesado desde la hora del desayuno, de manera que ahora podemos muy bien tener un disgusto». Sir Owen hablaba en voz alta. Luego, prácticamente la empujó sobre la plataforma, y arregló las pesas (es una de esas máquinas en las que se corren las pesas sobre un brazo de hierro). Dio un paso hacia atrás y entrelazó las manos antes de exclamar: «¡Bueno, ahora sí que hemos tenido el disgusto!».

—¿Por qué dijo eso? —preguntó Waller, inclinándose hacia mistress Dee.

—Porque la esfera registraba ciento cuarenta y cuatro libras.

—¿Y su peso normal era de ciento cuarenta?

—Sí, señor.

—¿Y luego qué? —añadió Waller, después de hacer una rápida anotación en su libreta.

—En cuanto a lo que ocurrió después, no puedo decírselo con certeza, porque llegó miss Frost seguida de los Johnson y muchos otros, de manera que me obstruyeron la visión.

—¿No repuso nada miss Kent a la exclamación de su hermano?

—Sí, dijo: «Debe estar averiada», y luego descendió de la balanza, y cuando miss Frost abrió la puerta del salón, todos entramos en él.

—¿Nada más?

—Nada, excepto que sir Owen se dio la vuelta para hacerme un guiño.

Mistress Dee se interrumpió emocionada.

—Jamás olvidaré su expresión —añadió con voz temblorosa—, porque unos minutos después… ¡Es horrible!, ¡morir de esa manera…!

Se aclaró la garganta, y luego extrajo un enorme pañuelo rosado de su bolso, con el que se enjugó los ojillos pequineses de expresión amable.

Se produjo un pequeño silencio.

Muchas gracias, mistress Dee —dijo Waller, echando hacia atrás su silla—. Tal vez su declaración nos haya proporcionado algún dato importante.

—No puedo imaginarme por qué.

—Tampoco yo por ahora —repuso el inspector sonriente, poniéndose de pie—. Pero jamás puede saberse.

—Eso es lo que yo digo —concordó mistress Dee con una leve sonrisa.

El inspector abrió la puerta para darle paso y ella se marchó, no sin antes exhalar un profundo suspiro teatral.

Waller llamó al sargento Bates a través de la puerta.

—Eso es todo, Bates. Ve y tráete el almuerzo —le dijo, cerrando luego la puerta con llave.

—Vamos, Horatio —exclamó con una sonrisa—, ahora ya puedes salir.

Mr. Green emergió por detrás del biombo y comenzó a olfatear el aire.

—¿Alguna pista? —inquirió Waller, que no subestimaba la extrema sensibilidad del olfato de su colega. Después de todo, no en vano el hombrecillo se había hecho merecedor del sobrenombre afectivo que le daban en el Yard: el sabueso humano.

—Una diferencia de cuatro libras —murmuró, como si hablara consigo mismo, con la mirada perdida en la lejanía, a través de la ventana.

—¿Qué es lo que estás diciendo?

—Simplemente me preguntaba cómo podría justificarse esa diferencia de peso. Hay muchas cosas que pueden pesar cuatro libras, entre ellas, lógicamente —hizo una pausa efectista—, un revólver, cuyo peso, si la memoria no me engaña, es precisamente cuatro libras y cinco octavos de onza.

—¡Dios bendito! —exclamó Waller, mientras le contemplaba boquiabierto—. Ésa sí que es una brillante deducción.

—¿Te parece? Yo mismo no lo sé.

—¡Vamos!, no te hagas el modesto conmigo. Creo que ya tenemos algo en qué basarnos —señaló Waller con voz excitada—. Sabemos que todos llevaban la típica bata de Harmony Hall. Alguien debió forzosamente ocultar el revólver entre sus ropas, y quienquiera que fuese, debió automáticamente pesar cuatro libras más de lo acostumbrado.

—Y cinco octavos de una onza —le corrigió Mr. Green.

—Está bien, y cinco octavos de una onza —admitió Waller. Se mordisqueó una uña—. Supongo que miss Kent se hallaba ataviada con el disfraz de la casa.

—Eso puedo asegurártelo. Jamás la he visto con otra cosa que no fuese la bata de Harmony Hall, que también tenía puesta esa noche.

—Bueno, entonces, ¿qué esperamos?

—No puedo creer que te propongas arrestar a miss Kent con una evidencia tan pobre.

—¿Quién habla de arrestar a nadie? Pero ¡demonios!, esto le hace a uno pensar, ¿no te parece?

—Ya lo creo; aunque quizás no tengamos los mismos pensamientos.

—Prefiero no preguntarte el significado de tu sarcasmo —observó Waller, mientras lo contemplaba visiblemente airado—. Lo que pienso es obvio. Miss Kent, tal como ella misma ha declarado, es una de las mayores beneficiarías en el testamento de sir Owen. Por otra parte, le odiaba profundamente. Tenemos, pues, el motivo y la oportunidad. Además, se hallaba colocada en una posición idónea para hacer el disparo.

Esperó que Mr. Green hiciese algún comentario, pero como éste se mantuvo en silencio, prosiguió:

—Bueno, alguien trajo algo que pesaba cuatro libras más tus cinco preciosos octavos de onza. No comprendo cómo mi razonamiento no te parece obvio.

—Mi querido Waller —replicó Mr. Green con tono indulgente—; no he dicho nada de eso. Es justamente por ser tan obvio que desconfió de él.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no apruebo los indicios que parecen proceder de la inventiva de un novelista, y de uno bastante malo, por otra parte.

—¡Demonios!, ahora hablas igual que sir Owen.

Mr. Green levantó la vista rápidamente y comenzó a parpadear.

—Tienes razón —murmuró—. Tienes razón.

Pareció como si se le hubiese ocurrido una idea.

—¡Dios mió! —exclamó, después de echar un vistazo a su reloj y al tiempo que se ponía de pie—. ¡Cómo vuela el tiempo!

—¿Te vas?

—¿Nos queda algo más que discutir?

—Supongo que no —repuso Waller malhumorado—. Gracias por tu ayuda.

Mr. Green se acercó a su colega y le palmeó el hombro con la mano pequeña y gorda.

—Mi querido Waller —le dijo con afecto—, no debes ofenderte con tu viejo amigo. Como ya te manifesté al comienzo de nuestra entrevista, sé tanto como tú acerca de este desgraciado asunto.

—Tus palabras me reconfortan —repuso Waller un tanto renuente, a la vez que se incorporaba para abrir la puerta—. Te aguarda otra escena tras el biombo, esta tarde, si te sientes con ánimos.

—¿Paul Stole?

—Sí. Debe estar de regreso para la hora del té, y nunca será demasiado temprano. Te llamaré.

—Aguardaré tu llamada con impaciencia.

Mr. Green abandonó la habitación. En el solárium le esperaba un plato con ensalada de zanahorias crudas y una taza de caldo de nabos frío, pero antes de saborear estas delicias tenía que llegarse hasta el mostrador del hall de la entrada.

Wilkins, el portero, estaba allí, con el rostro sumergido en un ejemplar del Daily Express, que dedicaba varias y nutridas columnas al crimen.

Mr. Green tosió discretamente. Wilkins pareció sobresaltarse y levantó la vista.

—Lamento molestarle.

—No es nada, señor.

—¿Tendría usted por casualidad un destornillador?

—¿Un destornillador, señor? Veré si tengo alguno.

Abrió un cajón y revolvió su contenido.

—¿Le sirve esto? —preguntó, por fin.

Mr. Green examinó la herramienta.

—Perfectamente —repuso—. ¿Puede dejármelo hasta mañana?

—Sí, señor.

—Es usted muy amable.

Mr. Green guardó el destornillador en el bolsillo, y mientras ingería a sorbos su sopa de nabos (con sus apropiadas muecas de disgusto, ya que a ningún hombre civilizado debía sometérsele a semejantes indignidades gastronómicas), tocaba el destornillador como para asegurarse de que aún lo tenía en el bolsillo, como si ese detalle fuese de gran importancia.