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El montículo de abono

Diciembre 21.

El primer día del periodo peligroso. Primer día según el anónimo profeta del destino, del ciclo de la muerte.

Mr. Green dejó la novela con un ademán de impaciencia. El estilo de Clifford Collier era contagioso. Profetas del destino… ciclos de la muerte… no eran estas expresiones comunes en su vocabulario, ni siquiera cuando hablaba consigo mismo como en ese momento.

Era la tarde siguiente a los acontecimientos que hemos relatado en el capítulo anterior, y Mr. Green se hallaba sentado en el solárium. Nada había ocurrido; el drama continuaba inconcluso; el ritmo de Harmony Hall había vuelto a su normalidad… largo, legato, pianissimo. Los huéspedes deambulaban, como era costumbre, envueltos en sus batas; lady Kendall y el libertino de su hijo, que al parecer, era un individuo nulo; los corpulentos Johnson, la agradable mistress Dee, la evasiva actriz Kay Dawn, siempre enfrascada en la lectura de un volumen de poesías que sostenía muy próximo a su aguda naricilla, y el gregario Paul Stole, que había vuelto a provocar una escena sobre la supuesta inexactitud de la báscula.

La única persona que pudo agregar a la lista de posibles sospechosos, fue Catharine, la hermana gemela de sir Owen. Se la habían presentado poco después del desayuno, si es que podía darse ese nombre a una pequeña porción de zanahorias ralladas. Por muy mala voluntad que pusiera, no podía encontrar en ella nada siniestro. Era una edición descolorida y suavizada de su hermano: un Owen desprovisto de mordacidad, y si, como sir Owen le había sugerido, ansiaba una vida material más plena, conseguía ocultar y mantener bajo control tales inquietudes. Es cierto que había dicho: «Claro está que podríamos hacer de este lugar algo muy diferente». (Abundaban en su conversación los suspiros y énfasis en distintas palabras). Sin embargo, después de mirar de soslayo y con evidente nerviosismo a su esposo, se había retractado: «No se trata de que queramos llevar a cabo ninguna alteración. Creo… que es perfecto tal como está. ¿Cuál es su opinión, míster Mr. Green?».

El detective no sabía cómo interpretar sus palabras, ni tampoco cómo podía incluirla en el cuadro general de sospechosos.

Mr. Green dejó escapar un gruñido. Cuadro general de sospechosos. Había vuelto a usar una de las frases estereotipadas y típicas de las novelas policíacas. ¿Qué le estaba sucediendo? Si Clifford Collier, el autor de Las heces de la muerte, se hubiese presentado ante él en ese momento, le hubiera hecho algunas reflexiones bastante mordaces.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran casi las tres y media de la tarde. Bueno, ya no faltaba mucho.

¿Faltar mucho para qué? Se permitió una incipiente sonrisa. Todas estas frases retóricas que surgían en forma intempestiva de su cerebro: Ya no faltaba mucho… ¿para qué? Era una expresión típica de Clifford Collier.

Todo lo que esperaba era salir en compañía de Eastwood para ver el montículo de abono que había en el parque.

Contempló desde la ventana el césped serpenteante que se extendía a lo lejos. Por entre los cipreses, se alcanzaban a divisar unas manchas de plata por donde los rayos del sol aún no habían penetrado. Suponía que el mencionado montículo se hallaría bajo la colina, y no podía imaginar qué motivos tendría Eastwood para mostrarse tan ansioso por enseñárselo. De todos modos, esperaba que no llegara tarde, porque ya había comenzado el crepúsculo.

En ese preciso instante, vio que Eastwood se acercaba hacia él con paso apresurado.

—Míster Mr. Green, estoy dispuesto a salir ahora —le dijo.

Mr. Green se preguntó por qué hablaría con voz tan temblorosa.

Al llegar a los escalones de la puerta de la entrada, Eastwood se detuvo.

—Es por allí —murmuró, con un brazo levantado, para señalarle un punto determinado sobre los cipreses—. ¿No le parece que está un poco lejos para usted?

—No, en absoluto.

—Le llevaré del brazo.

Así lo hizo y ambos caminaron por el sendero.

—Después de todo —añadió Eastwood como si hablara consigo mismo—, somos espíritus gemelos, y eso es algo muy difícil de encontrar.

Mr. Green no supo qué replicar. Por otra parte, ya le faltaba el aliento, puesto que Eastwood caminaba con paso rápido y le obligaba a seguirle penosamente como un niño arrastrado por una niñera muy poco considerada. Mr. Green experimentaba una extraña sensación de incongruencia. ¿A qué se debía tanta tensión y dramatismo? En definitiva, todo lo que iban a ver era un montículo de abono natural, o sea el resultado de una hermosa cooperación entre el hombre y la naturaleza. No obstante, Eastwood se aproximaba a ella como si se tratase de una peregrinación religiosa.

—Al doblar la curva, habremos llegado —le informó, jadeante, con verdadera unción en su voz.

Un instante después, Mr. Green pudo observarlo iluminado por la luz crepuscular. Por un momento, Eastwood consiguió contagiarle su estado de ánimo. El montículo era, sin lugar a dudas, superior a todos cuantos existían. Era un montículo apretado, de un metro veinte de altura, que ocupaba una vasta superficie, lo suficientemente amplia como para erigir en ella Una cabaña de medianas dimensiones. Era evidente que lo cuidaban con verdadera devoción y sus bordes estaban perfectamente recortados, como si hubiesen sido los de un trozo de una torta de chocolate. Hasta los enormes robles bajo los que se levantaba parecían extender sus ramas como brazos protectores, para abrigarlo y defenderlo.

—¿Ve usted? —le preguntó Eastwood con fervor.

Luego dio un paso hacia adelante y cayó de rodillas. Extendió las manos y tocó el montículo, para finalmente tomar algunos fragmentos y levantarlos como si ofreciese al cielo una oblación.

—Para mí —le explicó en un susurro—, esto es la auténtica bondad, la expresión básica de la virtud. De aquí salimos y aquí retornaremos. ¿Comprende lo que quiero decir?

Volvió la cabeza con lentitud. Mr. Green le miró directamente a los ojos y se preguntó, sorprendido, cómo debería interpretar la extraña luminosidad que advertía en ellos.

—¿Comprende? —repitió Eastwood, sin aguardar respuesta. Se acercó al rostro el fragmento que tenía entre las manos, como si aspirase una fragancia exquisita.

—Ésta es la verdadera razón de la existencia de Harmony Hall. ¡Mire! Éste es el producto de la lluvia que cae del cielo y las hojas que absorben la luz solar… los vientos las limpian y, con el correr del tiempo, vuelven a la tierra. Las semillas caen y crecen plantas que luego nosotros consumimos. ¿Cree usted que estoy loco? —le preguntó repentinamente.

—No pienso que necesite usted formular esa pregunta —contestó Mr. Green con una leve sonrisa.

—Gracias. Suponía que usted era capaz de comprenderme —le dijo con voz más tranquila—. Verá usted, yo soy cristiano. Debemos nutrir nuestros cuerpos con las frutas limpias de la tierra. Nada de sangre, cacerías o crueldades contra las criaturas de Dios. Sólo se trata de buscar una más íntima comunión con la naturaleza. A todas las personas que vienen aquí… —agregó, exhalando un suspiro—, las trato… y creo hacerles un bien… en realidad, me consta que lo consigo. Hemos salvado muchas vidas en Harmony Hall. ¡Oh, sí, tenemos muy buena reputación entre los círculos médicos! Nos han elogiado en las páginas del Lancet. ¿Pero qué es salvar un cuerpo, comparado con la salvación de un alma?

En ese momento oyeron unos pasos a sus espaldas.

—¡Mi querido Harold, verdaderamente, vas demasiado lejos! —dijo sir Owen.

Su voz era tan invernal como el viento que soplaba a través de las crujientes ramas de los árboles.

—¡Demasiado lejos! —repitió.

Lentamente, Eastwood se puso de pie. Bajó el brazo y los fragmentos de abono se esparcieron por el suelo. Prefirió mantenerse callado y se limitó a permanecer con la vista clavada ante sí.

Sir Owen se aproximó un poco y tomó del brazo a Mr. Green. El detective no tenía interés en marcharse con él, pero no hizo ningún movimiento.

—Mi cuñado —observó sir Owen pausadamente— tiene la inveterada costumbre de otorgar a los objetos materiales, especialmente si son vegetales, cualidades espirituales que, evidentemente, no poseen. No creo exagerar si le digo que es capaz de convertir una zanahoria en un cirio sagrado.

—¿Le parece esto necesario? —preguntó Eastwood.

—Sí, mi querido Harold, lo es. Verá usted —añadió dirigiéndose a Mr. Green—, tengo profundo horror por todo lo que sea morboso, y en mi opinión, hay algo positivamente macabro en el espectáculo que ofrece un hombre adulto, al caer en éxtasis frente a un montículo de abono putrefacto.

Todos permanecieron silenciosos, pero Mr. Green se apartó de sir Owen en forma un tanto evidente.

—¡Querido…! ¿Le he ofendido una vez más, Mr. Green? Con seguridad, usted comprende mi punto de vista.

El detective se sentía profundamente enojado, si bien trató de no dar rienda suelta a su malhumor.

—No es a mí a quien debe hacer esa pregunta —replicó.

—Entonces se la dirigiré a mi cuñado, a pesar de que ya la ha oído muchas veces.

—No es necesario, Owen —contestó Eastwood con un gruñido animal, que contrastaba de manera alarmante con su anterior estado de ánimo—. Como tú dices, ya hemos discutido ese tema muchas otras veces; pero ¿no crees que ha llegado el momento de informarme sobre lo que piensas hacer al respecto?

—¿Hacer al respecto? —repitió sir Owen, al tiempo que enarcaba las cejas—. Después de todos estos años, ¿qué crees que puedo hacer?

Aspiró una profunda bocanada de su cigarro y al dejar escapar el humo, volvió la cabeza y dirigió el humo a Eastwood, dándole de lleno en los ojos. Mr. Green advirtió que su acción era deliberada y Eastwood retrocedió, visiblemente ofendido.

—¿Hacer al respecto? —insistió sir Owen—; pues, mi querido Harold, no hay nada que pueda hacer, excepto… esto.

Se quitó el cigarro de la boca y lo arrojó por el aire. Un sinfín de chispas luminosas se desprendieron de él como una lluvia de estrellas, que fueron a caer, encendidas, sobre la parva de abono.

Eastwood permaneció con la vista clavada en su cuñado, sin decir palabra, pero abría y cerraba los puños incesantemente, como expresión de la ola de indignación que lo embargaba. Súbitamente, giró sobre sus talones y se marchó con paso rápido hacia la casa.

Sir Owen se limpió con la mano la ceniza que había caído sobre su chaqueta.

—Muy interesante —murmuró—. Espero, Mr. Green, que haya usted reparado en su expresión. ¿No es cierto que me ha mirado como si deseara asesinarme?