5
Pruebas contradictorias

—Eso podría haberle ocurrido a cualquiera —señaló lady Kendall, con voz autoritaria.

—Me temo que no puedo considerar a mi hermano simplemente como cualquiera —replicó con acritud miss Maisie Kent.

—Le ruego me disculpe —contestó lady Kendall, con marcada ironía—. Por un momento, olvidé las distinciones de su categoría.

—No me refería a ellas, sino únicamente al hecho de que se trata de mi hermano.

—Comprendo perfectamente sus sentimientos, pero no por eso dejo de considerar que ese accidente podría haberle ocurrido a cualquiera.

—Siempre que se trate de un accidente.

—¿No querrá usted sugerir que podría ser otra cosa? —inquirió lady Kendall, observándola un tanto sobresaltada.

—Mi querida lady Kendall, jamás se me ocurriría sugerir nada que pudiera involucrar a su apreciado amigo míster Garth.

—¿Mi apreciado amigo?

—Eso es lo que he dicho.

Mr. Green, que se hallaba en el solárium, entre ambas damas, decidió que ése era el momento oportuno para intervenir en la conversación.

—Aún no sé con exactitud —les dijo—, qué es lo que ha ocurrido.

Ambas procedieron a relatarle los pormenores del accidente.

Era la hora del té; para ser exactos, las cinco en punto de la tarde. En Harmony Hall, a esa hora se permitía a los pacientes beber una sola taza de té, muy ligero y con limón; pero dado el estado de necesidad en que se encontraba Mr. Green, esa bebida le parecía un néctar.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? —repitió miss Kent—. No me diga que aún no lo sabe.

Mr. Green estaba enterado de todo, pero deseaba escuchar las versiones de ambas damas.

—Estoy un poco mareado —murmuró.

—Pues no hay nada confuso en los hechos —replicó miss Kent, despreciativa—. Garth aprisionó a mi hermano entre las mantas calientes durante tres cuartos de hora, y luego salió, abandonándolo como para que le sobreviniese un ataque al corazón, que, por otra parte, fue casi lo que le ocurrió.

Lady Kendall escuchó sus palabras con una sonrisa de Medusa, en la que se traslucía una expresión de tan aterradora malevolencia que Mr. Green no pudo por menos de echarse hacia atrás, visiblemente alarmado.

—Mi querida miss Kent —comenzó con voz sibilante—, creo no equivocarme al decirle que semejante observación, si alguien llegara a repetirla, podría hacer que se viera envuelta en un juicio por daños y perjuicios con una indemnización de unas diez mil libras aproximadamente. Claro está que puedo equivocarme. ¿Cuál es su opinión, míster Mr. Green? —agregó, al tiempo que dirigía su horrible sonrisa hacia éste—, ¿sugeriría usted esa suma, o algo más?

—En realidad… —comenzó Mr. Green.

—Sí —le interrumpió lady Kendall, asintiendo—, es probable que esté usted en lo cierto. Sería mucho más. Diez mil libras es una suma demasiado pequeña como para saldar con ella la ruina de la reputación de un hombre.

—Cuando haya usted terminado —trató de hablar miss Kent.

—Querida mía, aún no he comenzado —la interrumpió lady Kendall—. Y no se trata de que tenga mucho que decir. Los hechos son muy simples. Su distinguido hermano fue metido entre las mantas…

—¡Atado!

—Le ruego que no me interrumpa. Digamos que fue depositado, cuando míster Garth se vio obligado a salir por una llamada urgente.

—¿Qué motivos le impulsaron a salir?

—No tengo la menor idea.

—¡Qué raro!

—No soy la tutora de míster Garth.

—¿Ah, no? ¿Está usted segura?

La ofensa fue tan deliberada y estudiada que, por un momento, lady Kendall pareció aturdida.

Mr. Green experimentó la sensación de hallarse entre dos figuras de piedra, ambas intensamente femeninas, que se observaban con manifiesta animadversión, decididas a destruirse una a otra.

En ese momento, oyó una tosecita discreta a sus espaldas. Se volvió y comprobó que Wilkins, el portero, se le había acercado, portador de algún mensaje.

Sir Owen le espera, señor —le dijo.

—Si ustedes me disculpan… —exclamó, poniéndose en pie y despidiéndose de las damas con una reverencia.

La curiosidad, dicen, mató al gato, y ella es, sin duda, el más poderoso de los atributos femeninos. Por esa causa las dos Medusas dejaron a un lado momentáneamente su mutuo rencor y lady Kendall se acercó a su compañera, para preguntarle en un tono que pretendía ser normal:

—Pero, mi querida miss Kent, ¿qué asunto puede tener su hermano con un hombrecillo tan extraño?

—No tengo la menor idea —repuso ésta, sorprendida—, pero creo que entiende de psiquiatría.

—¿Acaso sir Owen sigue algún tratamiento?

—No puedo imaginar a mi hermano interesado en el psicoanálisis. ¿Por qué me lo pregunta?

—Bueno, usted sabe muy bien cómo son los psiquiatras —replicó lady Kendall encogiéndose de hombros—. Le meten a uno ideas en la cabeza. Siempre tratan de influenciar a sus pacientes sobre cuestiones de dinero y otras cosas parecidas.

—Me parece que tendré que vigilar a ese hombrecillo —observó miss Kent con expresión sombría.

—Desde el primer momento en que le vi, no me pareció digno de confianza —señaló lady Kendall, para luego bajar la voz antes de agregar—: ¿Sabe usted que…?

Carecemos de tiempo para dedicarnos a escuchar las confidencias de estas damas. La historia prosigue en el piso de arriba, cuando Mr. Green llamó a la puerta de sir Owen.

Button le franqueó la entrada con expresión afligida.

—Está mucho mejor que antes —le dijo en un susurro—, pero aún no se ha recuperado del todo.

Condujo a Mr. Green hacia el interior de la habitación. Sir Owen estaba recostado sobre un diván, con la mirada fija en el cielo raso. No reinaba mucha luz en la habitación, pero Mr. Green se alarmó al comprobar la extrema palidez de su rostro. Sin embargo, cuando sir Owen advirtió la presencia de Mr. Green, volvió la cabeza y le prodigó una sonrisa.

—Le agradezco que haya venido —dijo con voz débil.

—Me pregunto si habré procedido sensatamente al subir —repuso Mr. Green—. Debe usted tratar de conservar sus fuerzas.

—No tiene importancia —contestó, a la vez que trataba de incorporarse—. Creo que ya conoce usted a mi buen amigo Button.

Mr. Green hizo una reverencia.

—Según le dije, Button tiene ideas muy extrañas, y una de ellas es el afirmar que yo le salvé la vida durante la guerra.

—Es la pura verdad, señor —le interrumpió Button—; y si usted me permite… Verá usted, cuando… —añadió en dirección a Mr. Green, pero fue interrumpido por un ademán de sir Owen.

—Mi querido Button —le dijo—, mi estado es delicado, y si vuelvo a oír esa historia una vez más, sufriré una recaída. Lo que nos interesa ahora, no es cómo te salvé yo la vida, sino cómo has salvado tú la mía.

—Preferiría que fuese usted quien se lo contara.

—Muy bien —concedió sir Owen, y luego desenroscó la tapa de una botellita plateada y aspiró profundamente. El color volvió a sus mejillas.

—La mejor forma de relatar lo sucedido es bajo el planteo de un horario. Comenzamos a las catorce cuarenta, que fue cuando bajé al sótano, para recibir el tratamiento de mantas calientes. Creo, Mr. Green, que usted mismo puede confirmarlo, ya que, como recordará, nos encontramos en el vestíbulo.

Mr. Green asintió.

—Exactamente a las catorce cuarenta y cinco, Garth vino a buscarme y me condujo a la más alejada de las salas, donde me ató las mantas…

—Si me permite una interrupción —observó Mr. Green—, ¿es ésa la habitación que usted utiliza siempre?

—Sí. No puedo decirle que esté reservada para mi uso exclusivo pero la utilizo siempre para mis tratamientos.

—¿Por qué?

—Su pregunta es muy natural. Me gusta porque es la más tranquila de todas y porque, cuando recibo ese tratamiento en particular, mi cerebro, por lo general, funciona con excepcional claridad. Es como si me hubieran inyectado una droga en extremo estimulante. He concebido los mejores negocios envuelto en esas mantas. Pero esta tarde, su efecto ha sido por completo opuesto. Me he quedado dormido.

—¿Inmediatamente?

—Tal vez, porque no recuerdo nada hasta el momento en que me desperté en la fría camilla de la sala de masajes, con Button a mi lado, que me colocaba una esponja sobre la frente y Eastwood a punto de ponerme una inyección. Mi querido muchacho —agregó mirando a Button—, me temo que tendrás que explicarle a Mr. Green lo que ocurrió entretanto.

—Aun así prefiero que sea usted quien lo haga —replicó el aludido, un tanto turbado y con la vista clavada en sus botas.

—Si yo fuese tu comandante, te ordenaría hablar, pero como no lo soy… —dejó la frase sin terminar para acabarla con una sonrisa.

Mr. Green comenzó a parpadear. Acababa de descubrir en la expresión de sir Owen algo más que un simple afecto. En ella había verdadero cariño, como el que puede sentir un padre hacia su hijo, y el cariño era algo que Mr. Green no había advertido jamás hasta ese momento en sir Owen. Sin embargo, no tenía tiempo para llevar adelante estas reflexiones.

—Muy bien —continuaba sir Owen—, volvamos a nuestro horario. Me aplicaron las mantas a las catorce cuarenta y cinco. Garth debió poner el reloj para que la alarma sonara a las quince en punto, ¿no es así, Button?

—Sí, señor.

—Quince minutos es lo máximo que puedo soportar cuando las mantas están en su punto máximo. Un período mayor me dejaría exhausto, y si el tratamiento se prolongara por más tiempo, podría serme fatal. Garth tenía plena conciencia de ello, porque conoce muy bien mi estado físico. Pasaron cinco minutos. Llegamos así a las catorce cincuenta. En ese momento sonó el teléfono. Button contestó. Era para Garth. Button se dirigió hacia el extremo opuesto del corredor, en busca de su compañero. ¿Y después? —preguntó sir Owen a Button.

—Pues contestó a la llamada.

—¿Qué expresión tenía?

—Bastante amarga.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Pues que era como si hubiese recibido una mala noticia.

—¿Y luego?

—Cortó la comunicación y me dijo que tenía que salir con urgencia y que volvería tan pronto como le fuera posible.

—¿Y después?

—Y… —replicó Button, mientras se balanceaba sobre uno y otro pie, alternativamente—, está el asunto del reloj despertador.

—Vamos, Button —le urgió sir Owen, al tiempo que hacía tamborilear los dedos sobre la mesa—, al parecer, te has propuesto poner a prueba mi paciencia. Me hiciste un relato muy claro de los hechos cuando estábamos solos. Supongo que es su presencia la que le causa tanta turbación —le dijo a Mr. Green.

—No se trata de eso —se disculpó Button.

—Sea lo que fuere, tendré que informar yo mismo a Mr. Green de lo ocurrido, porque de otro modo, nos pasaremos aquí la noche entera. ¿Me dijiste o no que Garth te encargó quitarme las mantas a las quince y treinta?

—Sí, señor —replicó Button, sin atreverse a mirar de frente a sir Owen, a pesar de tener los ojos muy abiertos.

—¿Te queda alguna duda al respecto?

—No, señor.

—No necesito decir, Mr. Green —añadió sir Owen—, que a las quince y treinta, yo habría estado en las mantas tres cuartos de hora, y con el máximo de calor.

—Lo que significaría un tratamiento tres veces más largo que el indicado —observó Mr. Green, asintiendo—. Sin embargo —agregó—, hay dos puntos que no veo muy claros. Si Garth le dio esas instrucciones a las catorce cincuenta —observó a Button—, ¿no le pareció extraño que el tratamiento debiera prolongarse hasta las quince treinta?

Antes de que el empleado pudiese responder a su pregunta, sir Owen explicó la situación.

—No había razón alguna por la que Button supiese que la manta estaba en su punto máximo de calor. Naturalmente, creyó que se me aplicaba un tratamiento medio, que puede extenderse, sin peligro alguno para el paciente, hasta una hora.

—Comprendo. ¿Y la alarma? —preguntó Mr. Green de nuevo a Button.

—Estaba preparada para las quince treinta —repuso sir Owen—. Estás seguro, ¿no es cierto? —le dijo a Button.

—Sí, señor.

—Sin embargo, Garth jura y perjura que la ajustó para que sonara a las quince en punto, y también insiste en que te indicó que me quitaras las mantas a esa misma hora.

—Sí, señor.

—Gracias, Button. No creo que sea necesario entretenerte más. Puedes retirarte.

El hombrecillo pareció vacilar.

—Bueno —exclamó sir Owen, que había empezado a tamborilear los dedos con impaciencia sobre la mesa—. ¿Tienes algo más que decir?

—No, señor —repuso y después de hacer sonar sus tacones, abandonó la habitación.

—Es un buen muchacho —señaló sir Owen—, aunque un tanto taciturno.

—Supongo que da usted pleno crédito a sus palabras.

Sir Owen se puso de pie y se acercó a Mr. Green para mirarle de frente.

—Seria capaz de confiarle mi vida. ¿Puede creer eso? —le dijo.

Mr. Green dio un paso atrás. No le gustaban estas escenas dramáticas.

—Por supuesto que si —repuso con sinceridad—; pero no tiene nada que ver con lo ocurrido.

—¿Le parece?

—El hecho de que usted considere que puede confiar a Button la custodia de su vida no significa necesariamente que su memoria sea infalible.

—¿Por qué duda de su memoria?

—No he dicho tal cosa; simplemente le he preguntado si usted la considera infalible.

—De manera que está usted de parte de Garth —exclamó sir Owen, con el entrecejo fruncido.

—No se trata de estar a favor o en contra, sino de llegar al fondo de la verdad.

Antes de que sir Owen pudiese responder a sus palabras, alguien llamó a la puerta de la habitación.

—Pase.

Garth apareció en el dintel de la puerta.

—¿Puedo hablar con usted un momento, señor?

—Si cree que es necesario —replicó sir Owen, mientras le observaba con frialdad.

—Preferiría hacerlo a solas.

—Pero yo no —contestó sir Owen, para luego dirigirse hacia el sofá y dejarse caer en él.

—Muy bien, señor —acordó Garth, al tiempo que cerraba la puerta tras de sí—. Pregunté si podía verle más temprano, pero me informaron que no debía ser molestado. Quiero que oiga mi versión sobre esta historia fantástica.

—Está bien.

—Juro por Dios Todopoderoso…

—Vamos, Garth, esto no es un tribunal.

—Para mí es como si lo fuera. Se trata de mi palabra contra la de otra persona.

—Así es.

—Y juro que le dije a Button que le quitara las mantas a las quince en punto.

—¿Hubo algún testigo de tal afirmación?

—No, señor, ¿por qué había de haberlo?

—No, por nada, pero le hubiera resultado a usted muy conveniente que alguien hubiese escuchado sus palabras. Por otra parte, está la cuestión del reloj despertador.

—Juro que lo ajusté para las quince.

—Y Button afirma que debía sonar a las quince treinta.

—Pero ¿por qué? —exclamó Garth con los puños apretados, presa de visible exasperación—. ¿Qué motivo puede tener ese hombre para sostener algo que no es cierto?

—Sí, ¿por qué? —repitió sir Owen, con una sonrisa maliciosa—. A menos, claro está, que desee mi muerte a corto plazo, lo que me parece muy poco probable. Quizás tenga algo en contra suya. ¿Sabe usted algo al respecto?

—No le creo capaz de experimentar un sentimiento de rencor hacia nadie.

—Tampoco yo.

Se produjo una pausa.

—Esto parece una pesadilla —dijo por fin Garth—, juro…

—Vamos, Garth —le interrumpió sir Owen con un ademán—, ya hemos tenido bastantes juramentos por hoy. Dejemos las cosas como están. Éste será uno de los grandes misterios insolubles de Harmony Hall. Ahora que hablamos de misterios… hay un aspecto de este asunto que sólo usted puede aclarar —agregó, mirándole directamente a la cara—. ¿Cuál fue el problema de importancia vital que le obligó a abandonarme de una forma tan intempestiva?

—Creo que eso sólo me incumbe a mí.

—Así es, tiene usted razón; pero dadas las circunstancias…

—No veo qué tengan que ver las circunstancias con eso.

—¿Ah, no? Quizás no se equivoque. En fin, le agradezco que haya venido a verme —concluyó, mientras se dirigía hacia la puerta y la abría para hacerle salir.

—Le pido mil perdones, señor —se disculpó Garth, vacilante—. Piense usted lo que quiera, pero puedo asegurarle que esto jamás volverá a ocurrir.

—De lo contrario no estaré yo aquí para discutirlo con usted. Buenas noches, Garth.

El masajista se marchó y sir Owen volvió a sentarse en el sofá.

—¿Continúa usted aún de su parte, Mr. Green? —inquirió.

El detective consideró que no valía la pena molestarse en responderle.

—¡Ah, perdóneme! —añadió—. Había olvidado que usted no se pronunciaba a favor de nadie, y mucho me temo que yo haya estado predispuesto en contra de Garth desde el principio del hecho. Como usted habrá podido observar, me siento inclinado a dar crédito a nuestro amigo Button. Confieso que soy parcial en lo que a él se refiere.

—Y debo inferir que le ocurre todo lo contrario en cuanto a Garth.

—Prefiero que las estrellas de cine permanezcan en la pantalla, que es allí donde les corresponde estar.

—¿Puede saberse entonces por qué causa le permite usted trabajar en Harmony Hall?

—Le hemos contratado por dos razones. Primero, porque es un excelente masajista, y segundo, porque constituye una gran atracción. Es como si fuese una estrella cinematográfica, ¿comprende?, es un individuo muy correcto, que jamás se permite ninguna familiaridad con los clientes. Se contenta con hacerles crujir las vértebras del cuello a las viejas jamonas. Ellas pagan caro ese privilegio y el dinero va a engrosar mi bolsillo.

Mr. Green pareció vacilar.

—¿Cree usted realmente que intentó matarle? —le preguntó, por fin, en tono suave.

—Debe usted admitir que, por lo menos, estuvo a punto de lograrlo.

—¿Qué motivo tenía para hacerlo?

—Vamos, Mr. Green, hace apenas unas horas que usted mismo se refirió a las amplias interpretaciones que pueden darse al término motivo. Llegó a decirme que era posible encontrar la causa del crimen en una glándula pituitaria deficiente.

—Considero que, en este caso particular, podemos descartar la posibilidad de que exista alguna deficiencia glandular —replicó Mr. Green en tono cortante.

—¿Es eso todo lo que tiene que decir? —exclamó sir Owen con un ademán de impaciencia—. Realmente, Mr. Green, confieso que usted me ha defraudado. Insistí en tener su colaboración por dos razones: primero, porque no tengo ningún deseo de morir asesinado, y creo que eso es ya suficiente; pero la segunda razón es quizás aún más importante. Quería estudiar a un genio en acción. Deseaba divertirme mientras le observaba trabajar. Pero lo cierto es que no he logrado mi propósito.

—Jamás he tenido fama como animador.

—Le creo —respondió sir Owen, para luego ponerse de pie y acercarse a la biblioteca—. Tengo que convencerle de que lea uno de mis libros. Veamos. ¿Qué tenemos aquí? Las heces de la muerte por Clifford Collier. Sí, me parece que le resultará interesante. El detective, en este caso, es un chino mestizo, con una lamentable tendencia hacia la cleptomanía, que, lógicamente, hace que la historia se complique de una forma inesperada. Su nombre es Min-Foo. ¿Cree que podrá inspirarse en él?

—Estoy seguro de que me será de gran ayuda.

Sir Owen hizo correr las hojas y súbitamente enarcó las cejas.

—¡Qué extraño que haya hecho referencia a la cleptomanía! —exclamó—. Ahora veo que este libro lleva estampada la firma de Catharine Eastwood. Se trata de mi hermana gemela, a quien usted todavía no conoce y espero que llegue de Londres esta noche. Pero no puedo imaginarme cómo ha venido a parar este volumen a mi biblioteca. Quizás quisiera usted ser tan amable de devolvérselo cuando lo haya leído.

—Por supuesto.

Sir Owen le alcanzó el libro y sus labios se entreabrieron lentamente en una sonrisa.

—Vamos, Mr. Green; ha comenzado usted a parpadear. Eso quiere decir algo, ¿no es verdad?

—Sí, quiere decir que sufro de un ligero astigmatismo.

Cada vez que hablaba con sir Owen, Mr. Green tenía la sensación de que el financiero le tomaba el pelo y no podía evitar sentirse muy turbado y hasta incómodo.

Hizo una reverencia y se marchó sin decir palabra.