Cuando Mr. Green bajó al piso inferior, poco antes de las dos de la tarde, para recibir su tratamiento de mantas calientes, consideró que sería muy fácil perderse en el laberinto de consultorios que había en Harmony Hall. En sus comienzos, sólo había en el entresuelo una habitación donde se aplicaban los masajes y un par de cuartos de baño, pero a medida que el lugar prosperó y adquirió fama, se habían ido agregando habitaciones, una a una, hasta que el plan original se había complicado de forma verdaderamente alarmante. Los consultorios se dividían en dos secciones, para pacientes femeninos y masculinos. Ambos contaban con baños instalados con todo lujo, con duchas y baños turcos, que comunicaban con las habitaciones para tratamientos osteopáticos, equipados con losas relucientes y cubículos privados para los tratamientos de irrigación. En un extremo, había cuatro saloncitos de escasas dimensiones donde se practicaba exclusivamente la termoterapia.
Es muy posible que ese equipo sea común a la mayoría de los establecimientos dedicados a la práctica de curas naturalistas; pero Harmony Hall evidenciaba ciertas características especiales, que reflejaban la personalidad de su director. Una de éstas llamaba la atención del paciente en cuanto llegaba al final de las escaleras. Era un letrero de gran tamaño, impreso en letras góticas, como si se tratara de un texto bíblico, y decía: El silencio es oro. Eastwood tenía sus razones para haberlo colocado allí. Sus masajistas eran expertos y se tomaban su trabajo en serio, por lo que les resultaba imposible concentrarse en su tarea si les distraían con charlas insustanciales. Si cualquier paciente insistía en conversar con ellos, las respuestas que recibía eran tan cortantes y poco alentadoras que pronto se veía obligado a darse por vencido. En consecuencia, reinaba un silencio casi macabro en esa parte del edificio, interrumpido únicamente por el ruido que hacían los dedos al deslizarse sobre la carne desnuda, el ocasional chapoteo de una ducha o unas palabras susurradas en el interior de un cubículo.
El tratamiento de Mr. Green estaba anotado para las dos de la tarde y debía prolongarse hasta las dos y veinte. Mr. Green lo aguardaba con una serie de impresiones contradictorias. Al contemplar el letrero de El silencio es oro, comenzó a parpadear, como si le hubiera sugerido alguna idea, pero no tuvo tiempo de desarrollarla del todo, ya que su masajista le esperaba vestido con pantalones blancos y un jersey fino de algodón muy ajustado.
—¿Míster Mr. Green? —le preguntó casi en un susurro—. Mi nombre es Button, señor.
Mr. Green, impresionado por la atmósfera de silencio que le rodeaba, se limitó a responder con una leve inclinación de cabeza.
—Por aquí, señor —le indicó Button.
Siguió al masajista a lo largo de un tortuoso corredor, hasta llegar a una habitación escasamente iluminada y tan pequeña, que apenas si había en ella espacio para una sola cama muy angosta.
—Desvístase, señor —dijo Button.
Mr. Green no pecaba de excesiva modestia, pero le resultaba un tanto desagradable poner al descubierto sus redondeces en tal compañía. Si bien Button no era ningún Adonis (se le había roto la nariz durante una pequeña incursión que hiciera en los cuadriláteros pugilísticos) y a pesar de que no era mucho más alto que el propio Mr. Green, tenía una figura perfecta, de anchos hombros, pecho erguido y estrechas caderas. Sus dos brazos ostentaban sendos tatuajes. El izquierdo estaba decorado con la inscripción mamá sobre una tumba, y en el derecho podía leerse el nombre Fio dentro de dos corazones entrelazados, rodeados por una guirnalda de rosas azules.
Mr. Green se quitó el pijama, y acostó su robusto físico sobre la litera, que le resultó dura e incómoda. Button comenzó a envolverle con una manta tan caliente, que le pareció como si le hubiesen aplicado una plancha ardiendo sobre la piel.
—Le cubriré los brazos, señor —observó Button, siempre en un susurro—, a menos que usted se oponga.
Mr. Green asintió con la cabeza.
—El motivo por el que menciono ese detalle es que algunos pacientes sufren de claustrofobia, cuando no pueden tener los brazos fuera.
Enroscó otra manta aún más caliente que la primera alrededor de los hombros de Mr. Green y finalmente lo envolvió con una sábana de goma.
—Todos dicen que esto les hace sentirse como si se hallaran dentro del capullo de un gusano de seda —comentó.
Mr. Green comprendió perfectamente lo que Button quería dar a entender con ese comentario.
—Pero si puede tolerarlo —prosiguió Button—, el tratamiento así es mucho más eficaz que con los brazos fuera. Son las dos en punto, señor —añadió, después de observar su reloj de pulsera—. Pondré el dispositivo en hora.
Se dirigió hacia un despertador eléctrico, adosado a la pared, y ajustó las manillas a las dos y veinte.
—Cuando suene la alarma, regresaré para quitarle las mantas —comentó con una sonrisa alentadora—, y veremos qué es lo que queda de usted.
Con estas palabras, salió de puntillas de la habitación.
Mr. Green, envuelto en su capullo, se sentía descansado, a la vez que agudamente estimulado. Parte de su cerebro le urgía a entregarse al sueño, en tanto que la otra le ordenaba incorporarse y prestar atención. Como no podía moverse, decidió que lo mejor sería dedicarse a observar. El letrero de El silencio es oro le recordaba la extraña fuerza que emanaba de la personalidad de Eastwood. Era como si ella se proyectase hasta allí, hasta esa pequeña habitación. Se encontraba completamente indefenso, atado de pies y manos, bañado en profunda transpiración, mientras se asaba en esa especie de infierno artificial y comprendía que para un hombre como Eastwood, y dados sus principios religiosos, la analogía de este tratamiento con el purgatorio debía ser muy real. Podía imaginárselo diciéndose a sí mismo: «es bueno que los hombres sufran, que se encadenen sus extremidades y acallen sus bocas, que se les obligue a permanecer en silencio, cara a cara con su conciencia y el Supremo Hacedor». Recordaba una frase que le había llamado la atención durante la conversación que sostuviera con él. «Considero que cuando un hombre suda, no sólo elimina una cantidad de toxinas, sino que también sus pecados se desprenden a través de sus poros, para dejarle libre de toda impureza».
Mr. Green trató de buscar una postura más cómoda entre esas mantas hirvientes que le aprisionaban. Ojalá Button no hubiese hecho ninguna referencia a la claustrofobia, pues esa idea comenzaba a aguijonearle con mayor intensidad. Imaginaba que si un paciente se dejaba abatir por el pánico, quizás lograra liberarse de las mantas por sí solo, pero no sería tarea fácil; necesitaría todas sus fuerzas para desprenderse de las ligaduras. Se preguntaba qué ocurriría si el enfermo se sentía próximo a un colapso. Claro está que podría dar voces… pero si el ataque le sobrevenía de forma repentina, ¿qué ocurriría?
Realizó un gran esfuerzo por apartar de su mente esos pensamientos inquietantes. ¿Qué motivos había para que él, en particular, se sintiera débil? Le habían practicado un exhaustivo reconocimiento físico y los médicos habían llegado a la conclusión de que su corazón estaba en perfectas condiciones. Por otra parte, era imposible suponer que en un establecimiento de la categoría de Harmony Hall, que contaba con un personal tan competente y era dirigido con tanta escrupulosidad, le sometieran a pruebas que su organismo no fuera capaz de soportar. No obstante, consideró que la próxima vez que tuviera que someterse al tratamiento de mantas calientes, le diría a Button que prefería tener los brazos fuera. No se había internado principalmente para mejorar su estado de salud, sino para atender otros asuntos. Con esas reflexiones reconfortantes, consiguió cerrar los ojos y descansar. Fue despertado de su soñolencia por el timbre sordo de la alarma del reloj despertador. Un minuto después, Button estaba a su lado para quitarle las mantas.
—¿Se siente más ligero y cómodo, señor? —susurró.
Mr. Green murmuró que se encontraba demasiado acalorado.
—Pronto pondremos remedio a eso —replicó Button.
Los veinte minutos siguientes transcurrieron en una confusión de duchas y baños de asiento, fríos y calientes, en los que Mr. Green se vio obligado a ponerse en cuclillas, alternadamente, en bañeras-miniatura repletas de agua hirviendo y helada. Al terminar el tratamiento, el rostro seráfico de Mr. Green presentaba un color rosado subido, y el pobre sospechaba que su parte trasera se hallaba aún más congestionada. Sea como fuere, se sentía pletórico de salud.
Al abandonar el recinto, se encontró a sir Owen que descendía por las escaleras. Cuando este último advirtió la presencia de Mr. Green, señaló el letrero que pedía silencio con ademán despectivo.
—Típico, ¿no le parece? —comentó—. Si un hombre quiere silencio, ¿por qué no lo dice claramente? ¿Para qué hacer referencia al oro?
—Sin embargo —replicó Mr. Green, mientras le contemplaba con una sonrisa burlona—, parece que es efectivo. Ambos apenas si hablamos en un susurro.
—¡Touché!, lo que me recuerda… pero no, no debo preguntarle otra vez si ha observado algo, porque terminaré por aburrirle. Sólo se trata de que… no puedo evitar sentirme un tanto intranquilo, dadas las circunstancias.
—Es muy natural.
—Siempre estoy esperando que ocurra algo o que alguien me asalte súbitamente y caiga sobre mí al doblar una esquina, o que me pongan veneno en el té —se interrumpió para cruzarse mejor la bata, como si hubiese experimentado un extraño escalofrío—. En fin —agregó—, creo que por lo menos puedo considerarme seguro aquí abajo, al cuidado de nuestro joven Adonis.
Mientras hablaba, extendió la mano para saludar a Garth, que se aproximaba a ellos. Con sus pantalones blancos y su fino jersey de algodón, el joven lucía una figura más esbelta que nunca.
—¿Viene usted a buscarme? —le preguntó sir Owen.
—Así es, sir Owen.
—Hará crujir mi cuello y luego me ligará como un pollo «alio spiedo» para abandonarme por último en un infierno pequeño y oscuro —comentó sir Owen, sonriente—. ¡Qué maravillosa oportunidad para llevar a cabo el crimen! —añadió, después de haberse acercado más a Mr. Green, tapándose la boca con la mano—. ¿No le parece que es una suerte el que no hayamos incluido a Garth en nuestra lista de sospechosos?
Giró sobre sus talones y se marchó por el corredor, seguido del masajista.
Mr. Green no pudo evitar encogerse de hombros. Para ser un hombre que deambulaba entre las sombras de la muerte, Owen poseía un extraño sentido del humor.
—«Hará crujir mi cuello… un pollo “alio spiedo”… un infierno pequeño y oscuro» —repitió Mr. Green.
Era demasiado obvio. Ahí radicaba el mal. Si alguien pensaba cometer un asesinato, evidentemente no sería así como lo habría planeado. Una vez más Mr. Green tuvo la extraña sensación de no ser un personaje de la vida real, sino un héroe de una novela policíaca. Era como si alguien le hubiera asignado un papel y le obligase a repetir un guión que no tenía ningún interés en recitar. No experimentaba el menor placer al tener que desempeñar ese papel.
Era, en verdad, un detective, pero no de ese tipo. No era un títere al que se pudiera llevar de aquí para allá y de acuerdo con situaciones artificiales inventadas. Podía dejar a sir Owen en su «infierno pequeño y oscuro», sin temor a que le sucediera nada grave. Sospechaba que encontraría mejor material para practicar sus observaciones en el piso de arriba.
No podía precisarlo, pero su instinto le decía que algo estaba a punto de ocurrir.
Una vez que se hubo acomodado en su asiento, como quien se halla en un teatro, se preguntó si su instinto no le habría engañado. El salón presentaba su acostumbrado ambiente de apatía. Todo lo que podía hacer era permanecer sentado, a la expectativa y… observar. Ya comenzaba a odiar el término.
Había cinco personas en su inmediata vecindad. Cerca de él se encontraba una pareja de edad mediana que, según pudo identificar por el nombre que advirtió escrito con lápiz en su periódico, eran míster y mistress Johnson. Juzgó por su acento que debían ser oriundos de Yorkshire. Ambos eran enormemente gordos. Estaban inclinados sobre un racimo de uvas, que tenían en un plato, y las deglutían una a una, pausadamente. Se los imaginó como dos elefantes que se entretenían en jugar con un cacahuete. Bajo ningún concepto podía creerles interesados en los asuntos de sir Owen Kent, y menos aún podía suponerles capaces de abrigar ningún designio criminal en contra del financiero.
En una silla cercana, estaba la joven actriz Kay Dawn. Una simple ojeada bastó para que Mr. Green considerase que miss Dawn probablemente se especializaba en papeles de jóvenes delincuentes en obras teatrales modernas, donde la decoración solía consistir en una simple hilera de cubos de basura colocados contra una verja de hierro rota. Era una mujer delgada, demasiado angulosa en opinión de Mr. Green, con las mejillas hundidas y los brazos esqueléticos; pero estaba decidida a adelgazar más aún, en pro de su arte. Bebía a sorbos un vaso de jugo de limón sin azúcar. ¿Qué relación podía tener con sir Owen? Se hallaba fundamentalmente dedicada al teatro, y era difícil vincularla con alguien que no perteneciera a su mismo círculo de actividades. No obstante, jamás se podía estar seguro.
Había también otros dos pacientes en el salón, a quienes Mr. Green identificó, por un simple proceso de eliminación, como el honorable Vernon Kendall y su madre la vizcondesa Kendall. Quizás le proporcionaran algún detalle de interés, puesto que, al menos, conocían a sir Owen. Mr. Green descubrió que en ese sentido concordaba con la opinión de sir Owen. Eran en realidad muy poco atractivos. El rostro del joven, que podría haber sido simpático, era pálido y tenía impreso en él las huellas de una vida disipada. Llevaba puesta una bata de satén negro, de corte impecable, con un pañuelo blanco de seda que sobresalía del bolsillo superior. Mr. Green observó, con un estremecimiento de profundo desagrado, que el pañuelo lucia una corona bordada. Parecía extraño que un hombre que era noble de nacimiento presentase el aspecto característico de un canalla.
Su madre estaba sentada junto a él. Al contemplarla, Mr. Green no pudo por menos de recordar aquella observación que hiciera Oscar Wilde sobre el efecto que veinte años de romance pueden causar en una mujer, convirtiéndola en una ruina, en tanto que veinte años de feliz vida matrimonial la transforman en un auténtico edificio público. Lady Kendall se hallaba a mitad de camino entre las dos. Había tenido relaciones con muchos hombres, generalmente más jóvenes que ella, y esperaba, creyendo merecerlas, las atenciones que generalmente se le prodigan a una atractiva y coqueta mujerzuela, pero, al mismo tiempo, exigía que se la tratase con la consideración debida a su categoría. Esta doble exigencia se reflejaba en su apariencia personal, y su rostro patricio, de expresión desdeñosa y labios extremadamente sensuales, estaba coronado por un absurdo y llamativo peinado que ponía de relieve su pelo color castaño rojizo brillante.
Sin embargo, ¿qué conexión podría haber entre ellos y sir Owen? ¿Qué extraña combinación de circunstancias podría impulsarles hasta el crimen?
El tiempo lo diría, quizás antes de lo que imaginaba.
Apenas había cruzado ese pensamiento por su mente, comenzaron a sucederse los acontecimientos. Era como si el ritmo de Harmony Hall se hubiese acelerado. Por un extremo del corredor, apareció Garth, el osteópata, y por el otro, con paso igualmente rápido, Paul Stole. Casi chocaron y Stole miró a Garth con manifiesto enojo por encima del hombro, antes de alejarse. Un segundo más tarde, Garth llamaba a la puerta del despacho de Eastwood y entraba en él.
Con una agilidad sorprendente en un individuo tan corpulento, Mr. Green se puso en pie de un salto y abandonó el salón. El despacho, como ya hemos dicho, estaba situado a la derecha de la puerta principal, detrás del mostrador para la venta de los periódicos, los casilleros para la correspondencia y varios panfletos sobre el régimen y la salud. Le resultaría muy fácil situarse junto a ese mostrador y simular interesarse en la compra de un panfleto, mientras trataba de escuchar lo que ocurría en el despacho. Fue aún más sencillo de lo que suponía, puesto que Garth no se había molestado tan siquiera en cerrar la puerta tras de sí.
—Pero ¿por qué razón debe usted salir de forma tan intempestiva? ¿Qué ha sucedido?
—No es asunto de su incumbencia.
—¡Realmente, mi estimado Garth! Eso de que venga usted a verme tan apresuradamente, y en la mitad de un tratamiento… ¿A quién se supone que debería usted atender en este momento?
—A sir Owen Kent. Pero rió tiene por qué preocuparse: he dispuesto las cosas de manera que Button me sustituya.
—Aun así… déjeme ver… Lady Kendall está anotada con usted para las tres y media.
—Quizás ya esté de vuelta a esa hora.
—¡Quizás! —repitió Eastwood con voz aguda—. ¡Es usted muy servicial, sin duda!
—Si no he regresado, la señora tendrá que esperarme.
—¿Se puede saber de qué trata ese asunto tan misterioso, que parece tener para usted una importancia vital?
—Sólo puedo repetirle que no es nada que le incumba.
—En mis largos años de experiencia…
Mr. Green no pudo oír el resto de la frase, porque Garth abandonó el despacho y cerró la puerta de un golpe. Tomó su abrigo de la percha, se lo puso sobre los hombros y salió por la entrada principal.
Ciertamente, los acontecimientos comenzaban a sucederse. Apenas Garth se hubo marchado, cuando dos individuos de recia constitución entraron en el edificio y miraron en derredor con expresión perpleja.
Como no había ningún portero que les atendiese, Mr. Green se les acercó para preguntarles qué deseaban.
—Traemos el árbol de Navidad, señor —repuso el más alto de los dos—, ¿le parece bien que lo entremos? Es bastante grande.
—Creo que no habrá inconveniente. Aguarden ustedes un momento…
En ese preciso instante, Eastwood abría la puerta de su despacho.
—Mi querido Mr. Green —exclamó, mientras lo contemplaba como si fuese un aparecido—, ¿qué demonios hace usted con su bata de dormir, junto a la puerta abierta, inmediatamente después de haber sido sometido a un tratamiento? Va usted a coger una pulmonía. ¿Quiénes son estos hombres? —añadió luego, al advertir la presencia de los mismos.
—Traemos el árbol de Navidad, señor.
—¿Dónde está el portero? ¿Y la recepcionista? —preguntó Eastwood, al tiempo que miraba en torno suyo, espantado, para luego hacer sonar un timbre que había sobre el mostrador—, ¿acaso se han vuelto todos locos esta tarde?
En ese momento, Eastwood debió comprender que hablaba a gritos y, se aclaró la garganta con cierta turbación. El portero, Wilkins, repuso con presteza a la llamada de su jefe.
—Había ido a lavarme las manos.
Eastwood no encontró respuesta adecuada con que refutar su clásica excusa.
—Estos hombres traen el árbol de Navidad —le informó—. Hágame el favor de echarles una mano. Le pido mil perdones, si le parezco distraído… —añadió en dirección a Mr. Green—, pero tengo mis razones.
—Nada serio, espero.
—No; se trata simplemente de un asunto de rutina. Todos estamos muy atareados, porque nuestro personal se halla reducido a un mínimo de personas. Siempre ocurre lo mismo en esta época, y ahora que me acuerdo… ¡el árbol!
Su rostro se iluminó cuando vio aparecer las primeras ramas por la puerta.
—¡Ah! ¿No es maravilloso? —exclamó con un temblor en la voz. Parecía transfigurado, y, por cierto que el árbol era muy hermoso. Estaba cubierto de un polvillo plateado y al quedar iluminado por las luces de la araña que pendía del cielo raso, sus ramas brillaron como si se hallasen cubiertas de escarcha.
Mr. Green tomó nuevamente asiento, lejos de la corriente de aire, y observó a los tres hombres que caminaban con lentitud, agobiados por el peso del árbol. Si bien parecía que los acontecimientos hubiesen comenzado a ocurrir, no tenía especial interés en que se sucediesen con demasiada rapidez. El permanecer sentado, mientras contemplaba este hermoso y brillante objeto que colocaban al pie de la escalera, le resultaba un agradable interludio. Debieron buscar sogas con que atarlo al pasamano, para sostenerlo por su enorme peso, y luego trajeron una escalerilla para que los hombres pudiesen alcanzar la cima y sujetar las cintas plateadas que lo adornaban.
Cuando estuvo terminado, Mr. Green se acercó para observarlo de cerca. Eastwood se encontraba de pie, junto a él, con la mirada fija en las ramas y el rostro con una expresión radiante. Parecía un santo observando las estrellas.
—¿Qué otro símbolo podría ser más hermoso que éste? —le preguntó con voz queda a Mr. Green.
Este último asintió con la cabeza y se aproximó aún más al árbol, y entonces, y muy a pesar suyo, se vio obligado a fruncir la nariz. El árbol de Navidad era un magnífico ejemplar, pero de él emanaba un olor desagradable.
Posiblemente nadie lo hubiera advertido, pero Mr. Green, con su poderoso sentido del olfato, tan morbosamente desarrollado, no dejó de percibirlo. Era un olor acre y nauseabundo, probablemente debido a algunos de los elementos químicos con los cuales habían sido tratadas las ramas.
Extrajo el pañuelo de su bolsillo y lo mantuvo muy próximo a su nariz, con la esperanza de que Eastwood no considerase que su actitud era un tanto extraña.
No obstante, el director de Harmony Hall no tuvo tiempo de detenerse a reparar en el comportamiento de Mr. Green, ya que, en ese preciso instante apareció Wilkins, el portero, visiblemente nervioso.
—Perdóneme, señor —dijo—, le necesitan inmediatamente en las salas de tratamiento. Acaba de ocurrir un accidente.
—¿Un accidente? —exclamó Eastwood—. ¿A quién?
—A sir Owen Kent.