Mr. Green fue despertado por Mary, su bonita enfermera pelirroja, que entró en la habitación con una bandeja en la que traía una tetera llena de té y una naranja partida en forma tal, que se asemejaba a una enorme flor exótica.
—Es usted afortunado —exclamó con alegría—. La mayoría de los pacientes comienzan el día con un simple vaso de agua. Eastwood debe tener alguna preferencia por usted —comentó, mientras corría las cortinas.
Mr. Green se incorporó en la cama y parpadeó varias veces para acomodar sus ojos a la luz del sol invernal que inundaba la habitación.
—Esperaba ver a Eastwood anoche… —comenzó.
—Está bien —le interrumpió la enfermera—. No tardará en venir, y así se enterará usted de las torturas a que pensamos someterlo.
La joven le ofreció una simpática sonrisa y se marchó silbando Danny Boy.
Diez minutos más tarde, Eastwood llamaba a la puerta de la habitación de Mr. Green.
—Buenos días —le saludó al entrar—. Espero que se encuentre usted cómodo. Si me perdona un instante —añadió, sin aguardar la respuesta de su paciente—, me gustaría considerar primero el informe médico acerca de usted.
Dio la vuelta a varias hojas de papel que llevaba prendidas a una tabla.
—¡Ah, sí!, aquí está. Horatio Mr. Green, edad: sesenta años, profesión: independiente…
Su voz se perdió en un murmullo.
Mr. Green estudió a Eastwood mientras éste leía. Debía de tener unos cuarenta años; era alto, delgado y casi anguloso. Tenía el pelo de color gris acero, un tanto despeinado, y las ropas parecían colgarle de los hombros; era como si usase una talla de camisa más grande de la que le correspondía. Tenía rasgos finos, su rostro era el de un erudito y un asceta. El detalle que más llamaba la atención de su fisonomía era la calidad y contextura de su piel. Su cutis era tan claro y transparente, que casi podía decirse que era luminoso.
—Bueno, Mr. Green —observó, por fin, sonriente, levantando la vista—, puedo decirle una cosa, o mejor aún, hay una cosa que no puedo decirle.
—¿Cómo?
—Pues, no puedo decirle de qué se morirá usted. Es una feliz excepción, ya que me es fácil predecírselo a la mayoría de los hombres de su edad.
—Esperaba poder rebajar unos kilos.
—Habla usted como si estuviera disculpándose —comentó Eastwood, mientras lo observaba con una mirada penetrante.
—Quizás tenga usted razón. No quería dar la sensación de que sólo me interesaba mi estado físico, ya que en realidad me interesa mucho más mi estado mental.
—¿Será posible que haya encontrado un espíritu gemelo? —exclamó Eastwood, al tiempo que aproximaba la silla a la cama.
Mr. Green no dejó de percibir un tono de ironía convencional en sus palabras, si bien comprendió que Eastwood era sincero.
—No estoy muy seguro de cómo definirá usted ese supuesto espíritu gemelo —le dijo—. Todo lo que sé es que me siento inclinado a otorgar primacía a la mente, y no quisiera que la mía tuviese que soportar una carga excesiva de asuntos superfluos, durante sus últimos años de existencia. ¡Dios mío! —exclamó, casi para consigo mismo, a la vez que fruncía el entrecejo—. ¡Qué pomposas suenan mis palabras!
—¡Usted es un espíritu gemelo! —gritó Eastwood, incorporándose y batiendo palmas—. ¡Y por Dios, que ahora lo necesitaba más que nunca!
Mr. Green comenzó a parpadear. Tanta vehemencia le parecía fuera de lugar.
—¡Si usted supiera! ¡Si usted supiera…! ¡Si alguien lo supiera! —exclamó, mientras extendía sus largos y delgados brazos en un ademán dramático, para luego dejarlos caer, fláccidos, a sus costados—. Verá usted, Mr. Green, cuando comencé a pregonar las teorías que me llevaron a la creación de Harmony Hall (y ésa es una larga historia), tuve la sensación de que finalmente se formaría una especie de centro de peregrinación, un lugar que podría servir de refugio a aquellos que desearan renunciar al mundo, al demonio y a la carne. En mi opinión, el demonio y la carne son literalmente sinónimos, y, cuando un hombre suda, no sólo elimina una cantidad de toxinas, sino que, también sus pecados se escapan a través de sus poros, para dejarle libre de toda impureza.
Hizo una mueca y se cepilló la chaqueta con la mano derecha, como si así consiguiese alejar de sí toda sombra de mal.
—Algunas veces quisiera acercarme a mis pacientes y decirles: «¿No comprenden que a medida que sus cuerpos se encogen, sus espíritus deben necesariamente expandirse? ¿No se dan cuenta de que esos kilos que pierden, son los que les ligan a la tierra, y les incapacitan para disfrutar de una vida superior, sumergiéndoles en el barro…?».
De pronto se interrumpió. Hablaba en un tono de voz agudo y estridente.
—Le ruego me disculpe —añadió—. Como de costumbre, voy demasiado lejos.
—¿Aun con un espíritu gemelo?
—Lo había olvidado —replicó Eastwood sonriente—. Le he conferido un título que, al parecer, usted ha aceptado. Está bien. Continuaré hasta el fin.
Se dirigió hacia la ventana y permaneció allí, en silencio, unos minutos. La pálida luz del sol iluminaba su figura larga y delgada; visto a contraluz, parecía un bosquejo al carbón trazado sobre papel amarillo.
—Considero que el cuerpo —comenzó con voz queda— es importante en su calidad de receptáculo temporal del espíritu. De no ser así, carece totalmente de valor. No es otra cosa que un recipiente. Nuestra única preocupación por él, debía ser la de mantenerlo ligero, limpio, aéreo y luminoso. Lo único que necesitamos es la lluvia del cielo y las frutas frescas de la tierra. ¿Le parecen estas observaciones las de un fanático?
—Los santos no las hubieran calificado así.
—No pretendo que me consideren un santo, aunque sí me han tachado de fanático.
—¿Quiénes?
Antes de que Eastwood hubiese respondido a su pregunta, sonó el timbre del teléfono que Mr. Green tenía junto a la cama. Debió excusarse para levantar el receptor. Sir Owen Kent deseaba verle inmediatamente y, a pesar de que la interrupción le resultó muy inoportuna, como la llamada provenía de su anfitrión, Mr. Green se sintió obligado a aceptar su orden sin dilaciones.
—Bajaré en seguida —replicó y colgó el receptor—. Me temo que debo dejarle —le dijo a Eastwood.
—Era sir Owen Kent, ¿no es cierto? —preguntó éste con voz áspera.
—Así es.
—Y lógicamente, hay que acatar sus órdenes en seguida.
—No fue una orden, sino una petición —ratificó Mr. Green.
—¿Desde cuándo sir Owen pide algo? ¡Qué idea más absurda! Según mi experiencia personal, siempre se limita a ejercer su autoridad. Pero no debería decirle a usted esas cosas —agregó, chasqueando los dedos con evidente nerviosismo—. No sé qué opinión se va usted a formar de mí. Pero tengo razones muy especiales para… para… ¡oh, olvidemos eso ahora!; por otra parte, me he dejado llevar por el giro que había tomado nuestra conversación, aunque mucho me temo que soy yo quien ha hablado constantemente —concluyó con una sonrisa forzada.
Mr. Green experimentó un sentimiento de conmiseración hacia él.
—Espero poder conversar largo y tendido en otro momento —señaló.
—¿Es usted sincero? —le preguntó Eastwood.
—Ya lo creo —replicó Mr. Green con una sonrisa—, somos espíritus gemelos, ¿no es así?
Tras estas palabras, se disculpó y mientras caminaba por el corredor hacia las habitaciones que ocupaba sir Owen, llegó a la conclusión de que, si bien la conversación que sostuviera con Eastwood fue un tanto embarazosa, debía intentar proseguirla hasta su amargo final, tan pronto como le fuera posible.
Llamó a la puerta.
Sir Owen estaba de pie, junto a la ventana, y vestía una bata de seda negra con un cordón escarlata anudado a la cintura.
—Me pareció que era hora de rescatarle de ese pelmazo —le dijo sonriente.
—¿Pelmazo? —inquirió Mr. Green—, ¿es ésa la opinión que le merece Eastwood?
—¿No está de acuerdo conmigo?
—Es un individuo vehemente, sí, pero…
—Pero nada; es un pesado y un pedante, y el hecho de que tenga algo de santo, sólo contribuye a hacerle más molesto y aburrido. Si fuese un farsante entretenido, me sería más fácil tolerarlo; pero lo malo es que es de una sinceridad odiosa y, por ello, fundamentalmente puro. Si viviésemos de acuerdo con sus dictámenes, con toda seguridad llegaríamos a los cien años de edad, claro está, sin tener en cuenta los accidentes. Y ahora que hago referencia al tema, ¿no tiene ninguna novedad para mí?
—¿De qué índole?
—¡Demonios, Mr. Green!, tenía entendido que usted había aceptado trabajar para mí.
No era éste el tono al que Mr. Green estaba acostumbrado por parte de sus clientes.
—¿Cómo dice? —replicó, con una acritud que hubiera sido mucho más evidente, de no mediar una fuerte protesta de su estómago.
—Le pido que me perdone —se apresuró a decir sir Owen, que al instante advirtió el error cometido.
—No tiene por qué disculparse —repuso Mr. Green, un tanto amoscado.
—En vez de trabajar he querido decir observar.
—Es muy difícil observar lo que no existe.
—¿Quiere decir que no se ha producido nada digno de ser observado? —le preguntó sir Owen, con fingida inocencia.
—No, señor —contestó Mr. Green, pero como no le satisfacían las discusiones dialécticas prefirió no insistir sobre el asunto—. Hubiera sido usted un abogado muy sagaz, sir Owen —añadió—. Me ha obligado a contradecirme.
—No ha sido ésa mi intención.
—Sólo intentaba manifestarle, de la manera más cortés posible, que, hasta este momento, no he descubierto ningún detalle de interés.
—Lo lamento mucho —señaló sir Owen, para luego echar un vistazo al calendario que había sobre la repisa de la chimenea—. Dos días más… y luego… —añadió.
Dejó sin terminar la frase y se dirigió hacia la chimenea. Apoyó la cabeza sobre las manos y Mr. Green comenzó a parpadear. Sir Owen le resultaba un hombre incomprensible. Todos sus actos y ademanes eran evidentemente artificiales y fingidos. Parecía un personaje sacado de un melodrama de segunda categoría. En el caso de que un hombre como él estuviese en realidad amenazado de muerte, al acercarse el momento temido, jamás hablaría ni actuaría de esa forma.
No obstante, Mr. Green se preguntaba qué clase de hombre sería sir Owen en realidad. ¿Era sincero y ponía al descubierto su sentir, o por el contrario, trataba de esconder sus emociones bajo una máscara? Sea como fuere, cualquiera que debiese enfrentarse con la muerte, no vacilaría en dejar a un lado toda falsedad o fingimiento, en especial en presencia de la persona a quien había acudido en busca de ayuda.
Mr. Green no tuvo tiempo de encontrar una respuesta concreta a sus conjeturas. Owen acababa de volver a tomar la palabra.
—¿Le gusta leer novelas policíacas, Mr. Green? —le preguntó, sonriente y en tono casual.
El cambio que se produjo en su fisonomía fue tan rápido, que Mr. Green tardó unos instantes en captar con claridad lo que aquél le decía.
—¿Novelas policíacas? —repitió, perplejo.
—Tengo una colección bastante interesante. Acompáñeme y se las mostraré.
Al tiempo que hablaba, le señaló con la mano una biblioteca situada en un rincón de la habitación. Mr. Green se incorporó y se encaminó hacia ella. Se trataba realmente de una «colección interesante», que comprendía varios cientos de volúmenes, entre los que se incluían las obras del inmortal Edgar Allan Poe, y las del igualmente imperecedero Wilkie Collins, así como una gran variedad de escritores modernos, quizás no tan conocidos como los nombrados.
—Muchas veces me han formulado la misma pregunta y jamás he conseguido responder con certeza —replicó Mr. Green, con una sonrisa.
—¿Por qué?
—Porque considero que todas las historias de valor son historias policíacas.
—¿No le parece esa afirmación un sofisma?
—No. Una historia (y quizás soy anticuado al sustentar esta creencia), debe tener sin duda un comienzo, un desarrollo y un fin. En una novela policíaca, ese desarrollo se interpreta por lo general como motivo, crimen y exposición. Pero ¿acaso son distintas las otras historias que han conseguido atraer la atención del mundo? Todas deben iniciarse con un motivo; la misma palabra lo exige. La función del motivo es hacer mover las cosas; aunque, claro está que el término admite interpretaciones muy elásticas.
—¡Me fascina usted, Mr. Green! ¿Hasta dónde cree que pueden llegar esas interpretaciones?
—Su campo de acción es tan amplio como la misma naturaleza. Por ejemplo, un motivo puede residir en la glándula pituitaria. Si ésta funcionara de manera distinta, podría, sin lugar a dudas, modificar los procesos mentales de un individuo determinado e influir en el cerebro de su víctima en forma tal, como para obligarle a cometer un delito. Por eso muchas veces decimos que la naturaleza puede llevar a un hombre a la demencia, pero lamentablemente, es muy astuta y sagaz para esconder sus huellas.
—Cada vez que oigo hablar de ese tema, comienzo a dudar de mi propia cordura —comentó sir Owen con— un fingido estremecimiento.
—Sea cual fuere su preocupación en ese sentido —replicó Mr. Green, en tono cortante—, no creo que deba usted inquietarse por el normal funcionamiento de su pituitaria.
—Me tranquiliza usted. En este asunto que nos ha puesto en contacto, tenemos, pues, que buscar motivos más vulgares.
Mr. Green asintió con la cabeza.
—Es decir, por ejemplo, el dinero, ¿no le parece? —prosiguió sir Owen.
—Exactamente.
—Y por lo tanto, supongo que querrá usted saber a quiénes he nombrado mis herederos.
—Así es.
—Es fácil responder a su pregunta. No me propongo informarle del total de mi patrimonio, sino simplemente de la forma en que será distribuido.
—Como usted guste.
—Los beneficiarios principales son tres, a saber: miss Delamere, mi hermana gemela Catharine, y mi hermana Maisie. Cada una de ellas heredará aproximadamente la cuarta parte de mis bienes. El sobrante será distribuido entre varias instituciones de caridad y los pocos amigos personales a quienes aprecio realmente. Me temo que sea un testamento muy convencional. ¿Le sugiere alguna idea en especial?
—No. Es lo que me suponía. Pero me gustaría hacerle una pregunta. ¿Conocen las beneficiarias el texto de su testamento?
—Por supuesto. Cuando lo redacté, hace tan sólo unos meses, me pareció conveniente informarles de ello. Así se despeja la atmósfera. Bueno, Mr. Green —añadió de pronto con cierta brusquedad, como si el tema le resultara harto tedioso—, ¿qué otra cosa quiere saber? Acabo de darle los nombres de tres posibles sospechosas. Creo que es suficiente para una sola mañana.
—¿Quiere sugerir que me marche?
—¡Dios mío! —exclamó sir Owen con un suspiro—. Al parecer he vuelto a ofenderle. Debe usted acostumbrarse a mi forma de ser… siempre que mis enemigos me den el tiempo suficiente —añadió después de echar otro vistazo al calendario. Era como si hablase consigo mismo, y en esta ocasión no se percibía ninguna ironía en su voz.
Dicho esto, sir Owen se dirigió hacia la puerta y la abrió de golpe. Mr. Green abandonó la habitación sin decir palabra.
Descendió la escalera hacia el salón del piso inferior. La mañana no le ofrecía mayores atractivos. No tenía otra cosa que hacer que descansar y escuchar las sonoras protestas de su estómago, mientras aguardaba el vaso de jugo de zanahorias que le servirían a la una de la tarde y el tratamiento de mantas calientes al que debía someterse a las dos. Se había traído consigo varios enjundiosos volúmenes, con la intención de dedicarse a su lectura y análisis, pero carecía de la voluntad suficiente como para regresar a su habitación a buscarlos. Casi deseaba haberle pedido a sir Owen que le prestara una de sus numerosas novelas policíacas.
De repente, se le ocurrió una idea. Iría a dar un paseo. De esa forma, ocuparía algunos minutos de su tiempo libre y, quizás, la báscula le diera buenas noticias. Se encaminó hacia el solárium, donde recordaba haber visto una báscula situada en un rincón del bar frutícola. Al entrar, le sorprendió el grito agudo de una voz masculina.
—Estoy seguro eje que esta condenada máquina funciona mal —decía.
Mr. Green levantó la vista y vio que un joven regordete de pelo rubio y de unos veinticinco años descendía de la plataforma de la báscula. Su rostro le resultaba algo familiar. Un minuto después, lo había reconocido. Era Paul Stole, el periodista y actor de televisión, que acababa de encontrar una nueva fuente de recursos en el cancionero popular. Su primer disco long-play, consistente en canciones especialmente dedicadas a las madres viudas (por lo general irlandesas), ocupaba el primer lugar de la lista de éxitos de la semana. Mr. Green le había visto en una ocasión, en un programa calificado (en contra de su opinión) como educacional. Lo habían mostrado sentado frente a una mesa, en compañía de otras personalidades distinguidas, para contestar preguntas sobre tópicos tales como: ¿Debe darse las llaves a los niños?, o ¿es correcto que las viudas usen lápiz de labios cuando están de luto? Stole había expresado sus opiniones con tal intensidad, tal movimiento de manos, tal perfección de dicción, que era fácil comprender por qué producía un impacto tan sensacional en diez millones de amas de casa, y por qué tenía a su servicio tres secretarias, encargadas de responder a la nutrida correspondencia que recibía de sus admiradoras.
Al contemplarlo ahora por primera vez, en carne y hueso, sin maquillaje y a la luz del día (él mismo se ocupaba de los detalles de iluminación de sus programas de televisión), Mr. Green consideró que la impresión que le causaba no era tan extraordinaria.
—No, señor —replicó con voz suave pero firme, una hermosa joven desde detrás del mostrador—; la comprobamos todas las semanas.
—Mi querida niña —repuso el actor en tono sibilante—, acabo de pesarme en la báscula del sótano. Pesaba exactamente ciento sesenta libras, y aquí peso ciento sesenta y dos. ¿Quiere usted sugerir acaso que acabo de ganar dos libras por el mero hecho de subir las escaleras?
—La balanza de abajo se maneja con pesas y cada uno debe ajustarlas por sí mismo. Tal vez usted no las movió como debía.
La mera suposición de que podría haberse equivocado aún en un asunto de tan escasa importancia como el de ajustar las pesas de una balanza, era demasiado para Stole. Prefirió no responder a la empleada y después de propinarle un fuerte golpe a la máquina, abandonó rápidamente el salón.
Mr. Green subió a la báscula y comprobó, con alegría, que ya había perdido cuatro libras.
—Espero que la máquina funcione bien —comentó.
—Perfectamente, señor —repuso la joven con una sonrisa.
Mr. Green contempló las ensaladas que había preparadas a lo largo del mostrador y se humedeció los labios.
—Entonces —observó—, como ya he perdido cuatro libras, ¿no podría comer un poco de lechuga con mi jugo de zanahoria?
—Lo lamento mucho, señor —contestó la joven, después de echar una ojeada al libro de regímenes que tenía detrás de sí—. Hoy le corresponde únicamente jugo de zanahorias.
—Eso era lo que me temía.
—No importa, señor; mañana está anotado para usted un buen plato de yogur.
—¡Eso sí que será maravilloso! —replicó Mr. Green, con expresión agria.
Se acomodó en una silla con la mirada perdida. Jamás le había parecido que el tiempo pasara con más lentitud y nunca creyó que su actividad mental llegara a ser tan lenta.
Las mismas ideas que cruzaban por su mente eran la mayoría frívolas y fuera de lugar, como por ejemplo la discusión que tuviera Stole con la joven empleada por el asunto de la báscula. Se le ocurría que ése era en verdad un detalle que podía interesarle a un escritor de novelas policíacas.