Charlotte no debería haberse inquietado demasiado por las comodidades de las que disfrutaría míster Mr. Green. Cuando se marchó de Harmony Hall lo hizo con la seguridad de que su tío, durante su corta estancia, gozaría allí de todas las atracciones con las que cuenta un hotel de primera categoría, además de los consejos y cuidados de un equipo médico que conocía a fondo su naturaleza física.
Mr. Green, por su parte, no estaba tan satisfecho como su sobrina. A instancias de sir Owen, su última comida casera había consistido meramente en un vaso de agua caliente en el que se habían diluido unas gotas de jugo de limón, sin azúcar. Había apurado el brebaje, entre suspiro y suspiro, como si estuviese sufriendo el martirio más horrendo, en tanto echaba ocasionalmente una ojeada a Faversham, que se regalaba el gusto con un enorme plato de pescado, frente al fuego. Por la mañana, Charlotte le había traído una taza de té ligero y media naranja. Mr. Green le había dado las gracias con cierto tono de acritud en la voz, diciéndole que esperaba que no se encontrase muy extenuada por haberle preparado tan suculento desayuno. Casi inmediatamente se disculpó con humildad, por su ironía hiriente.
—Cuando un viejo se ve obligado a quebrantar las costumbres que ha mantenido durante toda su vida —dijo—, no puede evitar el malhumor y la excentricidad.
Charlotte había replicado que jamás consideraría a su tío un excéntrico y que, por otra parte, si alguien le hubiese ofrecido a ella semejante desayuno, se lo habría arrojado en pleno rostro por toda respuesta.
Sea como fuere, Charlotte despidió a un Mr. Green gruñón alojado en un simpático apartamento del primer piso de Harmony Hall, un Mr. Green que se sentía ligero y pesado a la vez, que percibía un desacostumbrado zumbido en la cabeza y en cuya mente se alternaban momentos de lúcida comprensión con períodos de incomprensible embotamiento. Después de un almuerzo que consistió en un vaso de agua fría, al que siguió, una hora más tarde, un tratamiento de duchas que le pareció exageradamente violento, el pobre Mr. Green no podía decir con certeza si iba o venía, y si andaba cabeza abajo o sobre sus pies.
Permaneció sentado en el salón, envuelto en su nueva bata de dormir, mientras trataba de poner en orden sus ideas. Al parecer todos los huéspedes de Harmony Hall pasaban el día sin cambiar de indumentaria y afortunadamente Charlotte le había regalado esa bata para Navidad. Tenía sobre las rodillas una carta de sir Owen que acababa de encontrar en su salita de espera, al llegar, pero aún no había logrado captar claramente su contenido. Lo intentaría una vez más. Tomó las hojas de papel entre sus manos y leyó:
Harmony Hall,
Richmond,
Surrey.
Lunes, 19 de diciembre.
Mí estimado míster Mr. Green:
Espero que se encuentre usted cómodamente instalado. Me temo que el saloncito que le hemos adjudicado sea un tanto reducido en sus dimensiones pero yo mismo lo elegí por la vista del magnífico Richmond Park que puede apreciarse desde su ventana. Cuando uno está aburrido, como suele ocurrir aquí muy a menudo, es verdaderamente un placer sentarse junto a un ventanal para observar los venados.
Le hago saber que mi propio apartamento se halla situado en el extremo opuesto del corredor e incluye las habitaciones 2, 2A y 2B. La que ocupa miss Delamere se encuentra en el ala izquierda y es la N.o 26. Ambos preferimos guardar las apariencias en lo posible.
Me encantaría conversar con usted cualquier momento después del mediodía de mañana, 20 de diciembre. Creo que a ambos nos conviene este pequeño descanso que he dispuesto. Al empezar el ayuno (y sepa que sigo el tratamiento tan escrupulosamente como usted) la mente no coordina con agilidad y plena lucidez durante las primeras veinticuatro horas.
Entretanto, pasaré a proporcionarle algunos datos, que tal vez le resulten de utilidad para recorrer Harmony Hall. Como ya se habrá dado usted cuenta, parece una conejera. Tengo entendido que fue construido a fines del siglo pasado por un rico industrial, a quien quizás debemos esos horribles ventanales de vidrio de color, colocados sobre la escalera. Pero no es eso lo que nos interesa ahora. El centro de la actividad social, como usted no tardará en descubrir, es un pequeño salón para fumadores, que se comunica con el hall y queda frente al despacho de Eastwood, el director del establecimiento. Es ésta la única habitación de la casa donde se permite fumar. Es un recinto oscuro e incómodo, con asientos sólo para doce personas, pero fue elegido deliberadamente por Eastwood, porque no aprueba el vicio de fumar, y se ha propuesto que a sus huéspedes les resulte esa tarea lo más desagradable posible. No obstante, en época normal, la habitación está llena de huéspedes. Para Navidad, como sólo se alojan aquí unas cuantas personas, es posible que se pueda fumar con cierta comodidad.
La oficina de la administración está situada en el hall, frente a la puerta de entrada. En cuanto a los salones de descanso y los pequeños despachos para escribir, ya los encontrará usted por todo el edificio. También hallará un motivo de grato esparcimiento en el bar frutícola que es a la vez una especie de solárium, siempre y cuando brille el sol. Ésta es probablemente la habitación más alegre de la casa, con amplios ventanales que se abren sobre el parque, atendida por enfermeras impecables con sus uniformes blancos. Se encuentra muy concurrida entre las 12.30 y las 14 horas, cuando los clientes bajan después de almorzar un simple vaso de jugo de naranja o un racimo de uvas y un plato de yogur, en el mejor de los casos. No dejo de experimentar una especie de maliciosa satisfacción cuando veo a todas esas señoras obesas que tratan de reemplazar con una manzana la comida que habitualmente consiste en cuatro platos distintos.
El resto de las habitaciones son los diversos consultorios donde se practican exámenes y tratamientos diferentes. Los baños principales, duchas, baños turcos, etc., donde será usted sometido a las peores torturas, se hallan en el sótano. Asimismo, si bien no sé por qué motivo, es allí donde está situada la sala de recreo, con un aparato de televisión, que se enciende todos los días de siete a diez de la noche, pues luego se apagan las luces y todos nos retiramos a nuestros respectivos dormitorios.
Espero, mi apreciado míster Mr. Green, que no se aburra usted demasiado, aunque no estoy muy seguro de ello.
Lo saluda con toda cordialidad
Owen Kent.
P. D. Incluyo en la presente una lista de nuestros huéspedes. En cualquier otra época del año, habría aquí alrededor de cincuenta personas. Por Navidad, como usted podrá comprobar, apenas son unos pocos y, por lo tanto, se simplifica nuestro campo de investigaciones. He analizado cuidadosamente a cada una de las personas que paso a detallarle a continuación, y debo admitir que ninguna de ellas me parece sospechosa. Le envío también una lista de los nombres de nuestro personal. Si piensa someterse a un tratamiento de masaje, le recomiendo utilizar los servicios de Button. No parece gran cosa, pero le aseguro que tiene magia en los dedos. No obstante, quizás, mi opinión diste de ser imparcial. Button fue mi asistente durante la guerra. Experimenta hacia mí una fidelidad canina y cree que yo le salvé la vida. No fue así en realidad, pero confío en que usted no le disuadirá de su creencia. Es algo raro, pero muy agradable, que alguien le estime a uno por sí mismo.
Mr. Green dejó la carta sobre las rodillas. Era muy significativo el hecho de que, mientras la leía, no hubiese parpadeado ni olfateado nada, los dos signos exteriores reveladores de su actitud cerebral. Dado el sopor que pesaba sobre su mente, le resultaba imposible concentrarse en el contenido de la carta. Uno de sus pasajes, sin embargo, le había provocado un leve pestañeo, que olvidó casi inmediatamente.
Su mente evocaba una y otra vez, de forma irresistible, la imagen de un paquete de Fortnum & Masón que había dejado en el hall de su casa y que, como sir Owen había supuesto sin equivocarse, contenía un foie gras de exquisito gusto. Con toda seguridad, si Charlotte le trajera una cucharada, no podría hacerle ningún daño. Quizás pudiese también agregarle una galletita digestiva.
Sabía, no obstante, que eso era imposible. Realizó un enorme esfuerzo para ponerse a considerar la lista de huéspedes que le enviaba sir Owen.
Habitación N.° 2. VIZCONDESA KENDALL.
La incluyo a ella antes que a los demás (así decía Owen) no por su categoría, sino porque es la única persona a quien conozco en realidad. Tiene alrededor de cuarenta y cinco años, si bien no los aparenta. Es una mujer ostentosa y vive separada de su marido, que hizo fortuna durante la guerra. Según las malas lenguas, en su juventud fue camarera de un barco, lo que no obsta para que actualmente sea una verdadera «snob». Creo también que sufre de ninfomanía.
Se dará cuenta usted, por mis palabras, de que lady Kendall no me resulta persona grata. En cuanto al sentimiento que ella experimenta hacia mí, debo admitir que es muy similar al mío, si bien no creo que eso la mueva a intentar asesinarme. Su única cualidad es el amor que siente por su hijo Vernon.
Habitación N.° 3. EL HONORABLE VERNON KENDALL.
Llamémosle un niño de sociedad… y dejémoslo así. Sus aficiones principales… llevar a cenar a modelos fotográficas, los automóviles deportivos, discos de jazz y la bebida.
Habitación N.° 6. PAUL STOLE.
Es el famoso cantante melódico y periodista. Tiene más o menos veinticuatro años. Como todas las semanas nos descubre su alma en el Evening Clarion y la BBC, no necesito describirle detalladamente. En una ocasión cantó una balada sobre un detergente en polvo, en el que he invertido cierto capital, y puedo decirle que posee lo que podríamos denominar«el toque suave de una escama de jabón».
Habitación N.° 9 y 9B. MR. Y MRS. JOHNSON.
Es una pareja gorda, de sólida posesión económica, procedente de Leeds. Vienen todos los años. No sé de ellos nada especial.
Habitación N.° 11. MRS. FLORENCE DEE.
Es la viuda de un posadero. Vive en Harrogate. Parece una persona amable y de espíritu gregario. No se sabe de ella nada especial.
Habitación N.° 13. KAY DAWN.
Es una joven actriz con un brillante futuro en las tablas, pero un tanto exagerada en mi opinión. No conozco ningún otro dato sobre ella.
Habitación N.° 15. SUSAN FROST.
Cuenta alrededor de cincuenta y cinco años de edad y es toda una solterona. Tiene dos pasiones: los animales y la televisión. Es capaz de asesinar a cualquiera que maltrate a un perro o apague un aparato de televisión, pero no la creo capaz de dirigir sus instintos criminales contra mí.
Habitación N.° 18. MAISIE KENT.
Mi querida hermana, a quien tendrá usted oportunidad de llegar a conocer. Dejaré que saque usted sus propias conclusiones con respecto a ella.
Mucho me temo que no se trate de un grupo muy especial, pero no debemos olvidar que nuestro supuesto criminal, en el caso de que exista, puede asestar el golpe desde fuera.
Entretanto, paso a detallarle la lista de nuestro personal…
Mr. Green no se sentía capaz de analizar, uno por uno, a todos los miembros del personal de Harmony Hall. Tenía el cerebro tan embotado que le resultaba difícil lograr una perfecta coordinación de ideas. Por otra parte, prefería no tener en cuenta los comentarios de sir Owen sobre los huéspedes. No era así como trabajaba su mente: prefería formarse sus propias opiniones. Presa de una creciente irritación tamborileó los dedos sobre la mesa, situada detrás de él, mientras se preguntaba si los ruidos de su estómago podrían percibirse desde el otro lado del hall.
En ese momento, oyó una voz a sus espaldas.
—Míster Mr. Green, ¿me permite una palabra?
Por un instante, no reconoció a la mujer que se le había acercado con tanto sigilo, como si hubiese surgido repentinamente de la oscuridad. Llevaba, como el resto de los huéspedes, una bata de dormir con una capucha que ocultaba parte de su rostro. De pronto, comprendió que se trataba de miss Delamere.
Mr. Green intentó ponerse de pie, pero la joven le detuvo con un ademán.
—No se levante, por favor —le dijo—. Uno se siente extrañamente débil después del primer día de tratamiento, pero mañana ya estará usted bien.
A pesar de que Mr. Green no era un individuo morbosamente introspectivo, en ese momento no pudo evitar el análisis mental de sus propias sensaciones. Tenía las facultades y los sentidos un tanto embotados, pero no por eso dejó de advertir la radiante belleza de la joven, así como su turbadora voz cálida y sensual, que no encajaba con la expresión fría y ausente de su rostro de madonna.
—¿Cómo se siente?
—Completamente vacío —repuso Mr. Green, y como para aseverar sus palabras, su estómago dejó oír un fuerte ruido de protesta—. Le pido mil perdones —se disculpó Mr. Green, sonrojándose—. Al parecer, uno no puede controlar estas cosas.
—A todos nos sucede lo mismo —comentó miss Delamere con una sonrisa—; pero poco a poco nos acostumbramos —echó un vistazo a los papeles que Mr. Green tenía en la mano—. Veo que ha leído la lista que le ha preparado sir Owen —observó.
—Sí, ha sido muy amable de su parte haberse tomado tanto trabajo en confeccionarla, pero mucho me temo que no sea de mucho valor.
—¿Me permite mirarla?
Mr. Green no pudo evitar cierta vacilación.
—Creo que sir Owen le manifestó su confianza absoluta en mí —insistió miss Delamere con otra sonrisa.
—Perdóneme —replicó Mr. Green, a la vez que comenzaba a parpadear y se colocaba una mano sobre la frente para escudarse los ojos—. Mi cerebro no funciona normalmente, como usted podrá comprobar.
Miss Delamere leyó la lista rápidamente. Luego frunció el entrecejo y permaneció unos instantes con la mirada perdida en la distancia.
—Míster Mr. Green, voy a decirle algo que quizás no considere usted correcto, pero me creo en la obligación de hacérselo saber.
Owen le dijo que yo cuento con su absoluta confianza. Sin embargo, muchas veces pongo en duda sus palabras.
—¿Qué le hace suponer que sea así?
—Pues, una sola palabra… una sola palabra que aparece aquí en esta lista, la palabra, «querida».
—La emplea en relación a su hermana Maísie, ¿no es así?
—Sí.
—¿Puedo preguntarle por qué la considera usted fuera de lugar?
—Porque la odia más que a nadie en el mundo, y tengo la sospecha de que el sentimiento es recíproco.
Como si una repentina ráfaga de viento hubiese cruzado por su cerebro para desentumecerlo, Mr. Green advirtió, con asombro, que había comenzado a razonar con su habitual claridad. El sorprendente dato informativo que acababa de proporcionarle miss Delamere terminó de despertarle. Ya no le parecía flotar en el espacio; acababa de regresar a la tierra y tenía los pies firmemente asentados en ella; y si bien titubeaba de cuando en cuando, ya que el estómago le pedía comida, escuchaba a la joven con la mayor atención.
—¿Tendría usted la bondad de ser más explícita?
Miss Delamere miró hacia atrás, como para asegurarse de que nadie podía escucharla.
—Tengo la certeza de que sir Owen cree que Maisie mató a su hija, o por lo menos la considera responsable de su muerte. Joy, como se llamaba la niña, lo era todo para él. Pocos la conocían, jamás se hablaba de ella en los periódicos, pero por una causa muy penosa. Era inválida, y su mente… no era muy lúcida. No quiero pecar de impiedad, pero no sé de qué otra forma expresarlo. No vaya a suponer que la criatura era demente, pero sufría cierta deficiencia glandular. Era lo que la gente de campo suele calificar de tonta. Aunque tenía casi doce años cuando murió, mentalmente era una criatura de pocos años, pero era muy dulce y hermosa, a pesar de la deformidad de su pie, y lo que es más, adoraba a su padre. En cuanto a Owen, sólo puedo decirle que la idolatraba. Para ella amasó su fortuna, y consiguientemente, no pudo casarse conmigo. Consideraba que no podía permitirse el riesgo de perder la custodia legal de la niña.
»Todo ocurrió durante el mes de junio pasado, es decir, exactamente hace seis meses. Jamás olvidaré la fecha, el veinte de junio, porque es el día más largo del año y, a decir verdad, fue el más largo de toda mi vida. Poco tiempo antes, Owen le había regalado a Maisie un automóvil deportivo, o para ser más exacta, Maisie había conseguido convencerle de que se lo comprara. Owen acostumbraba a hacerle regalos para librarse de ella. No es que la odiase entonces, pero su hermana le aburría y por otra parte, Owen no aprobaba su inveterada costumbre de beber. Recuerdo que cuando firmó el cheque para que Maisie pudiese adquirir el coche me dijo: «No me sorprenderá que se rompa la cabeza, y aunque te parezca poco fraternal de mi parte, te diré que no lo lamentaré en lo más mínimo». Un día, después de comprar el auto, Maisie vino a Londres a visitar a su hermano en Hyde Park Gardens. Su propósito, según dijo posteriormente, era el de mostrarnos su adquisición. No había nadie en la casa, excepto el mayordomo y la cocinera y… por supuesto, Joy. Le preguntó a la niña si le agradaría salir con ella a dar una vuelta. Según la versión del mayordomo, Joy se mostró amedrentada y contestó que no, pero su tía la obligó a aceptar la invitación. Según Maisie, la niña se manifestó encantada y subió, sin vacilar, al automóvil. No necesito decirle a cuál de las dos historias dio crédito Owen. Salieron a toda velocidad y cruzaron el parque, para luego pasar por Putney Bridge y Kingston Bypass. Pocos minutos después se estrellaron. Joy murió inmediatamente y Maisie sufrió conmoción cerebral. De acuerdo con el parte policial, el automóvil iba a más de ochenta millas por hora. No puedo describirle con palabras el efecto que la noticia tuvo sobre Owen. El decirle que quedó atontado es una frase vulgar, pero me veo obligada a utilizarla, porque parecía como si le hubiera dado un extraño ataque de parálisis. No decía nada, no se movía siquiera, ni tampoco lloraba. No protestaba ni hacía recriminación alguna. Era como si sus pensamientos fuesen tan aterradores que él mismo no osaba expresarlos en voz alta. No asistió al entierro y continuó su vida como si nada hubiese cambiado, pero algo pareció morir dentro de él para dar lugar a un odio… —se interrumpió con un estremecimiento y luego se cubrió los ojos con la mano.
—Sin embargo, ¿dice usted que no expresó su sentimiento de ninguna forma? —preguntó Mr. Green.
—Así es. Por el contrario, desde entonces se muestra más considerado que nunca con su hermana. Además, sé que la ha nombrado una de las principales beneficiarías en su testamento, y eso es lo que lo hace aún más aterrador.
—¿Cree usted que ese sentimiento de odio es recíproco?
—No me cabe la menor duda, aunque ella tampoco lo manifiesta abiertamente. Desempeña el papel de una hermana afectuosa, especialmente cuando bebe unas copas de más.
—¿Acaso su convicción se basa, entonces, en lo que se ha dado en llamar la intuición femenina?
—No, míster Mr. Green, no es así; se basa en el hecho de que no soy ciega ni tonta.
—Jamás he supuesto que usted fuese ninguna de las dos cosas. Simplemente me preguntaba qué motivos tendría Maisie para…
—A veces se odia a la persona a quien uno ha herido, ¿no es así? ¿O es la mía una psicología equivocada?
—Lo que dice usted es muy cierto, pero prefiero no apoyar mis opiniones en la psicología, cuando me encuentro con una serie de motivos.
La sequedad con que Mr. Green hizo este último comentario obligó a la joven a entreabrir los labios en una ligera sonrisa.
—¡Oh, míster Mr. Green! —exclamó—, ¡si usted supiera el alivio que siento ahora que usted conoce los pormenores del asunto! ¿Cree que he hecho mal en contárselo?
—Todo lo contrario. ¿Cree usted posible que el propio sir Owen haga referencia al accidente?
Mis Delamere repuso que no con la cabeza.
—¿No cree —observó Mr. Green después de echar un rápido vistazo a la carta que tenía entre las manos— que esta palabra querida, con relación a su hermana, pudiera ser totalmente irónica?
—Por supuesto que lo es; pero no fue su intención que usted lo advirtiese.
—Comprendo —señaló Mr. Green, mientras doblaba las hojas de papel y se las guardaba en el bolsillo de la bata—. En fin, miss Delamere, siempre resulta agradable conversar con alguien que está seguro de lo que afirma.
—¿No es ésta también una ironía por su parte?
—No; debe tomar mis palabras exactamente por lo que significan. De todos modos… —se interrumpió, con el entrecejo fruncido.
—¿Sí?
—La revelación que acaba usted de hacerme me indica que mi trabajo resultará mucho más difícil de lo que había imaginado. Si mi deber se reduce a observar, y la persona que me contrata prescinde de darme datos de vital importancia…
Terminó la frase encogiéndose de hombros.
—Pase lo que pase, ¿no irá usted a decirle que yo he hablado con usted sobre el asunto?
—No veo qué podría ganar con ello… al menos por ahora.
—Jamás me lo perdonaría. Aun entre nosotros nunca mencionamos a Joy.
—¡Louise, querida! —exclamó intempestivamente una voz gangosa a sus espaldas, que sobresaltó a miss Delamere.
—¡Maisie! Creía que te encontrabas descansando.
—Y yo suponía que te estabas dando un masaje con Adonis.
—¿Adonis? ¿Quién es ése?
—Vamos, querida, no seas tonta. Te consta que todas estamos locas por Garth. Cada vez que me hace crujir el cuello, no puedo resistir el impulso de gritar Alleluya, pero les pido mil perdones. Al parecer acabo de interrumpir un tête-à-tête.
—Discúlpeme —exclamó miss Delamere, dirigiéndose a Mr. Green—, no he entendido bien su nombre.
—Me llamo Mr. Green —replicó éste, advertido inmediatamente de la situación, y con una voz lo suficientemente alta como para acallar los ruidos que hacía su estómago.
—Míster Mr. Green. Miss Maisie Kent —los presentó miss Delamere.
—¿Puedo sentarme con ustedes? —inquirió miss Kent, dejándose caer en una silla junto a ellos—. Éste es un lugar tan extraño, míster Mr. Green, que dentro de breves instantes le llamaré por su nombre de pila y pasaré a relatarle todo lo relativo a mi colon, que por cierto se encuentra en condiciones desastrosas. Espero no ser yo la que te obligue a retirarte —observó, levantando la vista para mirar a Louise, que acababa de ponerse de pie.
—No, querida. Tengo una cita, y precisamente con Garth. Le diré que le envías un abrazo —agregó, fingiendo enviarle un beso desde lejos.
A continuación, durante la pausa que se produjo, Mr. Green parpadeó repetidas veces, mientras observaba a miss Kent, con el propósito de formarse una idea clara acerca de su personalidad. El hecho de que era una alcohólica habría resultado evidente para cualquiera que no estuviese dotado de un agudo sentido del olfato como Mr. Green. No sólo la rodeaba un penetrante hálito de whisky, sino que las huellas de su vida disipada se manifestaban en la intrincada red de pequeñas venas que afloraban en sus mejillas y que no lograba ocultar con la más espesa capa de maquillaje. Tenía poco parecido con su hermano. Era una mujer abandonada y desaliñada. A pesar de que su pelo había sido peinado y teñido el día anterior, daba la impresión de permanente abandono. Aquél que la conociese poco podría definirla como una buena persona, pero el ojo avizor de Mr. Green no dejó de advertir la línea de dureza que corría sobre sus labios extremadamente pintados.
—¡Es una chica tan dulce! —observó miss Kent con un tono que no traslucía el menor signo de afabilidad, mientras contemplaba cómo la figura de Louise se perdía a lo lejos—, es la secretaria de mi hermano.
—¿Ah, sí?
—Mi hermano es sir Owen Kent. Usted debe haber oído hablar de él —agregó con mayor dureza aún, como manifestando superioridad.
—¿Quién no le conoce? —replicó míster Mr. Green, y fiel a su esmerada educación iba a acompañar sus palabras con una reverencia, pero se vio obligado a permanecer quieto por el continuo zumbar de su estómago—. Su hermano es un hombre muy famoso —se contentó con decir.
—Ya lo creo —repuso miss Kent, en tono más conciliador, y asintiendo con la cabeza—; aunque posee un temperamento un tanto difícil para que una mujer como yo comparta con él todas sus opiniones. Sea como fuere, supongo que todos adolecemos de un defecto u otro —se llevó una mano a la boca para evitar el hipo—. ¿Qué opina usted de ella? —agregó.
—¿De la joven que acaba de dejarnos?
—Sí, se llama miss Delamere; y deje ya esa expresión severa. Aquí todos hablamos de los demás, ¿no se lo he dicho antes? Es lo único que nos queda por hacer, ya que nos tienen sin comida y nos obligan a ingerir esta maldita agua, para después dejarnos moribundos a golpes, en manos de esos dioses griegos, en cuanto acabamos de desayunar; aunque no por eso nos dan nada sólido para el desayuno. Según dicen, ésa es la forma de que olvidemos nuestras represiones. Lo mismo ocurre en las peluquerías de señoras. Cuando una mujer se hace peinar es capaz de contar hasta los más íntimos detalles de su vida. No me pregunte por qué, pero créame que es así. Pone su alma al descubierto y la pasea y exhibe como si fuese un semáforo. Por ejemplo, ayer cuando estuve con Sacha… A propósito, ¿le gusta? —le preguntó a Mr. Green, pasándose las manos por su complicado peinado.
—Me parece encantador —murmuró Mr. Green, casi sin aliento.
—Yo opino que es espantoso, pero de cualquier modo, muchas gracias. Como le decía, cuando estaba con Sacha, la persona que ocupaba el camarín contiguo, que era una señora casada y, al parecer, muy respetable, le estaba confesando a su peluquero el affaire que tenía con un negro color carbón, y lo peor es que lo gritaba a voz en cuello. Por lo menos, era de color carbón cuando a la señora en cuestión le hacían el último enjuague. Me parece que cuando empezó la historia, era de un dudoso beige, pero quizás fui yo la que no entendió muy bien el relato. Había almorzado en el Ivy y había bebido un par de copas. Bueno; ahora he conseguido asustarle a usted y ya no me dirá lo que piensa sobre miss Delamere.
—Apenas si conozco a esa señorita —replicó Mr. Green con frialdad—, pero me parece encantadora.
—¡Vaya, vaya! ¿Conque encantadora? ¿No tiene otros adjetivos mejores para describirla?
El estómago de Mr. Green protestó más estruendosamente que nunca, y pareció aclarar su entendimiento que, una vez más, se había embotado. Mr. Green permaneció en silencio, mientras se reprochaba mentalmente su comportamiento. Tenía frente a sí a uno de los principales personajes de este extraño drama, y hasta ese momento no había tomado ninguna determinación concreta. No trataba de hacerla hablar, ni hacía conjeturas ni anotaciones mentales. Simplemente, se había limitado a dar expresión a sus reacciones naturales, que eran las de un caballero entrado en años y de costumbres sanas, a quien no le divertían las historias de negros color carbón o de un dudoso beige, que tuviesen affaires con señoras casadas y respetables. Era muy anticuado por su parte. Debía tratar de ponerse al nivel de su interlocutora.
Hizo un gran esfuerzo. Recordó que, después de todo, era un pro. (El término pro que aprendiera de Charlotte, era una de las pocas concesiones que admitía dentro de las expresiones idiomáticas modernas. Cada vez que la usaba, tenía la impresión de que había incurrido en una impropiedad, si bien continuaba empleándola. Había que adaptarse a los tiempos).
—Le pido me disculpe —observó, con la sonrisa más atrayente que pudo esbozar—. Me resulta difícil concentrarme. Claro está que el adjetivo encantadora no es muy concreto. Ahora bien, si hablase en mi calidad de psiquiatra…
—¿Acaso es usted psiquiatra?
—Si —repuso Mr. Green con marcada escrupulosidad—, lo soy, aunque ya me he retirado de la profesión.
—Pero ¡qué interesante! Tendrá usted que analizarme un día de éstos —miss Kent hablaba como si Mr. Green fuese un adivino—, ¿y qué me dice entonces de la encantadora miss Delamere? —insistió.
—Pues la describiría como una persona inestable desde el punto de vista emocional.
—Acaba de dar usted en el clavo. Continúe.
—No es exactamente una esquizofrénica.
—¿Una qué?
—El término implica un desdoblamiento de la personalidad, lo que se denomina una doble personalidad.
—Eso es lo que siempre he sostenido. Es una mujer de dos caras.
—¿En qué sentido?
—No sabría decirle —repuso miss Kent con el entrecejo fruncido, en un intento por concentrar sus pensamientos—. Debería suponerse que una mujer tan hermosa, tendría relaciones con otros hombres, pero no sé por qué motivo, no lo creo posible. ¿Qué piensa usted?
—No me creo en condiciones de expresar una opinión definida al respecto.
—No se trata de que no sea capaz de entregarse fácilmente —prosiguió miss Kent—, y le aseguro que me proporcionaría un gran placer el poder testimoniar su liviandad de conducta. Me resulta intolerable ver cómo mi querido Owen se deja dominar por ella; pero lamentablemente, no creo que tenga relaciones con nadie más. Mucho me temo que sea una mujer de las que llamamos fieles; aunque, en realidad, pienso que no se trata de verdadera fidelidad, sino de lo que yo calificaría mejor como frigidez. ¿Cuál es su opinión?
Antes de que Mr. Green tuviese tiempo de formular una respuesta, miss Kent le tomó fuertemente del brazo con una mano en la que sobresalían las venas hinchadas por entre sus anillos de brillantes. Mr. Green se vio obligado a tolerarla con silencioso estoicismo.
—Ahora, en cambio, si se tratase de ésa —añadió miss Kent, dándole un fuerte codazo—, las cosas serían muy distintas.
Mr. Green observó a su alrededor y en la dirección que ella le indicaba. Kay Dawn, la actriz, acababa de entrar al salón. Caminaba como si estuviese sobre las tablas. A pesar de hallarse envuelta en la típica bata de Harmony Hall, gruesa y amplia, podía advertirse que era una mujer muy delgada y más parecía un espectro que una figura humana. Se dejó caer en una silla para luego comenzar a leer el guión que había colocado sobre sus rodillas.
—Jamás creería usted que un saco de huesos como ése, fuese capaz de tanto ardor, pero puedo asegurarle que corre mucho fuego por sus venas. Es Adonis el que la ha despertado a la vida del amor.
Mr. Green consideraba que el tema de la conversación se había vuelto bastante desagradable, pero su sentido del deber le impedía poner término a la misma.
—¿Se refiere usted a Garth?
—Naturalmente. Es un verdadero sueño, y muchas de estas viejas truchas serían capaces de cruzar el Sahara en un triciclo con tal de poder echarse luego sobre una tabla de mármol para que él les propinase un masaje como para quebrarles el cuello en dos. Sea como fuere, todo tiene su límite.
—Jamás hubiera creído que Harmony Hall fuera el lugar más apropiado para la iniciación de un romance.
—Me encanta su sentido del humor, míster Brown —repuso miss Kent, con una aguda carcajada, después de darle otro codazo.
—Me llamo Mr. Green.
—Perdone.
Inmediatamente cambió su disposición de ánimo y comenzó a refunfuñar.
—Usted tiene razón —comentó—. Aquí nunca pasa nada. Ese maldito cuñado mío es un santo de escayola. Lo que debería hacer es dirigir un monasterio. Si alguna vez tuviese la más mínima sospecha de que ocurría algo así en Harmony Hall, procedería a clausurarlo definitivamente. ¡Oh, no! Harmony Hall es toda una institución, cien por cien eficiente, moral, virtuosa, higiénica, etcétera, etcétera. Lea el Lancet… lea el British Medical Journal… Consigue propaganda gratuita en ellos: si quiere ser joven, sana y esbelta, venga a Harmony Hall. Lo que es muy cierto… ¡maldita sea!, pero hay muchas personas que no quieren ser cien por cien eficientes, morales, virtuosas e higiénicas. Y créalo usted o no, míster Mr. Green, yo soy una de ellas.
Mr. Green no tenía la menor duda de lo que ella aseveraba.
—Entonces —observó—, permítame preguntarle a riesgo de parecer demasiado impertinente, ¿cuál es el motivo que le impulsa a venir aquí?
—Eso sería arrancarme una verdadera confesión, ¿no le parece? —replicó miss Kent con un guiño—. ¿Por qué vengo? —se preguntó a sí misma, mientras movía la cabeza afirmativamente, para luego volverse y mirar a miss Dawn—. Quizás una de las razones sea la de vigilar a esa mujer más de cerca.
Se interrumpió anhelante, pues acababa de advertir que alguien descendía por las escaleras, con su uniforme blanco.
—Mire —exclamó—, ahí viene. Es el mismo Adonis. Se lo presentaré. ¡Míster Garth! —llamó en voz alta, al tiempo que hacía una seña con las manos.
El joven levantó la vista y se aproximó a ellos. A medida que se les acercaba, Mr. Green comprendió por qué Garth causaba un efecto tan devastador sobre las mujeres. Representaba unos treinta años, era de tez morena, alto, de fuerte constitución y con el pelo muy negro que le nacía cerca de la frente. Era el tipo apropiado para hacer fortuna en la televisión como protagonista de una serie del Oeste. Todo en él denunciaba virilidad, excepto sus labios de líneas suaves, que se curvaban con demasiada suavidad para aquellos rasgos varoniles.
—Míster Garth… éste es míster Mr. Green.
Garth extendió la mano para saludarlo. Su apretón fue sincero y fuerte, si bien Mr. Green no pudo precisar por qué causa aquel individuo no le resultó del todo grato. Se permitió un ligero parpadeo. Aquí tenía, por fin, una personalidad realmente interesante.
—Es psiquiatra —informó miss Kent al recién llegado—, y me ha prometido analizarme.
—No sabía que adolecía usted de complejos, miss Kent —replicó Garth con una sonrisa brillante, prolongada y seductora.
—Tengo miles de ellos, como a usted bien le consta —replicó miss Kent—, y sólo usted consigue hacer que me sienta peor. ¿No le he dicho que era un verdadero sueño? —agregó en dirección a Mr. Green con los ojos entrecerrados.
Este último consideraba que la conversación era un tanto embarazosa y prefirió responder a su pregunta con un simple sonido gutural.
—¿No le parece que sería maravilloso dejarse estrangular a medias por un hombre como él?
—A miss Kent le gusta bromear —terció Garth, que advirtió la turbación de Mr. Green. Hablaba como si estuviese acostumbrado a tales cumplidos—. En cuanto al estrangulamiento, si por eso quiere usted decir el arte de la osteopatía, puedo informarle de que míster Mr. Green no se halla anotado para recibir tratamiento osteopático, sino simplemente el de masaje. Como usted verá, míster Mr. Green, estoy al corriente de todo lo que se refiere a su persona —concluyó.
Por un instante, ambos hombres se miraron directamente a los ojos. Garth ya no sonreía y Mr. Green tuvo la extraña sensación de que lo que afirmaba era cierto.
—Les ruego que me disculpen —se despidió Garth, después de hacer sonar los tacones a guisa de saludo, y acompañar sus palabras con una reverencia.
Un minuto más tarde se había marchado.
—¿Qué le dije? —susurró miss Kent.
Pero Mr. Green no tenía ningún deseo de prolongar más la conversación. Tenía mucho que digerir mentalmente, y muy poco en su interior físico. Con toda la dignidad que le permitía el continuo ronroneo de su estómago, se puso de pie, y con unas palabras bien elegidas logró separarse de su interlocutora.
Eran las cuatro de la tarde cuando entró en su habitación. No tenía nada que hacer hasta la mañana siguiente, y sólo le restaba descansar y beber un vaso de zumo de limón caliente.
No obstante, podía dedicarse al placer de la meditación. Ciertamente, en ese aspecto, le habían proporcionado material suficiente como para que su análisis le ocupara varias horas. Al parecer, conocía ya a los principales personajes del drama, a excepción del matrimonio Eastwood, que aún no le habían presentado.
Aunque quizás no fuese así, y jamás podría saberlo a ciencia cierta, ya que en la vida a diferencia de la novela o el teatro, es uno de los personajes menos importantes quien suele tener la palabra final.
Poco después se dejó vencer por el sueño y durmió plácidamente durante aquella larga noche de invierno.