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La tentación de míster Mr. Green

—Me parece —dijo Mr. Green— que yo debería ser un hombre muy feliz.

—Siempre consideré que lo eras, querido —replicó su encantadora sobrina, Charlotte, levantando la vista de la labor de petit point que bordaba junto al fuego.

—Sí, pero acabo de tener conciencia de ello en este preciso momento.

—¿Por qué?

Mr. Green prefirió guardar silencio. Hubiera sido muy difícil explicar la sensación que le embargaba y más difícil aún tratar de hacérsela comprender a la misma Charlotte.

Se inclinó hacia la ventana y apretó su pequeña nariz contra el frío cristal. Mr. Green se hallaba dotado de un excepcional sentido del olfato, como habían podido comprobar, muy a pesar suyo, muchos delincuentes durante los últimos treinta años. El cristal tenía, para él, un aroma perfectamente definido, aunque no fuese más que por una asociación de ideas que le recordaba la fragancia del hielo o el viento del norte.

Sin embargo, el deleite que experimentaba en ese preciso instante no emanaba de su sentido del olfato sino del de la vista. Desde la ventana contemplaba el pequeño jardín que había logrado crear, a costa de muchos años de paciente labor y que, ahora, le brindaba como generosa recompensa un espectáculo que regalaba sus ojos. A pesar de que apenas eran las cuatro de la tarde, las sombras del crepúsculo invadían con rapidez el lugar; era el día más corto del año. Para todos excepto para su dueño el jardín no era más que una parcela yerma y vacía, con su césped estriado de nieve y sus árboles desnudos, que perfilaban su sombra oscura contra el cielo gris. Únicamente Mr. Green era capaz de percibir a través de ese exterior poco prometedor, las maravillas que surgirían al cabo de unas semanas. Sólo míster Mr. Green podía hablarnos de los primeros brotes de las campanillas blancas que, ya en ese momento, trataban de abrirse paso bajo la haya cobriza, o de la lanza solitaria de un azafrán que había aparecido en época temprana en uno de los rincones más protegidos de las inclemencias del tiempo, y del pimpollo incipiente de una camelia japonesa rosada, que acababa de descubrir esa misma mañana, y que se asomaba, asombrado, a un mundo invernal.

Pero había aún mucho más.

Apretó un conmutador oculto bajo la repisa de la ventana y al instante el jardín pareció despertar a la vida, ya que dicho interruptor controlaba el mecanismo de una fuente situada en el centro del pequeño espacio que se divisaba desde la ventana. Se trataba de una obra artística de poca envergadura, colocada en un estanque de modestas dimensiones, lo bastante grande como para albergar en él a un nenúfar enano; pero contaba con un hermoso querubín en el centro, y representaba, por otra parte, la culminación de una de las mayores ambiciones de Mr. Green, que era la de ser dueño de un jardín con una fuente que pudiera controlar a voluntad mediante la simple presión de un botón eléctrico. Habiendo conseguido su propósito, le parecía poseer un poder casi divino. Allí estaba la tan deseada fuente, con sus chorros de agua que, al caer, se perdían en la tenue luz crepuscular, para reflejar momentáneamente los últimos destellos de color de un parche dorado, que iluminaba un rincón del firmamento desvelando, a veces, los matices del rubí entre las gotas diamantinas.

Mr. Green dejó escapar un profundo suspiro de íntima satisfacción. Sí; en realidad, debía considerarse un hombre muy feliz. Contaba ya casi con sesenta años; no obstante, ello no significaba el comienzo de la senilidad, pues conservaba la agudeza de su cerebro y cierta agilidad física, aunque tenía propensión a la obesidad. Por otra parte, no era hombre rico, pero la pensión que recibía era suficiente para permitirle vivir dentro de los límites de un modesto confort. No tenía deudas, era el único propietario de su pequeña finca, tenía una sobrina adorable, Charlotte, una maravillosa ama de llaves, mistress Marsh, y un gato simpático, si bien un tanto dominante, llamado Faversham. Su nombre se lo había sugerido a Mr. Green uno de los personajes más importantes de uno de sus más famosos casos, que apareció publicado en The Moonflower. Por último, y a pesar de su larga vinculación con el lado tétrico de la vida, tenía una fe inquebrantable en la gracia de Dios.

Volvió a darle la vuelta al conmutador y el jardín pareció cerrar los ojos, para sumirse nuevamente en su letargo.

Charlotte dejó escapar una risa suave.

—¡Así que se trataba de eso!

—¿La fuente? —preguntó Mr. Green, después de girarse hacia su sobrina, con una sonrisa—. Sí, supongo que en cierto sentido, tienes razón.

—¿Es un símbolo de lo que has conseguido?

—Dicho así, adquiere demasiada importancia. Considerémoslo mejor como la realización de mi último anhelo, o por lo menos, del último que espero poder llevar a cabo.

En ese momento, sonó el timbre.

¡Oh!, ¿esperabas alguna visita?

Mr. Green repuso que no con la cabeza.

—Mistress Marsh ha ido al pueblo. ¿Quieres que les diga que no estás en casa?

—Sí, por favor, te lo agradecería.

La joven salió rápidamente de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Mr. Green percibía el murmullo de voces en el hall. Al parecer, uno de los visitantes se hallaba profundamente alterado. Mr. Green frunció el entrecejo. Pensaba que debía proteger a su sobrina de los momentos difíciles de la vida, y sin embargo, era ella quien ahora desempeñaba ese papel con respecto a él.

Charlotte regresó un tanto turbada.

—Lo lamento mucho —dijo en un susurro, mientras mantenía la puerta entreabierta—. Es sir Owen Kent y… una amiga. Al parecer, saben que estás en casa y no logro convencerles de lo contrario.

—¿Sir Owen Kent? —repitió Mr. Green. Era un nombre que parecía tener el brillo del oro. De pronto, recordó con exactitud de quién se trataba. Era nada menos que el famoso financiero, el más renombrado de todos los especuladores que habían surgido durante la última década—. ¿Qué es lo que quiere?

—Dice que es un asunto de vida o muerte —le informó Charlotte, dejando escapar un suspiro, aunque un extraño nerviosismo la impulsaba a reír. La frase que acababa de pronunciar le resultaba ingratamente familiar. Eran muchas las ocasiones en que su tío se había visto obligado a abandonar la paz de su refugio, en detrimento de su salud y aun a riesgo de perder la vida, por esas mismas palabras. Una vez más, ahora, alguien las repetía.

Mr. Green ocupaba su mente en idénticas reflexiones.

—Un asunto de vida o muerte —repitió en voz alta, asintiendo con la cabeza—. Me parece haber escuchado esa misma frase con anterioridad. Lo cierto es que…

—Ya lo creo que la ha escuchado usted, míster Mr. Green —le interrumpió una voz desde el otro lado de la puerta—; y hasta ahora, jamás ha dejado usted de prestarle la debida atención.

Charlotte dio un paso atrás, visiblemente sobresaltada. Sir Owen se había acercado hasta el dintel de la puerta y detrás de él podía verse la silueta de una mujer de rostro pálido, perdida en las sombras.

—Le ruego que no trate de disculpar mi imperdonable actitud, míster Mr. Green —prosiguió sir Owen, introduciéndose en la habitación—. Me doy perfecta cuenta de la impertinencia de mi proceder, pero ya que, tal como le ha anticipado esta joven, se trata de un asunto de vida o muerte, y es usted el único que puede ayudarme…

Dejó la frase inconclusa, mientras alzaba las manos con ademán suplicante.

Se hizo un pequeño silencio. Charlotte advirtió, muy a pesar suyo, que si bien Mr. Green aún no había expresado ninguna opinión concreta al respecto, había comenzado a parpadear rápidamente. Era un signo de intensa actividad cerebral, pero ¿cómo podía interpretarlo? Si Charlotte hubiera adivinado sus pensamientos, se habría sentido aún más preocupada.

Mr. Green, a pesar de la vida ordenada que llevaba, de su hermoso y cuidado jardín, y su pensión, su embonpoint, su gato y hasta su fuente… reaccionaba de forma muy similar a la de aquel viejo corcel guerrero que pastaba tranquilamente en el prado, cuando al escuchar el eco de una trompeta desde el otro lado de las colinas, irguió las orejas y corrió hacia la cerca para contemplar el sendero desierto y fijar los ojos en la lejanía…

Sir Owen acababa de tocar esa trompeta con sus palabras: «Es usted el único que puede ayudarme».

Mr. Green echó hacia atrás cuanto pudo sus anchos hombros, ofreciéndole asiento a su visitante con la mano.

—Muchas gracias —repuso sir Owen con cierta aspereza—. Permítame presentarle a mi secretaria, miss Delamere —agregó luego, dirigiéndose a la mujer que le acompañaba.

Mr. Green repitió su anterior pestañeo, ahora justificado ampliamente ya que miss Delamere era una joven extraordinariamente hermosa.

—Espero que no le desagraden los gatos —observó, y era la primera vez que hablaba.

—Me encantan —repuso la joven, sonriente, acercándose a Faversham—, y en cuanto a sir Owen, puedo decirle que comparte mi afición —añadió, mientras observaba a su jefe.

Charlotte, que se había situado en el extremo opuesto de la habitación, sacudió la cabeza, un tanto malhumorada. Tenía la certeza de que su tío ya no podría desligarse del problema que le aportaban sus inesperados visitantes. No obstante, pensaba ofrecerles una fuerte resistencia, en lo que de ella dependía. Entretanto, sólo le restaba tomar asiento y disponerse a escuchar el relato de sir Owen.

Permaneció inmóvil en las sombras, desde donde podía observar su rostro. Le pareció un hombre de unos cincuenta y seis años, aunque aparentaba más edad, ya que tenía el pelo gris y la frente surcada por profundas arrugas. Era alto y muy delgado, con un porte marcial. Tenía las manos hermosas, y por una razón que Charlotte no alcanzaba a determinar, imaginó que la vida no le había evitado demasiado el sufrimiento físico.

—Trataré de ser lo más breve posible —comenzó sir Owen—. Tengo motivos consistentes para suponer que alguien se propone atentar contra mi vida. No sé de quién se trata, ni de qué forma intentará llevar a cabo su plan, ni tampoco cuál es el motivo que le impulsa a semejante determinación, pero tengo una idea más o menos clara del momento en que ha resuelto ejecutar el crimen.

Observó a Mr. Green como si esperara algún comentario de su parte, pero éste se contentó con hacer una leve inclinación de cabeza.

—Se me ha advertido por teléfono y por carta de que va a ocurrir —prosiguió sir Owen—. Las llamadas telefónicas comenzaron hace tres meses y la forma en que fueron recibidas es, quizás, importante porque… en cierto sentido… parecen involucrar a Louise… miss Delamere —agregó, al tiempo que ponía su mano, momentáneamente, sobre las de ella—. Louise me perdonará si le digo que ella es para mi mucho más que una simple secretaria. Por otra parte, creo que nuestras relaciones son conocidas por muchos, y en diferentes circunstancias, ya habríamos contraído matrimonio. Tal como están las cosas, sólo me resta decir que siento por ella un profundo cariño, y creo ser correspondido. Sé que puedo contar con ella incondicionalmente y sería capaz de confiarle mi vida.

Como le pareció que sir Owen esperaba cierta reacción de su parte, Mr. Green se volvió hacia miss Delamere para hacerle una reverencia. El ligero rubor que cubría las mejillas de esta última la hacía aún más encantadora. Su rostro era un óvalo perfecto, enmarcado por una cabellera oscura y sedosa, peinada al estilo de una madonna florentina. Sus ojos profundos estaban rodeados de unas pestañas largas y espesas, y la naturaleza la había dotado de esas cejas que generalmente sólo se consiguen mediante un cuidadoso maquillaje: altas, bien delineadas y exquisitamente arqueadas.

—Luego hablaré del significado de los mensajes, pero primero debo decirle el motivo por el que considero que la forma en que fueron recibidos es de gran importancia. Debo decirle que la casa que ocupo en Londres situada en Hyde Park Gardens, está distribuida de tal manera que la planta baja puede utilizarse separadamente como vivienda. Fue construida para Louise como apartamento particular y yo he instalado allí un amplio despacho que reservo para mi uso exclusivo. A excepción de nosotros dos, nadie entra en él, ni siquiera la mujer de la limpieza. Nadie más tiene la llave; nadie conoce el número de su teléfono; lo repito, nadie.

»Como tú sabes, Louise —agregó dirigiéndose a miss Delamere—, una de las razones que me mueven a consultar a míster Mr. Green, en parte a instancias tuyas, es que le considero dotado de un instinto inexplicable para descubrir la verdad. He mentido tantas veces en el curso de mi carrera, que lógicamente no puedo pretender que mis palabras tengan… ¿cómo decirlo?, el timbre cristalino y puro de la más absoluta convicción. ¿Querrías proseguir tú ahora?

—Por supuesto —aceptó miss Delamere y Mr. Green advirtió que la joven no respondía a la sonrisa que le brindaba su jefe. Reparó también en que, a pesar de su voz cadenciosa y sensual de contralto, Louise expresaba sus pensamientos con la mesurada eficiencia de una secretaria perfecta—. Es obvio que el punto que tratamos de destacar —comenzó miss Delamere— es que con excepción de Owen, era yo la única persona que conocía ese número telefónico. Puedo responder por él, aunque ni él mismo lo hiciese. Es un verdadero fanático en lo que se refiere a salvaguardar su vida privada, y yo respeto sus ideas. Supongo que el único motivo por el que me ha pedido que prosiga yo con el relato, es para que le asegure que jamás le he dado el número a nadie… a menos que lo haya hecho dormida… o que me esté volviendo loca. ¿Me cree, míster Mr. Green? —preguntó, con los ojos fijos en los de su interlocutor.

Bajo su tono pausado y eficiente se advertía una nota de auténtica turbación.

—Sí, la creo —respondió éste, con voz queda.

Sir Owen hizo una leve inclinación de cabeza.

—El timbre cristalino y puro de la más absoluta convicción —murmuró casi para consigo mismo, como si paladeara las palabras una a una.

Mr. Green garabateó unas notas en un bloc de papel que tenía frente a sí.

—Voy a hacerles una pregunta un poco tonta —les dijo—, pero ¿han escrito alguna vez ese número de teléfono?

—Ya lo creo que no. Lo sabíamos de memoria.

—¿Pueden dármelo, por favor?

—¿Para qué lo quiere? —interrogó sir Owen, sobresaltado.

—No tengo la menor idea.

Sir Owen frunció el ceño mientras Mr. Green le observaba con expresión angelical.

—Muchas veces he pensado —señaló este último— que un detective no difiere mucho de un coleccionista de baratijas. Cuenta en su haber con pequeños detalles de información, fragmentos de un cristal roto, grabados descoloridos… y hasta números telefónicos. Nunca puede saberse cuándo uno de esos elementos adquirirá un valor real. Veamos —agregó, levantando el lápiz—, si usted vive en Hyde Park Gardens, la central telefónica debe necesariamente ser Ambassador. ¿Y el número? No creo que ahora tenga importancia el mantenerlo en secreto.

Sir Owen le contempló con ojos asombrados. Parecía haber encontrado la horma de su zapato.

—Ambassador 3639 —dijo.

—¿Y el mensaje?

—Fueron seis en total. Tres de una mujer y tres de un hombre.

—¿Le resultó familiar alguna de las dos voces?

—No. Podrían haber pertenecido a cualquiera de nuestras amistades.

—¿Parecían personas cultas?

—La mujer sí, pero el hombre no. Sin embargo, creo que éste último trataba de disimular su condición social, pues se comía las eses de una forma demasiado evidente.

—¿Puede usted confirmar la declaración de sir Owen? —preguntó Mr. Green a la secretaria.

—No, jamás estuve en la casa cuando se produjeron esas llamadas. Owen fue el único que las recibió.

—Comprendo. ¿Qué es lo que le decían, sir Owen?

—Que moriría entre el veintiuno y el veintinueve de diciembre próximo.

—¿Puede ser más concreto?

—Me resultará un poco difícil, porque ninguno de los mensajes se destacó por ningún detalle especial. Fueron seis en total, y todos muy semejantes entre sí. No recuerdo las palabras exactas, pero era algo así como: ¿Sir Owen Kent? Ésta es mi tercera advertencia (o cuarta, o quinta, según fuese) de que usted morirá entre el veintiuno y el veintinueve de diciembre. Es importante que crea en mis palabras. Es la verdad y a usted le consta que lo es. Aún queda mucho por hacer. Cada mensaje contenía las palabras es la verdad y a usted le consta que lo es, pero la última frase variaba. Recuerdo que en una ocasión me dijo algo así como: Tiene aún muchas deudas que saldar y muchas cuentas que ajustar.

—¿Es verdad eso?

—Pues, no lo es más hoy que en cualquier otro momento. Un hombre de mi posición siempre tiene deudas que pagar y cuentas que ajustar.

—Supongo que ha descartado usted la posibilidad de que se trate de una simple broma.

—No conozco a nadie con un sentido tan macabro del humor.

—En resumen, pues, como hombre de negocios y hombre de mundo, usted considera que los mensajes son fidedignos.

—Sí —repuso sir Owen con una extraña intensidad en su voz—. Verá usted, míster Mr. Green, me creo poseedor de su misma agudeza. Me refiero a su instinto para descubrir la verdad. Presentí, por así decirlo, que esta gente expresaba un hecho, o por lo menos a los que creía como tal. Por otra parte, intuí que no lo transmitían con alegría, ni con tristeza. No había ninguna nota de regocijo o condolencia en sus voces; simplemente, me informaban de un hecho concreto.

—Comprendo. Si confía ciegamente en su instinto, puedo preguntarle, ¿por qué no comunicó sus temores a la policía?

—Porque he preferido consultar el caso con usted.

—Pero sir Owen —repuso Mr. Green al tiempo que se agitaba inquieto en la silla—, yo estoy jubilado. He abandonado toda investigación, aunque, quizás, en determinadas circunstancias… —se interrumpió al mirar a Charlotte y observar la expresión desalentadora de su rostro—. Considero —concluyó con voz débil— que debiera usted ir a la policía.

—Puede usted dar por sentado que jamás aceptaré ese consejo.

Mr. Green exhaló un suspiro. No se atrevía a enfrentarse con la mirada de su sobrina. Sólo le restaba proseguir con el interrogatorio.

—Se ha referido usted también a una carta —señaló—, ¿era similar a los mensajes telefónicos?

—Sí.

—¿Puedo verla, por favor?

—Creo que soy yo quien debe responder a esa pregunta —terció miss Delamere inclinándose hacia adelante—. La carta ha desaparecido y yo soy la única persona que pudo haberla cogido —añadió retorciéndose las manos con evidente nerviosismo.

—Pero como no la cogiste, mi querida Louise —intervino sir Owen con una sonrisa—, no hay razón para afligirse.

—¿Cómo desapareció? —preguntó Mr. Green.

—Te ruego que me permitas decírselo a mí —insistió la joven—. Una noche encontré a Owen muy angustiado. Inmediatamente me mostró la carta. ¡Oh!, si al menos hubiese hecho una copia de ella.

—¿Tiene usted idea de lo que decía?

—¡Oh, sí!, y en cuanto a las últimas tres frases, creo que me las sé de memoria.

—¿Cómo es eso?

—Me parecieron tan extrañas que las leí repetidas veces. La carta comenzaba confirmando la información de que sir Owen moriría entre el veintiuno y el veintinueve de diciembre, y añadía que ésa sería la última advertencia, que ya le quedaba muy poco tiempo y que aún tenía deudas que saldar… y no aclaraban nada más.

—¿Y las tres últimas frases?

Es la verdad y a usted le consta que lo es… —repitió miss Delamere con los ojos entrecerrados en un esfuerzo por recordar las palabras exactas—. No intente aferrarse a la vida. Ha zaherido usted a muchos y ha cobrado usted ya el último de sus brillantes premios.

—Esa última frase es un tanto extraña —comentó Mr. Green con el entrecejo fruncido—, ha cobrado usted ya el último de sus brillantes premios. ¿Tiene algún significado especial para usted?

—No; excepto que por primera vez parece denotar cierto regocijo, como si el autor se alegrara de lo que iría a suceder.

—De acuerdo. ¿Cómo desapareció la carta?

—Owen la dobló —repuso miss Delamere, considerando que ella era quien debía explicarlo a Mr. Green— y la puso dentro de un libro que estaba leyendo, y que luego dejó en su estante correspondiente.

—¿Cómo se llamaba el libro?

—No sé. Era una novela policíaca. ¿Acaso ese detalle tiene alguna importancia?

—No olvide lo que acabo de decirle sobre la tienda de baratijas.

—El libro se llamaba Muerte a la luz de las estrellas —le interrumpió sir Owen—, como lector asiduo de este tipo de novelas, no se lo recomiendo. Las pistas que da el autor para aclarar el misterio son absurdas, el crimen en sí es inverosímil y todos los personajes son unos verdaderos pelmazos.

Muerte a la luz de las estrellas —murmuró Mr. Green al tiempo que hacía una anotación en su libreta—. ¿Y después, qué sucedió?

—A la mañana siguiente, fui a buscar el libro, porque aun tratándose de una novela de tercera categoría, a veces a uno le interesa saber el final y… la carta había desaparecido.

—Muy interesante —observó Mr. Green, mientras mordisqueaba la punta del lápiz con aire sonriente, como si hablara consigo mismo—, y muy prometedor. Hoy es dieciocho de diciembre —agregó, después de echar un vistazo al calendario que tenía sobre el escritorio—; no hay tiempo que perder.

—¿Quiere decir que acepta encargarse del caso?

Charlotte no pudo contenerse más. Se puso en pie de un salto y dio un paso hacia adelante. La ola de indignación que la embargaba la hacía parecer aún más hermosa, con las mejillas arreboladas y los ojos chispeantes de ira.

—¡Tío —exclamó—, no lo permitiré! Simplemente, no estoy dispuesta a verte envuelto en otro asunto criminal. Lamento muchísimo interrumpirle —añadió, volviéndose hacia sir Owen, sin dar tiempo a que Mr. Green expresara su opinión—; pero lo cierto es que mi tío no está en condiciones de seguir trabajando. Verá usted, su estado de salud es delicado… quiero decir que aunque no está realmente enfermo… pero ¡Dios mío…! Tú sabes muy bien lo que te ha dicho el médico —terminó, mientras se volvía a dirigir a Mr. Green.

Este último era presa de un sinnúmero de emociones a la vez. Como un viejo corcel de guerra no podía desoír el sonido de las trompetas, como un tío amante de su sobrina, se veía obligado a escuchar el ruego que ésta le hacía, y como un hombre entrado en años y con cierta tendencia a la obesidad, oía el palpitar acelerado de su corazón excitado ante la posibilidad de volver una vez más a la lucha. Y decidió que lo mejor era aparentar una calma que estaba muy lejos de sentir, como si se hallase un tanto apartado del problema que se planteaba. Para hacer creer a su auditorio que la discusión no le interesaba, puso en práctica un método totalmente infructuoso: cruzó sus piernas cortas y gruesas, se puso muy rojo, tamborileó los dedos sobre la mesa y fijó los ojos en el cielo raso.

—Me proponía utilizar la mente de su tío, y no su físico —manifestó sir Owen con voz cortante.

—¡Francamente…! —exclamó Charlotte, visiblemente alterada—. No me parece que ésa sea una observación muy inteligente. ¿Acaso no se da usted cuenta de que el cerebro de mi tío controla su cuerpo por completo y le puede ocasionar trastornos de índole física que resultarían perjudiciales para su salud? Quiero decir… —dejó la frase truncada, mirándoles a los tres, uno tras otro.

—La comprendo perfectamente —observó sir Owen—, y creo que puedo tranquilizarla… si es que me permite hablar.

Charlotte experimentó un odio profundo hacia él, por la ironía que encerraban sus palabras. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Miss Mr. Green —comenzó sir Owen con voz queda—, soy aficionado a las tareas detectivescas. Tal vez esto la sorprenda, dada mi posición, pero es la verdad, y quizás, algún día, si su tío se presta a colaborar conmigo, pueda explicarle cómo la intuición es a veces una gran ayuda para resolver los problemas financieros. No obstante, no es eso lo que nos interesa ahora. El único motivo por el que hago referencia a esa facultad (llamémosle hobby, si usted quiere) es para explicarle por qué conozco mejor a su tío de lo que probablemente supone.

Se volvió hacia Mr. Green para dirigirse a él directamente.

—Pesa, si no me equivoco, setenta y nueve kilos —le dijo con voz seca y tono impersonal—, ¿correcto? Sin embargo —prosiguió—, debería pesar todo lo más sesenta y ocho. —Hizo una señal afirmativa con la cabeza—, ¿presión arterial? En fin, eso puede variar; pero un promedio de veinte, Mr. Green, es demasiado para su edad. Preferiría que consiguiese usted reducirla a dieciséis. Por otra parte, no debemos olvidar el pequeño colapso que sufrió en la ópera hace un año.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —le interrumpió Charlotte.

—Mi querida miss Mr. Green, no se necesita ser un genio para advertir síntomas tan evidentes, y en cuanto al colapso, la noticia fue publicada por todos los periódicos.

—¿Acaso no comprende que entonces es aún más imperioso que no se ocupe de su caso?

—Todo lo contrario, debe aceptar mi encargo.

—No logro entender su punto de vista.

—Lo entenderá en cuanto le diga dónde pienso pasar el periodo comprendido entre el veintiuno y el veintinueve de diciembre —indicó sir Owen, observándola con una sonrisa burlona—. Me internaré en Harmony Hall.

—¡Harmony Hall! —repitió Charlotte—, ¡es imposible! —agregó girándose hacia Mr. Green.

—Verdaderamente, es una coincidencia —comentó su tío, que había dejado de observar el cielo raso—. ¿Se debe acaso esa determinación a su trabajo detectivesco? —le preguntó a sir Owen con voz suave.

No, señor. He pasado allí todas las Navidades, durante los últimos diez años. Tengo invertido un gran capital en ese sanatorio.

—¿Por qué no admites que eres el propietario? —le interrumpió miss Delamere, con una carcajada.

—Porque, mi querida Louise, eso no es exacto. Tengo en él lo que podría llamarse un interés vitalicio, que después de mi muerte pasará a mi hermana Catharine.

—Quizás a míster Mr. Green le gustaría que le explicaras más detalladamente el asunto.

—Muy bien. Es un tanto complicado. Hace diez años mi hermana gemela Catharine se enamoró de un individuo llamado Harold Eastwood, quien logró convencerla de la autenticidad de sus teorías sobre lo que él denominaba «la vida natural». Por mi parte, yo no veía sus relaciones con buenos ojos. Eastwood era un caballero, pero carecía completamente de recursos y yo le consideraba como un vulgar fanático. Temía que llevase a mi hermana a una isla perdida donde la obligaría a pasar el resto de su vida comiendo frutas crudas y bebiendo leche de coco. Por otra parte, conocía a Catharine demasiado bien para que tal perspectiva pudiera complacerle. No olvide que por algo es mi hermana melliza. Los Owen hemos conocido las tentaciones del mundo, la carne y el demonio, y no tardará en darse cuenta de lo acertado de mis palabras, cuando conozca a mi otra hermana.

—¿Cómo se llama?

—Maisie. Es soltera, y actualmente se encuentra internada para un tratamiento especial en Harmony Hall.

Miss Delamere estuvo a punto de hacer un comentario, pero sir Owen la detuvo con un ademán.

—No hay mucho que decir —agregó luego—; sólo quería explicarle a míster Mr. Green cómo se creó Harmony Hall. Fue con el propósito de evitar un absurdo alejamiento de la civilización, según las propias palabras de Eastwood, y para poner a disposición de Catharine un juguete divertido donde pudiera experimentar sus teorías en un ambiente confortable. Aparte de eso…

Vaciló, y en esta ocasión permitió que miss Delamere le interrumpiese.

—Lo que quiero decirle es que también consideró que un establecimiento de ese tipo podría resultar una inversión altamente lucrativa, como ha demostrado ser.

—Sí —comentó sir Owen—, siempre que se lo administre de acuerdo con mis directivas. Si Harold Eastwood estuviese a cargo de él, lo llenaría de poetas, santos y otros excéntricos similares. Por esa razón mantengo un estricto control sobre el aspecto financiero de la empresa.

—Creo no equivocarme al suponer que no se halla usted en muy buenos términos con su cuñado —observó Mr. Green, levantando la vista.

—Así es. Vivimos en conflicto total. No se trata de sus teorías básicas; es un hombre que tiene algo de genio, y si yo creyese en esas tonterías, diría que posee facultades curativas. Lo que ocurre es que Eastwood es demasiado bueno para mí, y yo no soy hombre que se sienta inclinado a hacer amistad con los santos.

—¿Qué hay de su hermana Catharine?

—Le sigue queriendo como al principio —repuso sir Owen, encogiéndose de hombros—, pero supongo que a veces ansia satisfacciones de otra índole.

—Muy interesante. ¿Y dice usted que, a su muerte, el establecimiento pasará exclusivamente a sus manos?

—Así es, y entonces el asunto será aún más interesante.

Mr. Green asintió con la cabeza.

—Bueno, Charlotte —exclamó, mirando a su sobrina—, ¿no te parece que quizás la situación es muy distinta a la que habías imaginado?

Charlotte se puso una mano en la frente, para concentrarse aún más en sus pensamientos. Mr. Green tenía razón al calificar la proposición de sir Owen como una afortunada coincidencia. Durante largos meses había tratado de persuadir a su tío de que debía internarse en Harmony Hall, el más renombrado establecimiento para curas naturalistas de toda Gran Bretaña. Lo mismo había sugerido el médico, y Charlotte recordaba con exactitud sus palabras al respecto: «Si quiere ganar diez años de vida, vaya a Harmony. El público, en general, tiene un concepto equivocado acerca de estos lugares… creen que sólo existen para las mujeres ricas y tontas que quieren adelgazar. Quizás tengan razón con respecto a los demás, pero no la tienen en lo que se refiere a Harmony Hall. No se trata únicamente de perder peso mediante una dieta de jugos de fruta y verduras frescas, aunque ese régimen con certeza no le haría ningún daño, y le convendría desintoxicar el cuerpo mediante baños turcos para eliminar todas las sustancias nocivas. Hay algo más en el tratamiento que le propongo».

Cuando Mr. Green le pidió, como de costumbre, que fuese más concreto, el médico había respondido: «Es difícil explicarlo. Creo que se trata de algo puramente abstracto, casi diría que de índole moral. Uno siente que hay una especie de filosofía detrás de todo ello… casi una religión. ¿Por qué no lo comprueba personalmente?».

No obstante, Mr. Green jamás había llegado a tomar una decisión en ese sentido. Simplemente se había limitado a decir que lo pensaría, aunque temía que le resultase demasiado caro. Decía que ya se informaría algún día, pero le parecía que internarse en Harmony Hall representaría un cambio demasiado drástico en su vida, como para aceptar la sugerencia del médico sin mayores preámbulos. Jamás había logrado Charlotte convencerle para que reservara una habitación y ahora, por fin, se le presentaba la oportunidad tan esperada. ¿Qué debía hacer?

—Como te decía, Charlotte —repitió Mr. Green—, ¿no crees que la situación es muy distinta de la que imaginabas?

—Sí, querido, ya te he oído.

—¿Te gustaría que me internara en Harmony Hall para seguir el tratamiento indicado por el médico?

—Por supuesto.

—¿Y si sólo fuese allí como un simple observador?

—Pero querido, tu temperamento jamás te permitirá, como tú dices, dedicarte a observar. Cuando me dices que vas a algún lado, únicamente en plan de observación, me consta que en cuanto dejo de vigilarte, descubres algo que te obliga a subir o bajar escaleras, y a salir a la intemperie sin abrigo, y a quedarte levantado hasta altas horas de la noche…

—Si me permite —terció sir Owen—, por mi parte le diré que he observado algo al entrar en esta casa, digno de mencionar en relación con el tema que discutimos. Me refiero a un paquete que hay en el hall de la entrada, con una etiqueta que lleva el nombre de Fortnum & Masón. Por su forma, supongo que se trata de una enorme lata de riquísimo pâté de foie gras.

Sir Owen, sólo puedo decirle que es usted un verdadero lince —dijo Charlotte, con una carcajada.

—Gracias, miss Mr. Green, pero le ruego que considere el asunto con la mayor seriedad posible. Si míster Mr. Green permanece en su casa esta Navidad, comerá ese pâté y muchas otras cosas más que le perjudicarán mucho. Beberá las tradicionales copas de oporto y considerará una pena dejar que se estropeen las cajas de cigarros que, indudablemente, recibe anualmente como regalo de parte de sus agradecidos clientes. En cambio, si viene conmigo, acompañado, espero, por usted, gozará del más completo descanso. Dormirá como un niño, recibirá diariamente un suave masaje, y al cabo de diez días se sentirá como si hubiese vuelto a nacer.

—¿Y en cuanto al trabajo que deberá realizar para usted?

—Repetiré sus propias palabras. Sólo le pediré que se dedique a observar —indicó sir Owen con una sonrisa—. Incidentalmente, sería para mí un gran placer el que, durante los últimos días de mi existencia, se me permitiese el privilegio de observarlo a mi vez, mientras él se dedica a observarme a mí.

Charlotte se volvió para mirar a su tío. Advirtió que éste había comenzado a parpadear una vez más, al tiempo que garabateaba unas notas en la libreta que tenía delante.

¡Dios bendito!, ya había dado comienzo a la investigación. ¿Qué otra cosa podría hacer ella, Charlotte, para oponerse?

—Está bien —comentó, por fin, con un suspiro—. Me rindo.

Fue así como, a la mañana siguiente, diecinueve de diciembre, hallamos a Mr. Green en un Rolls-Royce de elegante línea, conducido por un chófer igualmente impecable, que le colocó una manta de visón sobre las rodillas antes de iniciar el viaje. Charlotte estaba sentada a su lado, pues si bien habían decidido que la joven pasaría la Navidad en su casa, especialmente a causa de Faversham, que tenía ideas muy estrictas sobre el modo en que debía preparársele el pescado, no quería perder de vista a su tío hasta haberlo dejarlo instalado.

Allí los tenemos, pues, seis días antes de Navidad, en el automóvil de sir Owen, que se deslizaba, suave y veloz, por las afueras de Londres. El sol calentaba la mañana pero el aire estaba helado como un presagio siniestro del futuro.