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Así llegamos a la entrevista final.

Ni que decir tiene que el relato que de ella ha hecho Edward no es muy exacto. Fue, quizás, algo desacertado de mi parte haber escogido el momento en que le gustaba irse a dormir para abordar una discusión de esa trascendencia, pero nunca estuve de acuerdo y tampoco recordaba esa costumbre suya. Por lo general negaba que fuera éste un hábito regular y solía decir, como mucha gente, que de vez en cuando le agradaba descansar unos minutos después de almorzar, pero sólo si no había otra cosa que hacer. Pero decir que «eché un monólogo, casi un discurso», me parece una exageración. Lo único que pretendí fue tratar de hacerle comprender por qué debía comenzar a tomarse la vida más en serio y, como se puede ver en su propio diario, inicié la conversación con bastante suavidad. A propósito, puedo haber presentado una imagen «regordeta y desgarbada, de pie en actitud firme», aunque debo aclarar que me hallaba sobre mi alfombra y no sobre la de Edward, detalle que él no pareció recordar.

Dejando eso a un lado, su actitud frente a lo que yo consideraba, y aún considero, una seria propuesta, fue todo menos agradecido. Hasta ese momento había logrado mantenerme tranquila, aunque debo reconocerlo, con cierta dificultad, y confieso que mi tono fue quizás algo duro cuando le dije que esperaba una respuesta. Esto no fue sin intención. Hasta entonces no se habían empleado términos fuertes o crueles, como Edward pretende que hubo.

Entonces, con gran asombro de mi parte, perdió por completo la serenidad. No tenía idea del rencor contenido que guardaba y al principio lo escuché con sorpresa. Pero a medida que seguía hablando, sentí que la cólera comenzaba a invadirme. Podía escuchar sin impacientarme demasiado su palabrería acerca de «convertirlo en un vulgar esclavo» y sus tontas observaciones de cómo quedaría libre de su tutela, aunque aun Edward tiene que haber comprendido que mi ofrecimiento significaría gastar mucho más dinero de lo que hasta entonces me había costado mantenerlo, pero no iba a tolerar sus groseras referencias al querido doctor Spencer, hombre sin cuyos cuidados la salud de Edward no hubiese podido progresar. Cuando éste, mencionando a su pekinés, se refirió directamente a su tentativa de matarme, llegué a la conclusión de que era el momento de hablar claro, de hacer un último intento para ponerlo en guardia frente al camino de su propia destrucción. Como él dice, le recordé cómo había deshecho su infancia y su vida en general, y pueden creerme si les digo que el diario de Edward tiene la admirable cualidad de suavizar todos sus actos, especialmente cuando relata su expulsión del colegio. Pues bien, le hablé de ese y de otros muchos puntos, y admito que me acaloré bastante, aunque niego haberme comportado como una mujer vulgar, pese a haber empleado alguna que otra frase un poco severa.

¿Y acaso no terminé advirtiéndole con toda claridad que tuviese cuidado? Tendría que comportarse bien, y esta vez sabía perfectamente lo que yo quería decir. Si no lo hacía, tomaría mis medidas.

De modo que cuando se negó completa y absolutamente a hacer lo que yo le había dicho, tomé mis medidas. ¿Qué otra cosa podía hacer? No podía dejar las cosas en el estado en que se encontraban. No se trataba únicamente de un peligro para mi persona, sino que lo era para todos los habitantes de Brynmawr y quizá de Llwll, mientras Edward siguiera ensayando un plan tras otro. Por más inciertos que fueran, era casi seguro que algún día tendría éxito. Tampoco podía confiarme en nadie y menos aún permitiría que un escándalo de esa naturaleza manchara el nombre de los Powell de Brynmawr. Durante varios siglos la familia había habitado en ese lugar; si Edward y yo éramos los últimos, no deseaba que el broche lo pusiera él al morir en la horca después de haberme asesinado. Por otra parte, no creía que Edward fuese capaz de llevar con honor el nombre de nuestra familia sin mi vigilancia.

Pero ya ha llegado el momento de que deje de comentar el diario de Edward y concluya lo que él no pudo terminar. He de omitir o alterar uno o dos detalles, como unos pequeños datos referentes a lugares, pueblos y otros pormenores, cuando edite lo que Edward escribió, a fin de que la gente curiosa no se interese demasiado por cosas que no le atañen.

Pues bien; esa velada fue bastante sombría. Edward no quería dirigirme la palabra, y yo después de un vano intento, abandoné todo esfuerzo. Además, acababa de sufrir una pequeña alarma. Durante las últimas semanas, como él bien lo había notado, había evitado el rosbif. Pero hoy, justo antes de la cena, Mary me trajo la noticia de que el carnicero, al no poder mandar el cordero que le había pedido, envió un trozo de lomo, «notando que hacía mucho tiempo que no se pedía»; y Evans trajo los rábanos verdes esa tarde. Mi única esperanza era que Edward no se hubiese enterado. Di las gracias a Mary, espero que con amabilidad. Ahora que se iba a producir la crisis, comenzaba a preguntarme si mis nervios podrían aguantar todo lo que podía ocurrir.

Dormí mal aquella noche, y sin duda fue ése el motivo por lo que me despabiló tan fácilmente el timbre del despertador de Edward. Permanecí unos minutos atontada, como cuando uno se despierta repentinamente, hasta que recordé lo que significaba ese sonido. Me levanté con rapidez y me vestí.

Con cuidado atisbé por la cortina y contemplé el magnífico panorama de la frontera galesa. Frente a mí, las laderas boscosas de Broad Mountain emergían de la niebla matutina. Detrás de su cima se veía aparecer una franja de luz, mientras allá abajo flotaba aún el blanco vapor que durante la noche se levantaba del río. A mi derecha, las ovejas pacían la corta hierba de Yr Allt que brillaba con el rocío de la mañana. Hacia la izquierda se veían los árboles del bosque Fron que comenzaban a tomar los primeros matices del otoño. Era una mañana que invitaba a gozar de la vida y en la que todo el mundo debía amar a su prójimo. Pero por el verde pasto, dirigiéndose hacia mis cuidados canteros de flores, ahuyentando mis palomas blancas y asustando a un imprudente pájaro, avanzaba Edward, no con el objeto de coger flores, sino raíces… ¡un lindo ramillete matinal!

Levantó su vista hacia mi ventana, y en ese momento decidí que lo que me había propuesto hacer era acertado. Su mirada era la de un loco, la misma que debió asomar al rostro de su padre cuando él y la madre de Edward hallaron la muerte en ese accidente en el que yo nunca he creído. Teniendo cuidado de no hacer ningún movimiento que él pudiera advertir, me alejé de la ventana y me dirigí a su cuarto. En pocos segundos me apoderé del diario. Había resuelto apoderarme de él, en el caso de que resultara necesario para mi propia protección. Con satisfacción leí sus preparativos para su inmediata huida. Luego me dirigí al garaje. No soy de ningún modo tan ignorante en lo que respecta a mecánica como Edward decía en su diario, de modo que efectué la pequeña maniobra que había planeado, rápida y eficientemente. La Joyeuse (para emplear la odiosa expresión de Edward) sólo funcionaría como yo deseaba.

Volví a la cocina y esperé. Mi primera precaución fue comprobar si no había mezclado aún con los rábanos las raíces que acababa de extraer con tanto esmero. No me hubiese sorprendido en absoluto, pues, aunque yo había procedido con rapidez, su operación no podía entretenerle mucho tiempo. Tardé un poco en saber a qué había obedecido su demora, pero luego descubrí que el tonto, en su incertidumbre acerca de qué planta era en realidad el acónito, había recorrido todo el jardín, sacando un poco de cada macizo. Por ese motivo llegué a la cocina antes que él. Apenas lo había hecho, cuando oí unas suaves pisadas que provenían del vestíbulo. Vi entrar a Edward, con los zapatos en una mano y un manojo de raíces en la otra.

Había decidido que lo atraparía in fraganti, a fin de darle un buen susto. Esperé hasta el momento en que iba a mezclar las raíces para aparecer detrás de la puerta de la despensa.

Se llevó el susto. Dio un salto en el aire, emitió una especie de grito ahogado, que afortunadamente no despertó a nadie en la casa, y salió como una flecha. A los pocos segundos había bajado de nuevo las escaleras, tan rápido que me alegré de haber hecho mi pequeña operación antes de asustarlo y no después. Con cuidado separé las raíces y las arrojé al incinerador. Al cabo de unos instantes oí la portezuela de su auto que se cerraba y el ruido del motor que se ponía en marcha. Rápidamente, y con cierta tristeza, me aproximé a la ventana que domina el camino que sale de la casa y el lugar donde yo me había precipitado a la cañada.

Alcancé a ver la mano de Edward que, al llegar a ese punto, se aferraba a la palanca de freno y a la del cambio. Se produjo lo esperado. Rodando por las laderas de la cañada, Edward fue cayendo con su coche, dando tumbos para terminar envuelto en llamas. Solamente una maleta fue despedida del coche. Aparte de eso, nada se libró del fuego.

Sólo me queda ahora poner un título a estas notas, y el que he elegido quizás necesite una pequeña explicación. Pues bien, «de» puede ser posesivo, ¿no es así? Puede significar «de o perteneciente a».