Durante su ausencia comencé otra vez a inquietarme.
Había notado que últimamente era menos minucioso al anotar la descripción de sus planes futuros y temía que esa tendencia aumentara. En realidad, no creía que sospechara, o que pudiera sospechar, que yo había adoptado la costumbre de leer su diario, pero existía la posibilidad de que cayera en la cuenta de que todo lo que en él escribía fracasaba rotundamente, o bien podía dejar de escribir por pereza. En ese caso, yo estaría en serio peligro.
Mientras estuvo ausente, medité con detenimiento el asunto, pensando en lo que tendría que hacer si seguía insistiendo, pues me resistía a tomar la medida que al final me vi obligada a emplear. A fuerza de preocuparme, mi salud empezó a resentirse. Creo que si hubiera podido hablar de ello con el buen doctor Spencer las cosas hubieran sido muy distintas, pero no deseaba comprometerle en mis planes. Tuve que discurrirlo todo yo sola. Cuando hayan leído las últimas páginas deberán tener presente que me hallaba a punto de caer en una crisis nerviosa.
Mientras tanto, decidí hacer una última tentativa para tratar de aclarar la situación y cumplir con lo que yo creía sería lo mejor para todo el mundo. Como es de suponer, fue por sugestión mía por lo que el doctor Spencer habló con Edward sobre la necesidad de que trabajara. Después de todo, ¿cuántos jóvenes no habrían aceptado sin vacilar la oportunidad que yo le ofrecía? Escoger su carrera o profesión y gozar de una cómoda renta mientras duraba su aprendizaje. ¿Era justo que Edward acogiese mi propuesta con tanto desdén y se pusiera a divagar acerca de Birmingham y los pantalones de trabajo? Ya sé que en cualquier oficina habrían tratado de inculcarle cierta disciplina, lo habrían obligado a levantarse temprano, a cumplir un horario y a obedecer órdenes, todo lo cual le hubiera resultado aborrecible, ¿pero acaso la mayoría de los jóvenes de hoy en día no tienen que pasar por las mismas cosas? Por otra parte, tenía absoluta libertad para elegir la ocupación que más le agradara e ir al lugar donde quisiera. Pero, quizás, en cierto sentido tenía razón: ninguna oficina hubiera aguantado a Edward más que unas pocas semanas. Dejando a un lado su ingratitud, fue en verdad una tontería que no aceptara mi ofrecimiento.
Cuando leí cómo había recibido mi sugerencia, sentí bullir la sangre en mis venas. De modo que ya no había tregua. Me encolericé más aún al leer sus despiadados preparativos para matarme de una manera particularmente dolorosa. La manera en que ese muchacho se ponía a deliberar acerca de las posibles ventajas de un veneno sobre otro resultaba repulsiva. Me irritaba cada vez más al verle pasar del ácido prúsico a la creosota, al ácido oxálico y a gran variedad de otras cosas, pero en el fondo no podía evitar que me hiciera cierta gracia. Me reí al leer su intento de comprar ácido oxálico, que acabó en la adquisición de una tarjeta de Navidad (o quizá sólo en mirarla, pues sé que es demasiado tacaño para llegar a comprarla), y de cómo se asustó al oír hablar del registro de venenos. Me reí también al ver su perplejidad ante los distintos preparados químicos y de sus maldiciones cuando el simple lenguaje científico le resultaba incomprensible, como asimismo de todo lo que comió en el club; pero me puse seria cuando comprendí que los efectos de la pequeña venganza que Edward abrigaba en contra mía alcanzarían igualmente a una cantidad de personas que nada tenían que ver en el asunto. Estaba llegando a un estado en que hubiese tratado de incluir a la familia Spencer porque le había contrariado, a la cocinera porque evidentemente «no lo podía sufrir» y a Mary porque no quería convertirse en su amante. Al punto que había llegado, creo que hubiese sido capaz de matar a la mitad de los habitantes de Llwll si le hubiera parecido necesario. Y eso era algo que yo no podía permitir.
Con todo, volví a ponerlo sobre aviso, dándole varias oportunidades para que abandonara su plan y abriéndole las puertas de una carrera honorable en el caso de que hubiese querido seguir ese camino. Todo fue inútil.
Al mismo tiempo, mientras esperaba que el arrepentimiento o, si eso era mucho esperar de él, la mera prudencia lo detuviera, no pude resistir divertirme un poco a su costa. ¡Lo más gracioso del asunto fue que no había ningún acónito en el jardín! Nunca habría tenido esa planta aunque me gustara, y en realidad no me agrada particularmente. Además, aunque la hubiera en casa, me parece que la clase que se cultiva no es el aconitum ferox, y no tiene tanto poder como Edward presumía.
Pude, pues, con toda tranquilidad, observar sus elementales incursiones en la botánica y guiarlo casi prácticamente de la mano. Me reí al verlo doblado en dos, por el desacostumbrado esfuerzo de agacharse, y al contemplar sus delicadas manos llenas de ampollas por el uso de la azada y el rastrillo. ¡Oh, sí! Edward trabajó esa tarde mucho más de lo que quiso admitir.
Al principio pensé no mencionar para nada los acónitos. Me hubiese resultado sumamente fácil no dar ese nombre a ninguna planta, puesto que no existían, y hubiese podido dar fin a la conversación mucho antes de llegar a las plantas que él tomaba por acónitos. (No se trataba, en realidad, sino de simples aquileas, y la descripción que de ellas ha hecho Edward está no sólo científicamente equivocada, sino que ni siquiera es acertada desde el punto de vista de un profano). Hubiese podido, como ya he dicho, interrumpirlo para pedirle que repitiera los nombres que acababa de decirle, y cuando se viera en la imposibilidad de hacerlo, como sin duda ocurriría, repetírselo yo misma y luego decirle que por ese día ya era suficiente. Pensé en emplear ese procedimiento, pero vi a Edward tan agotado por su esfuerzo, que dudé de tener otra oportunidad como aquélla.
Entonces tuve una nueva y más brillante idea. Ante todo hice la prueba de ver si sabía algo. Como me había imaginado, se hallaba en la más absoluta ignorancia. Creyó con toda inocencia todas las barbaridades que le dije. Hubiese podido bautizar una rosa como una dedalera, y llamé Érica a una dalia común, con la que no tiene el menor parecido. Finalmente inventé primorosos nombres, como escholeria y saxifranutum y otros igualmente absurdos, que a Edward parecieron impresionarle vivamente. Por último, una vulgar espuela de caballero era un acónito.
Fue una broma muy divertida que sirvió para proporcionarme más tranquilidad. Si Edward se hubiese enterado de que no había acónitos en el jardín, habría sido capaz de ir a comprarlos o si no de discurrir un nuevo plan, «una muerte lenta en aceite hirviendo». Por otra parte, la expresión lo seguía traicionando, y además le delataban sus ridículas preguntas. Me reí también de sus sigilosas tentativas, que observé desde lejos, de averiguar si me había equivocado, si le engañaba o si al fin y al cabo tenía razón. Jamás he conocido a nadie más ignorante, aunque debo confesar que en el momento pensé que se había tragado por completo mi mentira y ahora sé que abrigaba sus dudas. Si al menos hubiese recordado que los acónitos pertenecían «al genero de las ranunculáceas», habría tenido una idea más clara que todo lo referente a sépalos y racimos, de lo que no entendía nada en absoluto. Algunos de sus experimentos eran muy originales. Parecía estar muy persuadido de que si uno arranca una planta, examina sus raíces y la vuelve a plantar de nuevo, ésta continúa creciendo. Cuesta creerlo, pero de todos modos estaba despojando el jardín de las espuelas de caballero y aquileas.
Por más que me regocijaba en contemplar a este discípulo del «viril Mosley» que hacía el ridículo en sus incursiones en botánica, seguía permaneciendo latente el hecho de que Edward no se había sobrepuesto aún a su deseo de envenenarnos. Entonces comenzó a invadirme la desagradable incertidumbre de que quizá las raíces de espuela de caballero, aquileas y probablemente una gran cantidad de otras plantas, pudiesen no ser buenas para mí. Y, más seriamente aún, empecé a preguntarme si cuando este nuevo plan de Edward fracasara en forma tan ignominiosa como los anteriores, él abandonaría o no esta lucha tan desigual. No creía que mi salud pudiese resistir mucho tiempo más.
Por lo tanto, decidí preparar el desenlace. Daría a Edward una última oportunidad de resolverse a trabajar. Si aceptaba, haría todo lo que estuviera a mi alcance para ayudarlo.
Sise negaba y se mantenía en su obstinación, trataría de obligarlo, y creo que en cierto modo tenía razón: al final lo hubiese forzado a hacer algo, aunque no necesariamente en Birmingham. Si, por primera vez en su vida, lograba desobedecerme con éxito y permanecía en Brynmawr, aunque renunciando a sus planes, de modo que la vida para ambos retornara a ser lo que había sido antes de aquella calurosa tarde de verano en que lo obligué a ir a Llwll caminando, trataría de conformarme y continuaríamos viviendo juntos con la mejor buena voluntad. Pero si se negaba y después de recibir este último aviso, pretendía aún llevar a cabo su propósito, entonces no tendría misericordia.