Así continuaron las cosas hasta que Edward se dispuso a pasar unos día con el detestable Guy Innes (creo que la descripción que él mismo ha hecho de su amigo es suficientemente repulsiva para que yo tenga que decir algo más), mientras yo permanecía en la casa para ser quemada viva. Para decir la verdad, no había tenido aún mucho tiempo para pensar en ese aspecto de la cuestión. El entretenimiento que me causaba la comedia era más fuerte que mi preocupación.
Cuando el coche de Edward desapareció en la primera curva del camino, reí de buena gana al imaginar el estado de excitación en que debía encontrarse. Tenía el propósito de pasar una noche sumamente divertida y me sentía segura con mi magnífica provisión de extintores de incendio, de cuya existencia Edward no tenía el menor conocimiento.
Como es de suponer, mi primera medida fue averiguar dónde se encontraba su infernal artefacto. No fue difícil descubrirlo, ya que su cuarto se hallaba prácticamente vacío, exceptuando los muebles. No me sorprendió en absoluto, pues había resultado casi imposible alcanzar a ver a Edward en su auto debido a la cantidad de equipaje que llevaba. Ello facilitó mi búsqueda; una vez que había revisado rápidamente los cajones casi vacíos de la cómoda, me vi frente al ropero. Aquí se presentó un pequeño problema. Sin duda sería posible encontrar un duplicado de la llave, pero ¿valdría la pena buscarlo? En el caso de que lo hallara y pudiera abrir el ropero, ¿cambiaría lo dispuesto por Edward, o dejaría todo como estaba? Porque había resuelto no impedir el incendio, tanto para que se quemaran los libros que habían quedado como para dar mayor realismo a lo ocurrido. Si no hacía ninguna alteración, ello significaría que me tendría que quedar levantada una gran parte de la noche, pues, si bien ignoraba el momento para el que Edward había dispuesto su pequeña fogata, calculaba que sería una hora avanzada, para que yo (y todos los demás) estuviéramos bien dormidos.
Por lo general no me gusta permanecer despierta hasta altas horas de la noche, aunque ocasionalmente lo hago. Por casualidad tenía un libro que quería leer y además debía preparar un informe para una institución, de modo que decidí hacerlo. Por otra parte, aunque encontrara la llave, quería dejar que actuara ese artefacto de relojería. No era cuestión de encenderlo con un fósforo, pues el incendio no se hubiese producido como debiera. Además, no sabía cómo hacer para alterar el funcionamiento del reloj para que el accidente ocurriera más temprano. Volví a leer con todo cuidado las instrucciones que acompañaban a los extintores y decidí no pensar más en el asunto. Evidentemente no podía permitir que el plan de Edward ocupara la totalidad de mi existencia; tenía muchas otras cosas que hacer.
La verdad es que casi me olvidé por completo del muchacho, tanto que, por una completa casualidad, noté que el primer trago de café tenía un sabor algo extraño y recordé a tiempo sus malditos cubos. A pesar de haber tomado una cantidad tan insignificante, tuve que hacer grandes esfuerzos para combatir el sueño. Durante un par de horas no supe muy bien lo que hacía y los objetos de la habitación parecían venírseme encima, notablemente agrandados en su tamaño, o bien alejarse hasta desaparecer en el infinito. Tuve la suficiente presencia de ánimo para arrojar el resto del café por la ventana. Cosa extraña: descubrí más tarde que varias de las anémonas se habían muerto, lo cual puede haber sido una simple coincidencia. Con todo, logré mantenerme en movimiento hasta que el desagradable efecto desapareció. Para entonces ya la servidumbre se había acostado, de modo que fui a la cocina a prepararme un poco de café nuevo y bien fuerte. Luego subí al cuarto de Edward.
Tuve tiempo para seleccionar con todo cuidado lo que quería quemar, elección que en un principio pensé hacer con más detenimiento. No pudo ser como yo deseaba. Resultaba imposible producir el incendio con tanta deliberación sin que Edward advirtiera mi intervención y aún no había llegado el momento de hablarle abiertamente. Por otra parte, sin duda acudiría a la compañía de seguros, lo cual traería como consecuencia molestas indagaciones. No, eso no debía ocurrir. Tendría, pues, que conformarme con la pérdida del ropero y de la biblioteca, y con la destrucción del empapelado de la pared (de todos modos el cuarto de Edward necesitaba un papel nuevo), y evitar toda intervención de la compañía de seguros. De mala gana volví a poner en un cajón unas harto llamativas camisas de color púrpura y un pijama a rayas lila y limón, y me dispuse a esperar.
La espera resultó increíblemente larga. Terminé mi informe y me cansé de leer y aún no había ocurrido nada. ¿Y si el mecanismo de Edward fuese tan deficiente que fallara? En tal caso, no me acostaría hasta que se le ocurriera regresar a casa. ¡Pero podía tardar una semana, o más! Me armé de coraje y me dije que si a la media hora no sucedía nada, abriría de algún modo la puerta del ropero. Mientras tanto, preparé mis planes para el día siguiente, con objeto de castigar a Edward todo lo que fuera posible. Por lo que he visto, después de haber leído el relato de lo sucedido, creo que lo he logrado plenamente. Fue en esas circunstancias cuando decidí el final de mi plan.
Todo ello llevó bastante tiempo, y hacía rato que había transcurrido la media hora, mientras mi mente vagaba en el futuro, cuando me sobresalté al oír un crujido que provenía del interior del ropero y al ver que salían unos hilos de humo. Tuve que hacer acopio de valor para dejar que el incendio prosiguiera. Muy pronto pude guiar las llamas hacia un costado y hacer que el fuego llegara a la biblioteca, con unos leños que había traído para tal fin. De este modo quedarían las huellas del fuego en la pared y en la biblioteca. Entonces calculé que ya me había arriesgado bastante, y presa de cierto pánico, debo admitirlo, hice uso de mis extintores hasta que hube apagado el fuego por completo. En realidad, actué a tiempo para evitar un verdadero incendio, aunque demasiado pronto para poder quemar todos los indecentes libros de Edward, como descubrí con fastidio. Completé mí cometido en el poco fuego que quedaba en la cocina, después de lo cual me fui a acostar, fatigada, pero satisfecha.
A la mañana siguiente tomé el desayuno en la cama, una cosa que casi nunca hago y que me desagrada profundamente, diciéndole a Mary que me había mantenido despierta el incendio, al que me referí como a un incidente sin ninguna importancia. Con todo, me costó cierto trabajo impedir que ella y la cocinera se alarmaran demasiado por lo sucedido. Una vez que lo hube logrado, me dispuse a descansar el resto de la mañana. Supongo que el somnífero me había dejado algo adormecida, pero de todos modos formaba parte de mis propósitos el hecho de que Edward viviese un poco en la incertidumbre. Por ese motivo hice que el doctor Spencer le enviara un misterioso telegrama. El acto de redactarlo constituyó una tarea sumamente delicada.
Ahora bien; no quería que Edward se precipitara dentro de la casa y se descubriera ante la servidumbre. Por eso resolví detenerlo fuera del portón de entrada. Pero no había contado con su premeditada tentativa de atropellarme dos veces, una al ir y otra al volver, y en ese momento estuve a punto de perder por completo la paciencia con él. Desde entonces he leído repetidas veces cómo él creyó que yo era un fantasma que andaba merodeando el lugar donde había cometido su anterior crimen. Estoy empezando a creer que puede ser verdad y hasta me río del asunto; esto me ha ocurrido hace muy poco. En aquel momento y hasta que comencé a escribir estas notas, creí que se trataba de un nuevo y bárbaro atentado. Fue por cierto la convicción de que Edward no dejaría escapar ninguna oportunidad uno de los motivos que me arrastraron a mi decisión final. Quizá no haya procedido con toda justicia, pero así es la vida…
La cuestión es que, en mi cólera, creo que exageré mis burlas con respecto a su equipaje. Por otra parte, mi visita de esa tarde a Llwll fue imaginaria.
A partir de entonces comenzó a crearse un extraño malentendido. Yo había resuelto ya qué medidas tomaría si él persistía en su intento, pero al mismo tiempo había decidido ser justa y avisarle repetidas veces que no toleraría que eso se repitiera. Al hacer memoria, veo que así lo hice en diversas oportunidades, aunque, por supuesto, sin decirle cuáles serían mis medidas. Además, al leer el diario de Edward, se puede ver que mis advertencias fueron claras y evidentes, y hasta puedo agregar que fueron más evidentes de lo que parecen indicar sus anotaciones. Aunque parezca asombroso, sólo ahora, cuando ya es demasiado tarde, empiezo a preguntarme si realmente comprendió alguna vez que lo estaba amenazando.
Y así continuaron las cosas, yo pensando que él sabía que estaba enterada y que por lo tanto captaba mis insinuaciones, y él pensando que yo lo sabía e ignorando las indirectas, o al menos pretendiendo ignorarlas. ¿Pero fue realmente así? ¿Sería posible que fuese tan tonto? ¿No estaría en el fondo mucho más enterado de lo que él mismo creía cuando escribió el relato de los hechos? Quisiera pensar que fue así.
De todos modos pensé, y todavía me inclino a pensar, que se dio cuenta de que lo sorprendí mientras leía la Encyclopoedia Britannica. Por supuesto, nunca supo que al volver a guardar apresuradamente el libro en su correspondiente estante había doblado una esquina de la página, que yo luego leí. Debo confesar que me alarmé cuando descubrí que había estado leyendo el artículo titulado «Veneno». Éste es un medio que no me gusta en absoluto, doloroso y sumamente difícil de contrarrestar, pero tenía la esperanza de haberlo asustado en su decisión, de modo que cuando se fue a Londres yo ya estaba casi convencida de que todo había acabado y de que podría volver a continuar mi vida en paz, sin tener que estar constantemente al acecho de las maquinaciones de mi sobrino.