Después de este episodio, mi viejo amigo consideró conveniente ponerme al tanto de la verdad, puesto que yo me había repuesto suficientemente de la conmoción sufrida en el accidente y estaba en condiciones de soportar este nuevo golpe.
Como es natural, al principio me resistí a creerlo. Es cierto que nunca me había hecho demasiadas ilusiones en cuanto al afecto que Edward podía profesarme, pero una cosa era ver que no demostraba mucha gratitud y bien poco cariño, y otra era creer que estaba dispuesto a asesinarme. Mirando hacia atrás, veo que quizás lo tuve demasiado sujeto toda su vida, aunque, en cierto modo, el freno no había sido suficientemente eficaz, puesto que éste era el resultado.
Con todo, poco a poco, el doctor Spencer me hizo examinar las pruebas, que al principio me parecieron bastante endebles. Existían, en realidad, dos puntos importantes: la tardanza y los frenos. En lo que se refería al primero, me parecía que la explicación podía ser simple y natural, como en realidad lo fue. Era verdaderamente desventurado para Edward que su única reacción normal y sincera, o sea las náuseas que le acometieron en ese momento, fuera una de las primeras causas que despertaron nuestras sospechas. La vida es a veces injusta.
Luego, en lo referente a los frenos, me pareció que el doctor Spencer y Herbertson se habían apresurado un poco en sacar conclusiones, tomando como un hecho lo que sólo era una vaga sospecha. ¿Acaso no era posible que algo hubiese empezado a cortar los cables del freno y que el accidente los hubiera roto del todo, quedando un corte de bordes nítidos? Por ejemplo, al llegar a Abercwm hay un canal que pasa debajo de la carretera principal en dirección al Sur, atravesado por una serie de puentes de arco muy pronunciado, conocidos en toda la región por esta peculiaridad. Los automovilistas ya saben con qué cuidado tienen que pasarlos, debido al ángulo cerrado que forman. He notado a menudo que ciertos coches con poco espacio libre por encima del suelo, prácticamente lo rozan al llegar a la cima. Pues, ¿no podía yo haber raspado los frenos en una de esas ocasiones? Esto lo menciono sólo para dar una idea de lo que en aquel momento estaba en mi imaginación. Es evidente que no podía estar muy segura de mis suposiciones, pues, a diferencia de Edward, yo no entiendo mucho de mecánica y no sé si podría decir sin pensarlo antes dónde se encuentran los frenos. A pesar de todo, como se verá más adelante, no ignoro por completo la constitución de los automóviles.
Volviendo a nuestro asunto, diré que no estaba muy convencida de que fuese esto lo que había ocurrido, y nada de lo que me dijera el doctor Spencer con relación a los otros puntos lograba persuadirme. Creo, en verdad, que mientras en el fondo comenzaba a darme cuenta de que el doctor tenía razón, trataba de no creer lo que en realidad no quería creer. Y fue entonces cuando apareció otra prueba más.
Había considerado que el lugar desde donde me había despeñado con el coche era quizás un poco peligroso, de modo que había mandado hacer algunas alteraciones, como por ejemplo una pequeña elevación del terreno que sin duda evitaría que se repitiera un accidente de ese tipo. Cierta mañana me hallaba observando cómo iba el trabajo, pues, aunque tengo un gran aprecio por todos los habitantes de Llwll (que, a propósito, es un lugar hermosísimo con un nombre muy fácil de pronunciar), sé que, como trabajadores, necesitan una constante vigilancia. Mientras estaba en esta tarea, se aproximó Llewellyn Williams y me expresó su deseo de hablar conmigo.
Le seguí por el camino no con mucho placer durante un trecho. Ya sé lo que generalmente significan las conversaciones con él y creo que le he sacado de apuros unas cuantas veces; Pero en esta oportunidad no se trataba de un nuevo hijo, ni de una multa por haberse embriagado el día de mercado, ni de un nuevo tejado para su establo, ni siquiera de un préstamo por unos pocos días. Se trataba de Edward.
Por lo visto éste le había roto otra vez la cerca. Me condujo hasta el trozo de madera que el doctor Spencer había considerado una abertura tan conveniente para que Edward saliera corriendo y alcanzara a verme caer con mi coche.
—Señor Williams, no comprendo —dije—. Veo que a esta altura se puede atravesar la cerca fácilmente, y ciertamente parece que alguien lo ha hecho, pero la cerca está perfectamente sana.
—Sí, señorita Powell, tiene usted razón, pero ése no es el inconveniente. Por este lado está en buen estado, es verdad, pero no ocurre lo mismo en el lugar de donde fue quitada la estaca. No quisiera que usted se molestara, señorita, pero en el otro extremo del campo, donde estaba colocada, se ve ahora una abertura que yo había cerrado con este tronco.
—¿Y cómo puede usted saber que se trata de la misma madera, señor Williams?
—Pues vea usted, había una abertura. Yo la reparé. Ahora está otra vez la abertura y ningún rastro de la estaca que coloqué para taparla. Aquí se encuentra el mismo trozo de madera, o al menos uno muy parecido, que no veo por qué motivo tiene que estar aquí. No hace ninguna falta; la cerca se halla perfectamente sana. —Y quitando el madero, descubrió una cerca sin ninguna avería.
—Lo siento mucho, señor Williams. Si hay algún motivo para pensar que el señor Edward tuvo algo que ver con esto, haré cerrar esa abertura.
No pude dejar de pensar para mis adentros que ésta era otra de las tretas de Williams para hacerme hacer lo que en realidad le correspondía a él. Creía que me encontraría con un enorme agujero que hubiera podido ser llenado con el pequeño trozo de madera que tenía delante. Pero el mismo Williams me demostró que me hallaba mal encaminada.
—No la voy a molestar por tan poca cosa, señorita Powell; la abertura puede arreglarse fácilmente. Pero quisiera probarle que no he estado hablando sin motivo y que tengo mis razones para pensar que esto fue obra del señor Edward.
—¿Por qué?
Me describió su encuentro con el pekinés de Edward cuando éste cruzaba corriendo el camino en ese preciso lugar, alejándose de su invisible pero sin duda presente amo; cómo el perro había hallado un bizcocho en la otra orilla del camino y sus tentativas para granjearse la amistad de So-So e indirectamente la de Edward, como asimismo su fracaso en ambos sentidos. Si todo hubiese terminado ahí, simplemente me hubiera parecido extraño, pero Williams siguió explicando que había visto a Edward con su perro en ese lugar en más de una ocasión, probablemente en más de dos, aunque no estaba muy seguro. Por lo visto, pues, éste era un punto escogido para adiestrar a So-So y era por eso por lo que se me había cruzado en el camino como una flecha. ¡A eso se debía, pues, el desmedido interés de Edward por aquellos bizcochos! ¡Pobre Edward! Y yo lo había atribuido exclusivamente a su glotonería.
Lo primero que debía hacer era tratar de evitar que Williams hablara, problema bastante serio; no se trata precisamente de un hombre callado. No veía cómo podría hacerlo, pues evidentemente Williams tenía sospechas que yo no quería fomentar. Al mismo tiempo, si yo simulaba no darme cuenta de nada, él podía seguir meditando el asunto y luego esparcirlo a los cuatro vientos. Por suerte habló tanto y repitió tantas veces lo que había dicho, que tuve tiempo de pensar un plan.
—Veamos, señor Williams, creo que puedo adivinar lo que está usted pensando; le diré que desde que me contó esto, lo veo todo claro. El pobre señor Edward me ha insinuado hace poco que una gracia que estaba enseñando a So-So fue la responsable de mi accidente. Por supuesto que no fue eso, sino un fallo de los frenos del auto, lo cual —me las compuse para sonreír— no tiene nada que ver con So-So. Pero el señor Edward ha estado terriblemente afligido por ese motivo y sólo ahora he logrado tranquilizarlo, de modo que preferiría que no se hablara más del asunto. Por otra parte, el doctor Spencer opina que me conviene olvidar el incidente. De modo, señor Williams, que, aunque le agradezco muchísimo que me lo haya dicho, le ruego que lo olvide todo y no lo comente con nadie. ¿Me hará usted ese favor?
Supongo que esto le habrá exigido un gran esfuerzo, aunque le di mi autorización para hablar del asunto con el doctor Spencer si quería hacerlo. Evidentemente Williams pensaba que yo tenía que estar más alerta y encontraba el «accidente» un poco difícil de creer; pero por fin logré convencerlo de que podía confiar en el doctor Spencer y en mí. Con esto se fue, no del todo seguro de haber cumplido con su deber. Quedé tranquila, sintiendo que me podía fiar él, a menos que ocurriese algo imprevisto. Tuve que oponerme firmemente a la lápida que Edward quería colocar sobre la tumba de So-So, pues, de enterarse, Williams hubiese estallado de indignación. Además estoy segura de que So-Soera un perro con cierto gusto y, si no me equivoco con bastante sentido del humor (al menos ningún pekinés sería capaz de consentir que se burlen de él), se hubiese estremecido en su sepultura y su espíritu no nos hubiera dado descanso hasta que hubiéramos hecho quitar esa mamarrachada.
Después de eso me resultó algo más difícil seguir creyendo en la absoluta inocencia de Edward.
Como es de suponer, se lo conté todo al doctor Spencer y parece que algo llegó a oídos de su esposa y de Jack. Fue en verdad un alivio poder confiar en estos viejos amigos. Ignoro por qué hace tanto bien contar las penas a otras personas, pero así es. Nos hallábamos discutiendo el asunto la noche que los tres vinieron a cenar, antes de que Edward, con retraso como de costumbre, bajara de su cuarto. Su llegada nos dejó un poco sobrecogidos, y hay que reconocer que Violet Spencer no tiene dotes de actriz. No me sorprende que el mismo Edward notara la aterrada expresión de su rostro cuando comenzó a averiguar durante la comida cómo es posible provocar un incendio.
Debo confesar que tardé un poco más que los otros en percatarme del motivo de las preguntas de Edward. Una vez más creyó proceder con gran inteligencia y como las veces anteriores se traicionó a sí mismo irremediablemente. Creo que Violet, sabiendo, como dije antes, que no servía para fingir, se hundió en un mutismo absoluto, pero su semblante denotaba tal aflicción, que estuvo a punto de descubrir todo el pastel. Jack, que era el encargado de responder, al principio se las compuso perfectamente para esquivar el asunto; de seguir las cosas así, Edward nunca hubiese obtenido la información que buscaba.
Pero entonces, con gran sorpresa de Violet, de Jack y de mí misma, el doctor Spencer acudió en su ayuda. Casi no pude dar crédito a mis oídos cuando de pronto intervino, reavivando la declinante conversación e insinuó a Jack el modo de proporcionar a Edward los datos que necesitaba.
—¿Pero por qué hizo usted eso? —le pregunté más tarde—. Si teme que Edward esté maquinando algo con este incendio, ¿por qué le indicó el modo de hacerlo?
—Simplemente, mí querida amiga, porque conviene estar prevenido. Si sabemos cuáles son los proyectos de Edward, si es que los tiene, estamos en condiciones de desbaratarlos. Porque si no quiere usted hacer lo que una vez más le imploro, o sea hablar francamente con él o bien dejar que yo lo haga, nos veremos forzados a aguzar nuestra sagacidad a fin de mantenernos siempre sobre aviso. Por eso le eché esa mano a Jack. Y por cierto que captó muy bien mi insinuación, ¿no le parece?
—Ya lo creo. Pero la cosa no está muy clara. Sabemos que en algún lugar y en algún momento Edward piensa quemar algo. Pero ¿qué?, ¿cuándo?
—Cuándo es perfectamente claro. Evidentemente anda en busca de un incendio retardado que le dé tiempo para escapar. De modo que «cuándo» será la próxima vez que se ausente un fin de semana o aunque sea una noche. Edward no es muy sutil, y si le vigilamos atentamente nos podremos enterar de sus preparativos; de eso no me cabe la menor duda. En cuanto a lo que quiere quemar, mucho me temo que también lo sepamos. ¡Oh!, no empiece usted a negarlo…
—Pero es que no puedo creer que sea capaz de una cosa semejante.
—Es usted incorregible. Una vez más le ruego que me deje hablarle; piense en el suspense y en la inquietud que le esperan. Por más alertas que estemos, no dejará de haber cierto peligro. ¿Me deja usted hacerlo?
—No. Si alguien tiene que hablarle, seré yo quien lo haga. Quiero ver si puedo remediarlo sin recurrir a eso. Hay que ver que la vida en esta casa será bastante incómoda después de una conversación así, ya lo admita todo o no, ¿no le parece? Además, mientras Edward siga ignorando lo que nosotros sabemos, seguirá poniendo sus planes en evidencia como lo hizo anoche. Si le dejamos saber que tenemos sospechas, tomará más precauciones. Déjeme seguir con mi sistema durante un tiempo más.
—Es usted una mujer muy valiente —el doctor Spencer sonrió apenado—; al mismo tiempo me parece que es un poco insensata.
Quizá tuviera razón, pero yo ya había resuelto vigilar estrechamente a Edward para comprobar si nuestras sospechas eran fundadas. En el caso de que no lo fuesen, nadie se alegraría más que yo. De lo contrario, haría que su segundo plan fracasara completamente, lo amenazaría con «tomar serias medidas» (en aquel momento no había decidido aún, como lo hice posteriormente, cuáles serían esas medidas) y esperaría que con eso no volviera a reincidir en sus propósitos. Quizá lograra turbarlo con este segundo fracaso, y eso era lo que deseaba con todas mis fuerzas. No quería ningún escándalo dentro de los Powell de Brynmawr (su padre va había hecho demasiado a ese respecto) y deseaba que Edward sentara la cabeza y se adaptara a las tradiciones de la familia, hasta el punto, como hubiese dicho él, de tolerar el color «rosa anchoa» en los antepechos de las ventanas. Aprovecho para aclarar que es un color muy bonito.
El siguiente episodio fue extremadamente cómico.
Una noche Edward bajó a comer con una expresión prodigiosamente solemne —su cara siempre le delata y me permite saber cuándo oculta algo—; no bebió más que de costumbre en el transcurso de la comida, pero al finalizar pareció estar tan embriagado que faltó poco para que se cayera debajo de la mesa. Cuando se fue a dormir, casi inmediatamente después de empezar a tomar su café, dando enormes bostezos y cabeceando desesperadamente, supuse que había tenido el buen sentido de ver que su conversación durante la última media hora había sido absoluta y grotescamente incoherente y que por lo tanto había decidido irse a dormir la mona.
Pero no lograba imaginar cómo podía haberse emborrachado. Sin duda no había sido durante la cena, de modo que probablemente se había dado a la bebida antes de las comidas. Primeramente traté de recordar qué botella había desaparecido el día anterior, pero llegué a la conclusión de que nada de eso había ocurrido, de modo que tuve que pensar que debía tener una provisión propia, y eso era algo que no podía permitir.
Revisé su cuarto y lo primero que encontré fue una botella de ajenjo, con lo que pensé que había dado con la solución. Por supuesto, me apoderé de la botella y debo confesar que me sorprendió el que Edward no armara ningún revuelo. Hasta el día de hoy ignoro la causa. Supongo que estaría un poco avergonzado, lo cual, fue el motivo de que no hablara más del asunto. Pero en aquel momento lo interpreté como que tenía más botellas ocultas, de modo que redoblé la búsqueda.
Sé que puede parecer un comportamiento poco digno de una dama registrar el cuarto de otra persona en busca de bebidas ocultas y me ruborizo un poco al escribirlo, pero realmente me parecía una actitud justificable. Seguía con la inalterable idea de que Edward debía ser dominado y, con el ejemplo que recordaba de su abuelo, tenía que frenar cualquier exceso en la bebida. Pero llegué a cometer una acción no tan digna de una dama. Poseía un duplicado de la llave de la caja fuerte de Edward. La abrí y encontré su diario, que no solamente leí ahí mismo, sino que desde aquel momento seguí leyendo con regularidad. Lo primero que descubrí fue que sus molestias no se debían al ajenjo, sino a un «Somnoquube». ¡Qué palabra! Después de un tiempo llegué a desear esta lectura, para ver qué nuevas y pasmosas perversiones me atribuía Edward. Pero durante todo el incidente del incendio, sirvió, más que nada, para proporcionarme una sensación de gran poder y seguridad. Ahora podía dejar que hiciera lo que quisiese. Podía guiarle de la mano de un extremo al otro y dejarlo caer con un poderoso golpe.
Leí con gran regocijo lo contento que se había puesto Edward con la respuesta que dio el doctor Spencer relativa a la hora y al reloj del auto; en realidad, su explicación demasiado pronta sirvió para alentar las sospechas del doctor, y si más de una vez me estremecí al ver las cosas que decía de mí, lo olvidaba pronto por la gracia que me causaban sus preparativos. Pero permítaseme que deje sentado de una vez por todas que jamás leí ninguno de sus indecentes libros franceses. Nunca haría tal cosa. El diario de Edward es quizá lo peor que he leído en mi vida. Decidí que tendría que pagar esa insinuación y pensé que el mejor método será que su propio incendio quemara sus libros.
Desgraciadamente él pensó lo mismo. Estaba claro que su pequeño plan implicaba quemar sus libros como una desdichada consecuencia de haberme quemado a mí. Mi plan era mucho más modesto. Malogró mis propósitos al llevarse los libros, como dijo él, para mandarlos encuadernar. Ahora recuerdo que nunca los volvió a traer; quisiera saber dónde se encuentran, pues no desearía que quedaran sin ser destruidos.
Hasta un niño hubiese sospechado que algo ocurría al ver los extraordinarios preparativos de Edward para su partida. Una vez que hubo apartado los trajes que llevaba para limpiar y planchar (después de habernos insultado a Mary y a mí) y que hubo guardado unas cuantas cosas para deslumbrar a los amigos del elegante Guy Innes, ya no quedó prácticamente nada en su cuarto. Hasta Mary comenzó a preguntarse qué diablos sucedía.
La verdad era que Edward se estaba haciendo mucho más censurable ante la pobre muchacha de lo que se puede deducir de su testimonio. Tanto que, al ver todos esos preparativos, se le ocurrió a Mary que tenía planeado fugarse con ella, a lo que no pensaba dar su consentimiento bajo ningún concepto. No recuerdo exactamente en qué momento acudió a mí para quejarse del comportamiento de Edward; fue un relato muy minucioso que no puse en duda ni un instante. Hablé de esto con Edward. La versión de nuestra conversación deja mucho que desear.
En cierta oportunidad estuve a punto de descubrirme. Los experimentos de Edward fueron, por cierto, divertidísimos, y sus adquisiciones en Shrewsbury me hicieron reír de buena gana. Resultó bastante molesto que, en lugar de alejarse de la casa y ponerse a trabajar en algún sitio apartado, se dispusiera a hacer experimentos dentro de Brynmawr. De todos modos, no tendría que haberle acusado tan directamente de haber hecho saltar los fusibles, sino que hubiera debido hacerle creer que me había engañado con su débil artimaña. En realidad, me irritó su hipócrita solicitud en cuidar mi vista. Veo mejor que cualquier persona joven y, por otra parte, no soy tan vieja.