Debo reconocer que el que aún esté viva se debe principalmente al querido doctor Spencer. Digo «principalmente» y no «enteramente» porque no se debió más que a una gran fortuna que no me matara el día en que Edward cortó los frenos de mi auto. Fue ése un accidente mecánicamente muy bien concebido, pues en tal sentido sus conocimientos fueron siempre excelentes. Edward estaba persuadido de que no había dejado ninguna huella de sus actos, y en realidad habían quedado unas cuantas.
En primer lugar, como él sabía muy bien, era esencial que no se produjeran sospechas, sólo porque estaba seguro de que sería un mal testigo. Pero lo cierto es que atrajo la atención sobre sí mismo debido a su extraño comportamiento. Su actitud era tan singular que al doctor Spencer, que oculta una personalidad sumamente perspicaz bajo una apariencia reposada, le llamó la atención, pese a estar ocupado conmigo. Edward parecía muy ansioso, por un lado, de referirse a su gran aflicción, y por el otro, de no hacer absolutamente nada para ayudar; su semblante estaba tan pálido y demacrado, sus movimientos denotaban un estado nervioso tal y parecía tan convencido de que yo debía estar muerta, que todo resultaba muy curioso.
Por lo tanto, después de haberme atendido lo mejor posible, el doctor procedió a formularme unas cuantas preguntas. Ante todo, deseaba saber qué era lo que había ocurrido y cómo y además, si alguien había visto algo. Al bajar de mi dormitorio encontró a mi querida cocinera, la mujer más fiel del mundo, en un gran estado de aflicción y se dispuso a calmar sus nervios.
—Debemos hacer todo lo que sea posible para ayudar a la señorita Powell —le dijo—, de modo que tenemos que proceder con tranquilidad y tratar de calmarnos. Estoy casi seguro de que se va a reponer —al oír esto parece que la buena mujer dejó escapar un sollozo—, y quiero que todo parezca alegre y normal. Ahora ayúdeme usted un poco. ¿Me podría decir si alguno de ustedes presenció el accidente?
—¡Oh, no, señor! Yo estaba en la cocina y lo primero que oí fue el estrépito, o al menos, me pareció oírlo; fui hasta la puerta paro no vi nada anormal, de modo que después de un rato volví a la cocina, aunque me fue imposible ponerme a hacer nada. Presentía que algo había ocurrido. Al cabo de unos minutos oí entrar al señor Edward y dirigirse al teléfono. Debo confesar que escuché, señor.
El doctor se sonrió benévolamente al oír esto, pues es conocido que la cocinera tiene la costumbre de escuchar.
—Bien, eso no interesa. ¿Pero sabe usted si el señor Edward vio algo?
—Eso no lo sé, señor, pero es posible, pues su perrito parece haber sido la causa del desastre (el perrito está muerto, señor) y el señor Edward dijo en ese momento que el auto estaba en el fondo de la cañada, pero que creía que la señorita había sido despedida. Y así había ocurrido efectivamente, pobrecita.
—Y fue una gran suerte, pues de haber quedado dentro del coche no hubiese tenido muchas probabilidades de salir con vida. ¿Supongo que el ruido que usted oyó fue antes de que llegara el señor Edward?
—¡Oh, no, señor! Fue por lo menos cinco minutos antes, si no fueron diez.
—Ya veo. Entonces el señor Edwar, sin duda, investigó un poco antes de llamarme por teléfono. ¡Qué torpeza! Tendría que habérmelo comunicado inmediatamente.
La cocinera lo miró con gravedad.
—Me parece, señor —dijo—, que le había afectado mucho más lo de su perro. Lo envolvió con todo cuidado en un trapo y lo depositó sobre la mesa. Me imagino el trabajo que me dará limpiar eso.
El doctor Spencer puso fin a la conversación condoliéndose por la tarea que lo aguardaba. Recordó de pronto que Edward había parecido más emocionado al saber que yo no estaba muerta. Su angustiado «¡Oh Dios mío!», había parecido realmente sincero en aquel momento. Pero al llegar al pie de la escalera, la cocinera lo llamó.
—En realidad no contesté a su pregunta, señor, acerca de que si alguien presenció el accidente. Acabo de llevar una taza de té bien caliente al señor Edward, y al verlo tan afligido le he dicho: «Y para colmo usted ha presenciado la escena», a lo que ha contestado: «En parte». Pero no sé qué habrá querido decir con eso.
Con esta idea en la cabeza el doctor Spencer se dirigió al cuarto de Edward. La conversación de ambos se encuentra registrada con todo detalle en su diario. De ella surgieron varios puntos a los que Edward no dio la debida importancia, aunque, para hacerle justicia, hay que reconocer que pensó en algunos. El doctor Spencer, hombre sumamente metódico, me entregó después las notas que extrajo al respecto para realizar una ulterior investigación.
1. E. manifestó a la cocinera que no había presenciado el accidente. A mí me dijo que había visto caer el coche por el borde de la cañada y que luego había desaparecido de su vista. Nota: examinar el lugar y ver si desde el interior del prado es posible ver caer un automóvil y desaparecer detrás del borde de la cañada.
2. E. dice haber visto estrellarse el coche en el fondo de la cañada. Nota: ¿se puede llegar tan pronto hasta el borde del camino? Buscar por dónde pudo haber atravesado la cerca.
3. E. creyó ver a su tía en el arbusto. ¿Qué puede haber visto?
4. ¿Qué hacía E. en ese campo? De ningún modo es el camino más corto a la casa. Nunca ha habido hongos en ese lugar.
5. Examinar manzanos y ciruelos.
6. ¿Por qué esa pausa tan larga?
Al cabo de una hora o de dos, el doctor Spencer había sido capaz de precisar cuáles eran los puntos débiles de la historia, ¡y éste era el hombre al que Edward consideraba tonto!
Como es de suponer, el doctor no paró ahí. Luego me informó que realizó un cuidadoso examen del terreno. En lo que se refería a las manzanas y a las ciruelas damascenas, Edward decía la verdad. Entonces era cierto que había pasado recientemente por el huerto, aunque no por dentro, pues si bien no había ciruelas en los árboles que se podían ver desde el prado, había algunas en uno que se encontraba en el interior del huerto y que no era visible desde fuera. Pero el doctor Spencer no pudo ver absolutamente nada que Edward hubiese podido confundir con una seta. Con todo, un trozo de papel podría haber sido llevado por el viento, o bien en ese momento el sol podía haber brillado sobre una hoja, mientras que, cuando el doctor terminó su inspección, ya la sombra de Yr Allt comenzaba a cubrir el césped.
Ahora bien, Edward había hablado con mucha cautela en cuanto a lo que había visto. Detenido al lado de la cerca, había podido ver el auto caer por el barranco y luego desaparecer. Pero en ese caso, ¿por qué yo no lo había visto? Ni siquiera cuando el doctor Spencer me interrogó al respecto recordé haber visto a Edward. Más tarde lo pensé detenidamente y quedé persuadida de que había sido así. Es cierto que el golpe pudo habérmelo borrado de la memoria, y en aquel momento lo atribuimos a esa causa, pero nunca quedamos del todo satisfechos. En realidad estábamos en la buena pista, pues yo hubiera tenido que ver a Edward si no hubiese estado agachado.
El punto siguiente era cómo había podido atravesar la cerca con tanta rapidez como para ver estrellarse el auto. Esto, descubrió el doctor Spencer, era fácil de explicar. Existía un trozo de madera, colocado evidentemente para reparar la cerca y evitar que los animales de Williams salieran del campo, que, con el correr del tiempo se había caído, dejando una abertura. El único inconveniente era que parecía demasiado oportuno…
Aún quedaba por dilucidar lo de la larga pausa. El estruendo que oyó la cocinera debió de producirse cuando el automóvil chocó contra un árbol o bien cuando llegó al fondo. En cualquiera de los casos, a los pocos segundos de haber ocurrido, Edward, según su propio testimonio, ya había llegado al camino. No podía tardar más de dos minutos en llegar hasta el teléfono. Aun dejándole tiempo para examinar y levantar su pekinés, no hubiera precisado más de cuatro, y por más que quisiera a su perro no podía quedarse mucho tiempo contemplándolo, sabiendo que su tía por lo menos estaría herida y que cada minuto era de trascendental importancia. Con todo, transcurrieron cinco o diez minutos antes de que le llamara, de acuerdo con lo que manifestó a la cocinera. Esto parecía muy extraño al doctor Spencer. A Edward pudo parecerle «un viejo preguntón», pero se trataba de algo fundamental.
Su próximo paso fue comprobar la hora exacta. Estaba muy bien que la cocinera dijera «por lo menos cinco minutos, si no fue ron diez», pero podía estar equivocada. Por extraño que parezca, era posible verificarlo con más exactitud.
En primer lugar, Edward había comentado la rapidez con que había llegado mi buen amigo (ahora pienso en lo peligroso que habrá sido ese viaje), y ese detalle le había ayudado a recordar que Edward lo llamó a las cuatro y cinco. Por lo menos a esa hora colgó el receptor, o sea, a los tres o cuatro minutos después de que Edward lo llamara. Ahora bien, mientras hablaban por teléfono, el doctor pensó que el accidente había ocurrido unos tres o cuatro minutos antes —al menos ésta era la impresión que trataba de dar Edward—, y por esa razón hizo el comentario de que yo hubiese llegado tarde a la reunión del hospital que tendría lugar a las cuatro. No hubiese existido nada de particular en un retraso de uno o dos minutos si no fuera porque soy una persona conocida por su extrema puntualidad. En realidad, creo que ya esto se ha convertido en una especie de manía.
Indiscutiblemente Edward lo explicó todo de una manera muy lógica. Me había retrasado por haber tenido que ocuparme de las estacas (y debido a que no había querido ayudarme, cosa que ocurría siempre que veía alguna tarea por delante), pero cuando el doctor Spencer me sugirió que iba a llegar tarde sufrí tal indignación que él sostiene que mi temperatura subió de golpe y por poco tuve una recaída.
En consecuencia, fue a ver a Herbertson. Atora bien. Éste es un hombre típicamente galés, no sólo en el físico y en los modales (un individuo moreno, reservado y de estatura más bien baja, con las rodillas ligeramente arqueadas por haber pasado su vida subiendo y bajando colinas), sino también en el carácter. Basta convencerlo de que uno lo aprecia y que siempre está con él para que le haga todos los servicios que estén a su alcance; pero si uno tiene la mala suerte de caerle mal, nunca más será posible volver a captar sus simpatías. Y Edward se encontraba decidida y permanentemente en esta última situación frente a él, sin duda lo tenía muy merecido. Nadie había gozado más que Herbertson con la pequeña parodia de la gasolina.
Pero no cabe duda de que su expresión de alivio fue muy notoria cuando el doctor Spencer le expresó deseos de ver los restos de mi coche, que había sido retirado por aquél de la cañada y llevado a su taller.
—Desde luego, señor, será un gran placer para mí mostrarle lo que ha quedado del coche de la señorita Powell. Desearía que lo examinara usted por su cuenta, antes de que yo le diga nada.
—Por supuesto, Herbertson. Pero ¿por qué? Supongo que no esperará que yo le haga alguna indicación de mecánica que usted no sepa. En realidad, sólo quisiera dar un vistazo al reloj.
—¿El reloj? —Herbertson se inclinó sobre los deshechos y retorcidos trozos de metal—; está hecho pedazos. ¿Creía usted que aún podía funcionar? Se ha detenido a las cuatro menos siete minutos y parece que no logrará alcanzar la hora. Lléveselo, señor, y enséñeselo a la señorita Powell.
—Le diré, Herbertson, que ya me ha informado usted de lo que quería saber. Pero ¿qué era lo que me iba a enseñar?
Herbertson se rascó la cabeza.
—Mire —dijo—, por lo visto yo le he dicho lo que usted quería saber sin darme cuenta. ¿Por qué no hace usted lo mismo ahora?
El doctor Spencer rió de buena gana.
—Muy bien, Herbertson. Pero ya le he dicho que quería mirar el reloj. ¿Qué es lo que tengo que mirar ahora? —continuó.
Herbertson se puso serio.
—Los frenos, señor, los frenos —replicó.
Al cabo de unos pocos minutos, el doctor Spencer se incorporó, igualmente serio.
—Tiene usted razón, Herbertson —aceptó—. Ninguna piedra hubiera podido producir cortes tan limpios y recientes.
—No. Y mucho es lo que se puede deducir. Puede que yo no sea más que el propietario del garaje Wynneland y que no sea digno de vender gasolina a ciertos personajes, pero tengo ojos y no poco entendimiento.
—Ya lo sé. Por favor, Herbertson, le ruego que tenga también la sensatez de no mencionar esto en absoluto. No hay nada probado y si usted ha acertado en su conjetura (pues no pasa de eso, como usted bien sabe) será la señorita Powell quien tendrá que decidir lo que habrá de hacerse.
Y aquí Herbertson demostró su gran integridad. Creyó, como más tarde descubrí, que con eso se hacía culpable de complicidad y que corría peligro de ir a la cárcel por ese motivo. Pero estaba dispuesto a dejarlo todo en las manos del doctor Spencer y en las mías, por la sencilla razón de que confiaba ciegamente en nosotros.