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El tiempo transcurre pesadamente. Comemos cordero («Mucho más apropiado para estos días calurosos, ¿no te parece, querido?». «¡Oh, sí, tía Mildred!; aunque no me gustaría comerlo siempre»); comemos palomas obsequiadas por Spencer y que sólo sirven para entretener el estómago, pero que invariablemente constituyen una oportunidad para que mi tía me pregunte por qué no me he dedicado nunca a la caza, pregunta a la que ya he respondido mil veces; comemos bistec, chuletas y cerdo asado («porque hoy hace un poco más de fresco, querido») y ternera, jamón, guisos, hígado, tocino, patos, pollos, mondongo con cebollas (una comida que no se puede dar a ningún ser humano), carne al horno, carne hervida, carne picada con huevos, pero jamás rosbif con salsa de rábanos silvestres.

Mientras tanto, conversamos. Eternos e imbéciles diálogos sobre el hospital local, las incursiones del ganado de Williams, sobre si iremos o no al té de los Howells, si realmente me agradaría un libro sobre jardinería y sobre el perpetuo debate comparando la humedad de este verano con la de los anteriores; pero no podemos hablar de política porque en este punto estamos en total desacuerdo, siendo mi tía una ferviente admiradora del insípido Baldwin, mientras que yo prefiero al viril Mosley; tampoco podemos discutir sobre libros sin tener unos altercados violentísimos, ni si piensa despedir a Mary, pues, a ese respecto, aún conserva unas ideas muy particulares. Y durante todo este tiempo nos observamos mutuamente, tratando de eludir el tema que permanece siempre en nuestra imaginación. En consecuencia, ambos estamos nerviosos, a la expectativa y muy irritados. Pronto no podré aguantar más y preguntaré de repente: «¿Y cuándo comeremos rábanos silvestres en el almuerzo?». Pues ya he llegado a un punto tal que para mí la carne sólo constituye un acompañamiento para la salsa. Veo desfilar ante mi mente imaginarios menús encabezados por Potage Somnoquube y seguido de Boeuf Róti aux Aconits.

Pero si yo estoy obsesionado por una raíz fusiforme de un color amarillento oscuro, creo que mi tía lo está por la idea de verme en ropa de trabajo, levantándome a las cinco de la mañana para encender la caldera, o quizás, con más optimismo, en el papel de un industrial frente a la máquina que ha inventado para dejar sin trabajo a más personas. Al menos yo tengo la ventaja de conocer sus pensamientos y por lo tanto de evitar el tema de Birmingham, mientras que, como ella no puede saber lo que pasa por mi imaginación, su involuntaria omisión del rosbif de la lista de comidas me da tiempo para ir madurando los últimos detalles de mi plan. Mi tía ha dicho que no deberán producirse más accidentes, y así será. Esta vez tendrá que ser una cosa segura, aunque quizás arrasadora, pues debo admitir que la vengativa cocinera, la infiel Mary y esa boba criadita, Violet, corren el riesgo de caer en la redada, cosa que, con poco de suerte, podrá evitarse.

Por fin mi espera ha sido coronada por el éxito.

Ahora puedo decir con certeza que mañana por la mañana se producirá el desenlace. Al mismo tiempo, mi tía ha obviado los últimos restos de misericordia que me quedaban. Ya estaba casi dispuesto a decretar una tregua, a sentir cierta conmiseración por el personal de la casa y aun por mi añosa parienta. Pero hoy se ha decidido su destino.

Para comenzar, eligió mi cuarto, inmediatamente después del almuerzo, como el lugar y el momento apropiados para echar un monólogo, un discurso casi, sobre mis presuntas faltas. No me voy a tomar la molestia de reproducirlo en su totalidad; prefiero tratar de olvidar el incidente, aunque creo que siempre tendré presente su imagen regordeta y desgarbada, de pie en actitud firmé sobre la alfombra y endilgándome frases cuya crueldad y ponzoña mucho me temo han de perdurar en mi memoria.

Comenzó abordando el tema de Birmingham. Se «había enterado por el querido doctor Spencer» de nuestra conversación y había quedado encantada al saber que yo pensaba considerar seriamente la cuestión.

—¡Encantada, tía Mildred! Y supongo que más contenta aún estarás cuando me vaya.

Al menos debo reconocer que mi tía es una mujer sincera.

—No necesitas decirlo con tanta crudeza, Edward. Tú mismo aceptarás que no congeniamos mucho.

Luego, azuzada quizás por mi silencio o por mi mirada disconforme, confesó lo que yo ya sabía desde el principio, o sea, que la démarche de Spencer se había producido con su entero consentimiento.

Se produjo una pausa, mientras yo, dando por perdido mi descanso vespertino, me preguntaba si sería necesario dar ninguna respuesta a eso.

—Edward, espero una contestación —cayó bruscamente la voz de mi tía, como una piedra en las tranquilas aguas de un estanque.

Entonces cometí la torpeza de hablarle con toda sinceridad. Recuerdo haber usado frases como «tú y tus tramoyas con ese viejo tonto de Spencer», «tratando de convertirme en un vulgar esclavo», «tu afán por obligarme a hacer una tarea para la que no estoy preparado, a fin de deshacerte de mí y de mi tutela», «primero te desembarazaste de mi perro y ahora quieres hacer lo mismo conmigo». Al final debe haber resultado evidente, incluso para mi tía, que no pensaba ir a Birmingham. Reconozco que mi actitud fue algo violenta, pero ella es tan terca que sólo una enérgica resistencia puede hacerle mella. De haber cedido aunque fuera una pulgada, creo que inmediatamente me hubiese encontrado «en aprendizaje con un pirata», para citar a su «poeta» preferido.

Como todas las personas acostumbradas a hacer siempre su voluntad, se enojó terriblemente al sentirse contradicha. Aunque parezca extraño, la irritó mi última observación; mi referencia a So-So pareció molestarla (remordimiento de conciencia, sin duda). Me increpó con furia. ¿Cómo tenía el coraje de recordarle la muerte de ese faldero? (¡Faldero! ¡Mi pobre So-So!). Pensaba que yo ya habría tratado de olvidar ese incidente. Pero yo me parecía sin duda a ese perro, «un cuzco cobarde y bullanguero, siempre dispuesto a morder la mano que me da de comer», «un holgazán gordo y comilón, que sólo piensa en su propia comodidad y en todo lo que puede comer, desde el momento en que nació».

—Tú me criaste —interrumpí.

—Sí, pero pareces no recordarlo a menudo.

¡Cómo para olvidarlo! Quisiera que me escuchara mi versión acerca de mi infancia. Pero su voz continuó resonando, mientras que su nariz, siempre roja y descuidada, brillaba como un faro encendido que resaltaba sobre su semblante pálido de ira. Evidentemente, había perdido todo el dominio de sí misma. Recordó mi época escolar. Me echó en cara mi prematuro abandono de ese lúgubre establecimiento, episodio acerca del cual estaba indudablemente dispuesta a pensar lo peor; se burló de mis amistades, de mis lecturas, de mis gustos, de mis ropas y de mi moral. Volví a escuchar toda la historia referente a Mary con el agregado de algunos nuevos capítulos basados en un supuesto incidente ocurrido en los últimos días; me acusó de ser un haragán, un inútil y un inepto, «un parásito que ni siquiera tiene la decencia de admitir lo que es»; hasta llegó a descender a cuestiones personales. Que era gordo y lleno de granos, que mis cabellos eran demasiado largos y mi cara demasiado rechoncha y que mi ropa era la de «un chiquillo melindroso». Esa sola observación hubiese bastado para merecer mi venganza.

Pero, con todo, siguió hablando. Yo despreciaba su amable ofrecimiento (¡muy amable!), y trataba irrespetuosamente al doctor Spencer. Era un desagradecido, incapaz de mover un dedo para ganar un centavo. Yo era esto, aquello y lo de más allá. Ya no podía soportarlo más. En realidad, no sé cómo hice para aguantar tanto tiempo. Me levanté y me dispuse a irme.

—Cuando recuperes la calma, tía Mildred, quizás podamos continuar la discusión, aunque me parece que sería mucho mejor no volver a mencionar nunca más estos temas. Por ahora, me niego a seguir escuchando.

Me encaminé hacia la puerta, pero mi tía reaccionó más rápidamente de lo que yo esperaba. De un salto se interpuso ante la salida, mientras prosiguió con sus reconvenciones. Pero esta vez adiviné en su voz un tono diferente. Por lo visto estaba recuperando nuevamente el domino de sí misma.

—Está bien, Edward. Creo que ya no necesito hablar más. Ahora sabes lo que pienso. Pero dejemos esto bien sentado. En el futuro tendrás que cambiar tu comportamiento. Me entiendes, ¿no es así? Te portarás como es debido y dentro de un mes o dos empezarás a trabajar en algún lugar donde te quieran admitir, lo que será bastante difícil. Si es posible, irás. Si no, me harás la solemne promesa de irte a donde y cuando yo te ordene; en caso contrario, tomaré serias medidas. Sé exactamente lo que pienso hacer, Edward. Lo sé mucho más claramente de lo que tú piensas. Mientras tanto, te repito que tendrás que comportarte bien, o… Ahora puedes abrirme la puerta.

Así lo hice, con docilidad, y ella salió, tratando de adoptar el porte de la reina Isabel, mientras yo fracasaba vergonzosamente.

Salí al jardín para refrescar mi mente y allí encontré a Evans que llevaba unas hojas con largas raíces amarillentas y no fusiformes. A través de la ventana de la despensa, pese a la red metálica que la cubría para evitar la entrada de moscas, logré ver que colgaba un gran trozo de carne. Mi despertador está dispuesto para la madrugada y todas mis precauciones, incluyendo el equipaje listo y el tanque de La Joyeuse lleno, ya están tomadas. Me pregunto, a propósito, si la cocinera preparará la salsa la noche antes. Aunque sea así, no me importa, pues se lo puedo añadir después. De una manera o de otra, la gran sustitución tendrá lugar mañana por la mañana, y a la hora del almuerzo ya todo estará decidido. Antes del té se habrá acabado todo. Quizá tenga que prepararme el té.