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Me veo forzado a admitir que Spencer tiene razón en un punto. Tía Mildred se halla en un terrible estado nervioso. Me mira largamente, como si fuera a decirme algo y luego parece arrepentirse; varias veces he sentido sobre mí su mirada escrutadora mientras creía que no la veía. Durante las comidas no cesa de juguetear con una servilleta o con un tenedor, de una manera que resulta exasperante y que sin duda me hubiese acarreado un buen rapapolvo de haberlo hecho yo durante mi niñez.

Es lógico que, habiendo llegado a esa importante decisión, se encuentre ansiosa por saber si voy a caer en su pequeña intriga, lo cual, hasta cierto punto, explicaría su actitud, aunque no la aclararía por completo. No puedo olvidar que me ha amenazado con tomar medidas y que ignoro (uno nunca puede saber lo que va a ocurrir con ella) de qué medidas se trata. Quizás consistan en el proyecto de deshacerse de mí, pero no estoy seguro. No puedo dejar de pensar que está tramando otra cosa, algo desagradable que teme llevar a cabo, pero que en el fondo piensa que tendrá que hacer si se presenta la ocasión. Es una mujer sumamente decidida que no suele detenerse ante futilidades y estoy seguro de que lo que está considerando debe ser alguna medida realmente drástica. Debo reconocer que estoy un poco alarmado y, para ser sincero, algo más que alarmado. Confieso que si no tuviese ya mis planes preparados, no tendría el valor de permanecer en esta casa, o al menos ya habría tratado de aclarar la situación. Y si por ventura mi proyecto fracasara y ella lo descubriera todo, saldría de esta casa lo más rápido que me pudiera llevar La Joyeuse. Cuando llegue ese día, que será el próximo domingo o bien el siguiente (lo sabré cuando vea a Evans traer los rábanos la noche antes), tendré todo listo para mi inmediata huida. No creo que me vea en la necesidad de tomar tal decisión, pero será mejor tener el coche preparado y alguna ropa por si acaso. Lo que puede ocurrir después, lo ignoro, aunque posiblemente sea un exilio temporal en Birmingham. Mi tía se siente demasiado orgullosa de su apellido, de ser una Powell de Brynmawr (no me imagino qué motivo de orgullo puede haber en ello), para permitir que se divulgue cualquier escándalo. Y después de una corta experiencia, estaré en condiciones de persuadir, a la persona a cuyo cargo ella me haya enviado, que será mucho más feliz si yo me marcho, tanto que hasta mi tía tendrá que estar de acuerdo. Jamás podré permanecer con ella bajo un mismo techo.

Mientras tanto, hay algo que me preocupa. Ya no estoy tan seguro de si las plantas que yo había tomado por acónitos lo son realmente. El inconveniente está en que, debido a unos absurdos escrúpulos, no recorté las ilustraciones de esos libros que estuve viendo en el club, de modo que ahora sólo tengo que confiar en mi memoria. Las hojas no me parecen las mismas. Por otra parte, creía que ya tendrían que estar en flor y no lo están. Con todo, en el libro decía de julio a septiembre, y ya estamos en septiembre, de modo que puede no tener importancia. Quisiera estar más seguro. Está claro que, en el peor de los casos, si mi tía llegara a comer raíces de alguna planta inofensiva, nada pasaría y yo podría intentarlo nuevamente con toda tranquilidad. Todo esto me resulta sumamente agotador, y si sobreviene algún retraso, Spencer y mi tía pueden intentar llevar a la práctica la idea de Birmingham. El otro día traté de arrancar una planta para comprobar si la raíz era fusiforme o no, pero no pude sacarla entera y no me atrevo a cavar por temor de ser descubierto. Tampoco quise correr el riesgo de arrancar más de una planta.

Al llegar a este punto, guardé mi diario en la pequeña caja fuerte que me regaló mi tía hace muchos años (jamás lo dejo a la vista ni un minuto) y bajé para reunirme con ella en el jardín. No veo la razón por la que no pueda proporcionarme alguna información de utilidad y pensé que si procedía con tino, probablemente la obtendría.

—¿Puedo ayudarte en algo, tía Mildred? —le dije—. No creo que te convenga hacer tanto ejercicio. Me encontré con Spencer el otro día al volver de la ciudad y realmente parecía bastante preocupado por tu salud.

Tía Mildred pareció sorprendida y pensé que bien podía estarlo. Quitó media lombriz del extremo del rastrillo, mientras yo trataba de ocultar la repugnancia que siempre me producen las contorsiones de esos animales. Tomó una azada.

—Esto es muy repentino, Edward. Creo que ésta es la primera vez que te ofreces para hacer algo en el jardín. Siempre hay mucho que hacer. En cuanto a mí, no te preocupes. Sé cuidarme muy bien —echó un puñado de hierba cana dentro de una carretilla y agregó—: Por fortuna —por lo bajo.

No sé si lo hizo con la menor intención de sorprenderme. Es posible, pues después vi que me miraba con el rabillo del ojo, pero yo aparenté no haber oído y proseguí tranquilamente:

—Ignoro cómo puedes saber qué hierbas hay que arrancar y menos aún sé qué plantas quieres despejar. Por ejemplo, ¿cómo llamas a éstas?

—Campánulas, mi querido muchacho. No creo que haga falta una inteligencia muy especial para reconocer un yerbajo de una flor.

La llevé otra vez al punto que me interesaba.

—Supongo que será así. Pero encuentro muy difícil reconocer cada planta una vez que ha perdido las flores, cosa que ocurre con la mayoría de las que ocupan este cantero.

—Es muy fácil si pones interés, mi querido Edward. Después de haberte roto las espaldas ocupándote de las plantas recién nacidas, llegas a saber perfectamente cómo son las hojas. De todas maneras, supongo que conocerás bien la hierba cana. Hay una gran cantidad en este cantero. Si tu ofrecimiento de colaboración es sincero, puedes empezar por aquí.

Fue una tarea sumamente ingrata, pero si quería hacerla hablar sin despertar sus sospechas, no me quedaba más remedio que hacerlo. Por otra parte, no me gusta faltar a mi palabra, y había prometido ayudarla. Durante casi una hora trabajé sin descanso, primero en un cantero y luego en otro, mientras mi tía levantaba ocasionalmente la vista para mirarme con infame satisfacción. Necesitaré varias semanas de cuidados para que mis uñas vuelvan a su estado anterior. Creo que eso no sucederá hasta que me las vuelva a hacer arreglar.

Al cabo de una hora, tanto mi tía como yo nos hallábamos descansando. Me miró con una sonrisa.

—¿Estás cansado, Edward?

—Creo que he observado todas las hojas del cantero, tía Mildred; pero, como no conozco los nombres de ninguna de las plantas, estoy en la misma situación que antes. Vamos —dije alegremente—, dame una lección de botánica y dime cómo se llama cada una.

Por un instante creí que se iba a negar, pero después de una breve vacilación, pareció decidirse. Nos pusimos a caminar juntos a lo largo del cantero. La falda gastada y sucia y el tosco calzado que mi tía utiliza para el jardín contrastaban extrañamente con mi impecable traje de franela gris y mis finos zapatos marrones. Se puso a hablar sobre esta y aquella flor; de cómo ésta era muy robusta, mientras que aquélla le había dado mucho trabajo, siendo mucho más atractiva al principio de la primavera; de las victorias sobre jardineros rivales y de las derrotas humillantes e inesperadas (ignoraba que la jardinería fuese una cuestión de tanta competencia), mientras me decía los nombres de cada planta y yo los repetía, acercándola cada vez más a las que estaban debajo del árbol y cuyos nombres quería saber.

El desenlace se produjo en forma inesperada. Estaba a punto de preguntarle el nombre de una planta, con flores azules si mal no recuerdo, cuando mi tía dijo de pronto:

—Y éste es un acónito, Edward.

Fue tan imprevisto que estuve a punto de cometer un descuido.

—¿De veras? —exclamé con tono incrédulo—, creía…

—¿Qué creías que era, Edward?

—Pensé que sería una espuela de caballero. Esto demuestra mi ignorancia. ¿Pero no es el acónito una planta venenosa?

Quizás fue ésta una pregunta un tanto peligrosa, pero mi intención era aparentar una absoluta inocencia. La respuesta de mi tía fue interesante.

—Sólo la raíz, y no creo que nadie sea tan tonto como para arrancar la planta y ponerse a comerla. Por ese motivo las he plantado lejos del huerto; además, Evans conoce muy bien su oficio. No te preocupes, Edward. Nadie comerá eso por accidente.

¡Quién sabe! Y también me pregunto si todo el mundo estará tan seguro de ello cuando se produzca el accidente.

—De todos modos ya está madura y pronto habrá que sacarla. Espero que no se te ocurra plantar más.

—¡Oh!, son muy bonitas. Se ven en casi todos los jardines. Sin duda ya las conocías.

—Sí, creo que sí. —Seguí andando, como si el tema no me interesara mayormente—. ¿Y aquéllas qué son? —pregunté, señalando las plantas que había tomado por acónitos.

—¿Aquéllas? Aquileas o, para darle el nombre común, milenramas.

Inicié una discusión relativa a la diferencia entre los nombres latinos y comunes de las flores, y al cabo, de un rato dimos por finalizada la clase de botánica.

Sin embargo, no estoy muy convencido. He visto tantas de esas plantas que mi tía llama acónitos, criminalmente dispersas por cualquier lugar que, de pensar que ella tenía la menor sospecha del uso que yo quería darles, hubiera estado seguro de que me mentía. Pero es completamente imposible que eso ocurra (que sospeche, no que mienta). Que pueda estar equivocada es igualmente absurdo; es demasiado entendida. Existe, sin embargo, una posibilidad. No cabe duda de que el acónito es una planta peligrosa y, simplemente por una cuestión de principios, mi tía es muy capaz de engañarme, a mí como a cualquier otra persona, señalando otra planta.

De modo que si no hubiesen existido acónitos en el jardín, ni los hubiera mencionado. El hecho de que haya bautizado a una planta con ese nombre es una prueba definitiva de que en algún lugar probablemente muy cercano a aquélla se encuentra la verdadera. Cuando llegue el momento, examinaré su presunto acónito (que, después de todo, puede muy bien serlo) y el que yo tomo por tal, como asimismo todas las plantas de ese cantero, en busca de una raíz fusiforme. De ser necesario, la salsa de rábanos silvestres estará compuesta por una mezcla de distintas raíces. Si es preciso, seguiré de domingo en domingo, hasta que dé con la planta acertada. Esto significa que tendré que vigilar a Evans o la despensa para descubrir señales de rosbif durante varios sábados y también significará que mi despertador me hará levantar muy temprano varios domingos por la mañana para ponerme a cavar. Pero no es posible hacer una tortilla sin romper los huevos. Pido perdón a mi diario por esta comparación.