5

No permanecí en Londres mucho tiempo una vez resuelto el camino que iba a tomar. El único motivo que me podía hacer quedar era el dentista, pero, afortunadamente, no estuvo tan cargante como yo creía. Por lo demás, Londres se encontraba en la estación muerta y yo debía aparecer como un campesino ante mis relaciones por ir a la ciudad en una época como ésta.

El regreso a Brynmawr transcurrió sin ningún inconveniente. Cosa rara, tuve mucha suerte con el tránsito y, más raro aún, no se me cruzó ningún peatón desprevenido por el camino. Creo que hubiese podido batir mi propio récord desde el club hasta el garaje por lo menos en cinco minutos, si el viejo Spencer no me hubiese detenido frente a la verja. Quise pasar de largo, con la intención de saludarlo con la mano y seguir, pero él, quizás deliberadamente, me bloqueó el camino con su coche sucio de barro. Me vi obligado a detenerme. Hubiera sido inútil tratar de explicarle el motivo de mi prisa. Le desagrada profundamente la velocidad en los demás, aunque a veces él también se excede bastante. Recordemos, si no, su prisa por llegar hasta mi tía el día que ésta se precipitó por la cañada; tampoco puede comprender el deseo de superar las propias marcas. Para él el triunfo es puramente atlético y consiste en vencer a un contrincante. Pero aquí lo tenía, satisfecho y eufórico como de costumbre, con su inevitable pipa en la boca, aunque, cosa extraña en él, en una actitud algo solemne.

—Esto sí que se llama tener suerte, Edward. Te he visto venir desde lejos. Quisiera hablar contigo antes de que veas a tu tía.

—A su disposición —respondí. Cuando se apoyó en el borde de la ventanilla de La Joyeuse, lo miré desde las profundidades de mi asiento, al tiempo que trataba de esquivar las nubes de pestilente humo que provenían de su pipa.

—Tu tía, Edward, se encuentra en un fuerte estado de nerviosismo. Parece preocuparle algo que no llego a comprender. Es verdad que el accidente que tuvo con el coche le ha producido una violenta conmoción en el sistema nervioso, mucho más violenta de lo que se creyó en un principio. El incidente, como asimismo tu actitud para con ella en aquel momento, Edward, parece haberla inquietado mucho, tanto que se ha convertido en un manojo de nervios.

—Mi querido doctor —interrumpí—, con todo respeto le digo que esto es un disparate. Jamás he conocido una persona más tranquila y con más sangre fría que mi tía.

—En apariencia, sí; pero si tuvieras algunos conocimientos médicos, Edward, o un poco dé espíritu de observación, habrías advertido que de un corto tiempo a esta parte la señorita Powell es otra persona. No digo disparates y tú lo sabes muy bien, Edward; pero nunca has tenido respeto hacia tus mayores.

Me encogí de hombros, sin deseos de discutir más el asunto.

—Bien, me fijaré, pero no sé por qué tiene que contármelo a mí —repliqué—. Además, le diré que mi tía se ha comportado en forma algo extraña últimamente, en especial con relación a mi persona. Yo creo que lo que usted llama nervios es simplemente mal humor porque no puede salirse siempre con la suya. Por lo general es una manía de la gente vieja, ¿no lo cree así?

Ésta era una que devolvía al viejo Spencer, con su tono protector. No sé por qué la gente tendrá que ser tratada con respeto de acuerdo con su edad. Habría que respetar a las personas que lo merecen. Pero la voz de Spencer resonaba otra vez en mis oídos.

—No comprendo cómo puedes hablar así de tu tía. Como sigo creyendo que tienes algo de bueno en el fondo, Edward…

—Muchas gracias —logré manifestar.

—… te voy a pedir dos cosas. No olvides todo lo que tu tía ha hecho por ti y piensa si no sería justo tratar de aliviar la preocupación económica de mantenerte y la preocupación mental de cuidar de ti, yendo a ganar tu sustento de alguna manera. No logro imaginar cómo podrías hacerlo, pero sin duda tienes bastante inteligencia para poder hacer algo, en lugar de andar holgazaneando de la mañana a la noche. No creas que quiero ser duro contigo; ya sé que tú no tienes la culpa. Tu tía tendría que haberse ocupado de este asunto hace tiempo, pero nunca ha llegado a decidirse, aunque sé muy bien que se lo han aconsejado repetidas veces. —Se podía adivinar quién había sido el consejero, viejo entremetido—. Pero ahora que te he presentado la situación, ¿me prometes que lo pensarás detenidamente?

Por supuesto, no tenía la menor intención de hacer semejante cosa. ¡La preocupación mental de cuidarme! Con todo, había tenido que pensar con rapidez mientras el viejo bobo me largaba su dramático discurso. Hubiera sido éste un mal momento para provocar sospechas, especialmente al médico de mi tía, con respecto a mis sentimientos para con ella. Una respuesta mansa sería la más apropiada. Permanecí un instante en silencio, como meditando la cuestión, y luego contesté lentamente, midiendo mis palabras, pero en realidad con la intención de que penetraran bien.

—Sí, así lo haré. En realidad, le diré que he pensado a menudo en ese asunto. Holgazanear de la mañana a la noche, como dice usted, resulta a veces un poco aburrido. Muchas veces he pensado que me agradaría vivir en otra parte, pero ocurre que tía Mildred está tan apegada a este lugar que ni siquiera le podría sugerir un cambio. —Estaba en un terreno peligroso, pues la sola idea de querer irse de allí era un sacrilegio para Spencer—. Pero usted sabe muy bien que existen dificultades. No es posible obtener un puesto que valga la pena sin una preparación especial, cosa que yo nunca he tenido. Excepto, quizás, algunas ramas de la carrera literaria. En el caso de que tratara de prepararme para algo, aunque debo admitir que no hay nada que me atraiga, tendría que disponer de un poco más de dinero mensualmente.

—Eso seria fácil de arreglar si pudieras convencer a tu tía de que realmente te has tomado la cosa en serio.

Con esto se puso en evidencia que sólo se trataba de una maquinación de mi tía para deshacerse de mí, enterrándome en una negra oficina para el resto de mis días. ¡No gracias, de ningún modo! Con todo, habiendo adivinado su pequeña conspiración con Spencer, ya no tenía por qué preocuparme.

—Ya veo. —Una pausa—. ¿Y en qué profesión o empleo había pensado usted?

—¡Oh! No creas que se trata de un plan preconcebido, mi querido Edward. —Eso podía creerlo o no, pero ya estaba un poco harto de sus «mi querido Edward»—. Lo que ella desearía es que escogieras algo por lo que puedas sentir cierta inclinación.

No puedo evitar una sonrisa. La sola idea de expresar solemnemente una preferencia por algún compartimiento determinado del infierno, era demasiado cómica. Me pregunto cuál hubiese sido su reacción de haber manifestado yo el deseo de hacerme sacerdote. Sin duda se hubiera desmayado allí mismo, y, sin embargo, me siento capaz de ser pastor, igual que abogado, contable o banquero.

—Bien, lo pensaré con todo detenimiento. Se lo prometo.

Puse en marcha el motor de La Joyeuse y Spencer captó la indirecta.

—Así me gusta, Edward. Sabía que comprenderías si te explicaba las cosas como es debido. Esto es sólo una ocurrencia que me viene en este momento a la imaginación, pero yo creo que conocer tan bien los motores de los coches significa tener un buen cerebro. Haz lo que quieras. La elección tendrá que ser exclusivamente tuya. Y durante estos días, mientras piensas en lo que te acabo de decir, te ruego que seas muy amable con tu tía. ¿Lo harás? Ésta era la segunda cosa que te quería pedir. Realmente parece muy preocupada. —Y diciendo esto se fue, con una amplia sonrisa en los labios.

Bien podía alegrarse si pensaba que su vil confabulación con mi tía iba a tener éxito. Es verdaderamente una suerte que haya tomado mis medidas con anticipación para evitar que esto ocurra, pues conociendo la fuerza de carácter de mi tía, no dudo que sería muy capaz de obligarme a hacer una cosa por el estilo. Ya me veo con una sucia y tosca ropa de trabajo, todo cubierto de aceite, aprendiendo un oficio en una fábrica, arreglando camiones o haciendo cualquier otra tarea ajena a la esencia poética de mi naturaleza, quizás en Birmingham, ciudad que, con la única posible excepción de Wolverhampton, considero uno de los lugares más horribles del mundo. ¿Cómo pueden mi tía o el viejo Spencer imaginarme en trabajos tan despreciables, entrando en la fábrica a las cinco de la mañana o bien cumpliendo un horario de oficina o diciendo: «Sí, señor», «No, señor», a algún capataz subalterno? Parecería absolutamente ridículo si no fuera porque mi tía siempre logra realizar sus más absurdas ideas. Ella da todo por sobrentendido y, de un modo o de otro, las cosas siempre salen a su gusto.