El almuerzo resultó bastante agradable, aunque la compañía de esos viejos fósiles es deprimente. Todos tienen una expresión grave y honorable y beben enormes cantidades de oporto para acompañar sus pesadas comidas a base de carne. Uno de ellos me recordaba esos pintorescos personajes de las tabernas. Escuché parte de su conversación. Parecía preocuparle una sola idea, a saber, cuándo prepararían como era debido cierto queso muy conocido. Se quejaba de que últimamente venía reseco e insuficientemente maduro.
Escogí mi almuerzo con más cuidado y, así lo espero, con más gusto. El cangrejo aderezado estaba excelente, como asimismo el perdreau périgourdin. Añadí una omelette espagnole y un clarete bastante tolerable. En realidad, éste fue un almuerzo más abundante que de costumbre, pero sentía un particular apetito, sin duda debido a los esfuerzos realizados por la mañana. Después de un breve descanso, fui a caminar un rato por Regent Street con el fin de mirar escaparates.
Temo que mi gusto se atrofie con tanta vida rústica. Me complació comprobar que la costumbre de poner ridículos letreros sobre la ropa, como si se tratara de legumbres, parece que está desapareciendo. Era común ver cosas como: De última moda. Lo que se usa. Para esta estación, o si no, Muy chic. Pero ahora he encontrado una tienda que parece haber superado ese tipo de anuncios. Simplemente divino. Diabólico, son las frases con que pretende atraer al público. Son expresiones que cualquiera puede usar. Estupendo me pareció un poco exagerado, especialmente aplicado a una chaqueta marrón, de aspecto poco atrayente. Deslumbrante era, con todo, el mot juste para un abrigo de color naranja combinado con gris, con grandes botones de perlas y el esbozo de un cuello de piel. No pude evitar una sonrisa al pensar cómo le quedaría a mi tía esa indumentaria. Sin duda produciría un efecto anonadador. Pero la ropa de mi tía constituye siempre motivo de diversión, no solamente para mí, sino para la gente en general. Ojalá ese establecimiento vendiera trajes para hombres. Tengo la seguridad de que encontraría algo de mi agrado.
Pero antes tenía que realizar un pequeño experimento. Entré en una droguería de ésas que hoy en día se han transformado en tiendas que venden de todo. Mi idea consistía simplemente comprobar si era posible comprar cristales de ácido oxálico. Esto no quiere decir que haya decidido usarlos, pero saber es poder, como dijo cierto poeta trivial.
El episodio que siguió fue realmente curioso y lo anoto con el único fin de dejar constancia de uno de los pocos momentos de verdadera flaqueza que he tenido en mi vida. Entré por un pasillo cuyas paredes estaban tapizadas con extraños dibujos de cepillos de dientes y de ropa, y hasta de esponjas y peines, sumamente modernos. Finalmente llegué hasta un mostrador octogonal de color verde jade que exhibía millares de sales de baño apiladas con sumo gusto y en envoltorios muy llamativos. Había distintos tipos que hubieran sido muy de mi agrado, pero a mi tía le disgustaban los perfumes delicados. Me alejé de mala gana, sin saber muy bien adonde dirigirme. En seguida apareció uno de esos eficientes jefes de tienda, que me atendió con aire protector.
—¿Puedo ayudarle, señor? ¿Qué departamento puede servirle?
¿Por qué estos individuos no podrán hablar como todo el mundo? Pero, de todos modos, me resultó imposible responder «El departamento de venenos», y por algún absurdo motivo tampoco pude decir «Quisiera comprar cristales de ácido oxálico».
El hombre me miró como queriendo penetrar hasta el fondo de mis pensamientos y, por estúpido que parezca, perdí por completo la cabeza y dije lo primero que me vino a la mente.
—Hmm… quisiera… hmm… comprar… unas tarjetas de Navidad —fue mi tonta respuesta.
—En el segundo piso, señor. Allí le indicarán, señor. Perdone usted mi atrevimiento, señor, pero su anticipación, estamos sólo en septiembre, señor, me parece sumamente inteligente. No sé si nuestro departamento tendrá ya el surtido completo. Por aquí, señor. Puede subir en el ascensor.
Diciendo esto, me empujó literalmente dentro de un ascensor lleno de ridículas mujeres y ordenó al ascensorista:
—Tarjetas de Navidad.
El ascensorista, por un instante, y a juzgar por la expresión azorada de su rostro, creyó que se trataba de un insulto, cosa sorprendente en una persona tan decorosa. Las señoras dieron un respingo y una de ellas, murmuró espontáneamente en voz alta:
—Si no lo veo, no lo creo.
Al rato volví al ascensor, pero esta vez con una tarjeta en mi bolsillo que representaba un petirrojo tratando de comer una espinosa hoja de acebo.
Cuando me dirigía nuevamente hacia la salida, me encontré con otra sección, al parecer menos imponente. Esta vez me acerqué corriendo a un joven vendedor, de rostro pálido y con gafas, y exclamé sin respirar:
—¿Podría… venderme… cristales… de… ácido… oxálico?
El joven terminó de doblar una hoja de papel y me lanzó una mirada de reprobación.
—Un segundo, señor, por favor. Ahora estoy atendiendo a esta señora —me contestó.
Me encontraba en un estado de nerviosismo tal, que hubiera jurado que se trataba de una de las mujeres ridículas del ascensor; pero no podía ser.
Por fin, el joven se dirigió a mí.
—¿Cristales de ácido oxálico, señor? Sabe que se trata de un veneno, ¿no es así?
Si se hubiese percatado de lo insólito de su pregunta, con seguridad no la habría formulado. Con todo, conservé la calma.
—Por supuesto.
Me miró gravemente.
—Discúlpeme, señor, pero ¿me podría decir para qué los necesita?
—Para limpiar mi sombrero de paja.
El joven pareció visiblemente sorprendido ante esta inesperada respuesta.
—Es verdad, señor, resultan eficaces para esa tarea, pero a tantos caballeros les parece más cómodo hacerlos limpiar en la sombrerería…
Necesité realizar un esfuerzo.
—Ocurre que vivo en lo más profundo del campo —expliqué—, donde en varias millas a la redonda no se conoce ningún sombrerero competente y me resulta incómodo venir hasta Londres cada vez que quiero hacer limpiar mi sombrero. Si no tiene interés en atenderme…
—Naturalmente que sí, señor. Llamaré al señor Marshbanks. Es preciso cumplir ciertas formalidades, tratándose de un veneno. No tardaré ni un minuto. Creo que hay que firmar en un registro. El señor Marshbanks está al tanto del asunto. Un instante, señor.
—¡Oh!, si es tan complicado, no tiene ninguna importancia. Sin duda encontraré alguna otra cosa igualmente útil. Es que me dijeron que esto era lo mejor.
—Como usted diga, señor; pero de todos modos serán sólo unos pocos minutos. ¡Ah!, aquí está el señor Marshbanks.
Desde lejos, el señor Marshbanks parecía ser el hermano mellizo del que un rato antes me había indicado a qué departamento debía dirigirme. El parecido era tan grande que exclamé sin querer:
—¡Tarjetas de Navidad! —y luego, volviéndome al asombrado vendedor, le dije apresuradamente que no tenía necesidad de molestarse. Se trataba, le aclaré, de una cosa sin ninguna importancia. Abandoné el negocio con la molesta sensación de ser objeto de fuertes sospechas por parte del joven pálido, a quien dejé hablando con el señor Marshbanks.
Pero mucho peor hubiera sido cometer la torpeza de firmar ese registro con mi propio nombre y dirección, para luego usar con éxito el veneno sobre mi tía. Y en cuanto a proporcionar un nombre y dirección falsos, encuentro muy difícil inventarlos en el momento de modo que la cosa parezca natural. Por otra parte, quizás lo hubiesen querido enviar por correo, o verificar el domicilio, y quién sabe qué es lo que hubiese ocurrido. Está claro que las leyes de este país son verdaderamente ridículas si no es posible comprar unos pocos cristales para limpiar un sombrero de paja sin verse estorbado por todos estos inconvenientes. Sin duda, se trata de alguno de esos absurdos decretos parlamentarios. Me gustaría acudir alguna vez al Parlamento nada más que para promulgar un decreto que aboliera todas las estúpidas, anticuadas, vejatorias, molestas, innecesarias, tiránicas e inútiles leyes existentes, como asimismo aquellas partes de otros decretos que resulten estúpidas, anticuadas, etc. La legislación se acortaría así notablemente.
Mientras tanto, la Encyclopoedia me ha decepcionado bastante. El ácido oxálico parece que se puede obtener oxidando azúcar con ácido nítrico, pero los detalles de cómo se puede hacer esto no figuran. Se puede partir también de una pasta dura de aserrín, mezclada con una solución de potasa cáustica fuerte y sosa, todo lo cual se calienta en planchas de hierro a una temperatura de 200 o 250 grados, lo que resulta completamente imposible de realizar. Otro sistema consiste en calentar sodio en una corriente de anhídrido carbónico a 360 grados centígrados. Muchas gracias. Y luego tratan de animarle a uno hablando de su similitud con el sulfato de magnesia; es un libro sumamente aburrido. Evidentemente, no quedan más que los acónitos.