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Mi tía se está volviendo sumamente misteriosa. Se niega a dar explicaciones. En realidad, se refiere al asunto como si no hubiese nada que explicar. Por lo visto parece pensar que, puesto que mi ropero se quemó era lo más natural que me hiciera volver. En cuanto a por qué fue Spencer quien envió el telegrama con su firma aún no lo ha aclarado. Desde algunos puntos de vista me contentaría con dejar las cosas como están y esperar a que el incidente se borre solo de su memoria. Pero existen dos razones que se oponen a esta actitud. Ante todo, ¿sería completamente natural que yo aceptara lo ocurrido sin darle mayor importancia? Suponiendo que el incendio hubiese sido puramente accidental, ¿no sería lo más normal que yo hiciese toda clase de preguntas y averiguaciones? Creo que así debería ser, pero me detiene el no saber cómo afrontar el asunto. En pocas palabras, temo exagerar la nota.

El segundo motivo, que es el que más me preocupa, es la evidente intención que tiene mi tía de no mencionar el tema. Por lo general, cuando tiene una queja lo sé inmediatamente. Mi tía carece en absoluto de toda llaneza o sutilidad. Dice lo que piensa como el habitual toro de porcelana que se ve en los negocios de antigüedades. Afronta esas situaciones difíciles que los mismos ángeles no osarían abordar, con la delicadeza y cautela de una locomotora. ¡Pobre tía Mildred! Tiene tan poco savoir-faire… generalmente.

Pero no estoy tan seguro de que en este momento no se halle adoptando una posición diplomática. Miente tan mal y se envuelve de un silencio tan fuera de lo común, que estoy en peligro de salir no con la peor parte de la discusión, pues éste no es el caso, sino con la peor parte del silencio. Francamente, tiemblo ante la idea de decir alguna indiscreción.

Recordaré algunas de las conversaciones que hemos mantenido sobre el asunto.

La primera fue en el transcurso de la cena la noche de mi regreso. Empecé diciendo que esperaba que su paseo a Llwll le hubiera resultado agradable. Era ésta una observación bastante inútil, pues ella sabía muy bien lo poco que me importaba. Debo admitir que la respuesta que obtuve fue merecida.

—Sí, querido, gracias; pese a mi tobillo.

Ignoré el comentario.

—Me ibas a decir por qué tú, o más bien, el doctor Spencer envió ese telegrama solicitando mi regreso —continué.

Me miró con asombro.

—¿Acaso no has estado arriba? —se limitó a decir.

—Sí, tía. Subí para cambiarme. Parece que hubo un incendio en mi cuarto. ¿Pero por qué me hicisteis venir?

Reinó un silencio absoluto. Mi tía se puso a contemplar un cuadrito que representa a una antepasada nuestra, con un sombrero azul y una pluma gris, cabello empolvado y una sonrisa bastante agradable. En la pared que estaba frente a mí había una tela no tan atractiva. Representaba a un personaje bíblico, creo que Jacob, yendo al encuentro de una mujer joven, tal vez Rebeca, junto a una fuente. Esta aparece rodeada de manchones oscuros que podrían ser robles de frondoso follaje, cosa un poco rara en Palestina, me imagino. Se ve a Jacob haciendo una reverencia al estilo de la corte de Luis XIV, mientras la sonríe tontamente. Detrás de Jacob está su fiel camello, que luce una mirada famélica. El camello parece el único ser que tiene una idea definida, que consiste en dar una dentellada a la roñosa capa marrón que cubre a Jacob. Después de lo cual, como aparentemente Jacob no lleva otra ropa más que ésa, supongo que ocurrirá una escena algo molesta. Siempre he odiado ese cuadro; desde mi más tierna infancia. Según he oído decir, mi abuelo lo obtuvo en pago de una deuda incobrable, que tiene que haberse visto acrecentada por el hecho de guardar esa atrocidad en casa. Pero ahí sigue. «No será muy hermoso, pero siempre ha estado en ese lugar, querido», fue la fatal respuesta de mi tía la única vez que me atreví a protestar.

Después de contemplar durante unos minutos esa obra maestra, repetí mi pregunta. Se produjo una perceptible pausa antes de que se resolviera a contestar.

—Por el seguro, Edward; pero en vista de que te llevaste todo lo tuyo, no creo que pienses reclamar.

—Pero eso podría haber esperado.

Se produjo otro silencio. De un momento a otro el camello arrancaría los harapos. Hace años que espero, fascinado, que suceda.

—¿Y tú, querido?

Quisiera estar muy seguro de haber oído bien. Juraría que éstas fueron sus palabras, pero no quiero creerlo; se acercarían demasiado terriblemente a la verdad, sobre todo cuando recuerdo la ansiedad vivida en casa de Guy.

A la mañana siguiente volví a tocar el tema. Mi tía había iniciado la conversación diciendo que se encontraba mejor.

—¿Sabes, Edward? Hace dos noches sentí un sueño atroz después de tomar el café; lo mismo que te ocurrió a ti hace unos días, ¿recuerdas? Además le noté al café un sabor extraño. —Le lancé una mirada penetrante; su expresión denotaba un absoluto candor—. Después, por supuesto, el incendio me mantuvo despierta.

—Quisiera que me contaras qué ocurrió, tía Mildred.

—Es que no hay nada que contar, Edward. El ropero empezó a arder y luego la biblioteca. Por fin apagué el incendio… con un extintor.

—No sabía que existiera un extintor de incendios en casa… excepto el de los coches.

—No, nunca hemos tenido ninguno. Fue una suerte que acabara de comprar uno. Algo que leí me dio la idea.

—¿En el periódico, tía?

—Sí, ¿o acaso en una revista, o en algún libro? Sea como fuere, resultó una suerte tenerlo. El ropero se quemó con una velocidad asombrosa. ¿Has terminado, querido? —Se dispuso a tomar su apremiante actitud de siempre.

—Casi. Veré si me ocupo esta misma mañana del asunto de la compañía de seguros.

—Mejor que no lo hagas, Edward. No había nada en el ropero. Los libros no están cubiertos por la póliza y la alfombra es en realidad mía, aunque pienses lo contrario. De modo que me parece más prudente dejar las cosas tal como están. ¿No crees?

Se fue. Se llevó la bandeja y cerró la puerta con el pie al pasar: dos odiosas costumbres. La servidumbre ya tiene bastante poco trabajo sin necesidad de que ella ayude, y en cuanto a la maniobra de la puerta, no cabe duda de que es decididamente vulgar.

Con todo, no estoy tan tranquilo como debería estarlo. ¿Es posible que sus indirectas tengan algún significado? Por supuesto, no pienso hacer la reclamación (pensé que podría parecer raro que no se me ocurriera hacerlo), pues las compañías de seguros acostumbran hacer preguntas sumamente incómodas y no siento el menor deseo de tenerlos dentro de casa. Tampoco me interesa que mi tía sepa por qué «sería mejor que no». ¿Tendré que pensar que sospecha algo?

Quisiera que ella o la cocinera o Mary me suministraran una información más precisa sobre lo sucedido, pero estas dos últimas parecen ignorar por completo el asunto. Sostienen que no se despertaron para nada, y mi tía se muestra evasiva. Más bien me inclino a pensar que los cubos cambiaron el gusto del café (aunque no ocurrió así cuando yo lo probé) y por lo tanto bebería solo un poco; después la invadiría un pasajero estado de somnolencia, que la dejaría más despierta que de costumbre. Probablemente la despertaron las primeras señales del incendio, mientras se revolvía desasosegadamente en la cama. Eso se produciría cuando ya el ropero estuviera envuelto en llamas que apagó con ese maldito extintor. Me pregunto qué es lo que puede haber leído para ocurrírsele semejante extravagancia. Supongo que algo referente a una casa de campo que se quemó. ¡Gracias a Dios no es este diario lo que leyó! Ésta sí que es una idea extraña. Me sonrío al escribirla. Es lamentable que lo haya conseguido justo a tiempo, aunque quién sabe si lo es tanto, pues al estar ella despierta hubiese desaparecido el motivo para quemar la casa. No, fueron esos malhadados «Somnoquubes» los que me traicionaron. Pero eso es algo que nunca llegaré a comprender. Sé muy bien que son eficaces y puedo jurar que no tienen ningún sabor. Estoy un poco preocupado. ¿Y si estuviera más enterada de lo que parece? Creo que en ese caso la vida sería intolerable. Acabo de hacer otra tentativa para tratar de averiguar lo que sabe. Le he preguntado nuevamente por qué motivo Spencer firmó el telegrama.

—¡Oh! Precisamente iba para Llwll y le pedí que me hiciera ese favor.

—Si eras tú la que enviabas el telegrama, se supone que tendría que haber firmado con tu nombre.

—Pero no en el caso de que él lo despachara, Edward. —Su tono parecía deplorar mi ignorancia y falta de sentido común—. Ya sabes que Spencer es un hombre con gran sentido del honor y jamás firmaría con el nombre de otra persona.

—No digo que sea un falsificador, mi querida tía Mildred. Sucede simplemente que no puedo descifrar su significado. Más aún, creo que fue un gesto bastante desconsiderado de su parte. Temí que algo te hubiese ocurrido.

—¿Temiste? ¿Y se puede saber qué creías que me podía haber pasado? ¿Estás seguro de que temiste, Edward?

Tuve la sensación de que sus ojos penetraban dentro de mi cerebro. Durante unos instantes sentí que el mundo giraba a mí alrededor. Luego la extraña mirada, si es que alguna vez existió, se desvaneció de sus ojos. Ya no me pareció que su rostro rubicundo estaba tan cerca del mío que alcanzaba a ver hasta mis más recónditos pensamientos, y hasta comprobé que se encontraba a una distancia prudencial y en una actitud más bien inexpresiva.

—Quiero decir que no veo el motivo de tu inquietud. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma, Edward.

Eso jamás lo pondría en duda, y tengo concluyentes pruebas de que lo sabe hacer muy bien. Podría llegar a decir que desde el momento en que yo nací se ha pasado el tiempo demostrando su absoluta aptitud para cuidar de sí misma. De todos modos, quisiera saber con certeza cuál de las dos frases tengo que tener en cuenta. «¿Estás seguro de que temiste, Edward? Quiero decir que no veo el motivo de tu inquietud». Creo que éstas fueron exactamente sus palabras, pero todo depende de si lo primero fue su verdadero pensamiento y lo segundo sólo un disfraz; o bien si la primera mitad no fue más que un desliz accidental, una frase más fuerte de lo que hubiese deseado, y la segunda verdaderamente aclaratoria. No sé cuál de los dos puntos de vista será el más acertado.

Pero estoy seguro de una cosa. He estado releyendo estas conversaciones, considerándolas palabra por palabra, y ahora veo con claridad que la conducta de mi tía es muy sospechosa. Debo vigilar sus movimientos con mucha cautela.