6

El día siguiente amaneció triste y gris. Como había permanecido levantado hasta muy tarde escribiendo este diario, me sentía fatigado y con sueño. Me hubiera gustado mucho tomar el desayuno en la cama y pasar el resto de la mañana descansando, pues, aparte del sueño que había perdido, me esperaba una jornada muy movida.

Pero eso no era posible. En primer lugar, aunque Guy es muy comprensivo y tiene una noción real de la verdadera hospitalidad, su familia es todo lo contrario. Aunque sin ser tan espartanos como mi tía, sé muy bien que pese a todo tiene sus dificultades con ellos y no abrigo el menor deseo de avivarlas. El desayuno en la cama siempre ha sido muy poco popular. Además debía aparecer completamente natural, una cosa no muy fácil de lograr cuando uno se siente con un cansancio fuera de lo común y está a la expectativa de noticias de gran importancia. Por lo tanto, llegué al desayuno con una demora no superior a la habitual.

Me vestí esperando la llegada del telegrama. Durante el desayuno pensé que llegaría de un momento a otro, pero nada ocurrió. Después estuve con Guy examinando unos accesorios que había comprado para su Bentley y charlando acerca de las últimas novedades en materia de mecánica automovilística. Debo reconocer que me resultó sumamente difícil concentrarme. Cada vez que podía echaba una mirada al camino por donde, tarde o temprano, tendría que venir el mensajero con el telegrama. Pero éste no llegaba.

Entonces me vino a la imaginación una idea terrible. ¿Y si, después de todo, no hubiera ocurrido nada? Si por una fatal casualidad mi mecanismo había fallado, ¿qué pasaría entonces? Lo más probable era que, en este caso, no sucediese nada. La idea me tranquilizó un poco. No había ningún motivo para que tuviesen que abrir mi ropero y, aunque así fuera, lo encontrarían cerrado con llave. Se trataba de una sólida cerradura en un mueble macizo y bien construido de la época victoriana. No me parecía probable que mi tía se decidiera a hacer saltar la cerradura para abrirlo. No había nada que pudiese excitar su curiosidad para obligarla a romper algo. Su sentido de la economía le impediría descubrir la verdad. A pesar de todo, si en el transcurso del día no recibía ninguna noticia, seria mejor enviarle unas líneas diciéndole que, por equivocación, me había llevado la llave del ropero conmigo. Por lo general, nunca me molestaba en escribirle para comunicarle que había llegado bien, y seguramente le parecería algo extraño, pero con ello se evitarían descubrimientos inoportunos y me daría tiempo para pensar.

Con todo, seguía en mi mente la imagen de mi tía mientras forzaba la puerta del ropero y descubría mis maquinaciones. ¿Qué acontecería entonces? Pero ya no tengo por qué preocuparme. Escribo estas notas antes de partir de la casa de Guy, simplemente con el deseo de dejar constancia, aunque en forma algo escueta y breve, la intriga que he vivido esta mañana. Ahora que han acabado los motivos de inquietud, me resulta imposible dejarme invadir de nuevo por los terribles momentos de temor y esperanza que se sucedían en mi ánimo; además, no puedo perder mucho tiempo. Estoy ansioso, por primera vez en mi vida, por volver a Brynmawr. Pienso salir inmediatamente después del almuerzo, que estará listo dentro de unos instantes. Lo han adelantado para que me pueda ir cuanto antes.

He dejado correr la pluma más de prisa que mis pensamientos (una frase absurda, dicho sea de paso, pues las plumas no corren; pero pasemos eso por alto) y no he consignado el texto del telegrama. Era sumamente conciso y poco informativo. Sólo decía: «Regresa cuanto antes. Spencer».

Lamento que sea Spencer quien lo haya firmado. No tengo ningún deseo de que haya intervenido en el asunto, aunque supongo que la cocinera o Mary lo habrán llamado para que les dijera qué debían hacer. A propósito, espero que ellas no hayan resultado lastimadas, pues aunque tengo que arreglar algunas cuentas con la cocinera, sería incapaz de desearle ningún mal. Me gustaría saber cómo hicieron para comunicarse con Spencer, pues el teléfono habrá resultado destruido. Quizá lograron llamar a la Brigada de Bomberos en el momento de estallar el fuego, aunque no quiere decir que eso haya servido para algo. Se tardan muchas horas en reunir a los bomberos de Llwll, puesto que durante el día los caballos se encuentran en el arado y de noche es menester enviar a alguien en bicicleta para que despierte a los hombres. Pero en seguida se correría la voz y probablemente el viejo Spencer se vería en la obligación de ir a ver qué había sucedido.

¡Ah! El almuerzo está listo. Me pregunto dónde y bajo qué circunstancia he de continuar escribiendo esto.

Nunca olvidaré ese apresurado viaje de regreso. Al dejar la casa de Guy el sol apareció entre las nubes; un buen augurio, pensé. Sentí deseos de lanzar una exclamación de júbilo, pero por suerte recordé que debía adoptar una actitud más bien grave y preocupada. Un telegrama como el que había recibido, por lo general significa «malas noticias»; pero al mismo tiempo debía tener presente que, en teoría, no podía tener la menor idea de lo que había ocurrido. Sería una prueba muy difícil. Me alegré cuando me pude alejar de Guy; otra hora más y creo que hubiese cometido la indiscreción de confiarme a él, lo cual, pese a que leal, hubiera sido un irreparable error. Cantando, me deslizaba velozmente por el camino. El sol brillaba. La Joyeuse corría a las mil maravillas y el mundo era mío para hacer lo que quisiera con él.

—¡Libertad, libertad —exclamé— por fin te poseo!

En ese instante ocurrió un pequeño incidente que en el momento no interpreté como un mal presagio. Uno jamás podrá sentirse libre en este maldito país. Fui detenido por un agente de policía que sostenía que yo iba «al encuentro del peligro».

—¿A qué peligro se refiere usted, agente? ¿A esas ovejas?

—En parte, señor, y en parte al hombre que las acompaña.

Me sentí fastidiado. No deseaba que me pusieran otra multa. Por lo tanto, intenté salir con diplomacia de la situación. Pedí disculpas al representante de la ley y le enseñé el telegrama de Spencer.

—Éste es el motivo de mi apuro; estoy ansioso por llegar —al mismo tiempo traté de deslizar media corona en su mano. Pero por lo visto no era suficiente. El ridículo individuo hasta tuvo el valor de mostrarse ofendido.

—No hay duda, señor, de que este hecho puede ser considerado como una circunstancia atenuante, ¡pero yo no mencionaría eso!

Señaló encolerizado la mano que extendía la moneda y procedió a perder cinco minutos para tomar mis datos. Si la policía no desperdiciara tanto tiempo en emplear palabras de la longitud de «circunstancias atenuantes» y cumpliera con su deber más rápidamente, dejarían a los desventurados automovilistas menos tiempo para tratar de arreglar las cosas. Mientras tanto, el hombre de las ovejas se había acercado y había comenzado a insultarme en un grosero dialecto galés. ¿Por qué permitirán que las ovejas anden por los caminos? Ya veo que pasaré un mauvais quart d’heure en el tribunal de Abercwm. Espero que no me retiren el permiso de conducir.

Transcurrió cierto tiempo hasta que mi ánimo recobró la serenidad y para entonces ya había llegado a los tortuosos e irregulares caminos de Cwm. Estaba bastante avanzada la tarde cuando crucé el puente que atraviesa el arroyo Brynmawr y el sol del crepúsculo arrojaba las sombras de los árboles sobre la cañada. Cuando llegué a la cima de la colina me vi cegado por el sol y no pude divisar Brynmawr.

Para ser franco, no esperaba ver Brynmawr, pues estaba absolutamente seguro de que la casa había ardido hasta los cimientos. Quizá alguna que otra pared ennegrecida, cuando más un desnudo esqueleto, aunque, en verdad, nada más que un montón de ceniza era todo lo que esperaba encontrar. Menciono esto con tanto detalle porque explica en parte lo ocurrido.

Al llegar a un lugar de sombra (el punto mismo donde había pensado colocar un obstáculo para que chocara mi tía), divisé la casa. Y fue aquí donde experimenté una verdadera sacudida. ¡La casa parecía completamente intacta! Por un instante me sentí desfallecer y seguí conduciendo sólo por instinto. De pronto advertí la figura de mi tía de pie en medio del camino, con el mismo aspecto que había tenido en vida.

Entonces estaba plenamente convencido de que había muerto. ¿Qué otra cosa podía haber motivado el telegrama de Spencer? Con verdadero terror comprobé que la figura de mi tía se encontraba en el mismo lugar donde su auto se había desviado para precipitarse en el vacío unas pocas semanas atrás. La conclusión era evidente para una persona supersticiosa como yo. Mi tía rondaría siempre por ese determinado lugar del camino. Su espíritu trataría de obligarme a cometer algún error al volante con el fin de aniquilarme. ¡Un gesto digno de mi tía! Pero resolví demostrar de una vez por todas a ese fantasma que no era tan fácil intimidarme. Si no tuviese la costumbre de usar una excelente esencia de flores, los cabellos se me hubieran erizado. Sentí un extraño cosquilleo en el cuero cabelludo, y al mismo tiempo que apretaba con fuerza los dientes, pisé el acelerador y acometí en dirección al fantasma.

Con un grito de asombro saltó a un costado del camino y, tropezando con la piedra blanca que hacía las veces de señal de peligro, cayó de narices al suelo. Sólo al llegar a la entrada del fondo pensé que ésa era una actitud sumamente singular en un fantasma. Por más cosas malas que se puedan decir acerca de los seres del más allá, no creo que suelan tropezar con piedras; tan sólo se desvanecen. Tampoco creo que se tomen la molestia de esquivar el paso de un auto. Di marcha atrás a La Joyeuse y volví con rapidez al lugar, en el preciso instante en que la aparición se ponía de pie y subía otra vez al camino. De nuevo tuvo que hacerse a un lado; me faltó muy poco para embestirla.

—Bueno, Edward —exclamó la voz de mi tía, increíblemente real y llena de vida—, me parece que te estás volviendo algo tosco en tus métodos. Y en cuanto al hecho de haber regresado…

Ya había pasado por bastantes cosas. Me sentía fatigado y algo trastornado, y además acababa de experimentar un susto terrible. Permanecí sentado, mirando a mi tía, con la boca abierta. Pues ya no cabía duda de que se trataba de mi tía. No había error posible.

Esa asombrosa mujer estaba, sin duda, viva y sana, y por lo visto convencida de que yo acababa de querer atropellarla, cosa que, después de haberme fallado una vez, había intentado repetir. A primera vista resultaba cómico, pero pensándolo bien la situación era muy seria, puesto que lo que con más empeño había tratado yo de evitar era que tuviese la menor sospecha, cosa que ahora ocurriría, debido a un accidente no premeditado en absoluto y que tampoco había tenido ninguna consecuencia. ¡Verdaderamente el destino era cruel conmigo!

La voz de mi tía prosiguió:

—¡Maldición! —detesto las mujeres que maldicen—. Creo que me he torcido el tobillo, Edward. —Dio unos pasos cojeando a fin de comprobarlo y se detuvo al lado de La Joyeuse, de donde había bajado para asegurarme que se trataba de ella. Algo que estaba dentro del coche parecía interesarle, pues lo examinó todo detenidamente—. Tres maletas grandes, una maleta de mano, que en una oportunidad dijiste que ni muerto te llevarías, y otra más grande (a propósito, es de mi propiedad, mi querido Edward) que nunca creí te atreverías a usar. ¿Cuánto tiempo pensabas quedarte con ese señor Innes?

—No estaba muy seguro. Por otra parte, allí se necesita una gran variedad de ropas. Se preocupan mucho por agasajar debidamente a sus invitados. Uno siempre se va satisfecho.

Mi tía siguió registrando el interior del auto.

—¿Es sin duda por ese motivo por lo que te llevaste el sombrero de copa? —preguntó.

—Guy me informó que quizá habría una boda local durante mi estancia. —Opino que ésta fue una improvisación genial.

—Sí, las bodas suelen organizarse en el último momento. Así es. Siempre conviene ir preparado. De modo que llevaste la chistera por si repentinamente se les ocurría hacer un viaje a Londres, y tu sombrero de fieltro, por supuesto, y el de terciopelo negro (nunca recuerdo en qué ocasiones los usas, tanto en Londres como en el campo), y esa horrible gorra que llevas cuando conduces, y el viejo panamá. Espero que no te hayas puesto delante de esa gente tan distinguida, Edward —dijo esa mujer insolente, imitando mi modo de hablar—; está bastante sucio; y el paraguas, y el bastón de bambú… Por lo visto, estabas preparado para cualquier emergencia. —Hizo una pausa para revolver una o dos cosas más—. Pero no sabía que tenías un sombrero de paja, Edward querido.

Hice un esfuerzo para no encolerizarme.

—Lo compré al ir para allá. En Shrewsbury. Pero proviene de Londres. Nunca podría comprar algo que lleve el nombre de un pueblo. Los sirvientes se fijan tanto en esas cosas…

—¿Los sirvientes, querido? —no pudo dejar de interrumpir mi tía.

—Los sirvientes. Se están poniendo muy de moda últimamente. Me refiero a los sombreros de paja —aclaré, al ver la expresión de asombro en su rostro.

—Está bien —dijo, con sospechosa docilidad. Se separó del coche—. Veo que no hay lugar para que me lleves hasta Llwll. Además no podría confiar mucho en tu modo de conducir después de lo que acabas de hacer. De todos modos, creo que será bueno para mi tobillo caminar un poco. —Se dispuso a partir—. Hasta luego, querido.

Ya no podía aguantar más.

—¿Qué significa ese telegrama del doctor Spencer, tía Mildred? —pregunté.

—Te lo diré más tarde —contestó, mientras se alejaba rápidamente por el camino—. Ahora tengo prisa. Debieras habérmelo preguntado antes, en lugar de perder el tiempo hablando de tonterías. Volveré a la hora de la cena. —Agitó su bastón alegremente y se perdió de vista al doblar el recodo… ¡esa inculta, antipática, burlona, grosera, avasalladora mujer!

Metí apresuradamente La Joyeuse en el garaje, dejé el equipaje dentro, y corrí hacia mi cuarto. El ropero había desaparecido del todo, un gran trozo de alfombra estaba quemado y se veían marcas del incendio en una de las paredes. Traté de recordar qué había allí ¡Ah, sí!, al lado del ropero había una pequeña librería con algunos de mis libros, no los más preciados, pero no por ello menos queridos. Había desaparecido.

El incendio, pues, se había iniciado. Se había quemado el ropero. No había nada de valor allí. Había destruido algunos de mis libros. Esto era deplorable, pero no se trataba de ninguna pérdida importante. La alfombra estaba totalmente estropeada. Dudó que pueda volver a encontrar esa misma tonalidad. Pero eso era todo. Nada de mucho valor, siempre que… Aquí estaba la cuestión. ¿Cómo había ocurrido el incendio y qué pensaba mi tía sobre la causa que lo provocó? Era una lástima que hubiese registrado mi equipaje. Había llevado todo lo que podía caber en el auto y no creo que nada fuera digno de llamar la atención, aparte de ese infortunado sombrero de paja que realmente había comprado en el camino. Además, tendría que haber sacrificado mi chistera; pero sería mejor que escribiera a Guy para que confirmara la posibilidad de una hipotética boda. No tenía necesidad de darle explicaciones y podía confiar en que me ayudara sin pedir mayores detalles.

Pero hay una frase de mi tía que no me gusta: «Te estás volviendo tosco en tus métodos». «Volviendo… métodos». ¿Qué habría querido decir con eso? ¿Tendré que deducir de esas palabras todas las desagradables conclusiones que parecen sugerir o se trata simplemente de una casualidad? Dentro de un rato regresará de Llwll y entonces probablemente lo sabré. En todo caso, nunca me ha resultado difícil leer hasta el último pensamiento que pasa por su cabeza.