El principal inconveniente del plan que estoy meditando es que casi todo lo que poseo será destruido. Tengo un pequeño seguro sobre mis bienes personales. Lo saqué al comprobar con qué facilidad saltan las chispas de las chimeneas que tenemos en casa. Más de una vez, dormitando delante del fuego en una tarde de invierno, he descubierto pequeños agujeros en mis pantalones antes de percatarme de la presencia de una chispa, lo cual, por supuesto, me estropea un traje, pero no puedo andar con remiendos, aunque sea en las profundidades de este desierto.
La póliza es por una suma tan pequeña que no creo que alcance a cubrir todos mis trajes, que constituyen un guardarropa escogido con particular gusto y cuidado. Supongo que no será imposible reemplazarlo y ciertamente que no conozco placer más interesante que el de adquirir ropa: uno puede pasarse horas enteras planeando la compra. De todos modos me disgustaría perder cosas que tanto trabajo me ha costado reunir y combinar. Además, existe la cuestión económica, humillante, pero real.
También poseo otras cosas aparte de la ropa. Por ejemplo, están mis libros. Los mejores lo he comprado directamente en Francia, habiéndolos pasado con suma dificultad a través de las aduanas. No creo que pudiera volver a conseguirlos, pues estas pequeñas joyas de la literatura no atraen al gran público y por lo tanto son olvidadas y llevadas por la brisa del tiempo. Aún no he encontrado un libro considerado de moda que haya podido leer hasta el final. No es de sorprender. Ello significa que uno posee un gusto superior a lo normal.
Los he estado revisando con todo detenimiento y he llegado a la conclusión de que puedo llevarme dos o tres (pues, por supuesto, estaré ausente cuando ocurra el incendio) y quizás hasta una docena, sin que se note su falta en los estantes, en el caso de que mi tía sospeche algo. Fundo este temor en el hecho de que últimamente ha adquirido la costumbre de meterse donde no la llaman, con un arte digno de ser admirado. Además tengo la fuerte sospecha de que los lee a hurtadillas, pues estoy convencido de que es tan hipócrita como toda esa gente que se dedica a hacer buenas obras y a adoptar aires puritanos, y de que apenas yo me vaya se apresurará a buscar la obra más deshonesta de su preferencia y se encontrará con que no está en su lugar. Debo reconocer que una o dos de ellas son francamente realistas. Si mi tía las lee, lo más probable es que sus escasos conocimientos de francés le impidan captar los matices más sutiles de las interesantes double ententes.
Sea como fuere, no deseo despertar sus sospechas, pues, a diferencia del arreglo de su automóvil, resultaría muy peligrosa una inspección de mi cuarto y el consiguiente descubrimiento de mis preparativos, ya que tendré que usar la batería. La otra noche hice mi única experiencia con luz eléctrica y tuve la mala suerte de que saltaran todos los fusibles de la casa. No me puedo imaginar cuál fue mi error, pero fue un momento muy alarmante. Afortunadamente ocurrió a medianoche, de modo que tuve sobrado tiempo para volver a poner todo en su lugar, puesto que nadie se enteró de lo que había sucedido. Me aterró la idea de haber podido provocar un incendio sin quererlo. Con todo, después de un rato de gran ansiedad, llegué a la conclusión de que todo había vuelto a la normalidad y me fui a dormir, aunque bastante tarde.
Al día siguiente surgió una dificultad. Evans es la única persona en Brynmawr que tiene derecho a arreglar la electricidad y si el descubrimiento de que se habían quemado los fusibles se hacía a la hora en que de costumbre se encienden las luces, él ya se habría ido a su casa. Vive a una media milla de distancia, pero para llegar es necesario atravesar la cañada que está detrás de Brynmawr. Desde luego Evans podía venir de nuevo con toda facilidad, pero tenía la sensación de que yo sería la persona destinada a ir a su busca, en la oscuridad. Entonces decidí que lo mejor sería que yo mismo hiciera el descubrimiento antes de esa hora. Pensé que podría matar dos pájaros de un tiro, de modo que, al ver a mi tía haciendo un paquete en el hall, adopté mi tono más amable.
—Pero, tía, estoy seguro de que no ves bien para hacer esos paquetes. Déjame que encienda la luz. No debes forzar así la vista; es muy malo hacerlo cuando uno ya no es muy joven.
Por supuesto, la luz no se encendió. Tuve que soportar un reto de mi tía, a quien no pareció agradarle la insinuación de que ya no estaba en la flor de la juventud, pero logré mi objetivo. Fue muy fácil continuar:
—¿Qué le pasa a la luz? —Y me encaminé con indiferencia hacia el comedor, para descubrir que allí tampoco se encendía y, finalmente, que lo mismo ocurría en todos los lugares de la casa. Hubo que mandar a Mary en busca de Evans.
Durante todo este tiempo mi tía continuaba haciendo sus paquetes.
—¿Por qué no has ido tú? —fue su único comentario. Como en ese momento tenía un trozo de cordel en la boca, le hice repetir la frase como si no hubiera entendido, pues las observaciones de ese tipo pierden mucha de su mordacidad al ser repetidas por segunda vez.
La vista de los paquetes me había sugerido una idea. Me adelanté con decisión a los acontecimientos y sentándome sobre un gran arcón de madera, hice varios comentarios, aparentemente sin importancia, pero que en realidad encerraban una aviesa intención.
—La semana próxima pienso ir a pasar unos días con Innes, tía Mildred.
—¿Innes? ¡Ah, sí!, ese antipático amigo tuyo que tiene un Bentley que no sabe conducir. Mientras no venga él aquí, lo demás no me interesa. La próxima vez que lo haga nos veremos obligados a pintar toda la casa, a menos que la derrumbe por completo.
—No digas ridiculeces. Te podría demostrar sin dificultad que el espacio que has dejado, o mejor dicho, construido, mediante un gasto enorme —eso es algo que pesa a mi tía, el excesivo costo de ese camino, debido exclusivamente a su deseo de emplear la mano de obra local—, es demasiado estrecho para el auto de Guy.
—¿Guy? ¡Ah!, el señor Innes. De todos modos raspó la pintura de la pared. Ese arcón no tiene pintura, Edward, y es de roble; pero si sigues golpeándolo con el pie le quitarás el barniz y quién sabe qué otro daño le puedes hacer. Si no puedes estar quieto un momento, por el amor de Dios, siéntate en una silla, o si consigues sentarte sobre la alfombra, no destrozarás la escalera. —Y aqui estableció una grosera comparación entre el ancho de la alfombra y el lugar que ocupo sentado, que por razones de delicadeza no voy a repetir.
—De todas maneras me iré el martes próximo. Pensé que sería una excelente oportunidad para llevar a Shrewsbury unos trajes que quiero hacer limpiar y planchar; los dejo a la ida y los recojo a la vuelta. Además de hacer reparar la encuadernación de algunos de mis libros, de modo que los llevaré al mismo tiempo.
Me miró con asombro.
—¿Se puede saber desde cuándo haces planchar tu ropa fuera? —me preguntó.
—Desde que llegué a la conclusión, mi querida tía Mildred, de que ni tú ni Mary sabéis planchar bien los trajes. Además, vosotras no los podéis «limpiar», ¿no es así?
—Sí, en eso tienes razón, pero en adelante no esperes que te planchen los trajes en casa hasta que hayas retirado lo que acabas de decir y hayas pedido disculpas.
—Los principios elementales nunca se desdicen, y yo tampoco lo haré —repliqué con arrogancia.
—En ese caso, no protestes cuando tengas rodilleras en los pantalones. Ya sabes que las personas gordas estiran la ropa más que las delgadas. Pero será como tú quieras. Por otra parte, tu agradecimiento por el trabajo que nos hemos tomado en planchar tus endemoniados trajes es sencillamente emocionante. En cuanto a esos indecentes libros tuyos, me parece que un poco de suciedad por fuera estaría más de acuerdo con su contenido. Pero haz como más te plazca. Parece que te has vuelto rico de golpe. —Depositó sobre la mesa el último paquete—. ¡Ah!, Evans, venga. El señor Edward ha quemado todos los fusibles.
—Mi querida tía, sólo traté, con la mejor intención del mundo, que no parece ser muy apreciada, de encender la luz para proteger tu vista y descubrí que no funcionaba. Entonces, con un poco de sentido común, probé las demás y descubrí que tampoco se encendían. Ni siquiera sabes —escogí las palabras con cuidado— si los fusibles están quemados o no. Puede haber ocurrido cualquier otra cosa. ¿Y por qué decir que yo los he quemado? Eres injusta.
Mi tía tuvo al menos el gesto de sonrojarse, en la medida en que puede hacerlo.
—Lo siento, Edward, quizá he hablado demasiado rápido.
Parecía realmente confundida. Sin duda le resultó muy molesto tener que retractarse; ni que decir tiene que es ésta una satisfacción que rara vez obtengo de ella y a la que daba mucho más valor el hecho de ser cierto que yo había quemado los fusibles. Sin embargo, éste era el momento de darle una lección de dignidad.
—No te aflijas. No hablemos más del asunto y dejemos que Evans arregle el desperfecto.
Una mañana sumamente provechosa. Resultará extraordinario comprobar cuántos libros deben ser encuadernados y cuántos trajes necesitan una buena limpieza. Pero ojalá hubiese insistido únicamente sobre este último punto, sin referirme al modo cómo me planchan la ropa en casa, pues debo reconocer que, tanto Mary como mi tía, lo hacen bastante bien, lo cual me ahorra dinero y muchas molestias. ¡Pero por qué tendré que caer siempre en lo mismo! No logro convencerme de que no viviré mucho tiempo aquí y que todo eso ya no tiene importancia.