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Es una lástima que uno nunca aprenda nada útil en la escuela. No es que yo haya permanecido mucho tiempo en algún colegio o que haya tomado un interés más que casual en alguna de las deprimentes materias que forman parte de los programas de estudio. Muy pronto advertí que era imposible trabajar a gusto con profesores de mentalidad tan estrecha y de espíritu pobre y cargante.

Pero uno no sabe lo que más adelante puede serle de utilidad. Ya ha sido bastante incómodo tener que discutir el problema de cómo provocar un incendio con los Spencer que me precio de haberlo hecho con tal indiferencia que la conversación será pronto olvidada, hubiese preferido saberlo por mí mismo. Además, mi información no es en absoluto completa, por lo que me veré obligado a realizar experimentos, tarea sumamente difícil de llevar a cabo teniendo cerca una persona tan curiosa como mi tía. Por otra parte, tengo que averiguar algo referente a narcóticos.

Por lo tanto, hoy he ido de compras con el propósito de enterarme. (Es maravilloso ver cómo estas cosas sirven para aguzar el ingenio). Previendo las habladurías locales, tomé la precaución, no solamente de eludir Llwll, sino también Abercwm. Pensé que Shrewsbury sería una ciudad bastante grande para olvidar mis triviales adquisiciones. Éstas consistían en un reloj barato, un equipo en miniatura para soldar (ha sido emocionante mi papel de tío solícito en esta compra), unos metros de cable flexible, un poco de alambre muy delgado (a fin de colgar miniaturas en una pared en la que no quería introducir clavos, deseando que el alambre quedara casi invisible), una pequeña batería eléctrica (que sólo usaré en los experimentos, pues llegado el momento utilizaré la electricidad de la casa, que funciona con la energía que proporciona el arroyo Brynmawr), cien cartuchos de escopeta, varios juguetes muy feos de celuloide (de nuevo el afectuoso tío, pero esta vez para un sobrino más pequeño e igualmente imaginario) y finalmente un ejemplar de una revista médica con un desagradable nombre que sugería las terribles torturas a que son sometidos aquéllos que caen en las garras de los colegas de Spencer. Este asunto se está volviendo costoso.

Guardaré todos estos utensilios en la caja de herramientas de La Joyeuse. No me atrevo a realizar experimentos dentro de la casa, exceptuando el ensayo general, por llamarlo así. Pero existe una cantidad de senderos y caminos poco frecuentados en los que podré trabajar sin el menor peligro de ser visto o molestado.

Al volver con mi coche a Brynmawr, ocurrió un pequeño incidente que sirvió para demostrar cuán necesario sería mantenerme alejado de miradas curiosas. Encontré a Williams examinando atentamente el lugar donde mi tía había tenido el accidente. Me vi obligado a aminorar la marcha, puesto que su perro permanecía en medio del camino, de modo que no pude evitar una pequeña conversación con él. Por otro lado, me intrigaba mucho el motivo de su presencia allí.

—Muy buenos días, Edward —me saludó con su entonación habitual—. De veras fue una gran misericordia para todos nosotros que la señorita Powell haya salido ilesa. Me ha pedido que busque un medio para impedir que alguien, se vuelva a caer por aquí. Dice que no es suficiente colocar postes blancos para advertir el peligro de noche, sino que es necesario colocar algo más. No quiere rejas ni vallas de madera, pues, con mucha razón, dice que estropearía el panorama.

—¿Entonces por qué no planta un seto?

—Sí, pero tardaría por lo menos tres semanas en crecer, y la señorita Powell parece haber quedado nerviosa después de su… —se detuvo en busca de una palabra apropiada—… aventura. Quizás sería posible elevar un poco el terreno. Pero realmente, señor Edward, no debiera usted haber arrojado ese bizcocho a su perro, pues sin duda iba en busca de otro cuando cruzó el camino de esa manera. Y el pobre perro murió y la señorita Powell casi muere también… todo por un simple bizcocho. —Su cambio brusco de tema había sido un poco sorpresivo, pero permanecí inmutable.

—¡Absurdo, Williams! Creo recordar que en una oportunidad tiré al pobre So-So un bizcocho cerca de aquí, pero es imposible que haya esperado encontrar otro simplemente por eso. Creo que estaba persiguiendo un conejo.

—Puede ser, pero fue en este mismo lugar donde hablé aquella vez con su perrito, mientras se comía su bizcocho.

—¿De veras? Bueno, el mundo está lleno de coincidencias. —Miré la hora—. No debo hacer esperar a mi tía para el almuerzo. —Y seguí mi camino, esperando haber dado a mi voz un tono tan ágil como el movimiento de La Joyeuse.

Confío en que a ese viejo tonto no se le ocurra hablar.

Esta tarde estuve leyendo la revista médica, o al menos la parte de los avisos, que me llamaron mucho la atención. Hace ya bastante tiempo que varias pequeñas dolencias mías son completamente desatendidas por el doctor Spencer, y ahora, afortunadamente, veo que puedo obtener los remedios. Tendré que comprar esta publicación más a menudo. Pero me he visto obligado a cambiar de idea con respecto a una opinión que siempre he sostenido. En una oportunidad oí decir que el texto de los anuncios era escrito por unas personas llamadas «agentes de propaganda», una gente sumamente vulgar. Estas cosas son demasiado complicadas para ellos. Me pregunto quién las compondrá. Me refiero a frases que comienzan: «En sepsis seguidas de leucopenia o neutropenia aguda…», o bien «compuesto de estafilococos aureus y bacilos acnea…», que deben ser escritas por hombres muy eruditos.

Felizmente, encontré lo que estaba buscando. Lo que quería saber era si un simple profano podía entrar en una farmacia y comprar un narcótico. Por supuesto no hallé una respuesta directa a lo que buscaba; tampoco lo esperaba. Pero la manera más sencilla de averiguarlo sería ir a la farmacia más próxima y tratar de comprar uno, aunque temía intentarlo por si el farmacéutico llegara a hacer averiguaciones. Quizás era su obligación hacerlo. De todos modos, no pensaba arriesgarme a menos de cien millas de Brynmawr. A lo mejor en Londres podría dar una dirección falsa.

Tenía la impresión de que, si en lugar de preguntar vagamente por algún somnífero, fuera posible solicitar una droga determinada, mi pedido sería mucho más convincente. No sería difícil de apoderarme de un recetario del doctor Spencer y escribir una nota recomendando su uso para mi persona, firmándola con cualquier otro nombre. Quizás no sería necesaria tal formalidad y esperaba no tener que presentar la receta, pero era menester ir preparado. Sé muy poco acerca de todas estas cosas por culpa, como dije antes, de la deficientísima instrucción que uno recibe en las escuelas.

Por fortuna, la revista no me defraudó en este sentido, pues hallé una propaganda relativa a unas nuevas tabletas que, puestas en cualquier líquido, se disolvían en el acto y podían ser ingeridas sin que el paciente lo notara. Era evidente que el motivo principal consistía en tratar de no herir la susceptibilidad del enfermo, propósito sumamente laudable y meritorio. Y estos «Somnoquubes» presentaban todas las garantías de proporcionar un sueño realmente profundo. Dejando a un lado el hecho de que me desagrada ver «cubes» escrito «quubes». La idea me parecía digna de ser puesta en práctica.

Todo parece marchar sobre ruedas.