Esta noche hemos tenido lo que mi tía considera un acontecimiento de importancia, o sea que los Spencer (toda la familia) vinieron a cenar. Es imposible nada más aburrido, pero ella está convencida de que así me proporciona alegría y animación.
Creo que la señora Spencer es una de las personas más curiosas como huésped. En su casa se la ve siempre mustia, ansiosa por agasajar debidamente a sus invitados y con el permanente complejo de inferioridad de que al salir su invitado va a criticar la reunión. Por consiguiente, éstas siempre son incompletas; en primer lugar, se tiene constantemente la sensación de estar molestándola y luego, uno siempre se aburre. Al menos, eso es lo que yo experimento, pero para mi tía todo lo que se relacione con los Spencer es perfecto. En consecuencia, he decidido reservarme mis opiniones y por lo tanto aguantar al insoportable doctor, a su insípida mujer y a su robusto hijo ad nauseam. Uno pensaría que una vez alejada de sus preocupaciones domésticas, la señora Spencer estaría en condiciones de mirar el mundo de frente y se animaría un poco. Pero no es así. Tiene siempre un aire ausente y no parece interesarle en absoluto lo que la rodea; de vez en cuando envía miradas de adoración a su marido y a su hijo, a quienes considera los seres más maravillosos de la tierra. Durante mucho tiempo me fue imposible imaginar en qué pensaba cuando estaba fuera de su casa, hasta que me di cuenta de que se trataba de una de esas personas afligidas por el constante temor de haber dejado el grifo de baño abierto o el gato encerrado en la despensa. Hoy, con su vestido lila pálido (no es la primera vez que lo veo), estaba particularmente distraída. Parecía que algo le impedía mirarme a la cara y se sobresaltaba cada vez que me dirigía a ella. Sin duda temía alguna terrible calamidad en su círculo doméstico. En realidad hubiese sido caritativo dejarla hablar del asunto. Parecía haber tropezado con una dificultad en el momento de salir de su casa, pues cuando yo bajé, a los pocos minutos de haber llegado ellos, y la saludé, pegó un salto como si hubiese tenido la conciencia intranquila. Y aunque indudablemente la mujer es aburrida, estoy seguro de que nunca en su vida ha hecho nada bochornoso. No tendría el suficiente coraje.
Por lo visto, mi llegada interrumpió bruscamente una conversación acerca de mi persona; es ése un gesto típico de mi tía. Inicié un nuevo diálogo (siempre me he jactado de mi savoir-faire). Había un tema que deseaba abordar para exprimir el cerebro del joven Spencer, ¡y había decidido hacerlo en público! Toujours l’audace! Hablando de él abiertamente, nadie sospecharía mis motivos. Por lo tanto, la conversación durante la comida giró alrededor de un caso que está despertando mucho interés en estos momentos y que se refiere a un grupo de personas que fueron acusadas de incendiar intencionadamente un depósito de mercancías con el propósito de estafar a la compañía de seguros.
—Por lo que he oído decir —comentó el joven Spencer—, en su mayoría las compañías de seguros merecen ser robadas. Están formadas por una banda de ladrones que nunca pagan si pueden evitarlo.
—No seas tan escéptico, Jack. Mi compañía de seguros me ha pagado el valor del auto sin chistar.
—¿Y por qué no, querida tía? —Deseaba llevar la conversación hacia otro camino, y éste, pensé, era el momento oportuno. El doctor tenía la mirada clavada en su plato y la señora de Spencer se hallaba bajo los efectos de un violento paroxismo de duda. Proseguí—: Pero lo que me tiene muy intrigado es cómo se las arreglan para provocar esos incendios. Parece una maniobra muy hábil, pero supongo que será sencillo si uno sabe cómo se hace.
—Probablemente —observó el doctor Spencer, con un tono desalentador. Pero no me iba a dejar abatir así.
—De todos modos, no creo que ninguno de nosotros sepa hacerlo… a menos que tú conozcas el sistema, Jack.
—¿Yo…? ¿Y por qué habría de saberlo?
—¿Acaso el Ejército Territorial no os enseñan a volar depósitos de municiones, a colocar minas de acción retardada y otras cosas parecidas? Al fin y al cabo, supongo que todo se basará en el mismo principio.
El rostro de Spencer traslució asombro.
—¡Pero hombre! Yo estoy en Infantería, no en el Cuerpo de Ingenieros —arguyo.
«Así son los militares», pensé ante tal respuesta. Había contado con que el joven Spencer me suministrara la información que necesitaba. En ese momento, sin embargo, recibí una inesperada ayuda del viejo Spencer.
—A pesar de todo, Jack, sería muy útil saber destruir las fortificaciones y materiales que quedan abandonados después de una retirada, pues no puedes estar contando siempre con el auxilio de los ingenieros. ¿No os hablan de eso en algún lugar, como por ejemplo en el Manual de ingeniería de campaña? Los alemanes se valieron muy a menudo de esa maniobra cuando se replegaron sobre la línea de Hindenburg en 1917. Fue un episodio notable.
Lo interrumpí, temiendo que el resto de la comida se transformara en un capítulo del libro, con reminiscencias de guerra del viejo Spencer, tema en extremo tedioso.
—Me imagino que tus libros de texto, como es natural, nunca te enseñan nada útil.
—No seas tonto, Edward. Estoy seguro de que se trata de libros excelentes.
Ahora bien, ¿qué puede saber mi tía sobre esto? Jack Spencer miró alternativamente a su padre y a ella con asombro y por fin se salpicó la camisa con salsa. Pensé que aquello no era muy grave, pues la camisa debía haber ido al lavadero antes de esa noche, no después. Por fortuna, ahora tendría que ir a la fuerza.
—No creo que sea difícil averiguarlo —dijo—, me parece que el individuo de quien hablábamos hace un momento consiguió su fin mediante un reloj.
—¿Un reloj? —pregunté—, ¿cómo? —Por un instante tuve la curiosa impresión de que la señora Spencer iba a detener la conversación, pero después de mirar a su marido pareció cambiar de idea. El joven Spencer prosiguió:
—Simplemente colocando un poco de soldadura en el cuadrante, de modo que al llegar las manecillas a una hora determinada, se establece el contacto.
Pareció querer detenerse, pero una vez más su padre lo aguijoneó. ¡El hombre se estaba portando muy bien! Por primera vez en mi vida sentí una especie de simpatía hacia él.
—¿Contacto con qué? —continuó Jack, respondiendo a la pregunta—. Pues, con una batería o bien con la luz eléctrica. Se pueden conectar los dos alambres del circuito con un dispositivo de la pared.
—¿Pero qué es lo que inicia el fuego? —interrogué.
Jack hizo una vana tentativa para limpiarse la mancha de la camisa, que acababa de advertir. Su tono se volvió algo vago.
—El circuito no debe estar formado simplemente por alambre conductor de electricidad. Hay que cortarlo mediante un trozo de alambre delgado que se ponga incandescente, aunque ignoro qué tipo de alambre puede ser.
—Pero la incandescencia no produce llamas, Jack.
—Ya lo sé, señorita Powell, pero entonces se coloca encima de este alambre un objeto que, al ser tocado por algo caliente, se prende fuego.
—¿Simplemente un pedazo de papel? —inquirí. ¡Esto parece demasiado fácil!
—No, no creo que eso sea suficiente. Ese hombre empleó una sustancia parecida al celuloide, pero no sé cuál. El Cuerpo de Ingenieros creo que utiliza pólvora de algodón.
—¡Bravo, Jack! Pareces conocer muy bien el asunto. Por lo visto tus libros son más eficaces de lo que piensa Edward.
Mi breve admiración por el doctor se desvaneció rápidamente. Pero la conversación parecía haber cansado a la señora Spencer.
—Me parece que éste es un tema muy desagradable —opinó—. Por lo que ustedes dicen, podríamos aparecer todos quemados en nuestras camas. No hablemos más de esas infernales máquinas. Sin duda irás a la exposición, ¿no es así, Mildred?
Pero la ingenua tentativa de la señora Spencer para desviar la conversación no tuvo éxito, pues su marido comenzó a hablar de otro tema.
—Y a propósito de máquinas, señorita Powell, hoy Herbertson me mostró el reloj que quedó entre los restos de su auto. Estaba detenido a las cuatro menos siete minutos, de modo que no hubiese llegado tan tarde a la reunión del hospital. —Me miró—. Hay que mantener la reputación de tu tía en cuanto a puntualidad se refiere, Edward. Te habrás percatado de que esa cualidad constituye un orgullo para ella. Especialmente a la hora del desayuno, ¿no, Edward? —Pasó del tono socarrón a una sonora carcajada.
Hubiera deseado poder pinchar con un alfiler la burbuja de su reputación, pero al recordar que Spencer había advertido que aquella tarde yo le había llamado por teléfono a las cuatro y cinco, era necesario proceder con cautela. La noticia era alarmante, pero conservé mi serenidad y, sin pensarlo más, hice frente a las dificultades. Toujours Yaudace, toujours l’audace!
—No creo que eso sea exacto, pues de otro modo lo hubiese llamado a usted más temprano. Siento mucho echar a perder tu reputación, tía Mildred, pero recuerdo que el día anterior noté que ese reloj atrasaba cinco minutos.
Mi tía me lanzó una mirada iracunda, casi desdeñosa.
—No recuerdo nada semejante, Edward —dijo.
Sin la presencia de las visitas, con seguridad hubiese estallado una discusión, sólo porque no estaba dispuesta a admitir que habría podido llegar tarde a su maldita reunión. ¡Qué engreimiento!
La conversación giró de nuevo en torno a la próxima exposición, y finalmente, después de muchas horas de aburrimiento, esa aburrida gente se retiró. Pero había sido una velada sumamente provechosa para mí. En primer lugar, había aclarado esa molesta e inesperada cuestión del reloj del viejo Morris. Luego, me había enterado de que la compañía de seguros no había opuesto dificultad alguna a la reclamación de mi tía, lo cual significaba que ni Herbertson, su agente, ni ellos mismos habían notado nada extraño en la dirección o en los cables del freno. En realidad no había muchas probabilidades de que así sucediera, en vista de lo destrozado que había quedado el coche. Con todo, no dejaba de ser un alivio. Y por último, había obtenido una serie de informes muy valiosos que me había proporcionado casualmente Jack Spencer, al describir la manera de provocar un incendio por medio de un reloj. Apoyándome en sus sugestiones, me sería fácil elaborar el resto. Era una lástima que la señora Spencer hubiese mencionado lo de «morir quemados en la cama», pero con un poco de suerte esa desventurada observación se olvidaría pronto. Me pregunto cuál será el motivo de esa ocurrencia. Yo mismo he estado madurando últimamente esa idea, inspirada en parte por mi primer propósito de hacer estallar el depósito de gasolina, método que con seguridad hubiese dado mejores resultados. ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Bellas y palpitantes lenguas rojas que todo lo destruyen y con todo arrasan! Ahora veo cuán acertados fueron mis primeros sueños. Esas llamas me acompañan día y noche.