La vida ha retornado, en apariencia, a su ritmo normal. La convalecencia de mi tía fue increíblemente rápida; no cabe duda de que posee una vitalidad asombrosa. Su coche será reemplazado dentro de poco por otro. Pero nada podrá reemplazar a So-So. De modo que, aunque las cosas parezcan estar lo mismo que antes, nunca podrán estarlo. Una vez más es necesario hacer justicia: So-So debe ser vengado. Estoy más determinado que nunca. El destino y un arbusto lleno de espinas han estropeado mi primer plan. Discurriré un segundo plan.
Hay algo que me da ánimo y es que no ha habido ninguna indagación, ninguna sospecha desagradable. En ese sentido, mi plan ha sido perfectamente sólido. Por lo tanto no hay ningún motivo para que, madurado con el mismo cuidado, me pueda fracasar un segundo intento. Pensaré en él muy pronto.
La reacción de mi tía al oír el relato del accidente fue típicamente suya. Escuchó en silencio, recostada sobre un sofá de la horrible salita, con los hombros cubiertos con un chal verde esmeralda que contrastaba violentamente con el color de la alfombra. Hasta que no hube terminado, no hizo ningún comentario.
—¿De modo, Edward, que me dejaste colgada de ese arbusto mientras volvías a casa para llamar al doctor Spencer, simplemente porque te desagrada la idea de tocar un cadáver? ¡Oh!, no te estremezcas porque hablo claro. Creíste que estaba muerta y te fuiste. Eres capaz de llevar en tus brazos el cadáver de tu perro y de envolverlo en un trapo, pero no puedes tocar a tu tía. Sí, ya he oído con qué cuidado atendiste a So-So. Es realmente un contraste, querido. Supongo que después encendiste un cigarrillo, tomaste un trago y finalmente decidiste llamar al médico. Espléndido. Me pregunto si antes no habrás resuelto algún crucigrama. ¡Ah!, pero ahora recuerdo que no acostumbras hacerlo, ¿no es así? Pero podrías haber compuesto un soneto sobre lo ocurrido, mientras aún te era posible captar tus primeras emociones.
—Tía Mildred, eres injusta conmigo. Sigo pensando que hice bien en llamar pronto al doctor Spencer, antes de intentar sacarte de donde te encontrabas. Por otra parte, él está perfectamente de acuerdo conmigo.
—¿De veras? Me extraña. Depende en parte de la fuerza con que me viste caer.
—De eso no estaba muy seguro.
—Sí, y en ese sentido veo que estás un poco confundido. Diste al doctor la impresión de que habías visto desaparecer el auto en el borde del barranco, para no volverlo a ver hasta el momento en que llegó al fondo. Ésa es, por otra parte, la idea que se podría sacar de tu reciente relato. Pero entonces dijiste a la cocinera que me viste salir despedida del coche.
—No, tía Mildred; lo que dije a la cocinera no fue eso, sino que me imaginé que habrías sido arrojada fuera del auto porque me pareció verte tendida sobre el arbusto, pero que en realidad no te vi caer. Recuerdo que la cocinera lo interpretó de otra manera y tuve que corregirla.
Mi tía me miró con atención.
—Si es así —dijo—, queda aclarada una pequeña confusión. Pero sigo pensando que fue imperdonable de tu parte abandonarme de ese modo sin ver si podías hacer algo en ese momento.
—Siento mucho que pienses así. Supongo que te hubiese levantado mal. Con seguridad te hubiera hecho más daño. En verdad, creo que procedí correctamente.
—Si no puedo hacértelo ver a mi modo, será mejor qué no hablemos más del asunto. Pero sigo convencida que fuiste un tanto despiadado. De todos modos, te sugiero que olvidemos este desagradable incidente.
Nada hay que parezca más exasperante que esa frase «no hablemos más del asunto». Por lo general implica que la persona que habla es la que tiene razón, y que está colmada de caridad cristiana, evidenciada generosamente al no permitir que el desconcierto del otro se convierta en una completa derrota. Además, muestra que el que habla ya ha dicho todo lo que tenía que decir y lo único que desea es evitar que la otra persona saque a relucir sus propios argumentos.
La conversación cesó entre nosotros durante algunos instantes y yo reanudé la lectura de mi novela. Fuera se oía la lluvia que caía monótona; el cuarto estaba frío y húmedo. Me hubiese agradado que encendieran las chimeneas, pero en Brynmawr la calefacción está estrictamente regulada por el calendario y no por la temperatura. Mi propio cuarto hubiese tenido un aspecto más estético y acogedor, pero se había creado la teoría de que mi tía tendría un privilegio especial sobre la atención de todos los demás hasta que se repusiera por completo, y en realidad ya estaba perfectamente bien. Por consiguiente, hallábame instalado en una de sus incómodas y horrorosas sillas, mientras escuchaba el sonoro tictac del viejo reloj y el ruido producido por las gotas de lluvia al caer dentro de una tina.
Por fin, mi tía rompió el silencio.
—Hay un asunto, Edward, del que tengo que hablar contigo, aunque mucho me temo que no sea de tu agrado.
Me cuesta imaginar algo que, introducido de esa manera, pueda agradarme.
—¿De qué se trata? —inquirí.
—No deja de causarme cierta satisfacción el comprobar que no careces del todo de sentimientos, Edward. En, algunos sentidos eres un poco insensible; pero no permitiré que hagas un papel ridículo en lo que respecta a So-So. Por favor, no te enfurezcas; escúchame con tranquilidad. En esta casa jamás un perro ha tenido una lápida en su tumba. Ya fue bastante exagerado el hecho de que obligaras a Evans a hacer un pozo en el jardín; pero peor aún fue construir una especie de féretro y llevar a cabo algo así como una oración fúnebre sobre su sepultura, según me han contado. Pero a lo que me niego terminantemente es a tener una lápida sobre las patatas y más aún a tolerar un epitafio que empieza así —sacó un trozo de papel de su bolso y se acomodó las gafas—: «Al querido So-So, la única alegría de su amo. Víctima de la velocidad», y que sigue diciendo: «¿Quién teme al polvo retornar? ¿Quién retrocede ante la negra orilla, donde el humano y altivo afán del alma ya no brilla?». Francamente, Edward…
Me sonrojé al oír cómo mi tía leía esas cuatro líneas, con una cadencia burlona que acentuaba su ritmo y privaba a las palabras de todo sentido. A nadie le gusta que otros se mofen de lo que es sagrado para uno.
—¿Y por qué no? La vida de So-So estuvo realmente llena de humanismo y altivo afán. Me costó mucho trabajo encontrar algo apropiado.
—Mi querido Edward, todo esto es sumamente ridículo. Además, no fue «víctima de la velocidad». Nunca en su vida pudo correr ligero, si es a eso a lo que te refieres, y si quieres insinuar que fue víctima mía, en primer lugar no es verdad, y luego, aunque lo fuera, no voy a consentir que esa frase esté en medio de mis propias hortalizas. Y eso es todo, Edward.
—Perfectamente. Entonces buscaré algún otro lugar, si es que logro encontrar una pulgada de tierra en este país que sea de mi propiedad y allí lo enterraré y erigiré yo mismo su lápida.
—En tu lugar, yo no lo haría, pues seguramente se caería tan pronto como lo colocaras. Pero, dejando eso a un lado, no lo podrás hacer por el simple hecho de que Morgan no te cortará la piedra.
¡De modo que era ese condenado picapedrero quien se lo había contado todo!
—Me prometió hacerlo, pero no me sorprendería en absoluto que faltara a su palabra. Es una costumbre muy frecuente en la gente de por aquí —repliqué indignado.
Mi tía golpeó un almohadón con violencia.
—¿Cuándo recordarás, Edward, que eres galés y que con tus constantes desprecios no consigues sino vilipendiarte a ti mismo?
La miré desdeñosamente.
—Es que algunos logramos superar el ambiente que nos envuelve —manifesté.
Se quedó pensando durante unos instantes.
—Y otros jamás logran superar la edad del biberón —replicó.
No me digné contestar, pero sé perfectamente que si mi tía ha hablado con Morgan, no he de tener mi lápida. Quizás más adelante consiga que me la hagan en otra parte. Me encargaré de ello apenas pueda escapar de esta cárcel. También puedo esperar mi segundo atentado y luego enterrar a So-So en el mismo lugar donde murió. Quizás eso llamaría indebidamente la atención sobre un asunto que debiera quedar olvidado.