7

Después de lo que acabo de relatar, la tarde fue para mí una tortura.

Indudablemente el plan me había costado un gran esfuerzo mental y por lo tanto era lógico esperar una reacción después de la fuerte tensión nerviosa experimentada en los últimos días. De haber tenido éxito, hubiese pasado por un período muy difícil antes de abandonar Brynmawr para siempre. Pero como no ha ocurrido así, la cosa es mil veces peor. Soy presa constantemente de una cantidad de recelos y de angustias, y temo que alguna investigación indiscreta o alguna frase descuidada pueda traicionarme. Es verdad que estaba preparado para hacer frente a estas contingencias, pero solamente durante un corto tiempo y con libertad para hacer mis planes para el futuro. Ahora, como están las cosas, no puedo ni siquiera hacer eso. Es evidente que mi intento ha fracasado. Mi tía no sólo está viva, sino que ni siquiera está herida de gravedad.

Debo actuar con cautela. Es por ese motivo por lo que detallo cada palabra y cada hecho y por lo que me propongo hacerlo siempre así. Continuemos, pues.

Finalmente, Evans y yo conseguimos una puerta, y sobre esa precaria camilla, con la cabeza apoyada sobre un montón de chaquetas, llevamos a mi tía a casa. Nos costó mucho subir el barranco con ella, y mi chaqueta quedó estropeada con la sangre que salía de su mejilla, pero por fin logramos subirla. El despiadado Spencer no nos permitió descansar ni un segundo en el camino. Éste es otro punto que debo recordar para cuando llegue el momento de arreglar cuentas con él.

Mientras él cumplía sus funciones de médico, yo bajé a mi cuarto y me desplomé sobre una silla, aturdido. A los pocos instantes entró la cocinera, olvidando, en la confusión reinante, cuáles eran sus funciones normales y su posición en la casa.

—Le traigo una taza de té bien caliente y bien fuerte, señor Edward —sin duda alguna lo era, aunque desgraciadamente la mayor parte del líquido se hallaba en el platillo—. No hay nada mejor que una buena taza de té cuando uno no se siente muy bien. Mary y yo lo hemos tomado y nos sentimos muchísimo mejor. Pruébelo —agregó, percatándose de mi aversión. Yo siempre tomo el té muy flojo, de ser posible chino y con una rodaja de limón, de modo que aquel brebaje de un color marrón oscuro no presentaba un aspecto muy tentador.

—Pruébelo —repitió la cocinera—. Mary insistía en querer traer el té completo, pero me imagino perfectamente que usted no querrá probar comida en estos momentos.

A tiempo me percaté de que tenía que adoptar un aire turbado. Había estado a punto de decir que no veía el motivo por el cual no podría tomar mi té como de costumbre, pero inmediatamente comprendí que eso constituiría un error. La cocinera me consideraría insensible. Me tenía que sacrificar una vez más. Tragué ese líquido repugnante y, con gran sorpresa, comprobé que en realidad producía un efecto sedante sobre mis nervios.

La cocinera, ajena a todas las conveniencias sociales, continuó conversando. Obedeciendo a una curiosa e invariable característica de su clase, anhelaba evidentemente hablar del asunto. Pero eso jamás podría ser. Cuanto menos hablara, más seguro estaría.

—Lo siento —dije, esforzándome por esbozar una débil sonrisa—. Pero desearía no hablar de ello.

—¡Pobrecito! —¡El coraje de la mujer!—. Lo comprendo perfectamente. Y para colmo, usted presenciando la escena…

Esto no podía pasar.

—En parte. ¿Quiere usted llevarse esto? —disimulé y le entregué la taza vacía. Luego, sentándome en un sillón, sepulté la cabeza entre las manos. La cocinera se fue; no creo que le quedara otra alternativa. Encendí un cigarrillo y consideré el problema. Cuanto más lo pensaba, más seguro me sentía. Por lo que podía apreciar, no había ningún motivo para que las sospechas se volvieran sobre mí por cualquier cosa que hubiese ocurrido. En ese momento, por supuesto ignoraba el estado de mi tía.

Transcurrido un largo intervalo, oí que Spencer bajaba las escaleras y que luego subía de nuevo, supongo que a fin de dar alguna instrucción a Mary, para bajar al cabo de un rato. Rápidamente guardé mi diario en el cajón. Al entrar él, me levanté del sillón para ir a su encuentro en busca de noticias.

—Todo está muy bien, Edward. Maravillosa e increíblemente bien. Ha recobrado el conocimiento, no tiene ninguna lesión importante y con unos pocos días de reposo y tranquilidad volverá a ser la misma de antes.

Me senté. Ahí estaba precisamente lo malo del asunto. Mi tía volvería a ser «la misma de antes,» y aquel hombre idiota me lo venía a decir como si me trajera espléndidas noticias, sin que yo pudiera decir lo que pensaba. Como antes, no. So-So no estaría entre nosotros, y eso impediría que las cosas fueran como antes.

Spencer habló otra vez.

—Quisiera que me contaras exactamente cómo sucedió. —Se sentó frente a mí y se dispuso a llenar la pipa—. Tu mensaje telefónico es toda la información que tengo hasta el momento.

Tenía que afrontarlo. Pude deshacerme de la cocinera, pero tarde o temprano tendría que hablar seriamente con alguien del asunto. Hubiese parecido extraño que tratara de evitar toda conversación al respecto ahora que estaba al tanto del estado de mi tía y tenía que aparentar alivio al saberla fuera de peligro.

—Yo tampoco sé muy bien lo que ha ocurrido —comencé a decir lentamente, como tratando de reconstruir lo que había visto, que tenía que ser muy poco—. Estaba paseando con mi perro por el prado que está frente a la casa.

—¿Tu perro? —Por lo visto el doctor Spencer no asociaba a los perros conmigo—. ¡Ah!, ¿tu pekinés? —exclamó con un tono despectivo.

Me contuve.

—Sí —respondí—. Como le dije, caminábamos por el prado que está frente a la casa…

—¿Y qué hacías allí?

—Simplemente cruzaba el prado, cuando…

—¿Pero por qué lo cruzabas? ¿De dónde venías?

Esto ya se estaba volviendo pesado, pero Spencer siempre hace esas preguntas sin sentido. Su conversación general es casi tan terrible como su manera de jugar al bridge. Comprendí que sería mejor comenzar por el principio.

—Estaba sentado esta tarde en la cima de Yr Allt, admirando el panorama y leyendo. Poco antes de las cuatro resolví ir a ver cómo van las manzanas del huerto. Algunas de las ramas pasan por encima de la cerca que separa el huerto del prado, de modo que me acerqué para verlas. Entonces se me ocurrió que la mejor manera de volver sería atravesando el campo, en lugar del huerto. —Aquí pisaba terreno peligroso, pues a través del huerto el camino es más corto y se evita tener que salvar la cerca. Además, tenía que pensar en otro motivo que me hubiese obligado a dirigirme al otro extremo del prado por el camino. Por suerte se me ocurrió una idea excelente para salir del atolladero—. Mientras caminaba, me pareció ver unas setas…

—Mi querido Edward, he vivido en estos parajes mucho más tiempo que tú y, que yo sepa, nunca se ha visto una seta en ese campo, y mucho menos en esta época tan temprana del año.

—¿De veras, doctor Spencer? —El tono de sorpresa estuvo muy bien logrado, considerando que yo sabía que tenía razón, aunque no hubiese creído que conocía tan bien el asunto—. En todo caso, me pareció verlas. Cuando me aproximé a la cerca ocurrieron dos cosas, aparte de que no había setas…

—¿Con qué las confundiste?

—Con piedras, o quizás con flores blancas, a menos que se haya tratado meramente de un engaño óptico. No lo sé. Quizá fuera un trozo de papel. Bueno, cuando me aproximé, el pobre So-So creyó, sin duda…

—No me puedo imaginar una seta en esos lugares.

—El pobre So-So creyó, sin duda —proseguí, inquebrantable—, ver un conejo atravesando el seto. Al mismo tiempo oí el ruido de un auto por el camino. So-So desapareció; luego oí un grito de mi tía y un aullido de mi pobre perro. Corrí hasta la cerca a tiempo para ver que el auto se precipitaba por el barranco. Lo perdí de vista, pero oí que caía dando tumbos y chocando de árbol en árbol. Al llegar al camino, lo vi estrellarse contra el fondo de la cañada con un ruido sordo. Al principio pensé que mi tía había quedado encerrada adentro, pero luego me pareció verla en el lugar donde la encontramos. Después vi a So-So tendido, muerto —no pude evitar que la emoción velara un poco mi voz—, a un costado del camino, y fue entonces cuando decidí llamarlo a usted por teléfono e ir en busca de alguien para que me prestara ayuda. Esto es todo lo que sé.

Spencer permaneció silencioso durante unos segundos.

—Lo siento por tu pekinés —dijo, por fin, embarazosamente—. Tengo entendido que lo querías mucho, ¿no es así? —Asentí con la cabeza. ¡Quererlo! Adoraba a So-So—, ¿por qué no acudiste en seguida a rescatar a tu tía?

—¿Qué hubiera logrado con eso, doctor Spencer? No soy médico y, por otra parte, para sacarle de en medio de esos arbustos hacía falta más de una persona.

—Así es, pero pensé que quizá tu instinto te podía haber ordenado bajar para ver si podías hacer algo. Con todo, creo que lo mejor era tratar de dar conmigo.

—No perdí un instante. Pensé que eso sería lo mejor.

—Tuviste suerte al encontrarme —sonrió, meditabundo. Debía pensar que el solo hecho de estar en casa había sido un acto inteligente.

—Efectivamente, y vino usted muy rápido, doctor. No creía que su viejo coche funcionase tan bien. —Estábamos entrando en un terreno más seguro.

—Si, un promedio de treinta y cinco a cuarenta millas por hora no es nada en otros lugares, pero aquí constituye una velocidad impresionante. Me llamaste cinco minutos antes de las cuatro y eran apenas las cuatro y diez cuando bajé del coche. —Se le ocurrió una idea repentina—. ¿No iba a la reunión del hospital? —Asentí—, pues entonces hubiera llegado tarde por primera vez en más de diez años.

—Se había puesto a sacar unas estacas del jardín. La vi desde la colina y pensé que se le estaba haciendo tarde. Probablemente eso la hizo salir tan de prisa.

—Puede ser. Bueno, me tengo que ir. La cocinera y Mary se turnarán para cuidarla durante la noche. Yo iré a buscar a la enfermera con el coche, aunque no creo que la vayamos a necesitar durante mucho tiempo. Volveré mañana, Edward. Buenas noches. ¿Qué es esto? ¡Ah, tu pekinés! Pobre animal. Mirándolo bien, él fue el villano de esta pieza. No tuvo la intención de hacer daño, pero le faltó muy poco para matar a tu tía. Yo no lo dejaría aquí. Harías mejor en enterrarlo cuanto antes. Buenas noches.

¡Canalla! Lo acompañé hasta la puerta. En el momento de salir se volvió.

—A propósito, ¿conseguiste manzanas?

—Sí, unas cuantas, pero ninguna ciruela.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Esta vez se fue de verdad. Era una suerte que me hubiese fijado en esos ciruelos. Es ilimitado el número de preguntas que es capaz de hacer ese hombre.