Ha sido terrible, absolutamente terrible. Tengo que escribirlo con todo detalle, en el mismo orden en que se presentaron las cosas.
El almuerzo fue sombrío. Por diversas razones nadie tenía el ánimo tranquilo, empezando por mí mismo. Teniendo en cuenta lo que iba a hacer esa tarde, no hubiese sido humano estar con un espíritu sereno. Aun en ese momento extremo sentía vacilar mi decisión. Seguía perfectamente convencido de que mi tía merecía lo que iba a ocurrir, pero ¿no habría algún otro medio para lograrlo? ¿No sería posible persuadirla de que me dejara partir y vivir con independencia? Después de todo, nunca se lo había preguntado. Resolví darle una última oportunidad. Hasta ese instante mi vista había permanecido clavada en mi plato; levanté la cabeza con la idea de proporcionarle esa posibilidad de salvación apenas Mary saliera del comedor. Quiso la mala suerte que mis ojos se encontraran con los suyos en lugar de los de mi tía y que la tontuela tuviese el mal tino de ruborizarse. En apariencia ella tampoco se hallaba muy tranquila. Recordando los insultos e insinuaciones que me arrojara por la mañana mi tía, sentí que una oleada de sangre inundaba mi rostro. Tía Mildred nos miró significativamente a mí y a Mary, que en ese momento se retiraba. Esa mirada ayudó a fortalecer mis nervios.
Después de todo, quién sabe si no era peligroso darle esa última oportunidad. En el caso de que luego hubiera indagaciones, ¿sería prudente que nuestra última conversación hubiese sido una desesperada petición de libertad para escapar a esos constantes regaños que me aturden de la mañana a la noche? Por supuesto que nadie sabría sobre qué asunto habíamos discutido mientras estábamos solos, pero una vez que saliera a relucir un tema como ése no lo abandonaríamos en seguida, y si mi tía había sido capaz de hablar como lo hizo en presencia de Williams, seguramente no se callaría en el caso de que entrara Mary con el postre. Alguna que otra frase, cuyo significado parecería mucho más grave del que en realidad podría tener, llegaría con toda seguridad a oídos de Mary, y después de lo ocurrido ya no estaba muy seguro de poder confiar en la muchacha. Dicen que todos los que tienen la intención de hacer lo que iba a hacer yo cometen siempre algún descuido. Presentí que ése podía ser mi descuido. No, debía ser firme, insensible y resuelto.
Ya decidido, volqué mi atención en el postre. La cuchara con que me dispuse a comerlo se me dobló en la mano. Sin pronunciar una palabra, mi tía la tomó y la enderezó.
—Los Powell, mi querido Edward —dijo—, han vivido en Brynmawr desde 1658. Esa cuchara tenía más de cien años —examinó el sello estampado sobre la plata—. Sí, más de cien. Siempre hemos sido muy respetados aquí. Es una lástima haber roto una cuchara tan antigua, en un acceso de ira, sólo porque no has podido salirte con la tuya. Es una lástima apartarse de las viejas tradiciones. No quiero queso, gracias.
Era típico de mi tía rebajarse en su dignidad con una conclusión semejante, como también lo era el aprovechar el pretexto de un accidente para echar un sermón. ¡Y qué sermón! Esa eterna insistencia en el mérito de la personalidad con ausencia del cambio.
Pese a todo, sentí que una nueva sensación me invadía. Ahora que las últimas horas de su vida habían llegado, no podía evitar un sentimiento de generosidad. ¿Sería posible que me ablandara? Mi naturaleza es en realidad bondadosa, desinteresada y nada rencorosa. Me retiré en silencio a la buhardilla para meditar. Me sentía envuelto en una sensación de bondad. Oí que mi tía entraba en mi cuarto. Me felicité, prematuramente, por mi astucia al elegir el desván.
¡Edward, Edward! —llamó—. ¡Edward! Maldito muchacho; nunca lo puedo encontrar cuando lo necesito. ¡Edward! —siguió una pausa, durante la cual oí que atravesaba el hall y luego, ¡horror!, oí el violento sonido del gong. Eso ya no lo podía soportar. Salí, fastidiado.
—Sí, tía.
—¿Te estás volviendo sordo, querido?
—Quizá… con ese gong.
Su mirada se hizo de pronto sospechosa.
—¿Se puede saber qué hacías ahí arriba?
Era ésta una pregunta sumamente difícil de contestar y, por otra parte, hubiese sido mejor que no la hubiera hecho. Me costó hallar una respuesta.
—Estaba… pensando —atiné a decir.
—¿En la buhardilla? ¿Pensando? ¿Por qué no en tu cuarto? ¿Qué necesidad tenías de ir a los dominios de la criada? Francamente, Edward, yo creía…
Aquello era el límite. La miré a la cara.
—Tía Mildred, tienes una mente indecente.
Por primera vez en su vida fue tomada tan de sorpresa, que quedé con la última palabra. La deje enmudecida; abría y cerraba débilmente la boca y enseñaba su dentadura mal arreglada. Con So-So pegado a mis pies, salí de la casa. Me encaminé hacia el garaje, dando un rodeo. Al cabo de unos segundos había completado los últimos detalles de mi plan. Luego subí un corto trecho la cuesta de Yr Allt, la colina que se encuentra detrás de Brynmawr, hacia el otro lado del camino. Allí saqué un libro del bolsillo y me senté ostentosamente a leer a la vista de la casa.
Unos instantes después vi que mi tía salía al jardín. Por lo visto necesitaba desahogar su furia, pues se dedicó con todo ahínco a la tarea de despojar a las parras de algunos granos precoces que ya se habían secado. Arrancaba con energía las plantas marchitas y las estacas que les servían de sostén, y las apilaba prolijamente en el otro extremo del jardín, en vista de un posible empleo futuro. Desde el lugar donde me encontraba la veía ir con prisa de un lado a otro, bajo el fuerte sol de la tarde. No me era difícil imaginar cuál sería su estado de ánimo. ¡Cuánto me alegraba de no estar cerca! Probablemente era para que la ayudara en esta vil tarea para lo que me había estado buscando. ¿Y con todo con qué fin? Para que Evans pudiese llevar una vida aún más ociosa.
Era una tarde espléndida. Me hallaba sentado tan inmóvil a la sombra de un haya, que una mariposa azul vino a posarse sobre una flor que estaba justo al lado de mi mano. Las ovejas pacían tranquilas a mí alrededor sin advertir mi presencia. Al otro lado de la casa y de la cañada, se veía flamear la bandera en la torre del castillo Pentre, lo cual significaba que lord Pentre había regresado de Londres; más allá, los abruptos Golfas, con sus laderas cubierta de robles, sicómoros y abetos, a cuyos pies yace, hacia un lado, la parte central de Inglaterra con sus llanuras, y hacia el otro, las confusas y desconcertantes colinas de Gales. Es hacia Inglaterra hacia donde miro cada vez que soy arrastrado allá arriba. Y lo he sido más de una vez, contra mi voluntad, pues hay que hacer una buena parte del camino subiendo un sendero terriblemente empinado. A pesar de todo, debo admitir que los Golfas tienen algo de atractivo, algo que hasta a mí me ha obligado a ascender a la cima de cada pico. Aunque una sola vez es suficiente.
Contemplé el panorama con fruición. En los momentos de alta tensión emotiva uno distingue con más fuerza y claridad el ambiente que lo rodea. Allá abajo mi tía seguía luchando, sin sospechar nada, con enormes brazadas de estacas. Observé la hora y noté con satisfacción que se le estaba haciendo tarde para su reunión del hospital. Sería espléndido que tuviera que salir con prisa. Con todo, ya pronto tendría que entrar para vestirse a fin de acudir a esa reunión, en la cual, si mis planes tenían éxito, nunca se presentaría. Había llegado el momento de actuar.
Con gesto indiferente me puse en pie y empecé a descender con lentitud la cuesta de Yr Allt hasta que desaparecí de la vista de la casa. Sólo entonces apresuré el paso. Rápidamente bajé hasta el huerto. Recordaré siempre todo lo ocurrido esa tarde con muchos detalles. Ahora me viene a la memoria algo que en aquel momento casi no advertí: que los manzanos parecían prometer abundantes frutos, pero no así las ciruelas damascenas, de lo cual me alegré. Encuentro que estas ciruelas saben a botines guisados en tinta. Con todo, conservadas en vinagre, tienen un sabor suave, aunque algo astringente.
Al salir del refugio que significaba el huerto, tuve que tomar ciertas precauciones. Aquél era el único punto que había marcado como peligroso durante un corto trecho en mi primer reconocimiento. En el fondo del huerto corre un pequeño arroyo que luego atraviesa el prado y se une al arroyo Brynmawr no muy lejos del puente. La pendiente de nuestro terreno continúa en el prado, y al encontrarse con este arroyito cae bruscamente, para convertirse en un verdadero barranco, antes de elevarse de nuevo y formar una pequeña eminencia, desde la que se puede divisar a cierta distancia las laderas de Broad Mountain. Una vez que lograra atravesar ese barranco estaría nuevamente oculto, pero para llegar a ella tenía que cruzar un espacio abierto.
Alzando a So-So, un poco por el temor a los animales sueltos y otro poco para evitar que se fuera al lugar peligroso, crucé corriendo desde la esquina del huerto hasta el barranco del arroyo. Por lo que podía ver, todo marchaba bien. Una vez allí, me dirigí rápidamente al lugar fijado y coloqué el bizcocho a la izquierda del camino; So-So luchaba en mis brazos, gimiendo y tratando de lamer mi cara al ver su golosina colocada en el sitio de costumbre. Afortunadamente no ladró. Sabía que pronto tendría su bizcocho; confiaba en mí. Entonces, con la celeridad de un rayo crucé el camino, até la correa alrededor del cuello de So-So, y me oculté detrás del árbol, entre los altos helechos. No había advertido antes que, agazapándome de ese modo, me seria imposible distinguir el camino. Pero no importaba; podía oír. Había llegado a tiempo.
En realidad era un poco temprano. Ignoro cuántos minutos habré tenido que esperar; supongo que no habrán sido muchos, pero me parecieron una eternidad y creo que a So-So le habrá ocurrido lo mismo, mientras aguardaba su ansiado «¡Ya!». En esos momentos vinieron muchos recuerdos a mi memoria. ¡Cuántos insultos habrían de ser pagados dentro de unos instantes! Pensé en los más recientes: Williams y su cerca, el rubor en las mejillas de Mary, las constantes reprimendas, las burlas de Herbertson y las risas contenidas de Hughes. Mi memoria siguió remontándose a las frecuentes represiones de mi niñez, al permanente «No hagas eso, Edward». ¡Cómo pagaría todo eso! En ese momento oí venir el auto de mi tía por el camino; traté de serenar mis nervios para sujetar a So-So hasta que juzgara llegado el instante exacto, y entonces, con un fuerte grito o un ronco susurro (no recuerdo qué), di la orden y desaté la correa.
Desde el camino se oyó un alarido (no podía ver nada), el ruido seco producido por la dirección al romperse, un aullido de So-So, el chirrido de los frenos durante una fracción de segundo, y finalmente el estrépito del auto precipitándose sin gobierno por el barranco.
Me levanté de un salto y llegué para verlo caer. Mientras se despeñaba pude ver que la puerta del lado del conductor era abierta desde adentro y que la fuerza del aire la cerró nuevamente. Luego el auto desapareció de mi vista.
Rápidamente atravesé el seto. Nadie podía objetar ya que yo cometiera un pequeño descuido. Es extraño comprobar qué pensamientos tan tontos se le pueden ocurrir a uno en tales momentos. Alcanzaba a oír los golpes que daba el auto al adquirir cada vez más velocidad y chocar con los árboles que encontraba a uno y otro lado de su trayecto descendente, hasta que finalmente llegó al fondo de la cañada, estrellándose con un ruido sordo y pesado.
Llegué justo a tiempo para contemplar la caída final. No creo que pueda olvidar nunca la escena. Fue tremenda en su violencia irreprimida. El auto parecía empeñado en querer destrozarse hasta el último pedazo. No podía haber quedado un hueso sano en el cuerpo de mi tía.
Pero en parte había tenido éxito al intentar salir del coche. En realidad lo había logrado, aunque se podía ver fácilmente que no le había servido de mucho. Había sido despedida con gran fuerza y yacía en el suelo, inerte, con la parte superior del cuerpo sepultada en un espeso matorral de zarzas. Me acerqué a donde estaba. A juzgar por la posición en que se encontraba y su absoluta inmovilidad, no quedaba lugar a dudas. No soy médico y por lo tanto me resultaba imposible examinarla, pero estaba bien seguro del resultado. La sola idea de tocar un cadáver me produce repugnancia, de modo que me alejé del lugar. Me avergüenza confesar que me descompuse un poco.
Sólo al retornar al camino caí en la cuenta de que había ocurrido una tragedia. Sobre un costado, con la nariz a una o dos pulgadas de su amado bizcocho, yacía el pobre So-So. No hacía falta ningún conocimiento médico para ver que se había ido de este mundo. Sin duda lo solté una fracción de segundo demasiado tarde y, sin advertir el coche, había cruzado corriendo el camino, pero aquél lo había atropellado sin piedad. So-So ya no sería mi compañero. No pude dejar de recordar aquella frase de mi tía: si So-So no se ajustaba a su modo de vivir, «tomaría serias medidas». Y eso era lo que había hecho, aunque involuntariamente.
¡Pobre So-So! Tomé el bizcocho, lo arrojé con fuerza dentro del zarzal más cercano y me las compuse para levantar su cuerpo sin vida e iniciar el regreso a casa. No era el momento indicado para lamentar su muerte. Era el momento de entrar en acción. En el estado de excitación en que me encontraba, me costaba retener las lágrimas.
Por supuesto, había tenido el buen sentido de pensar de antemano lo que haría llegado ese momento. Me había preguntado si sería preferible permanecer ausente y dejar que otra persona descubriese el accidente, camino que hubiese presentado la ventaja de desvincularme por completo del asunto. Pero, en realidad, siempre había pensado que quizás lo mejor sería que yo estuviera, si no en la misma escena del accidente, por lo menos en algún lugar desde donde hubiese podido oír el estruendo. Era una suerte que hubiera formado mi plan alrededor de esta idea, pues So-So estaba raramente lejos de mí y, puesto que el pobrecito había quedado tan trágicamente complicado en la cuestión, se supondría que yo tenía que estar por ahí cerca.
Coloqué el cuerpo que se iba enfriando rápidamente sobre una mesa, lo envolví en un trapo de limpieza que mi tía guardaba en el vestíbulo, a fin de que Athel y Thruthel no turbaran su reposo, y me dirigí hacia el teléfono.
—Llwll 47, rápido… el doctor Spencer, por favor —me cuidé de que mi voz pareciera agitada—. Doctor Spencer, venga en seguida, por favor. Un accidente de coche… Mi tía. Venga rápido
—En cinco minutos, Edward. —El doctor Spencer no perdía el tiempo con palabras inútiles.
Al volverme descubrí con fastidio que la cocinera estaba a mi lado.
—Señor Edward, ¿qué ha pasado? Nos ha parecido oír el ruido de un choque.
En momentos como ése es cuando resulta tan fácil cometer errores, como por ejemplo estar enterado de algo que en realidad sería imposible saber. Me mantuve sereno.
—No lo sé muy bien. So-So cruzó el camino frente a la verja y he oído un grito y luego el ruido de un auto al despeñarse. El coche de la señorita Powell se halla en el fondo de la cañada; y ahí está So-So. —Señalé la mesa y vi que la cocinera se estremecía.
—Pero ¿y la señorita Mildred? —dijo con dificultad.
—Lo: ignoro. Tengo miedo. Supongo que habrá sido despedida del coche al caer. Está… —me interrumpí, emocionado.
—¡Oh, pobre señorita! ¿La ha dejado usted? ¿Dónde está? Dígame dónde está. Déjeme ir con ella.
En realidad prefería que el doctor Spencer fuera quien encontrase a mi tía.
—Tranquilícese —le pedí—. El doctor Spencer está por llegar.
—Entonces vayamos a su encuentro en el camino; eso ahorrará minutos preciosos para mi querida ama. Corra, señor Edward, corra. —Y diciendo esto, la voluminosa mujer empezó a correr como podía en dirección a la verja de la entrada. Pero a los pocos pasos se detuvo—. Será mejor llevar a Mary con nosotros —dijo, jadeando—; tiene algunas nociones de primeros auxilios.
—Está bien. Vaya a buscarla. Yo iré a buscar a Evans. Podemos necesitar ayuda para traerla.
Pensé que lo mejor sería que fuese toda la gente posible, pues distraerían la atención que podía recaer sobre mi persona. Por otra parte, si por casualidad había quedado algún rastro de mis movimientos, estaría disimulado por las huellas que dejarían los demás.
Al volver con el jardinero, vi que la cocinera y Mary se nos habían adelantado y estaban abriendo la verja para salir al camino. Detrás de ella iba la criada de cocina; se apretaba un sucio pañuelo contra los ojos. Exceptuando los sollozos de la muchacha, llegamos en silencio a la curva del camino. Casi lamenté ver el coche de Spencer estacionado a un lado. Me hubiese gustado echar una última mirada a fin de comprobar si no había quedado ningún indicio comprometedor. Pero me tranquilicé pronto; era sumamente improbable. No había nada que pudiese ser considerado… como descuido.
El personal de servicio llegó al lugar del accidente antes que yo, incluyendo a Evans, quien había acudido con una celeridad asombrosa para un hombre de su edad. Llegué sin aliento, a causa del desacostumbrado esfuerzo que para mí significaba correr. Desde abajo se oyó la voz de Spencer.
—Vengan todos y ayúdenme a sacar a la señorita Powell de este matorral. Eso es, Mary, sáquele esa espina del vestido. Ven, Edward. No te quedes ahí parado; ayúdame, hombre. Este arbusto espinoso puede que la haya salvado, pero será muy difícil sacarla de aquí. Afortunadamente se trata de una planta joven, de modo que sirvió para amortiguar su caída sin lastimarla demasiado. Muy bien, Evans, ya casi la hemos sacado. Ya está.
De este modo, sin dejar de hablar y animando a todo el mundo, dirigió la operación de rescatar a mi tía de las zarzas cubierta de espinas. Pensé que lo más prudente sería esforzarme al máximo; al terminar, mi ropa estaba desgarrada en varios sitios y me había arañado bastante seriamente la cara y las manos. Por fin mi tía pudo ser libertada y extendida sobre la parte más llana de terreno que pudimos encontrar. El doctor Spencer se arrodilló a su lado y durante unos instantes se produjo un absoluto silencio, hasta que la cocinera comenzó a sollozar apoyada sobre el hombro de Mary y la criada empezó a dar muestras de un inminente histerismo. Me llamó la atención notar que la reacción producida por nuestra inactividad, luego del agotador esfuerzo realizado, estaba comenzando a afectarme hasta a mí mismo.
—Maldita muchacha, cállese; y usted trate de dominarse —agregó, dirigiéndose a la cocinera. El tono de Spencer era cortante y perentorio. Continuó su examen, rápido pero metódico, por lo visto, alguna prueba de importancia. Deseaba que terminara de una vez, pues, para decir la verdad. Ese lugar de la cañada me producía un efecto sumamente lúgubre. Eso no significaba que pensara quedarme en Brynmawr.
Spencer levantó la cabeza.
—Lo principal es que está viva —dijo.
—¡Oh Dios mío! —exclamé sin darme cuenta. El mundo parecía dar vueltas a mí alrededor. ¿Habría pasado por todo eso inútilmente? Estuve a punto de desmayarme y me vi obligado a sentarme en el suelo.
Afortunadamente Spencer interpretó mal mi reacción.
—Está bien, Edward, serénate —me tranquilizó—. Creo que puedo darte una buena noticia. Tiene una conmoción, eso sí, pero no hay duda de que está viva y, por lo que puedo ver, no tiene nada roto. Con todo, mi diagnóstico es algo prematuro; lo confirmaré en cuanto lleguemos a la casa.
Contemplé el rostro de mi tía, cruelmente arañado por las espinas. Recordé la caída del auto y la velocidad que había alcanzado al llegar al fondo de la cañada. Miré hacia abajo y observé los destrozados restos. Parecía imposible que hubiese logrado salir con vida sin mayores daños, como parecía.