Tengo que pasar la mañana escribiendo. Eso me ayudará a mantenerme sereno y necesito una mente despejada, pues he decidido definitivamente que ha de ser esta misma tarde. Una descripción de lo ocurrido esta mañana impedirá que mi imaginación vuele hacia otra cosa.
La hora del desayuno puede ser muy agradable. Pero en Brynmawr eso nunca sucede. En primer lugar, una insistencia esclavista sobre una hora determinada es un claro error. No hay que obligar a un hombre a que se levante antes de que haya dormido el tiempo requerido por su organismo. Uno nunca tendría que ser apremiado a bañarse y vestirse rápido, pero en Brynmawr casi siempre me veo acosado por la voz de mi tía: «¡Edward, Edward!», (qué bien conozco esa pausa entre las dos sílabas de mi nombre. Casi siempre anuncia algo desagradable), «¿te levantas?».
Aquí la verdadera respuesta tendría que ser: «No. Esta mañana pienso quedarme en la cama», pero no sé por qué nunca encuentro el coraje suficiente para decirlo. Aunque una vez lo hice, entonces mi tía, a fuerza de fatigantes interrogatorios, me obligó a admitir que me sentía enfermo, en vista de lo cual, en lugar de dulzura, té con tostadas y tranquilidad, me administró una enorme dosis de aceite de ricino y nada de desayuno.
Esta vez, como de costumbre, respondí:
—Sí, tía. Ya voy. He perdido… el botón del cuello.
¿Para qué tendré siempre alguna excusa? De todos modos nunca cree lo que digo.
—Muy bien. Pero date prisa. El desayuno se enfría.
—¿No lo pueden mantener caliente?
Mi tía pasó por alto esta indirecta. Sé perfectamente que lo deja enfriar con toda deliberación. El año pasado le di como regalo de Navidad un aparato para calentar el desayuno, pero se niega a usarlo.
—Pensé que no habías oído el gong.
Ésta es una de sus invariables observaciones. Sabe perfectamente bien que nadie puede dejar de oír ese espantoso instrumento que no se ve en ninguna casa decente; Mary, obedeciendo sus órdenes estrictas, lo golpea hasta hacerme desear que el aparato estalle. Y también sabe muy bien que ese estrépito produce un terrible efecto sobre mis nervios.
Tendría que haberme tomado el tiempo necesario para terminar de vestirme, pero, como de costumbre, me dejé influir por la idea de mi tía y completé mi vestimenta con toda prisa sin prestar la debida atención al hecho de que mi corbata y mis calcetines hicieran juego. En cualquier momento me llamaría otra vez y eso no lo podría soportar.
Con la sensación de que había olvidado algo, bajé volando las escaleras, nada más que veinticinco minutos después de la hora. ¡Cuánto alboroto por una cosa tan carente de importancia! Me sentía casi asombrado por mi puntualidad.
Mi tía me inspeccionó de arriba abajo.
—Bien, me alegro de que te hayas dignado apresurarte. Te puedes peinar después del desayuno.
Me sirvió el té y se sentó con aire de mártir esperando a que terminara de comer. Ahora bien, yo soy muy capaz de alcanzar la mermelada y de servirme una segunda taza de té (aunque prefiero el café), pero no consigo persuadir a mi tía de que me deje en paz. Ya sea que quiere meterme prisa, o insistir sobre el hecho de que le estoy causando una enorme molestia (en su mayor parte imaginaria), o que siente un deseo de hacerme sentir incómodo, pero lo hace con regularidad, lanzando de vez en cuando un profundo suspiro y diciendo siempre al final: «¿Has terminado, querido?», con lo cual parte hacia la cocina haciendo un gran despliegue de actividad.
Por supuesto, el desayuno debería tomarse lentamente, con una mirada ocasional a las ilustraciones de algún diario de la mañana, pero ningún periódico llega a Llwll hasta mediodía y mi tía no lee más que el Daily Telegraph; no me puedo imaginar el motivo. Por lo tanto, sólo podía escoger entre comer unos huevos revueltos semifríos, acompañados de una tostada dura, o bien conversar con mi tía. Gracias a Dios, si todo sale bien, nunca más tendré que soportar esto.
Al principio se produjo un silencio glacial, tan glacial que decidí romperlo.
—¿Y cuáles son tus planes para hoy, tía Mildred?
No hice esta pregunta porque en ese momento me hallara interesado en sus actividades (aunque, por supuesto, me agrada saberla fuera de casa para poder hacer practicar a So-So sus pequeños ejercicios), sino simplemente por hablar de algo.
—Tareas domésticas por la mañana, querido. Hoy es día de lavado y eso llevará todo lo que queda de este mediodía —grosera—; y esta tarde, por supuesto, mi reunión del hospital.
—¿Hospital? ¡Ah!, esa comisión de la que formas parte. No hay duda de que esta tostada no se puede comer. ¿Cuándo es eso?
—A las cuatro. Realmente, querido, la culpa es exclusivamente tuya. Estaban excelentes.
—¿Por qué ese repentino interés por el hospital?
—¡Oh!, mera curiosidad. De todos modos está quemada.
Mi tía me lanzó una mirada de enojo. No soporta ninguna crítica hacia su adorada cocinera y debo confesar que ello muy pocas veces es necesario. Con todo, no admito que sea la maravilla que ella pretende. Como creo haber dicho anteriormente, carece en absoluto de imaginación, de fineza.
—Supongo —dijo (mi tía, no la cocinera) de pronto— que tendrás interés en saber cuándo estoy lejos.
Era ésta una verdad tan grande que di un salto y derramé el té caliente sobre mis pantalones grises de franela. El dolor de la quemadura pasó pronto, cosa que mucho me temo no suceda con la mancha. Mi tía continuó:
—Quiero que entiendas de una vez por todas que no lo voy a tolerar. Mary es una muchacha excelente y, aparte de ser una criada muy buena, es la hija de Hughes, el jefe de Correos, y no quiero que ocurra nada desagradable bajo mi techo.
—¿De qué diablos estás hablando? —pregunté con verdadero asombro.
Ella me miró fijamente a los ojos:
—De la manera que has estado persiguiendo a Mary —replicó—. Te puedo asegurar que tus galanteos no son bien acogidos, y aunque lo fueran, nunca lo permitiría.
Me eché hacia atrás con mi silla, cosa que siempre molesta a mi tía y, tomando un cigarrillo de mi pitillera de laca verde, lancé una carcajada.
—¿Galanteos? —inquirí.
—No me negarás que en estos últimos diez días has estado haciendo todo lo posible por seducir a Mary, enviándole miradas significativas y conviniendo citas secretas. Lo he visto con mis propios ojos. Y no inclines esa silla hacia atrás; vas a romper las patas.
Esto no podía continuar. Es verdad que le tengo mucha simpatía a Mary y la vida sería muy aburrida en Brynmawr sin ella. Por un momento olvidé lo que últimamente no ha dejado mi imaginación por un solo instante, o sea que ya no voy a vivir en Brynmawr mucho tiempo más.
—Verdaderamente, querida tía, estás dando una importancia exagerada a algo que no la tiene en absoluto. Quizá será mejor que te explique. ¿Quieres un cigarrillo?
—Ya sabes que nunca fumo tu horrible tabaco perfumado, Edward.
Fue hacia la chimenea y tomó un Gold Flake. Nunca emplea pitillera y me ruborizo siempre que la veo sacar un arrugado paquete amarillo y ofrecerlo con todo descaro a otras personas. Hice una pausa mientras encendía un fósforo frotándolo contra la suela de su zapato, otra desafortunada costumbre suya.
—Bien, veamos tu explicación —agregó.
—Pues, no se trata de más que de un malentendido. Recordarás que hace unos pocos días se te ocurrió reducir considerablemente la ración de bizcochos secos, la cual no creo fuera insuficiente en el caso de que yo hubiese querido transigir con tu resolución. Pero no olvides que existe una cosa que se llama amor propio. De modo que, para resumir, pensé que el método más simple sería el de convencer a Mary de que me proporcionara algunos de vez en cuando. Fue una pequeña comedia sumamente divertida, que sin duda nos habrá hecho sonreír muchas veces. Supongo que a eso te referirías cuando hablaste de «miradas significativas».
(¡Si hubiese adivinado para qué quería los bizcochos!)
Mi tía me echó una bocanada de humo a la cara.
—Ingenioso, Edward; sumamente ingenioso —comentó—. Y no dudo que lo que acabas de decir debe tener algún fondo de verdad, pues de otro modo no se te hubiese ocurrido tan rápido. Y sé muy bien que lo hay. Por supuesto, estaba muy enterada de los bizcochos extra, pero eso constituye únicamente el pretexto para tu impudicia, la excusa en el caso de que fueras interrogado. No es el motivo verdadero de tu conducta; lo sé muy bien. En adelante esa conducta deberá cambiar o… —me clavó una mirada petrificante y me lanzó esa frase paralizadora— o bien tomaré serias medidas. Mientras tanto, con el fin de que no exista ni siquiera la excusa, daré órdenes ahora mismo a la cocinera para que por el momento suspenda la elaboración de esos bizcochos. Esta tarde llevaré los últimos que ha hecho al hospital, y en cuanto a los que están en el bote… —se dirigió al otro extremo del cuarto y, llamando a sus odiosas palomas, deshizo los bizcochos en trocitos y los arrojó por la ventana del comedor.
Se produjo un gran alboroto fuera, cuando llegaron Athel y Thruthel y ahuyentaron las palomas, mientras el pequeño So-So, atraído quizás por el olor de su manjar favorito, con toda la prisa que le permitían sus cortas patas, se acercaba, para ser despedido, igual que las palomas, por esos malcriados fox-terriers. Levantándolo en mis brazos, murmuré en su sedosa oreja:
—No te aflijas, So-So. Tengo otros dos escondidos arriba, de los cuales tendrás uno esta tarde poco antes de las cuatro, y mañana… bueno, quizás mañana la cocinera reciba otro tipo de órdenes.
¡Una aventura con Mary! Y aunque la haya galanteado un poco, ¿qué derecho tiene mi tía a meterse? En verdad la encuentro demasiado victoriana. Todo esto se está volviendo inaguantable. Esta mañana cortaré el cable del freno y esta tarde el nudo gordiano. Al desparramar esos bizcochos por el suelo, mi tía ha precipitado los acontecimientos. Con los dos bizcochos que me quedan deberé actuar antes de que So-So olvide su papel, o si no, esperar indefinidamente hasta que tía Mildred dé nuevas órdenes a la cocinera. Por lo tanto, tendrá que ser esta misma tarde, antes de que esos bizcochos se pongan rancios (y no quisiera tener que recompensar a So-So con una golosina en esas condiciones) y antes de que mi tía se entere de que están en mi posesión y los tire, cosa que podría muy bien suceder si registrara mi cuarto.